Segunda Parte
Capítulo I Del trueque
EN LA primera parte hemos intentado probar que el valor de todas las cosas usadas por los hombres es proporcional a la cantidad de tierra empleada para producirlas y para el sustento de las gentes que las elaboran. En esta Segunda Parte, después de haber examinado en resumen los grados diversos de fertilidad de la tierra en distintos países, y las diferentes clases de artículos alimenticios que pueden producir con más abundancia, según su calidad intrínseca, y dando por supuesto el establecimiento de las ciudades y de sus mercados para facilitar la venta de dichos artículos, mostraremos —mediante una confrontación de los cambios que podrían hacerse: vino por tejidos, trigo por zapatos, sombreros, etc., y por la dificultad que causaría el transporte de estas diferentes mercancías o artículos alimenticios— la imposibilidad de fijar su respectivo valor intrínseco, y la necesidad absoluta, para el hombre, de hallar sustancias de fácil transporte, no perecederas, susceptibles de tener, en su peso, una proporción o un valor igual a los diferentes artículos alimenticios y a las mercaderías, tan necesarias como convenientes. De ahí se ha derivado la elección del oro y la plata para el gran comercio, y del cobre para las pequeñas transacciones; estos metales no sólo son duraderos y de fácil transporte, sino que, además, requieren utilizar, para producirlos, una extensa superficie de tierra, circunstancia que les da el valor real deseable en el cambio.
Locke quien, como todos los demás escritores ingleses que se han ocupado de la materia, no ha considerado sino los precios de mercado, manifiesta que el valor de todas las cosas está proporcionado a su abundancia o a su rareza, y a la abundancia o rareza del dinero contra el cual se cambian. Se sabe en general que los precios de los artículos alimenticios y otras mercaderías han aumentado en Europa, desde que a esta parte del mundo se ha traído de las Indias occidentales una tan grande cantidad de dinero.
Estimo, sin embargo, que no ha de generalizarse la creencia de que el precio de las cosas en el mercado deba estar en proporción a su cantidad y a la del dinero que realmente circula en él, porque los artículos alimenticios y las mercancías que se transportan para ser vendidas en otras partes no influyen sobre el precio de las retenidas en el mercado. Por ejemplo, si en un mercado hay dos veces más trigo del que en él se consume, y comparamos la cantidad total de trigo con la de plata, el trigo sería proporcionalmente más abundante que el dinero destinado a adquirirlo; sin embargo, el precio del mercado se sostendrá, como si sólo existiera la mitad de la cantidad de trigo, porque la otra mitad puede y debe ser enviada a la ciudad, y los gastos de acarreo se incluirán en el precio de venta en la ciudad misma, que es siempre más alto si se compara con el de la aldea. No obstante, y prescindiendo del caso en que esperamos realizar una venta parcial en otro mercado, estimo que la idea de Locke es correcta, en el sentido del capítulo siguiente, y no de otro modo.
Capítulo II De los precios de los mercados
Supongamos los carniceros de un lado y los compradores de otro. El precio de la carne se establecerá después de algunos regateos: una libra de res tendrá aproximadamente el valor de una pieza de plata, del mismo modo que cada buey ofrecido en venta en el mercado tendrá como valor la totalidad del dinero en él disponible para comprar el buey.
Decimos que esta proporción se establece mediante regateo. El carnicero sostiene su precio según el número de compradores que se presentan; los compradores, por su parte, ofrecen un precio menor cuando creen que el carnicero tendrá menos ventas: el precio establecido por algunos es ordinariamente seguido por otros. Unos son más hábiles para mantener un elevado precio por su mercancía; otros, para rebajarlo. Aunque este método de fijar los precios de las cosas en el mercado no tenga ningún fundamento justo o geométrico, ya que a menudo depende de la prisa o del temperamento expeditivo de un pequeño número de compradores o de vendedores, sin embargo no hay indicio de que se pueda llegar a determinarlo por otro procedimiento más adecuado. Es evidente que la cantidad de artículos alimenticios o mercancías ofrecidas en venta, proporcionada a la demanda o al número de compradores, es la base sobre la cual se fija o se pretende fijar los precios actuales en los mercados, y en general estos precios no suelen alejarse mucho del valor intrínseco.
Consideremos otra hipótesis. Varios proveedores de hoteles han recibido el encargo de comprar diez cuartos de guisantes: a uno de ellos se le fija como precio máximo para los diez cuartos sesenta libras; al segundo cincuenta libras; al tercero cuarenta libras, y al cuarto treinta libras por los diez cuartos de guisantes. Para que todas estas órdenes puedan ser cumplimentadas, hace falta que en el mercado existan cuarenta cuartos de guisantes frescos. Supongamos que no existen más que veinte. Los vendedores, viendo que hay abundancia de compradores sostendrán sus precios, y los compradores llegarán hasta los precios que les han sido prescritos: en consecuencia los que ofrecen sesenta libras por diez cuartos serán atendidos en primer lugar. Seguidamente los vendedores, viendo que nadie quiere elevar el precio por encima de cincuenta libras, dejarán los otros diez cuartos a ese precio. En cambio los que tenían orden de no comprar a más de cuarenta y treinta libras respectivamente, volverán de vacío.
Si en lugar de veinte cuartos se dispusiera en el mercado de cuatrocientos, no sólo los proveedores de hoteles podrían adquirir guisantes verdes muy por debajo de las sumas que les habían sido prescritas, sino que los vendedores, en su deseo de ser preferidos a otros, dado el pequeño número de compradores, bajarán el precio de su mercancía casi a su valor intrínseco, y en este caso muchos proveedores de hoteles, que no tenían orden de comprar, comprarán.
Ocurre a menudo que los vendedores, obstinándose en sostener sus precios en el mercado, pierden la oportunidad de vender ventajosamente sus artículos alimenticios y mercaderías, incurriendo en pérdida por ello. También puede ocurrir que, manteniendo estos precios, puedan vender a menudo con mayor ventaja en el siguiente día.
Los mercados distantes pueden influir siempre sobre el precio del mercado propio: si el trigo está muy caro en Francia, su precio se elevará en Inglaterra y en otros países vecinos.
Capítulo III De la circulación del dinero
En Inglaterra es opinión general que un colono debe velar por la existencia de tres rentas: 1) la renta principal y verdadera, pagada al propietario, y que se supone igual, en valor, al producto del tercio de su granja; 2) una segunda renta para su mantenimiento y el de los hombres y animales de labor de que se sirve para cultivar sus tierras, y, por último, 3) una tercera renta que retendrá en su poder para que su empresa sea rentable.
La misma idea se halla generalizada en otros países de Europa, aunque en algunos Estados, como el Milanesado, el colono entregue al propietario la mitad del producto de su tierra, en lugar del tercio, y de que muchos propietarios sin distinción de países traten de obtener de sus tierras la máxima renta posible: pero cuando esta renta se eleva por encima del tercio del producto, los colonos son generalmente muy pobres. Para mí es indudable que el propietario chino obtiene de su colono más de las tres cuartas partes del producto de su tierra.
Sin embargo, si un colono posee algún capital para explotar su granja, el propietario que le entrega la finca a cambio de una renta del tercio del producto, estará seguro del pago, y se encontrará más aventajado que si la entrega, a precio más alto, a un colono indigente, con el riesgo de perder la renta entera. Cuanto más grande sea la finca, más próspero será el colono. Así se advierte en Inglaterra, cuyos colonos son, por lo común, más acomodados que en otros países donde las granjas son pequeñas.
El supuesto en que me basaré para mi estudio sobre la circulación del dinero será que los colonos constituyen tres rentas, e incluso gastan la tercera para vivir con mayor holgura, en lugar de ahorrarla. Esto es, en efecto, lo que ocurre con la mayoría de los granjeros de todos los Estados.
Todos los artículos alimenticios producidos por un país salen, directa o indirectamente, de las manos de los colonos, y otro tanto ocurre con los materiales de los que se confeccionan las mercancías. Es la tierra la que produce todas las cosas, con excepción del pescado, e incluso los pescadores se mantienen con el producto de la tierra.
Precisa considerar las tres rentas del colono como las fuentes principales o, por decirlo así, como el móvil primordial de la circulación en el Estado. La primera renta debe ser pagada al propietario en dinero contante y sonante; para la segunda y tercera renta hace falta dinero efectivo con que adquirir el hierro, el estaño, el azúcar, el cobre, la sal, los paños y, generalmente, todas las mercaderías de la ciudad que en el campo se consumen; pero todo esto apenas excede la sexta parte del total, o sea de las tres rentas. En cuanto al alimento y a la bebida de los habitantes del campo, no hace falta dinero efectivo para obtenerlo.
El colono puede preparar su cerveza o hacer vino, sin gastar dinero efectivo; cocer su pan, matar los bueyes, corderos y cerdos que le sirven de sustento en el campo; puede pagar en granos, en carne y bebida a la mayor parte de sus ayudantes, no sólo a los obreros manuales, sino a los artesanos del campo, evaluando tales artículos al precio del mercado más próximo, y el trabajo al precio ordinario de la localidad.
Las cosas necesarias para la subsistencia son los alimentos, el vestido y la habitación. No hace falta dinero efectivo para procurarse alimentos en el campo, tal como hemos explicado. Si en las zonas campesinas se hacen telas bastas y burda ropa blanca, si se construyen casas, como habitualmente sucede, el trabajo necesario para todo ello puede pagarse por vía de trueque mediante evaluación, sin que sea necesario dinero en efectivo.
El único dinero contante necesario en los distritos rurales, será, por consiguiente, el preciso para pagarla renta principal del propietario y las mercaderías que el campo adquiere forzosamente en la ciudad, como cuchillos, tijeras, agujas y alfileres, telas para algunos granjeros u otras gentes acomodadas, ajuar de cocina, vajilla y, generalmente, todo cuanto se produce en la ciudad.
Ya he observado que, según estimaciones, la mitad de los habitantes de un Estado vive en las ciudades, y en consecuencia dichos individuos gastan más de la mitad del producto de las tierras. Hace falta, por tanto, dinero contante no sólo para abonar al propietario la renta correspondiente al tercio del producto, sino también el necesario para adquirir las mercancías de la ciudad, consumidas en el campo, lo que acaso corresponda a poco más de la sexta parte del producto de la tierra. Ahora bien, un tercio y una sexta parte componen la mitad del producto: por consiguiente será preciso que el dinero contante necesario para la circulación en los distritos rurales sea igual, por lo menos, a la mitad del producto de la tierra; la otra mitad o un poco menos puede consumirse en el campo sin necesidad de dinero en efectivo.
La circulación de ese dinero se logra porque los propietarios gastan al por menor, en la ciudad, las rentas que los colonos les han pagado en conjunto, y porque los empresarios de las ciudades —carniceros, panaderos, cerveceros, etc.— recogen poco a poco este dinero, para comprar a los colonos, en conjunto, ganado, trigo, cebada, etc. Así todas esas sumas de dinero se distribuyen en sumas pequeñas, y todas estas pequeñas cantidades se reúnen para hacer directa o indirectamente pagos en grandes cantidades a los colonos; este dinero circula siempre en pago de servicios, lo mismo al por mayor que al detalle.
Cuando afirmo que necesariamente hace falta, para la circulación en el campo, una cantidad de dinero a menudo igual en valor a la mitad del producto de la tierra, me estoy refiriendo a una cantidad mínima; mas para que la circulación en el campo se haga con facilidad supondré que el dinero contante, necesario para la circulación de las tres rentas, es igualen valor a dos de estas rentas, es decir al producto de los dos tercios de la tierra. Diversas circunstancias, a las cuales nos referiremos más tarde, patentizan que esta hipótesis no está muy lejos de la verdad.
Supongamos ahora que el dinero suficiente para toda la circulación de un pequeño Estado se cifra en diez mil onzas de plata, y que todos los pagos que se hacen con ese dinero, del campo a la ciudad y de la ciudad al campo se realizan una vez al año; admitamos, también, que estas diez mil onzas de plata equivalen a dos rentas de los colonos, es decir: a dos tercios del producto de las tierras. Las rentas de los propietarios corresponderán a cinco mil onzas, y toda la circulación de plata entre las gentes del campo y las de la ciudad, que debe hacerse mediante pagos anuales, corresponderá también a cinco mil onzas.
Pero si los propietarios de tierras estipulan con sus colonos el pago semestral de las rentas, en lugar de pagos anuales, y los deudores de las otras dos rentas hacen también sus pagos cada seis meses, esta modificación en el régimen de pagos alterará también el ritmo de la circulación: y así en lugar de las diez mil onzas que antes eran precisas para realizar los pagos una vez al año, ahora solamente harán falta cinco mil onzas, porque cinco mil onzas, pagadas dos veces, producirán el mismo efecto que diez mil onzas, pagadas una sola vez.
Y si los propietarios estipulan con sus colonos que los pagos se hagan trimestralmente, o se contentan con recibir de ellos las rentas a medida que con la sucesión de las cuatro estaciones del año puedan ir vendiendo sus productos, y si todos los demás pagos se hacen por trimestre, bastará contar con dos mil quinientas onzas para la misma circulación que antes requería diez mil onzas, cuando los pagos eran anuales. Por consiguiente, suponiendo que todos los pagos se hagan por trimestre, en el pequeño Estado de referencia, la proporción del valor del dinero necesario para la circulación será, con respecto al producto anual de las tierras, es decir, con referencia a las tres rentas, como dos mil quinientas libras es a quince mil libras, o como 1 es a 6, de tal suerte que el dinero corresponderá a la sexta parte del producto anual de las tierras.
Pero si consideramos que cada sector de la circulación, en las ciudades, está atendido por empresarios; que el consumo de alimentos se hace por pagos diarios, o por semanas o por meses, y que el del vestido, aunque en las familias se hace todos los años, o cada seis meses, suele hacerse en épocas diferentes, según la distinta calidad de las personas; si se advierte que la circulación respecto a la bebida se hace por lo común diariamente, para la mayor parte de los habitantes, y que la de la cerveza barata, el carbón y otros mil productos de consumo es muy rápida, podrá parecer que la proporción establecida respecto a los pagos por trimestre es demasiado alta, y que acaso se podría efectuar la circulación de un producto de la tierra por valor de quince mil onzas de plata con mucho menos de dos mil quinientas onzas de plata, en efectivo.
Sin embargo, como los colonos se ven obligados a hacer importantes pagos a los propietarios, por lo menos cada trimestre, y como los derechos que el príncipe o el Estado perciben sobre el consumo van reuniéndose poco a poco por los recaudadores, para hacer pagos de conjunto a los recaudadores generales, hará falta, en la circulación, una cantidad suficiente de dinero en efectivo para que estos importantes pagos puedan hacerse con facilidad, sin poner trabas a la circulación del dinero necesario para atender al sustento y al vestido de los habitantes.
A base de lo antedicho se comprenderá que debe existir la proporción cuantitativa de dinero en efectivo necesaria para la circulación de un Estado, y que esta cantidad puede ser mayor o menor en los Estados, según el ritmo que se siga y la velocidad de los pagos. Es, sin embargo, muy difícil establecer con precisión y en términos generales esta cantidad que puede ser diferente, según los casos, de un país a otro, y sólo por vía de conjetura cabe afirmar, en términos generales, que "el dinero contante necesario para asegurar la circulación y el cambio en un Estado, es casi igual, en valor, al tercio de las rentas anuales de los propietarios de las tierras". Tanto si el dinero es raro como si es abundante en un Estado, la proporción indicada no variará mucho, porque en los Estados donde el dinero es abundante, las tierras se arriendan a más alto precio, y a un canon más bajo allí donde el dinero es más escaso, regla ésta que siempre se revelará como válida para todos los tiempos. Pero en los Estados donde el dinero es más raro ocurre con frecuencia que las transacciones por vía de evaluación son más numerosas que en aquellos Estados donde el dinero es más abundante, y por consiguiente la circulación resulta más rápida y menos retardada que en los Estados donde el dinero no escasea tanto. Así, para estimar la cantidad de dinero circulante, hay que considerar siempre la velocidad de su circulación.
Suponiendo que el dinero circulante es igual al tercio de todas las rentas de los propietarios de las tierras, y que estas rentas son iguales al tercio del producto anual de las mismas, podemos inferir que "el dinero circulante en un Estado es igual en valor a la novena parte de todo el producto anual de las tierras".
Sir William Petty, en un manuscrito del año 1685, admite que el dinero circulante es igual en valor a la décima parte del producto de las tierras, sin decir por qué. Yo creo que formó este juicio a base de la experiencia y práctica que él tenía, tanto del dinero circulante a la sazón en Irlanda (cuyas tierras había recorrido más de una vez), como de los artículos cuya estimación llevó a cabo, grosso modo. Yo no discrepo mucho de su aserto, pero hubiera preferido comparar la cantidad de dinero circulante con las rentas de los propietarios que ordinariamente se pagan en dinero, y cuyo valor puede averiguarse fácilmente mediante una tasa igual sobre las tierras, en lugar de comparar la cantidad de dinero con los artículos alimenticios o productos de las tierras mismas, cuyo precio varía diariamente en los mercados, y una gran parte de los cuales se consumen sin pasar por los mercados de referencia.
En el capítulo siguiente daré varias razones, apoyándome en ejemplos, para confirmar mi hipótesis. Sin embargo, yo la considero útil, aunque físicamente no la veamos realizada en ningún Estado. Bastará con que se acerque a la verdad y evite que los gobernantes de los Estados se formen extravagantes ideas acerca de la cantidad de dinero que en ellos circula; no existe en efecto rama del conocimiento tan sujeta a error como ésta de los cálculos, cuando se confían a la imaginación; en cambio no hay conocimiento más elocuente, cuando están basados en hechos concretos.
Existen ciudades y Estados que carecen de territorio propio, y que subsisten cambiando su trabajo o su técnica por el producto de las tierras ajenas: así ocurre con Hamburgo, Dantzig y otras ciudades imperiales, e incluso con una parte de Holanda. En estos Estados resulta difícil formarse un juicio de la circulación. Pero si se pudiera estimar la cantidad de tierra extranjera que les procura su sustento, probablemente el cálculo no diferiría del que hago para otros Estados que subsisten únicamente a base de sus propios fondos, y que constituyen el objeto de este Ensayo.
En cuanto al dinero contante necesario para efectuar transacciones comerciales con el extranjero, no hará falta otro sino el que circula en el Estado mismo, cuando la balanza de comercio con el extranjero está equilibrada, es decir, cuando los productos y mercaderías enviados al exterior sean iguales en valor a los que de los otros países se reciben.
Si Francia envía paños a Holanda y recibe de ella especias por el mismo valor, el propietario que consume estas especias pagará el valor al tendero, y éste pagará el mismo valor al fabricante de paños, a quien se debe en Holanda el mismo valor por los paños enviados a este último país. Semejante negocio se realiza mediante letras de cambio, cuya naturaleza explicaré más adelante. Los dos pagos en dinero se hacen en Francia al margen de la renta del propietario, y ningún dinero sale de Francia por este concepto. Todas las demás clases sociales que consumen especias de Holanda las pagan igualmente al tendero; a saber: los que subsisten a base de la primera renta —es decir de la del propietario— efectúan los pagos con la primera renta, y los que subsisten a base de las dos últimas rentas, sea en el campo o en la ciudad, pagan al tendero directa o indirectamente con dinero correspondiente a la circulación de las dos últimas rentas. El tendero paga, a su vez, con este dinero al fabricante, por sus letras de cambio sobre Holanda; en resumen, no hace falta incremento alguno en el dinero circulante en un Estado, respecto al comercio con el extranjero, cuando la balanza mercantil está equilibrada. Pero si no lo está, es decir: si se venden en Holanda más mercancías que las extraídas de dicho país, o si se sacan más de las que a él se envían, hará falta dinero para el excedente que Holanda debe enviar a Francia o Francia a Holanda; esto aumentará o disminuirá, según los casos, la cantidad de dinero contante y sonante que circula en Francia. También puede ocurrir que cuando la balanza con el extranjero esté equilibrada, el comercio con el exterior retrase la circulación de dinero contante, y por consiguiente se requiera una cantidad mayor de dinero por razón de este comercio. Por ejemplo, si las damas francesas, que se visten con tejidos de Francia, quieren vestirse con terciopelos de Holanda, que se compensan con los tejidos enviados a este último país, habrán de pagar dichos terciopelos a los mercaderes que los han sacado de Holanda, y estos mercaderes los pagarán a los fabricantes holandeses. Esto hace que el dinero pase a través de mayor número de manos que si estas damas llevasen su dinero a los fabricantes de su país y se contentaran con telas de Francia. Cuando el mismo dinero pasa por las manos de varios empresarios, se reduce la velocidad de la circulación. Resulta, sin embargo, difícil hacer una justa estimación de este género de retrasos, que dependen de variadas circunstancias. Así, en el mencionado ejemplo, si las damas han pagado hoy el terciopelo al comerciante, y mañana éste paga al fabricante su letra de cambio sobre Holanda; si el fabricante paga al día siguiente al comerciante de lana, y éste, un día después, al colono, puede ocurrir que este último, a su vez, lo retenga en su caja más de dos meses, hasta reunir lo necesario para el pago de la renta trimestral que debe ceder al propietario. Por consiguiente este dinero hubiera podido circular durante dos meses, a través de las manos de cien empresarios, sin entorpecer la circulación necesaria para el Estado.
En consecuencia, la renta principal del propietario aparece como la rama más necesaria e importante del dinero, por lo que a la circulación respecta. Si el propietario permanece en la ciudad, y el colono vende en ella todos sus productos, y compra las mercancías necesarias para su consumo en el campo, el dinero contante puede permanecer siempre en la ciudad. El colono venderá en ella los artículos que excedan a la mitad del producto de su granja; pagará en la misma ciudad, a su propietario, el dinero correspondiente al tercio de este producto, y el remanente a los comerciantes empresarios, por las mercancías que habrán de consumirse en el campo. Sin embargo, en este mismo caso, como el colono vende sus productos en conjunto, y estas grandes sumas deben ser luego distribuídas al por menor, y ser reunidas de nuevo para servir a los pagos de conjunto de los colonos, la circulación produce siempre el mismo efecto (de acuerdo con su rapidez) que si el colono llevara consigo el dinero de sus productos al campo, y seguidamente lo enviase a la ciudad.
La circulación consiste siempre en que las grandes sumas que el colono obtiene de la venta de sus productos, se distribuyen en pequeñas transacciones, y a continuación se reúnen en grandes sumas para hacer los pagos de importancia. Ya sea que este dinero salga, en parte, de la ciudad, o permanezca en ella por completo, cabe considerarlo como medio circulante entre la ciudad y el campo. Toda la circulación se lleva a cabo entre los habitantes del Estado, y todos estos habitantes se alimentan y atienden de los más diversos modos, mediante el producto de las tierras y materias primas del campo.
Cierto es que, por ejemplo, la lana, que se saca del campo, cuando con ella se hacen paños en la ciudad, vale cuatro veces más de lo que valía. Pero este aumento de valor, que es el precio del trabajo de los obreros y de los fabricantes de la ciudad, se cambia, a su vez, por los productos del campo que sirven para el sustento de dichos obreros.
Capítulo IV Nueva reflexión acerca de la lentitud de la circulación del dinero en el cambio
Supongamos que el colono paga mil trescientas onzas de plata cada trimestre al propietario; que éste distribuye dicha cantidad en pequeñas proporciones todas las semanas: cien onzas al panadero, al carnicero, etc., y que estos empresarios devuelven dichas cien onzas, todas las semanas, al colono, el cual recoge semanalmente tanto dinero como el propietario gasta. En este supuesto no habrá más que cien onzas de plata en perpetua circulación, y las otras mil doscientas onzas permanecerán en caja, parte en manos del propietario, parte en manos del colono.
Pero rara vez sucede que los propietarios gasten sus rentas en una proporción constante y regular. En Londres, tan pronto como un propietario recibe su renta sitúa la mayor parte de la suma en manos de un orfebre o de un banquero, quienes la prestan a interés; por consiguiente, esta porción circula.
0 bien el propietario emplea una cierta suma en la compra de diversas cosas necesarias para su hogar, y antes de que pueda recibir un segundo pago trimestral acaso tenga que tomar dinero prestado. Así el dinero de ese primer trimestre circulará de mil maneras distintas antes de que pueda ser recogido y depositado en manos del colono, para permitirle hacer el pago del segundo trimestre.
Cuando llegue el momento de hacer este segundo pago trimestral, el colono venderá sus productos en conjunto, y quienes adquieran los bueyes, el trigo, el heno, etc., habrán recogido antes el precio en pequeñas transacciones. Así el dinero del primer trimestre habrá circulado por los canales del comercio al por menor durante cerca de tres meses, antes de ser recogido por quienes negocian al detalle, y éstos lo entregarán al colono, quien, a base de este dinero, hará el pago del segundo trimestre. Así podría parecer que para la circulación en un Estado fuese suficiente una cantidad menor de dinero contante que la que nosotros hemos supuesto.
Todos los trueques que se hacen por evaluación no exigen, en absoluto, dinero contante. Si un cervecero suministra a un lencero la cerveza que consume para su familia, y el lencero suministra a su vez al cervecero los paños que éste necesita, todo ello al precio vigente en el mercado, el día de la entrega no hará falta entre estos dos comerciantes más dinero que la suma necesaria para pagar la diferencia de lo que uno de ellos ha suministrado de más.
Si un comerciante, en un burgo, envía a un corresponsal en la ciudad productos del campo para su venta, y éste, a su vez, remite al primero mercancías de la ciudad de las que en el campo se consumen, existiendo durante todo el año una correspondencia entre los dos empresarios, y llevando, a base de mutua confianza, cuenta detallada de sus productos y mercaderías al precio de los mercados respectivos, no hará falta otro dinero real para mantener este comercio sino el saldo que uno deberá pagar a otro a fin de año; y todavía este saldo podrá ser transferido a una cuenta nueva para el año siguiente, sin desembolsar cantidad alguna en efectivo. Todos los empresarios de una ciudad, que continuamente mantienen entre sí relación de negocios, pueden practicar este método. Semejantes trueques por evaluación pueden ahorrar mucho dinero contante en la circulación, o al menos acelerar su movimiento, haciéndolo innecesario en varias manos por donde necesariamente debería pasar si no existiera esta confianza y este género de trueques por evaluación. Así se justifica la afirmación de que la confianza en el comercio hace menos escaso el dinero.
Los orfebres y banqueros públicos, cuyos billetes circulan corrientemente en los pagos como dinero contante y sonante, contribuyen también a la velocidad de la circulación, la cual sufriría un retraso si hiciera falta dinero efectivo en todos los pagos en que la gente se contenta con billetes; y aunque estos orfebres y banqueros guardan siempre en caja una buena parte del dinero efectivo que han recibido al emitir sus billetes, no dejan de poner también en circulación una considerable cantidad de este dinero efectivo, como explicaré más tarde, cuando trate de los Bancos públicos.
Todas estas reflexiones parecen probar que podría efectuarse la circulación monetaria en un Estado con bastante menos dinero efectivo del que estimé necesario a tal efecto; pero las inducciones siguientes parecen contrarrestar dichos supuestos y contribuir al retraso de esta misma circulación.
Observaré primero que todos los productos del campo pueden obtenerse con un trabajo susceptible de desarrollarse, hablando en términos absolutos, con poco o ningún dinero efectivo, como repetidas veces he insinuado. Pero todas las mercaderías se producen en las ciudades o en los burgos como fruto del trabajo de unos obreros a los cuales se ha de pagar en dinero efectivo. Si la construcción de una casa ha costado cien mil onzas de plata, toda esta suma, o por lo menos la mayor parte, debió pagarse todas las semanas, al detalle, a quienes elaboraron los ladrillos, a los albañiles, carpinteros, etc., en forma directa o indirecta. El gasto de las familias humildes, que en una ciudad son siempre muy numerosas, se hace necesariamente con dinero efectivo. En estas transacciones menudas, la evaluación y los billetes no tienen utilidad alguna. Los mercaderes o empresarios al por menor exigen dinero contante por el precio de las cosas que suministran; o si dan crédito a una familia por pocos días o meses, al final reclaman un pago sustancial en dinero. Un guarnicionero que venda una carroza en cuatrocientas onzas de plata, en billetes, se verá en la necesidad de convertir estos billetes en dinero efectivo para pagar los materiales y obreros que han sido necesarios para construir su carroza, si el trabajo se hizo a crédito; o si anticipó el dinero, para hacer una carroza nueva. La venta del vehículo le dejará una utilidad a su empresa, utilidad que gastará para la manutención de su familia. No se contentará con billetes sino cuando pueda retirar una parte, o colocarla para recibir un interés.
El consumo de los habitantes de un Estado corresponde, en cierto modo, únicamente a su sustento. La vivienda, el vestido, los muebles, etc., corresponden al sostenimiento de los obreros que en ellos han trabajado, y en las ciudades toda la comida y la bebida se pagan necesariamente con dinero efectivo. En las familias de los propietarios residentes en la ciudad, la comida se paga todos los días o cada semana; el vino consumido por estas familias se paga por semanas o por meses, los sombreros, las medias, los zapatos, etc., se adquieren ordinariamente al contado, a menos que se entreguen a cuenta de los salarios de los obreros que trabajaron en ello. Todas las sumas que sirven para hacer pagos de cuantía, se dividen, distribuyen y difunden necesariamente en pequeños pagos, para atender a la subsistencia de obreros, criados, etc., y a su vez estas pequeñas cantidades se recogen y reúnen necesariamente por los pequeños empresarios y detallistas de bienes de subsistencia para los habitantes, y así pueden hacer pagos de importancia cuando compran productos a los colonos. El dueño de un expendio de cerveza recoge en sueldos y libras las sumas que paga al cervecero, y éste las utiliza para pagar todos los cereales y materiales que el campo le suministra. Imposible sería imaginar algún artículo, como muebles, mercancías, etc., que no se compre a base de moneda corriente en un Estado, y cuyo valor no corresponda a la subsistencia de quienes han intervenido en su elaboración.
La circulación de la moneda en las ciudades se lleva a cabo por los empresarios, y corresponde siempre, en forma directa o indirecta, a la subsistencia de los criados, obreros, etc. Es inconcebible que el comercio al por menor pueda realizarse sin dinero efectivo. Los billetes pueden servir como unidades de cambio, en los pagos importantes, durante un cierto lapso; pero cuando es preciso distribuir y esparcir las grandes sumas en pequeñas transacciones, como pronto o tarde resulta necesario en la corriente de circulación de una ciudad, los billetes no pueden servir a este efecto, y hace falta dinero contante.
Si admitimos esta hipótesis, todos los estamentos de un Estado que practican el ahorro, mantienen fuera de la circulación pequeñas sumas de dinero contante, hasta que reúnen la suficiente cantidad para colocarla a interés o con beneficio.
Existen, además, gentes avaras y medrosas que entierran y atesoran sin cesar el dinero efectivo, durante un lapso a veces bastante prolongado.
Muchos propietarios, empresarios, etc., guardan siempre algún dinero contante en sus bolsas o en sus cajas para afrontar casos imprevistos y no quedar exhaustos. Si un señor advierte que por espacio de un año nunca tuvo menos de veinte luises en la bolsa, puede decirse que esta bolsa ha mantenido veinte luises fuera de la circulación durante el año entero. Nunca llegamos a gastar hasta el último centavo; disfrutamos sabiendo que no estamos desprovistos del todo y que recibiremos un nuevo refuerzo de ingreso antes de pagar, incluso, una deuda, con el dinero que se posee. Los haberes de menores y litigantes se depositan con frecuencia en dinero efectivo, y se mantienen fuera de la circulación.
Además de los grandes pagos que pasan a través de las manos de los colonos en los cuatro términos trimestrales del año hay que contar con otros, de empresario a empresario, en los mismos términos, así como, en épocas diversas, los realizados por los prestatarios a los prestamistas de dinero. Todas estas sumas se recogen en el comercio al por menor, y se esparcen de nuevo, volviendo, pronto o tarde, al colono; pero ello exige, al parecer, una cantidad más considerable de dinero efectivo en la circulación que si estos grandes pagos se hicieran en tiempos diferentes de aquellos en los cuales se pagan los artículos a los colonos.
Por lo demás, es tan grande la variedad entre los diferentes estamentos en que se agrupan los habitantes de un Estado, así como en la circulación de dinero efectivo que les corresponde, que parece imposible estatuir nada preciso o exacto en cuanto a la cantidad de dinero proporcionalmente necesaria para la circulación. Si he aducido tantos ejemplos e inducciones, ha sido para evidenciar que mi hipótesis de "que el dinero efectivo necesario para la circulación en el Estado aproximadamente corresponde al valor del tercio de todas las rentas anuales de los propietarios de tierras", no se aleja mucho de la verdad. Cuando los propietarios perciben una renta equivalente a la mitad del producto, o a más del tercio, hace falta más dinero efectivo para la circulación, aun permaneciendo inalteradas todas las demás cosas. Si es grande la confianza en los Bancos, y además se practican trueques por evaluación, podría bastar una cantidad menor de dinero, y otro tanto ocurre si el ritmo de la circulación puede acelerarse de algún otro modo. Más adelante podré demostrar cómo los Bancos públicos no procuran tantas ventajas como usualmente se supone.
Capítulo V De la desigualdad de la circulación del dinero efectivo en un Estado
La ciudad suministra siempre al campo diversas mercaderías, y los propietarios de tierras residentes en la ciudad deben siempre recibir en ellas aproximadamente el tercio del producto de sus haciendas: de este modo el campo debe a la ciudad más de la mitad del producto de las tierras. Esta deuda rebasaría siempre la mitad si todos los propietarios residieran en la ciudad; pero como muchos pequeños terratenientes viven en el campo, supongo que el saldo, o la deuda que continuamente retorna del campo a la ciudad, equivalen a la mitad del producto de las tierras, y que este saldo se paga en la ciudad con la mitad de los productos del campo, que a ella se transportan, y cuyo precio de venta se emplea para pagar esta deuda.
Ahora bien, todas las zonas rurales de un Estado o de un reino son deudoras de un saldo constante a la capital, tanto por la renta de los propietarios principales que en ellas residen, como por los impuestos del Estado mismo, o de la Corona, la mayor parte de los cuales se consumen en la capital. Así también todas las ciudades de provincia adeudan a la capital un saldo constante, sea para el Estado, en impuestos sobre las viviendas o sobre el consumo, sea para pagar las diferentes mercancías que en la ciudad se adquieren. También acontece que muchos particulares y propietarios residentes en las ciudades de provincia van a pasar temporadas a la capital, sea con fines placenteros o para atender al fallo de un proceso en última instancia, sea porque envían a sus hijos para que en la ciudad reciban una educación escogida. Evidentemente todos estos gastos, que se hacen en la capital, se extraen de las ciudades de provincia.
Se puede decir así, que todos los distritos rurales y todas las ciudades de un Estado deben constante y anualmente un saldo, o deuda, a la capital. Ahora bien, como este saldo se paga en dinero, es evidente que las provincias deben sumas considerables a la capital, porque los productos y mercaderías que las provincias envían a la capital se venden en ella por dinero, y con él se paga la deuda o saldo en cuestión.
Supongamos ahora que la circulación monetaria es igual en las provincias y en la capital, tanto en cantidad de dinero como respecto a la velocidad de la circulación. El saldo será enviado primeramente a la capital en especie, y como consecuencia disminuirá la cantidad de dinero en las provincias, aumentándose en la capital; por tanto, los productos y mercaderías serán más caros en la capital que en las provincias, debido a la mayor cantidad de dinero que en la capital existe. La diferencia de precios en la capital y en las provincias debe pagar los gastos y riesgos de transporte, pues de otro modo se remitirá dinero en efectivo a la capital para pagar el saldo, y esto durará hasta que la diferencia de precios entre la capital y las provincias venga a compensar los gastos y riesgos de transporte. Entonces los mercaderes o empresarios de los burgos comprarán a bajo precio los productos de las aldeas, y los acarrearán a la capital para venderlos en ella a más alto precio; esta diferencia de precios pagará necesariamente el mantenimiento de caballos y criados y el beneficio del empresario, sin lo cual éste cesaría en su empresa.
De ahí resulta que el precio de los artículos de igual calidad es siempre más elevado en los distritos rurales cercanos a la capital que en los alejados de ella, de acuerdo con los gastos y riesgos del transporte, y que los campos adyacentes a los mares y ríos que con la capital comunican obtendrán proporcionalmente para sus mercaderías un precio mejor que el de las que están distantes (permaneciendo en igualdad de condiciones todo lo demás), porque los gastos de transporte por agua son menos crecidos que los de tierra. De otra parte, los productos y mercaderías de pequeña importancia que no pueden consumirse en la capital (ya porque no son adecuados para su consumo, o porque no se pueden transportar allí, a causa de su volumen, o porque sufrirían deterioro en el camino),serán infinitamente más baratos en las zonas rurales y en las provincias alejadas que en la capital misma, en relación con la cantidad de dinero circulante para estas transacciones, cantidad que es considerablemente más pequeña en las provincias distantes.
Así los huevos frescos, la caza, la mantequilla, la leña, etc., serán ordinariamente mucho más baratos en las provincias del Poitou que en París; en cambio, el trigo, los bueyes y los caballos no serán más caros en París, sino por la diferencia de gastos y riesgos de su envío y por las alcabalas pagadas al entrar a la ciudad.
Así podríamos seguir haciendo numerosas inducciones de la misma naturaleza para justificar experimentalmente la necesidad de una desigualdad en la circulación del dinero entre las diferentes provincias de un Estado o reino de gran extensión, y para demostrar que esta desigualdad guarda siempre relación con el saldo o deuda que a la capital corresponde.
Si suponemos que el saldo debido a la capital asciende a la cuarta parte del producto de las tierras de todas las provincias del Estado, la mejor disposición que podría hacerse de las tierras consistiría en utilizar los campos vecinos de la capital en obtener aquellos productos que no podrían extraerse de provincias distantes sin mucho gasto o desperdicio. Así ocurre siempre, en efecto. Como el precio de los mercados de la capital sirve de guía a los colonos para destinar sus tierras a uno u otro uso, emplean las más cercanas a la ciudad, si sus condiciones lo permiten, para la horticultura, praderas, etc.
En la medida de lo posible convendría establecer en las provincias distantes las manufacturas de paños, ropa blanca, encajes, etc., y en las cercanías de las minas de carbón o de los bosques, siempre distantes, las de instrumentos de hierro, estaño, cobre, etc. De este modo se podrían enviar las mercancías elaboradas a la capital con menos gastos de transporte que si se remitieran los materiales para trabajarlos en la capital misma, así como la subsistencia de los obreros encargados de elaborarlos.
Se ahorraría así una infinidad de caballos y peones, a los cuales podría darse una ocupación más adecuada para la conveniencia del Estado: las tierras servirían para mantener en cada lugar a los obreros y artesanos útiles; de este modo cabría ahorrar gran copia de caballos que sólo se utilizan para innecesarios transportes. A sí las tierras lejanas procurarían rentas más considerables a los propietarios, y la desigualdad en la circulación entre las provincias y la capital sería más proporcionada y menos considerable.
Sin embargo, para localizar de ese modo las manufacturas, no solamente hacen falta muchos arrestos y capitales, sino, además, los medios de asegurar un consumo regular o constante, sea en la capital misma, sea en algunos países extranjeros, cuyas exportaciones, a su vez, puedan ser útiles a la capital para hacer los pagos de las mercaderías que de esos países extranjeros se extraen, o para enviar a ellos plata, en especie.
Cuando se instalan estas manufacturas, no se llega desde un principio a la perfección. Si existe otra provincia donde las mercaderías son más hermosas o más baratas, o si la cercanía de la capital o existencia de un mar o de un río que comunican con ella facilita considerablemente el transporte, no prosperarán las manufacturas en cuestión situadas en lugares distantes. Es preciso examinar todas estas circunstancias cuando se trata de establecer nuevas manufacturas. Yo no me he propuesto tratar a fondo este asunto en el presente Ensayo, sino insinuar tan sólo que, en lo posible, convendría instalar manufacturas en las provincias alejadas de la capital, para aumentar su importancia y para determinar una circulación de dinero proporcionalmente menos desigual que la de la capital misma.
En efecto, cuando una provincia distante no cuenta con manufacturas y no produce más que artículos ordinarios, careciendo de comunicación acuática con la capital o con el litoral marino, es curioso advertir cómo escasea el dinero, en relación con el que circula en la capital, y cuán escasas rentas producen las más hermosas fincas al príncipe y a los propietarios que en la capital residen.
Los vinos de Provenza y del Languedoc, enviados a través del Estrecho de Gibraltar, a los países del Norte, a costa de una navegación larga y penosa, y después de haber pasado por las manos de diversos empresarios, rinden bien.
Sin embargo, es absolutamente necesario que estas provincias distantes envíen sus productos, a pesar de todos los inconvenientes del acarreo y de la distancia, a la capital o a otros lugares, sea en el propio Estado o en países extranjeros, para que con sus rendimientos pueda realizarse el pago del saldo debido a la capital. Ahora bien, estos productos serían consumidos en gran parte en el lugar mismo de su producción, si existieran talleres o manufacturas para pagar ese saldo, y en tal caso el número de los habitantes sería mucho más considerable.
Cuando la provincia paga el saldo con sus propios productos, que rinden tan poco en la capital en proporción a los gastos de transporte desde tan lejos, es notorio que el propietario, residente en la capital, entrega el producto de una gran extensión de tierra en su provincia, para recibir poco en la capital. Ello se debe a la desigualdad del dinero, desigualdad que deriva del saldo constante que la provincia debe a la capital.
En la actualidad, si un Estado o un reino que suministra productos de sus manufacturas a los países extranjeros hace ese comercio de tal suerte que todos los años obtiene del extranjero un saldo constante de dinero, la circulación será en el propio país más rápida que en los de fuera, el dinero abundará más también, y en consecuencia la tierra y el trabajo se pagarán insensiblemente a más alto precio. Esto hará que en todas las ramas del comercio el Estado en cuestión cambie con el extranjero una cantidad menor de tierra y de trabajo por otra más grande, mientras duran estas circunstancias.
Si algún extranjero reside en el Estado en cuestión se hallará casi en una situación semejante yen circunstancias análogas a aquellas en que se encuentra en París el propietario cuyas tierras se hallan situadas en provincias distantes.
Después de instalar, en 1646, manufacturas de paños, y, luego otros talleres, Francia parecía practicar por lo menos en parte, el comercio al cual acabo de referirme. Tras de la decadencia de Francia, Inglaterra ha ocupado su lugar: y así los Estados no parecen florecientes sino por su mayor o menor participación en el citado comercio. La desigualdad en la circulación de dinero entre los diferentes Estados determina la desigualdad de su respectiva potencia, cuando las demás cosas permanecen iguales; esta desigualdad de circulación siempre se refiere al saldo del comercio exterior.
A base de lo que hemos dicho en este capítulo, fácil es juzgar que la estimación realizada a base de los impuestos del diezmo real, tal como la ha hecho el señor de Vauban, no puede ser ni ventajosa ni practicable. Más justo sería que el impuesto sobre las tierras se estableciera en dinero, proporcionalmente a la renta de los propietarios. Pero no quiero apartarme de mi tema, para revelar los inconvenientes y la imposibilidad del plan formulado por el señor Vauban.
Capítulo VI Del aumento y de la disminución de la cantidad de dinero efectivo en un Estado
Si en un Estado se descubren minas de oro o de plata, y de ellas se extraen cantidades considerables de mineral, el propietario de estas minas, los empresarios y todos cuantos trabajan en ellas no dejarán de aumentar sus gastos en proporción a las riquezas y a los beneficios que obtengan; además, prestarán a interés las sumas de dinero remanente después de disponer de lo necesario para sus gastos.
Todo este dinero, ya sea prestado o gastado, penetrará en la circulación, y no dejará de elevar el precio de los artículos y mercaderías en todos los canales de circulación por donde penetre. El aumento de dinero provocará un aumento de los gastos, y esto último, a su vez, traerá consigo un aumento considerable de los precios del mercado en los años más favorables del cambio, y otro relativamente menor en los de nivel más bajo.
Todo el mundo reconoce que la abundancia de dinero o su aumento en el cambio encarece el precio de todas las cosas. La cantidad de dinero que se ha traído de América a Europa durante los dos últimos siglos justifica esta verdad por la experiencia.
Locke establece como máxima fundamental que la cantidad de productos y mercaderías, proporcionada a la cantidad de dinero, sirve de norma a los precios del mercado. Yo he tratado de esclarecer su idea en los capítulos precedentes; dicho autor se ha dado cuenta de que la abundancia de dinero lo encarece todo, pero no ha investigado cómo ocurre semejante cosa. La gran dificultad de esta investigación consiste en saber por qué vía y en qué proporción el aumento de dinero eleva el precio de las cosas.
Ya he observado que una aceleración, es decir, una circulación más rápida del dinero en el cambio, equivale, hasta cierto punto, a un aumento de dinero efectivo. También he advertido que el aumento o la disminución de los precios de un mercado distante, ya sea en el propio Estado o en el extranjero, influye sobre los precios actuales del mercado. Por otra parte el dinero circula, al por menor, a través de un número tan grande de canales, que parece imposible no perderlo de vista, que habiendo sido acumulado para constituir sumas importantes, se distribuye en los pequeños arroyos del cambio y luego se vuelve a concentrar poco a poco para efectuar pagos de importancia. Estas operaciones exigen constantemente cambiar monedas de oro, plata y cobre, según las peculiaridades del cambio. También ocurre de ordinario que no advertimos el aumento o la disminución de dinero efectivo en un Estado, porque fluye en el extranjero, o, si se introduce en el propio país, lo hace por vías y en proporciones tan pequeñas que resulta imposible saber con exactitud la cantidad que entra en un Estado o la que sale de él.
Sin embargo, todas estas operaciones acontecen bajo nuestros ojos, y todo el mundo participa directamente en ellas. Creo así poder aventurar algunas reflexiones sobre esta materia, aunque no me halle en condiciones de formularlas de un modo exacto y preciso.
Estimo en general que un aumento de dinero efectivo determina en un Estado un aumento proporcional del consumo, que gradualmente provoca el aumento de los precios.
Si el aumento de dinero efectivo proviene de las minas de oro o plata que se encuentran en un Estado, el propietario de estas minas, los empresarios, fundidores, refinadores y, en general, todos cuantos trabajan en ello, no dejarán de aumentar sus gastos en proporción de sus ganancias. En sus hogares consumirán más carne y más vino o cerveza que antes, se acostumbrarán a llevar mejores trajes, ropa blanca más fina, a poseer casas mejor decoradas y a disfrutar otras comodidades deseables. Darán, así, ejemplo a muchos artesanos que antes carecían de trabajo, y que, por la misma razón, aumentarán también sus gastos; todo este aumento de gasto en carne, vino, lana, etc., disminuye necesariamente la parte de otros habitantes del Estado que no participan en un principio en la riqueza de las minas en cuestión. El regateo en el mercado, o la demanda de carne, vino, lana, etc., serán más intensos que de ordinario, y no dejarán de elevar los precios. Estos precios elevados inducirán a los colonos a emplear más extensión de tierra para producirlos en años sucesivos: estos mismos colonos se beneficiarán con el referido aumento de precios, y aumentarán, como los otros, sus gastos familiares. Quienes sufrirán este encarecimiento y el aumento del consumo serán, primeramente, los propietarios de las tierras, mientras duren sus contratos de arrendamiento; después, sus criados y todos los obreros o gentes con salario fijo, que a ellos están vinculados. Será preciso que todas estas personas disminuyan su gasto en proporción al nuevo consumo, circunstancia que obligará a un gran número a salir del Estado, y a buscar fortuna en otros países. Los propietarios despedirán a muchos auxiliares y los restantes reclamarán un aumento de salario para poder subsistir como antes. He aquí, poco más o menos, cómo un aumento considerable de dinero, originado en las minas, aumenta el consumo, y, disminuyendo el número de los habitantes, provoca un gasto mucho mayor entre los que se quedan.
Si se continúa obteniendo rendimiento de las minas, la abundancia de dinero elevará de tal modo el precio de todas las cosas, que los propietarios de tierras, al expirar sus contratos, aumentarán considerablemente sus rentas, para tornar a su antiguo tren de vida, aumentando en proporción los salarios de quienes les sirven; pero no sólo ocurrirá esto, sino que los artesanos y los obreros encarecerán de tal modo sus artículos que podrá obtenerse un considerable beneficio en traerlos del extranjero, donde son más baratos. Esto inducirá naturalmente a muchas a hacer venir al propio Estado numerosos productos elaborados en el exterior, donde pueden encontrarse a bajo precio; de este modo se producirá insensiblemente la ruina de los artesanos e industriales del propio Estado, para quienes resultará imposible subsistir trabajando a tan bajo precio, a causa de la carestía de la vida.
Cuando la excesiva abundancia de dinero de las minas haya reducido el número de los habitantes de un Estado, habituándose los restantes a un gasto mayor, elevando el producto de la tierra y del trabajo de los obreros hasta alcanzar precios excesivos, y arruinando las manufacturas del Estado por el uso que los terratenientes y quienes trabajan en las minas hacen de los productos extranjeros, el dinero producido en las minas fluirá necesariamente al exterior, para pagar lo que de él se importa; ello empobrecerá insensiblemente al propio Estado y lo hará en cierto modo dependiente del extranjero, al cual se verá obligado a enviar dinero anualmente, a medida que lo extrae de las minas. Cesará esa abundante circulación de dinero, que era general al principio, y sobrevendrán la pobreza y la miseria, con lo que el trabajo de las minas no resultará sino en ventaja de quienes están ocupados en ellas, y de los extranjeros que con ello se benefician.
He ahí, aproximadamente, lo que ocurrió en España, desde el descubrimiento de las Indias. Por lo que a Portugal respecta, desde el descubrimiento de las minas de oro del Brasil se han servido casi siempre de los artículos y manufacturas del extranjero, y tal parece como si no trabajaran en las minas sino por cuenta y a beneficio de esos mismos extranjeros. Todo el oro y la plata que estos dos Estados extraen de las minas, no les procura, en la circulación, más metales preciosos que a los otros. Ordinariamente Inglaterra y Francia benefician una mayor cantidad.
Ahora bien, si el incremento de dinero en el propio Estado procede de una balanza favorable de comercio con el extranjero (es decir, si se envían a otros países artículos y manufacturas en valor y cantidad mayores que los que de ellos se importan, y se recibe, por consiguiente, un excedente en dinero) este aumento anual de dinero enriquecerá un gran número de comerciantes y empresarios en el propio Estado, y permitirá ocupar a los numerosos artesanos y obreros que producen los artículos exportables al extranjero, de donde el dinero se obtiene. Ello aumentará gradualmente el consumo de estos habitantes industriosos, y encarecerá el precio de la tierra y del trabajo. Pero las gentes laboriosas, atentas a amasar un patrimonio, no aumentarán por lo pronto sus gastos; esperarán hasta que hayan reunido una buena suma de donde puedan obtener un interés seguro, independientemente de sus actividades habituales. Cuando un gran número de habitantes haya adquirido fortunas considerables con este dinero que entra constante y anualmente en el propio Estado, no dejarán de incrementar su consumo y de encarecer todas las cosas. Aunque esta carestía les obligue a realizar un gasto mayor del que en principio se proponían, la mayoría continuará haciéndolo, mientras les queden disponibilidades; porque nada es más fácil y agradable que aumentar el gasto de las familias, pero nada más difícil ni molesto que reducirlo.
Si un balance anual y constante determina, en un Estado, un aumento considerable de dinero, no dejará de aumentar el consumo, de encarecer el precio de todas las cosas y aun de disminuir el número de los habitantes, a menos que del extranjero se extraiga una cantidad adicional de productos, proporcional al incremento del consumo. Por otra parte, en los Estados que han adquirido gran copia de dinero se suelen importar muchas cosas de los países vecinos donde el dinero escasea, y donde todo es, por consiguiente más barato: pero como esto obligará a enviar dinero, el saldo de la balanza de comercio se hará más pequeña. La baratura de la tierra y del trabajo en aquellos países extranjeros donde el dinero escasea, determinará naturalmente el establecimiento de manufacturas y talleres parecidos a los del propio Estado, si bien en un principio no serán tan perfectos y estimados.
En esta situación, el Estado puede subsistir en medio de una abundancia de dinero, consumir todos sus productos y aun buena parte de la producción de otros países y, por añadidura, conservar un pequeño saldo contra el extranjero, o al menos mantener este nivel en el saldo de la balanza, por espacio de varios años; es decir, extraer, a cambio de sus productos y manufacturas, tanto dinero de estos países extranjeros como está obligado a enviar a cambio de los artículos y productos de la tierra que de otros países importa. Si se trata de un Estado marítimo, la facilidad y baratura de la navegación para el transporte de sus productos y manufacturas a los países extranjeros podrán compensar de algún modo la carestía del trabajo determinada por la superabundancia del dinero, de suerte que los productos y manufacturas de ese Estado, por caras que sean, no dejarán de venderse en lejanos países, a precios más baratos, en ocasiones, que las manufacturas de otro Estado donde el trabajo se halle a más bajo precio.
Los gastos de transporte aumentan considerablemente el precio de las cosas que se remiten a lejanos países, pero estos gastos son bastante módicos en los Estados marítimos, donde existe una navegación regular para todos los puertos extranjeros, gracias a la cual casi siempre se encuentran naves dispuestas a hacerse a la vela, transportando cuantas mercancías se les confía, por un flete muy razonable.
No ocurre lo mismo en los Estados donde la navegación no es floreciente. Precisa en ellos construir navíos expresamente para el transporte de mercaderías, lo que, en ocasiones, se lleva todo el beneficio; la navegación en tales casos resulta muy costosa, circunstancia que desalienta por completo al comercio.
En la actualidad, Inglaterra no sólo consume la mayor parte de sus escasos productos, sino, además, muchos artículos de otros países, como sedas, vinos, frutas, ropa blanca en cantidad, etc., mientras que al exterior sólo envía el producto de sus minas, talleres y de la mayor parte de sus manufacturas, y por caro que allí sea el trabajo a causa de la abundancia del dinero, no por eso deja de vender sus artículos en los países lejanos, gracias a la ventaja que le da su navegación, a precios tan razonables como en Francia, donde esos mismos artículos son mucho más baratos.
El aumento de la cantidad de dinero efectivo en un Estado puede hallarse determinado, sin balanza de comercio, por los subsidios que a ese Estado abonan las potencias extranjeras; por los gastos de embajadores o viajeros, a quienes razones de política, de curiosidad o de diversión, estimulan a buscar en ellos permanencia; por la transferencia de bienes y fortunas correspondientes a ciertas familias que, por falta de libertad religiosa o por otras circunstancias, abandonan su patria para establecerse en ese Estado. En todos estos casos las sumas que entran en el Estado en cuestión determinan en él, siempre, un aumento de los gastos y del consumo, y encarecen, por consiguiente, todas las cosas en los canales del cambio donde el dinero penetra.
Supongamos que la cuarta parte de los habitantes del Estado consumen diariamente carne, vino, cerveza, etc., y adquieren con frecuencia vestidos, ropa blanca, etc., antes de que se produzca el incremento de dinero; pero después de efectuado dicho aumento, si un tercio o una mitad de los habitantes consumen las mismas cosas, los precios de estos artículos y mercaderías se elevarán irremisiblemente, y la carestía de la carne obligará a muchos de los habitantes, que integraban aquella cuarta parte de la población del Estado, a consumir menos que de ordinario. Un individuo que come tres libras de carne por día podrá subsistir con dos, pero lamentará esa reducción; en cambio, la otra mitad de los habitantes que apenas si comía carne, no resentirá una restricción semejante. El pan se encarecerá en verdad, gradualmente, a causa de ese aumento del consumo, tal como en repetidas ocasiones he señalado, pero el encarecimiento será proporcionalmente menor que el de la carne. El aumento del precio de la carne determina una disminución del consumo en un pequeño sector de la población, a la cual se perjudica, pero el aumento del precio del pan disminuye la participación de todos los habitantes, lo cual hace que se sienta menos. Si un país de 10 millones de habitantes registra un incremento de 1,000 personas, su consumo extraordinario de pan no se elevará más que en una libra por cada cien, que será preciso reducir en la cuota de los antiguos residentes; cuando un hombre, en lugar de 100 libras de pan, consume 99 para su subsistencia, apenas si siente esta reducción.
Cuando aumente el consumo de carne, los colonos aumentarán también la extensión de sus cultivos pratenses, para obtener más carne, pero disminuirán correlativamente las tierras laborables, y, por consiguiente, la cantidad de trigo. Pero lo que ordinariamente motiva que la carne se encarezca más que el pan, en proporción, es que por lo común en el propio Estado se permite la libre importación de trigo extranjero, mientras que la importación de ganado se prohíbe en absoluto, como ocurre en Inglaterra, o se establecen sobre esas importaciones fuertes derechos arancelarios, como acontece en otros países. Esta es la razón de que, cuando el dinero abunda, las rentas de los prados naturales y artificiales se eleven en Inglaterra al triple de las rentas de las tierras laborables.
Los embajadores, viajeros y familias que vienen a establecerse en el propio Estado aumentarán, sin duda, su consumo, y los precios de las cosas se elevarán en todos los canales del cambio por donde el dinero circula.
En cuanto a los subsidios que el Estado recibe de las potencias extranjeras, o bien se atesoran para atender a las necesidades del Estado o son lanzados a la circulación. En el primer supuesto no nos ocuparemos de ellos, porque sólo me ocupo del dinero que circula. El dinero atesorado, la vajilla, la plata de las iglesias, etc., son riquezas que el Estado sólo utiliza en casos de extrema urgencia, porque no son de ninguna utilidad actual. Si el Estado lanza a la circulación los aludidos subsidios, lo hace por la vía del gasto, con lo que evidentemente aumentará el consumo y encarecerá el precio de las cosas. Quienquiera que reciba este dinero, lo pondrá en movimiento en su principal negocio, esto es, su sustento, el de sí mismo o el de algún otro, puesto que todas las cosas se refieren al sustento mismo directa o indirectamente.
Capítulo VII Continuación del mismo tema del aumento y de la disminución de la cantidad de dinero en un Estado
Como el oro, la plata y el cobre poseen un valor intrínseco, proporcional a la tierra y al trabajo que en su producción intervienen, en los lugares de donde se les extrae de las minas, y proporcional, además, a los gastos de su importación o introducción en los Estados que carecen de minas, la cantidad de dinero, como la de cualesquiera otras mercancías, determina su valor, en los tratos mercantiles, frente a las otras cosas.
Si Inglaterra comienza por servirse del oro, de la plata y del cobre en los cambios, el dinero será estimado, según la cantidad que existe en circulación, proporcionalmente a su valor frente a todas las demás mercancías y artículos, y se llegará a esta estimación, en forma aproximada, a base de regateo en el mercado. Apoyándose en estas estimaciones los propietarios de tierras y los empresarios fijarán los salarios de los criados y obreros a quienes dan trabajo, a tanto por día o por año, de tal modo que ellos y sus familias puedan sustentarse con los emolumentos que perciben.
Supongamos ahora que a causa de la residencia de embajadores y viajeros extranjeros en Inglaterra se haya introducido en la circulación otro tanto de dinero del que había al principio; este dinero pasará primero por las manos de diversos artesanos, criados, empresarios, etc., que hayan participado en las empresas de transporte, diversiones, etc., de estos extranjeros; los industriales, colonos u otros empresarios sentirán el efecto de este aumento de dinero, gracias al cual se creará, en un gran número de personas, la costumbre de un gasto mayor que en el pasado, lo que en consecuencia encarecerá los precios del mercado. Incluso los hijos de estos empresarios y artesanos incurrirán en nuevos gastos: en esta situación de abundancia sus padres les darán dinero para sus placeres menudos, y con ellos comprarán pasteles y otras golosinas, y esta nueva cantidad de dinero se distribuirá de tal modo que ciertas personas antes privadas de dinero podrán ahora disponer de él. Muchas compras que anteriormente se hacían por evaluación se efectuarán en lo sucesivo con dinero en mano y, por consiguiente, será mayor la velocidad de circulación del dinero que la que antes existía en Inglaterra.
De todo esto induzco que cuando se introduce doble cantidad de dinero en un Estado no siempre se duplica el precio de los productos y mercaderías. Un río que se desliza y serpentea por su cauce no corre con doble rapidez porque se duplique el caudal de sus aguas.
La proporción de carestía que el aumento y la cantidad de dinero introducen en un Estado dependerá del rumbo que este dinero imprima al consumo y a la circulación. Cualesquiera que sean las manos por donde pase el dinero que se ha introducido en la circulación aumentará naturalmente el consumo; pero este consumo será más o menos grande según los casos, y afectará en mayor o menor escala a ciertas especies de artículos o mercaderías, según el capricho de los que adquieren el dinero. Los precios de mercado se encarecerán más para ciertas especies que para otras, por abundante que sea el dinero. En Inglaterra el precio de la carne podrá encarecerse al triple, mientras que el precio del trigo sólo se aumenta en una cuarta parte.
Siempre se ha permitido en Inglaterra importar trigo, pero no ganado vacuno de países extranjeros. Por esta razón, aun siendo importante el aumento de dinero efectivo en Inglaterra, el precio del trigo no puede elevarse en dicho país a nivel más alto que en otro donde el dinero escasea, a no ser por los gastos y riesgos resultantes de introducir el trigo de estos mismos países extranjeros.
No ocurre lo mismo con el precio de las reses, que necesariamente será proporcional a la cantidad de dinero ofrecido por la carne, en proporción a la cantidad de carne y al número de reses que allí se crían. Un buey con peso de 800 libras se vende hoy en Polonia y Hungría por dos o tres onzas de plata, mientras que en el mercado de Londres comúnmente se pagan 40. Sin embargo, el bushel de trigo no alcanza a venderse en Londres al doble del precio que tiene en Polonia y en Hungría.
El incremento de dinero no aumenta el precio de los productos y mercaderías sino por la diferencia de los gastos de transporte, cuando este transporte es viable. Pero en muchos casos ocurre que el transporte cuesta más que el valor de la cosa, y así se explica que la madera sea inaprovechable en muchos lugares. Este mismo costo de transporte es la causa de que la leche, la mantequilla, la ensalada, la caza, etc., apenas valgan nada en las provincias distantes de la capital.
De ello infiero que un aumento de dinero efectivo en un Estado provoca siempre, en él, un aumento de consumo y la costumbre de un más elevado nivel de gastos. Pero la carestía originada por ese incremento de dinero no se distribuye por igual entre todas las especies de productos y mercaderías, proporcionalmente a la cantidad de dinero incrementado, a menos que dicho incremento penetre por los mismos canales de circulación que el dinero primitivo, es decir, a menos que los que ofrecían en los mercados una onza de plata no sean los mismos y los únicos que allí ofrecen ahora dos onzas, cuando la cantidad de dinero en circulación se duplica, lo que nunca ocurre. Se comprende, así, que cuando en un Estado se introduce una respetable cantidad de dinero excedente, este dinero nuevo dé un nuevo giro al consumo, e incluso una nueva velocidad a la circulación, si bien no es posible indicar en qué medida.
Capítulo VIII Otra reflexión sobre el aumento y sobre la disminución de la cantidad de dinero efectivo en un Estado
Hemos visto que se puede aumentar la cantidad de dinero efectivo en un Estado, mediante el laboreo de las minas que en él existen, con los subsidios de las potencias extranjeras, la inmigración de familias de otros países, la residencia de embajadores y viajeros, y, principalmente, por el saldo de la balanza de comercio, constante y anual, que resulta de suministrar productos al extranjero para extraer de él, en oro y plata, por lo menos una parte del precio. Por este último procedimiento se agranda y consolida más un Estado, sobre todo cuando el comercio va acompañado y sostenido por un buen servicio de navegación, y por una producción considerable en el interior del Estado, susceptible de suministrar las materias primas necesarias para confeccionar los bienes y mercaderías que se envían al exterior.
Sin embargo, como la continuidad de este comercio provoca gradualmente el ingreso de una gran cantidad de dinero, aumentando de modo paulatino el consumo, y como, para satisfacerlo, precisa importar muchos productos del extranjero, una parte del saldo anual tiene que salir para comprarlos. Por otra parte, como la costumbre del gasto encarece el trabajo de los obreros, y los precios de los artículos manufacturados se elevan sin cesar, irremediablemente algunos países extranjeros tratan de instalar en sus tierras las mismas clases de talleres y manufacturas, con lo cual dejan de comprar las del Estado en cuestión: y aunque tales establecimientos nuevos no siempre sean perfectos al principio, reducen, sin embargo, e impiden incluso la exportación de los productos del Estado vecino, donde pueden obtenerse más baratos.
De este modo el Estado comienza a perder algunas ramas de su comercio lucrativo, y muchos de sus trabajadores y mecánicos, viendo que la ocupación escasea, salen del Estado para buscar empleo en los países de las nuevas manufacturas. A pesar de esta disminución registrada en el saldo de la balanza de comercio del Estado, continúa la costumbre de importar diversos artículos del extranjero. Si los artículos y manufacturas del propio Estado gozan de una alta reputación, y la facilidad de la navegación procura medios para enviarlos con pocos gastos a países distantes, el Estado mantendrá durante varios años su superioridad sobre las nuevas manufacturas a que nos hemos referido, e incluso conservará un pequeño saldo mercantil activo, o, por lo menos, la balanza quedará equilibrada. Sin embargo, si algún otro Estado marítimo procura perfeccionar los mismos artículos, y, al mismo tiempo su navegación, se apoderará, gracias a la baratura de sus productos, de diversas ramas del comercio en el Estado en cuestión. En consecuencia, este último registrará pérdidas en la balanza y se verá obligado a enviar, cada año, parte de su dinero al extranjero, para pagar los artículos importados de él.
Además, aunque el Estado de referencia pudiera conservar una balanza de comercio, dada su gran abundancia de dinero, razonablemente puede suponerse que esta abundancia no se producirá sin que muchos particulares opulentos se suman en el lujo. Comprarán cuadros y piedras preciosas en el extranjero, querrán procurarse sedas y objetos raros del exterior, y generalizarán de tal modo en el propio Estado las costumbres de lujo, que, a pesar de las ventajas ordinariamente derivadas del tráfico mercantil, su dinero fluirá anualmente al extranjero para el pago de dichas atenciones suntuarias: esta circunstancia empobrecerá gradualmente al Estado, haciendo que pase de una situación de gran poderío a otra de debilidad extrema.
Cuando un Estado ha llegado a la cúspide de la riqueza (supongo siempre que la riqueza relativa de los Estados consiste en las respectivas cantidades de dinero que principalmente poseen) no dejará de caer en la pobreza, con el andar del tiempo. La excesiva abundancia de dinero, mientras dura, asegura la potencia de los Estados, pero luego los sume en la pobreza, de modo insensible aunque natural. Parecería así que cuando un Estado se extiende mediante el comercio y la abundancia de dinero elevando el precio de la tierra y del trabajo, el príncipe o el poder legislativo deberán retirar dinero de la circulación, guardarlo para casos imprevistos, y procurar poner trabas a su curso por todos los medios, excepto la violencia y la mala fe, a fin de evitar la excesiva carestía de sus artículos, y de poner coto a los inconvenientes del lujo.
Pero como no es fácil percatarse del momento oportuno para ello ni saber cuándo el dinero se ha hecho más abundante de lo necesario para el bienestar y la conservación de las ventajas del Estado, los príncipes y los jefes de las repúblicas, muy preocupados por este género de conocimientos, no piensan sino en servirse de las facilidades derivadas de la abundancia de las rentas públicas, para extender su poderío e insultar a otros Estados por los motivos más frívolos. Bien mirado, acaso no obren tan mal cuando tratan de perpetuar la gloria de sus reinos y se esfuerzan por dejar monumentos que recuerden su poderío y opulencia, ya que si, según es natural en el mundo, un Estado debe de caer por sí mismo, no hacen con ello sino acelerar un poco su caída. Sin embargo, parece que deberían esforzarse porque su poderío durase, por lo menos, todo el tiempo que dura su propia administración.
No hacen falta muchos años para llevar la abundancia al nivel más alto en un Estado, y menos tiempo hace falta todavía para sumirlo en la pobreza, a falta de comercio y de productos. Sin hablar del poderío y de la ruina de la república de Venecia, de las Ciudades hanseáticas, de Flandes y del Brabante, de la República de Holanda, que se han sucedido en el disfrute de las ramas lucrativas del comercio, puede afirmarse que el poderío de Francia sólo ha ido aumentando desde 1646; que las manufacturas de paños —antes importados del extranjero— se instalaron en 1684;que fueron expulsados numerosos empresarios y artesanos protestantes, y que este reino no ha hecho más que decaer desde esa última fecha.
Para juzgar de la abundancia y de la rareza de dinero en circulación, no conozco mejor módulo que el de los alquileres y rentas de los propietarios de tierras. Cuando se arriendan tierras a elevado precio es señal de que el dinero abunda en el Estado; pero cuando los propietarios se ven obligados a arrendarlas a un precio mucho más bajo, esto quiere decir que —permaneciendo inalterables todos los demás factores- el dinero escasea. He leído en un número del État de la France que un acre de viñedo situado cerca de Mantes, y, por consiguiente, no lejos de la capital de Francia, se arrendaba en 1660en doscientas libras tornesas, en dinero de pleno valor, mientras que ahora, en 1700, sólo deja cien libras tornesas en moneda débil, aunque la plata traída de las Indias occidentales en este intervalo, naturalmente debía haber elevado el precio de la tierra en Europa.
El autor del État atribuye ese descenso en la renta a falta de consumo. En su opinión, el consumo de vino disminuye. Pero a mi juicio se halla equivocado, y toma el efecto por la causa. La causa era una mayor escasez de dinero en Francia, y el efecto, naturalmente, un descenso en el consumo. Por el contrario, yo he insinuado siempre en este Ensayo que la abundancia de dinero aumenta naturalmente el consumo, y contribuye, sobre todo, a poner nuevas tierras en cultivo. Cuando la abundancia del dinero hace que los precios se eleven a un nivel respetable, los habitantes se apresuran a trabajar para adquirirlo, si bien no tienen la misma urgencia por poseer ciertos artículos o mercaderías más allá de lo que es preciso para su sustento.
Resulta patente que cuando un Estado posee más dinero en circulación que sus vecinos, mientras mantiene esa abundancia tiene una ventaja sobre ellos. En primer lugar en todas las ramas del comercio da menos tierra y trabajo de los que recibe: el precio de la tierra y el trabajo se estiman por doquier en dinero, y en consecuencia dicho precio es más elevado en aquel Estado donde el dinero es más abundante. Así el Estado en cuestión recibe a veces el producto de dos acres de tierra a cambio del de un solo acre, y el trabajo de dos hombres por el de uno solo. Gracias a esa abundancia de dinero circulante en Londres, el trabajo de un solo bordador inglés cuesta más que el de diez bordadores chinos, aunque los chinos borden mejor y realicen más tarea en la jornada. En Europa causa extrañeza el ver cómo pueden vivir los indios trabajando tan barato, y cómo pueden costar tan poco las telas admirables que nos envían.
En segundo lugar los ingresos en un Estado donde el dinero abunda aumentan con mucha más facilidad y en una cuantía relativamente más grande, lo cual procura al Estado, en caso de guerra o de disputa, medios para ganar todo género de ventajas sobre los adversarios, en cuyos países el dinero escasea.
Si de dos príncipes que se hacen la guerra por la soberanía o la conquista de un Estado, uno tiene mucho dinero, y el otro poco, aunque este último cuente, en cambio, con extensos dominios que pueden valer el doble de todo el dinero que posee su enemigo, el primero se hallará en mejores condiciones para asegurarse la ayuda de generales y oficiales mediante dádivas en dinero, mientras que el segundo no podrá lograrlo dando a los suyos el doble de dicho valor, en tierras y en dominios. Las cesiones de tierras están expuestas a litigios y revocaciones, y no puede contarse con ellas como con el dinero contante y sonante. Con el dinero pueden comprarse municiones de boca y de guerra aun a los enemigos del Estado. Con dinero se pagan los servicios secretos, y sin testigos: las tierras, los productos y las mercancías no servirían para estos casos, ni siquiera las joyas y diamantes, porque son fáciles de reconocer. Después de todo, siendo iguales las demás circunstancias, el poderío y la riqueza relativa de los Estados consisten en la mayor o menor abundancia de dinero que circula en ellos, hic et nunc.
Todavía tengo que referirme a otros dos medios de aumentarla cantidad de dinero efectivo en la circulación de un Estado. El primero se pone en juego cuando los empresarios y particulares toman dinero a préstamo de sus corresponsales extranjeros a cambio de un interés; el segundo cuando los particulares extranjeros envían su dinero al Estado para compraren él acciones o fondos públicos. A veces estas colocaciones ascienden a sumas muy considerables, y sobre ellas el Estado debe pagar anualmente un interés a dichos extranjeros. Estos procedimientos de aumentar el dinero en el Estado hacen que el dinero en él sea más abundante, y disminuyen el tipo de interés. Mediante este dinero los empresarios del Estado pueden más fácilmente tomar dinero a préstamo, dar trabajo y establecer manufacturas con afán de lucro; los artesanos y todos aquellos por cuyas manos pasa este dinero consumen más que si de él no hubieran dispuesto, circunstancia que eleva en consecuencia el precio de todas las cosas, como si pertenecieran al Estado, y al incrementarse el gasto o el consumo aumentan las rentas que los poderes públicos perciben sobre esa base. Las sumas de este modo prestadas al Estado procuran muchas ventajas presentes, pero a la larga siempre resultan onerosas y perjudiciales. Es preciso que el Estado pague por ellas un interés anual a los extranjeros, y, además de esta pérdida, el Estado se encuentra a merced de los prestamistas del exterior que siempre pueden sumirlo en la pobreza cuando les dé el capricho de retirar sus fondos. Esa decisión se adoptará sin duda en el instante en que el Estado se vea en mayores dificultades, como cuando se prepara para una guerra o existe el temor de algún acontecimiento desfavorable. El interés que se paga al extranjero es siempre más considerable que el aumento del ingreso público debido a ese dinero. Con frecuencia se advierte cómo estos préstamos de dinero pasan de un país a otro, según la confianza de los prestamistas en los Estados donde los envían. Pero, a decir verdad, lo más frecuente es que los Estados gravados por tales empréstitos, sobre los cuales pagaron durante largos años elevados intereses, lleguen a verse en la imposibilidad de pagar los capitales, y se declaren en quiebra. Por poco que se mezcle la desconfianza, los fondos públicos o las acciones se derrumban; los accionistas extranjeros se resisten a realizarlas con pérdida y prefieren contentarse con sus intereses en espera de que la confianza retorne. Pero en ocasiones esos valores nunca más se recuperan. En los Estados en trance de decadencia, la principal misión de los ministros es, por lo común, reanimar la confianza y atraer hacia sí el dinero de los extranjeros mediante esa clase de préstamos, porque a menos que el Gobierno falte a la buena fe y a sus compromisos, el dinero de los súbditos circulará sin interrupción. Y son los caudales de los extranjeros los que pueden aumentar la cantidad de dinero efectivo en el propio Estado.
El recurso a estos empréstitos, que procura una ventaja presente, conduce a un mal fin, y viene a ser fuego de virutas. Para reanimar un Estado hace falta esforzarse por que cada año y constantemente se logre una balanza de comercio positiva; que florezcan mediante la navegación los talleres y manufacturas cuyos productos siempre pueden colocarse en el extranjero a precios más baratos, cuando el Estado se halla en decadencia y escasean los metales nobles. Los negociantes son los primeros en hacer fortuna, y acaso después, las gentes de toga; el príncipe y los recaudadores de contribuciones adquirirán propiedades, unos a expensas de otros, y distribuirán mercedes a su arbitrio. Cuando el dinero se haga más abundante en el Estado, surgirá el lujo, y el Estado entrará en decadencia.
He aquí, poco más o menos, el ciclo que recorrerá un Estado importante poseedor de capital y con ciudadanos industriosos. Un ministro hábil se halla siempre en situación de recomenzar este círculo, y no precisan muchos años para recoger la experiencia y lograr el éxito, al menos en un principio, cuando la situación es más interesante. El incremento en la cantidad de dinero circulante se advertirá por diversos conductos que mi argumentación no me permite examinar ahora.
En cuanto a los Estados que carecen de capital y que sólo pueden crecer accidentalmente y por la coyuntura de los tiempos, resulta difícil hacerlos florecer a base de los recursos del comercio. No hay ministros capaces de restituir las repúblicas de Venecia y de Holanda a la brillante situación de donde decayeron. Pero respecto a Italia, España, Francia e Inglaterra, cualquiera que sea el estado de decadencia en que se encuentren, una buena administración puede situarlas nuevamente en un elevado nivel de potencia, tan sólo por el comercio, con tal de que esa gestión se emprenda por separado, porque si todos los Estados a que nos hemos referido estuvieran bien administrados por igual, no adquirirían importancia sino en proporción a sus respectivos capitales y a la mayor o menor laboriosidad de sus habitantes.
El último medio imaginable para aumentar la cantidad de dinero efectivo en la circulación de un Estado es el recurso a la violencia y a las armas, medio que a menudo se mezcla con los otros, puesto que en todos los tratados de paz por lo común se procura asegurar el derecho a comerciar y las ventajas inherentes a él. Cuando un Estado impone contribuciones o hace a otros Estados tributarios suyos, podrá ciertamente, por tal modo, apoderarse de sus caudales. No me ocuparé de examinar los medios de lograrlo, sino que me contentaré con decir que cuantas naciones han florecido por ese camino han corrido hacia la decadencia, lo mismo que los Estados cuya prosperidad se debió al comercio. Los antiguos romanos han sido en este aspecto más poderosos que todos los demás pueblos de que se conserva noticia; sin embargo, los mismos romanos, antes de perder una pulgada del terreno de sus vastos dominios cayeron en la ruina por causa del lujo, y se empobrecieron al disminuir el dinero efectivo que había circulado entre ellos, y que como consecuencia de sus hábitos suntuarios pasó del Gran Imperio a las naciones orientales.
Mientras el lujo de los romanos —que no se inició sino después de la derrota de Antíoco, rey de Asia, hacia el año 564de la fundación de Roma— se limitó al producto y al trabajo de sus vastos dominios, la circulación del dinero no hizo más que aumentar en vez de disminuir. El erario público estaba en posesión de todas las minas de oro, plata y cobre existentes en el Imperio. Poseía minas de oro en Asia, Macedonia, Aquilea, etc., y ricos yacimientos, tanto de oro como de plata, en España y en otros muchos lugares. Tenían varias Casas de Moneda, donde se realizaban acuñaciones de oro, plata y cobre. El consumo en Roma de todos los artículos y mercaderías que sacaban de sus extensas provincias no disminuía la circulación de dinero efectivo, y otro tanto ocurría con los cuadros, estatuas y joyas que de ellas se sacaban. Aunque los señores hicieran gastos excesivos para su mesa, y pagaran hasta quince mil onzas de plata por un solo pescado, no por ello disminuía la cantidad de dinero circulante en Roma, puesto que los tributos de las provincias lo hacían afluir sin cesar, aparte del que pretores y gobernadores obtenían con sus depredaciones. Las sumas que anualmente se extraían de las minas no hicieron sino aumentar en Roma la circulación durante todo el reinado de Augusto. Sin embargo, el lujo era ya muy grande, y existía una gran avidez, no sólo para cuanto de curioso producía el Imperio, sino para las joyas de las Indias, la pimienta, las especias y las rarezas de Arabia, e igualmente comenzaban a ser solicitadas las sedas cuya confección se hacía a base de materias primas inexistentes en el Imperio. El dinero que se sacaba de las minas sobrepasaba, sin embargo, las sumas enviadas fuera del Imperio para todas estas compras.
En tiempos de Tiberio se registró, sin embargo, una escasez de dinero: este emperador había atesorado en su erario dos mil setecientos millones de sestercios. Para restablecer la abundancia y la circulación sólo tuvo que tomar prestados setecientos millones con hipoteca de sus haciendas. A la muerte de Tiberio, Calígula dilapidó en menos de un año todo este tesoro, y fué entonces cuando la abundancia de dinero alcanzó el ápice de la circulación en Roma. Siguió aumentando el furor del lujo, y en tiempos del historiador Plinio todos los años salía del Imperio, según sus cálculos, una cantidad no menor de seis millones de sestercios. No se obtenía tanto de las minas.
Bajo Trajano el precio de las tierras descendió en una tercera parte y aún más, según testimonio de Plinio el Joven, y el dinero circulante fué disminuyendo sin cesar hasta la época de Septimio Severo. El dinero escaseó tanto en Roma que el Emperador creó enormes graneros, ante la incapacidad de reunir tesoros bastante considerables para sus empresas. Así la decadencia del Imperio romano se inició por la pérdida de su dinero, antes de haber perdido sus territorios. Tal es el resultado del lujo, y así ocurrirá siempre, en casos parecidos.
Capítulo IX Del interés del dinero y de sus causas
Del mismo modo que los precios de las cosas se fijan con motivo de las transacciones en los mercados, proporcionándose la cantidad de las cosas ofrecidas en venta a la cantidad de dinero disponible, o, lo que es lo mismo, estableciéndose una proporción numérica entre vendedores y compradores, así el interés del dinero en un Estado se determina por la proporción numérica entre prestamistas y prestatarios.
Aunque el dinero sirva de base al cambio, no se multiplica ni produce interés alguno por la simple circulación. Las necesidades de los hombres parecen haber introducido el uso del interés. Si una persona presta su dinero a base de buenas prendas o mediante hipoteca de sus tierras, corre por lo menos el riesgo de la mala voluntad del prestatario, o el de los gastos, procesos y pérdidas subsiguientes; pero cuando presta sin garantía corre el riesgo de perderlo todo. En consideración a ello los necesitados de dinero hubieron de tentar, en los comienzos, la avidez de los prestamistas con el cebo de un beneficio proporcionado a las necesidades de los prestatarios y al temor y a la avaricia de los prestamistas. Este es, a mi juicio, el primordial origen del interés. Pero su uso permanente en los Estados parece fundarse en los beneficios que pueden obtener los empresarios.
Ayudada por el trabajo humano, la tierra produce naturalmente cuatro, diez, veinte, cincuenta, cien, ciento cincuenta veces la cantidad de trigo que se siembra en ella, según la bondad de los campos y la laboriosidad de los habitantes. De este modo se multiplican los frutos y los ganados. El colono a cuyo cargo corre la dirección del trabajo retiene generalmente dos tercios del producto: con un tercio paga sus gastos y mantenimientos, y el otro tercio representa, para él, el beneficio de su empresa.
Si el colono tiene capital bastante para desarrollar su explotación, si posee todos los útiles e instrumentos necesarios —animales para cultivar la tierra, caballos, etc.— podrá guardar para sí mismo, después de pagar todos los gastos, un tercio del producto de su hacienda. Pero si un labrador competente, que vive de su trabajo, al día, y carece de capital, puede encontrar alguien que quiera prestarle capital o dinero suficiente para comprarla, estará dispuesto a dar a este prestamista toda la tercera renta, o el tercio del producto de una hacienda cuando aspira a convertirse en empresario de ella. Pensará al proceder así, en que su condición será mejor que antes. porque encontrará medios para su sustento en la segunda renta, convirtiéndose en dueño, cuando antes era criado: si a base de un gran ahorro, privándose de cosas necesarias, puede recoger paulatinamente un pequeño capital, cada año tendrá que pedir prestada una suma más corta, y con el tiempo llegará a apropiarse de esta tercera renta.
Si este empresario nuevo encuentra medio de comprar a crédito trigo o ganado para pagarlos a largo plazo, cuando se halle en condiciones de convertir en dinero el producto de su hacienda, pagará con gusto un precio más alto que el del mercado al contado. Será lo mismo que si tomase a préstamo dinero efectivo para comprar trigo al contado, pagando como interés la diferencia entre el precio al contado y el de plazo: pero cualquiera que sea la forma en que tome el préstamo, al contado o en mercaderías, forzosamente habrá de quedarle lo suficiente para subsistir con su empresa, o de lo contrario se declarará en bancarrota. Este riesgo justifica que se le exija de un veinte a un treinta por ciento de beneficio o de interés sobre la cantidad de dinero o sobre el valor de los artículos y mercaderías que le presten.
Supongamos ahora un maestro sombrerero que dispone de fondos para operar su manufactura, para arrendar una casa, comprar castores, lanas, tintes, etc., y para pagar todas las semanas el sustento de sus obreros; ese artesano no solamente habrá de mantenerse con el producto de la empresa misma, sino que procurará obtener un beneficio semejante al del colono, que se reserva la tercera parte del ingreso. Tanto el sustento como el beneficio habrán de salir de la venta de sombreros, cuyo precio pagará no solamente los materiales sino también el sustento del sombrero y de sus trabajadores, y, por añadidura, el beneficio en cuestión.
Ahora bien un competente oficial sombrerero, desprovisto de capital, puede arriesgarse a trabajar por cuenta propia, tomando en préstamo dinero y materiales, y abandonando el beneficio a quien quiera prestarle dinero, o a quien le fíe los castores, la lana, etc., para pagarle a largo plazo y cuando haya vendido los sombreros. Si a la expiración del plazo fijado en el pagaré el prestamista del dinero pretende recuperar su capital, o si el fabricante de lana y otros prestamistas se niegan a concederle más créditos, el sombrerero habrá de renunciar a su empresa, en cuyo caso puede ocurrir que prefiera declararse en bancarrota. Ahora bien si es juicioso y trabajador hará ver a sus acreedores que posee, en dinero o en sombreros, poco más o menos, el valor de lo que tomó a préstamo, con lo que sus acreedores preferirán probablemente seguir confiando en él y contentarse, al presente, con el interés o beneficio. Si ocurre así, acaso reúna poco a poco algunos fondos, privándose incluso de lo necesario. Mediante este arbitrio cada año será menor la cantidad que solicite en préstamo, y cuando haya reunido un capital suficiente para explotar su manufactura—que siempre estará proporcionada a la cuantía de sus rentas— el renglón de beneficio quedará en provecho suyo, con lo cual irá enriqueciéndose, si acierta a ser prudente en sus gastos.
Conviene observar que el sustento de uno de estos empresarios es de importancia pequeña, en proporción a la de las sumas que toma a préstamo para su explotación, o de los materiales que le otorgan en crédito; por consiguiente los prestamistas no corren un gran riesgo de perder su capital si se trata de un hombre honorable y laborioso; pero como es posible que no lo sea, los prestamistas exigirán siempre de él un beneficio o interés de un veinte a un treinta por ciento del valor del préstamo: y aun así, sólo se fiarán de él cuando les merezca una buena opinión. Se pueden hacer las mismas inducciones con respecto a todos los maestros, artesanos, fabricantes y otros empresarios de un Estado cuyas explotaciones representan un fondo que excede considerablemente al valor de su sustento anual.
Pero si un aguador de París se convierte en empresario de su propio trabajo, todo el capital que necesita será el precio de dos cubas que podrá comprar con una onza de plata, más allá de cuya inversión todo lo demás se convertirá en beneficio. Si gana con su trabajo cincuenta onzas de plata al año, la suma de su capital, o del préstamo que ha tomado, en relación con la de su ganancia será como de uno a cincuenta. Es decir ganará cinco mil por ciento, mientras que el sombrerero gana tan sólo cincuenta por ciento, y por añadidura está obligado a pagar veinte a treinta por ciento al prestamista.
Sin embargo, un prestamista de dinero preferirá prestar mil onzas de plata a un sombrerero, con un interés del veinte por ciento, que mil onzas a mil aguadores, a quinientos por ciento de interés. Los aguadores gastarán a toda prisa para su mantenimiento no sólo el dinero que ganen con su trabajo diario, sino todo el que les hayan prestado. Estos capitales en préstamo son reducidos, en proporción a la suma que necesitan para su sustento: ya estén muy ocupados o poco, fácilmente pueden gastar todo lo que ganan. Por esta razón resulta muy difícil determinar las ganancias de estos pequeños empresarios. Podría decirse que un aguador gana cinco mil por ciento del valor de los cubos que sirven como capital de su empresa, y aun diez mil por ciento, si gracias a un trabajo rudo gana cien onzas de plata por año. Pero como el aguador puede gastar para su sustento lo mismo las cinco onzas que las cincuenta, sólo conociendo lo que en su mantenimiento invierte se puede establecer la cifra alcanzada por sus beneficios.
Antes de determinar el beneficio de los empresarios es preciso deducir su subsistencia y manutención. Esto es lo que hemos hecho en el ejemplo del colono y del sombrerero, pero semejante averiguación resulta difícil en el caso de los pequeños empresarios, y por esta razón la mayor parte se declaran insolventes cuando contraen deudas.
Es frecuente entre los cerveceros de Londres prestar algunos barriles de cerveza a los taberneros, y cuando éstos pagan los primeros barriles continúan aquellos prestándoles otros. Si el consumo de cerveza aumenta considerablemente en las tabernas, los cerveceros obtienen a veces un beneficio de quinientos por ciento al año; he oído decir que los grandes cerveceros no dejan de enriquecerse aun cuando la mitad de las tabernas se declaren en quiebra en el curso del año.
Todos los comerciantes de un Estado tienen el hábito de prestar, a plazo, mercancías o artículos a los detallistas, y proporcionan el tipo de beneficio o de interés al del riesgo. Este riesgo es siempre grande a causa de la desproporción existente entre el sustento del prestatario y el valor de lo prestado. En efecto, si el prestatario o vendedor al por menor no opera en sus pequeñas transacciones con un giro rápido, pronto se arruinará, y gastará, para su subsistencia, cuanto pidió prestado; por consiguiente no tendrá otro remedio que declararse en quiebra.
Las revendedoras de pescado, que lo compran en la Billingsgate de Londres para revenderlo en otros barrios de la ciudad, pagan habitualmente —según contrato redactado por un perito escribano— un chelín por guinea (cuyo valor es de veintiún chelines) de intereses a la semana; esto significa una tasa de interés de doscientos sesenta por ciento al año. Las revendedoras de Les Halles en París, cuyo negocio es todavía más modesto, pagan cinco sueldos semanales de interés, por un escudo de tres libras, lo que equivale a cuatrocientos treinta por ciento al año. Sin embargo, pocos prestamistas hay que hagan fortuna, aun con tan grandes intereses.
Tan crecidas tasas de interés no sólo son toleradas, sino, en cierto modo, incluso útiles y necesarias en un Estado. Los que venden pescado en las calles para pagar tan elevados intereses tienen que aumentar los precios de esa mercancía; este procedimiento les resulta cómodo y no significa para ellos pérdida alguna. Del mismo modo un artesano que bebe un tarro de cerveza y paga por 0 un precio en el cual el cervecero incluye un beneficio de quinientos por ciento, queda satisfecho y no advierte la pérdida en una transacción tan pequeña.
Los casuistas, gentes poco aptas, al parecer, para juzgar de la naturaleza del interés y de las cuestiones del comercio, han imaginado un concepto (damnum emergens) que les permite tolerar estas elevadas tasas de interés: y así, en vez de trastornar el uso y las conveniencias de la sociedad han consentido y permitido a los prestamistas que operan con un gran riesgo, la obtención de un interés proporcionalmente elevado; y no hay límite en ello, porque les sería sumamente embarazoso establecer alguno, puesto que toda la operación, en esa forma, depende en realidad de los temores del prestamista y de las necesidades del prestatario.
Se elogia la perspicacia de los negociantes marítimos cuando pueden obtener un elevadísimo beneficio para el capital de su empresa, aunque sea del diez mil por ciento; cualquiera que sea la utilidad que los comerciantes al por mayor obtienen o estipulan vendiendo a largo plazo sus artículos o mercaderías a los pequeños comerciantes al detalle, nunca he oído decir que los casuistas consideran delictiva la transacción. Son o parecen ser un poco más escrupulosos con respecto a los préstamos de dinero físico, aunque en el fondo sea la misma cosa. Sin embargo, toleran estos préstamos apoyándose en otra sagaz distinción (lucrum cessans); a juicio mío esto quiere decir que una persona acostumbrada a hacer valer su dinero, en los tratos, a razón de quinientos por ciento, puede estipular este beneficio prestando a otro la suma en cuestión. Nada más divertido que la multitud de leyes y cánones promulgados siglo tras siglo respecto al interés del dinero, siempre por gente sabihonda que apenas tenía noción del comercio, y siempre inútilmente.
De estos ejemplos e inducciones parece derivarse que en un Estado existen diversas clases y canales para el interés o el beneficio; que en las clases más bajas el interés es siempre más alto, en proporción al mayor riesgo, y que disminuye de clase en clase, hasta la más elevada, que es la de los negociantes ricos, a quienes se reputa solventes. El interés que se estipula en esta clase es el que se denomina precio corriente del interés en el Estado, y apenas difiere del interés que se estipula sobre la hipoteca de las tierras. Se estima tanto el pagaré de un negociante solvente y sólido, al menos en una operación a corto plazo, como el derecho o acción sobre una tierra, porque la posibilidad de un proceso o de una disputa respecto a dicha tierra compensa la posibilidad de quiebra del comerciante.
Si en un Estado no hubiese empresarios capaces de obtener beneficios sobre el dinero o las mercancías que prestan, el uso del interés no sería probablemente tan frecuente como lo es en realidad. Sólo las gentes extravagantes y pródigas tomarían dinero prestado. Pero acostumbrados, como todos lo están, a servirse de empresarios, existe un motivo constante para los préstamos y en consecuencia para el interés. Son los empresarios los que cultivan las tierras, los empresarios quienes procuran el pan, la carne, los vestidos, etc., a todos los habitantes de una ciudad. Los que trabajan por salarios que de estos empresarios reciben, tratan, a su vez, por todos los medios, de erigirse en empresarios. La multitud de empresarios es todavía mucho mayor entre los chinos, y como todos tienen espíritu sagaz y genio adecuado para la empresa, así como una gran constancia para dirigirla, existen entre ellos empresarios que en nuestro ambiente se nos ofrecen a sueldo fijo. Son ellos también los que procuran comida a los labradores, incluso en los campos. Y acaso es esta multitud de pequeños empresarios, y de los otros, de clase en clase (que encuentran el medio de ganar mucho en los tratos del consumo, sin que esto sea gravoso a los consumidores), la que sostiene elevada la tasa de interés, en la clase más alta, al treinta por ciento; en cambio en nuestra Europa no pasa del cinco por ciento. En Atenas, en los tiempos de Solón, el interés era del dieciocho por ciento. En la República romana para la mayor parte de las transacciones fué del doce por ciento, pero a veces se prestó al cuarenta y ocho por ciento, al veinticuatro por ciento, al ocho por ciento, al seis por ciento, y, en el caso más favorable, al cuatro por ciento. En el mercado libre nunca estuvo tan bajo sino a fines de la República y en la era de Augusto, después de la conquista de Egipto. Los emperadores Antonio y Alejandro Severo sólo redujeron el interés al cuatro por ciento prestando fondos públicos sobre hipoteca de las tierras.
Capítulo X y último De las causas del aumento y de la disminución del interés del dinero en un Estado
Es idea común y admitida por cuantos han escrito sobre el comercio que el aumento de la cantidad de dinero efectivo en un Estado disminuye el precio del interés, porque cuando el dinero abunda es más fácil encontrar alguien que lo preste. Esta idea no siempre es verdadera ni justa. Para convencerse de ello bastará recordar que en el año de 1720 casi todo el dinero de Inglaterra fué llevado a Londres, y por añadidura el número de billetes que se lanzó al mercado aceleró el movimiento del dinero en forma extraordinaria. Sin embargo, esta abundancia de dinero y de circulación, en lugar de disminuir el interés corriente, que antes era del cinco por ciento y más alto, no sirvió sino para aumentar la tasa de interés que alcanzó hasta el cincuenta y el sesenta por ciento. Es fácil justificar este aumento del tipo de interés a base de los principios y causas que he formulado en el capítulo precedente. La razón es que todo el mundo se había convertido en empresario cuando se organize, la Compañía del Mar del Sur, y deseaba tomar dinero a préstamo para comprar acciones, contando con obtener inmensos beneficios por medio de los cuales pudiese pagar cómodamente tan elevada tasa de interés.
Si la abundancia de dinero en el Estado viene a través de las gentes que lo prestan, disminuirá, sin duda, el interés corriente, conforme aumenta el número de prestamistas; pero si llega por mediación de personas que lo gastan, tendrá el efecto inverso, y elevará el tipo de interés aumentando el número de empresarios que encontrarán trabajo como consecuencia de este aumento en los gastos, viéndose obligados a tomar dinero a préstamo, para equipar su industria, en todas clases de interés.
La abundancia o escasez de dinero en un Estado eleva o rebaja los precios de todas las cosas en las transacciones, sin que exista ningún nexo necesario con la tasa de interés, que puede ser muy bien elevada en los Estados donde existe abundancia de dinero y baja en aquellos otros donde el dinero es más raro; alto donde todo es caro, bajo donde todo es barato; alto en Londres, bajo en Génova.
El tipo de interés se eleva y baja todos los días, a base de simples rumores que tienden a disminuir o aumentar la seguridad de los prestamistas, sin que por esto se altere el precio de las cosas en los tratos comerciales.
La causa más constante de elevación del tipo de interés en un Estado es el gasto cuantioso de los nobles y propietarios de tierras, o de otras gentes ricas. Los empresarios y maestros artesanos se hallan en condiciones de proveer las grandes casas en todos sus renglones de gastos. Estos empresarios tienen casi siempre necesidad de tomar dinero a préstamo para regularizar sus suministros. Y cuando los nobles consumen sus rentas por anticipado y toman dinero a préstamo, contribuyen doblemente a elevar la tasa de interés.
Por el contrario cuando la nobleza del Estado vive con sobriedad y compra de primera mano cuanto puede, procurándose por medio de sus criados algunas cosas sin recurrir a intermediarios, reduce las utilidades y el número de empresarios en el Estado, y en consecuencia el número de prestamistas así como la tasa de interés, porque ese género de empresarios que trabajan con fondos propios toman prestado tan poco como pueden, y, contentándose con una pequeña ganancia, impiden a los que carecen de fondos que se entrometan en las empresas tomando dinero a préstamo. Tal ocurre hoy en las Repúblicas de Génova y de Holanda, donde el interés es a veces de un dos por ciento, y aun menor en la clase más alta, mientras que en Alemania, Polonia, Francia, España, Inglaterra y otros Estados la holgura y el gasto de la gente noble y de los propietarios de tierras hacen perdurar siempre, entre los empresarios y maestros artesanos del Estado, la costumbre de realizar pingües ganancias, gracias a las cuales pueden pagar un interés algo mayor, y todavía más cuando todo lo importan con riesgo para las empresas.
Cuando el príncipe o el Estado incurren en considerables gastos, por ejemplo con ocasión de guerra, la tasa de interés se eleva por dos razones: la primera es que dicha circunstancia multiplica en diversos negocios el número de empresarios que fabrican útiles de guerra, incrementándose correlativamente los préstamos. La segunda es el mayor riesgo que la guerra trae naturalmente consigo.
Por el contrario, una vez acabada la guerra, los riesgos disminuyen, se reduce también el número de empresarios, y como los que se dedicaban a producir materiales bélicos cesan de trabajar, disminuyen sus gastos y se convierten en prestamistas del dinero que han ganado. En esta situación si el príncipe o el Estado ofrecen reembolsar una parte de sus deudas disminuirá considerablemente la tasa de interés, y ello ocurrirá de modo más seguro si realmente se encuentran en condiciones de pagar una parte de la deuda sin tomar dinero a préstamo por otro lado, porque los reembolsos aumentan el número de prestamistas en las categorías más altas del interés, circunstancia que bien puede influir sobre las otras clases.
Cuando la abundancia de dinero en el Estado tiene como causa un constante saldo favorable de la balanza de comercio, este dinero pasa en primer lugar por manos de los empresarios, y aunque aumente el consumo no deja de disminuir la tasa de interés, puesto que la mayor parte de los empresarios adquieren entonces fondos bastantes para proseguir su comercio sin dinero, e incluso se convierten en prestamistas de las sumas que han ganado, en cuanto exceden lo necesario para sus propias operaciones de comercio. Si no existe en el Estado un gran número de nobles y personas acaudaladas que hagan grandes gastos, la abundancia de dinero no dejará de disminuir la tasa de interés en la misma medida que se aumente el precio de los artículos y mercaderías en los tratos. Eso ocurre de ordinario en las Repúblicas que no tienen abundancia de dinero o propiedades territoriales, y que sólo se enriquecen comerciando con el extranjero. Pero en los Estados que cuentan con abundantes capitales y con propietarios de extensas haciendas, el dinero que se introduce por los canales del comercio con el extranjero aumenta sus rentas, y les procura medios de hacer gastos mayores que dan ocupación a muchos empresarios y artesanos, aparte de los que se dedican a comerciar con el extranjero. Esto mantiene alto el tipo de interés, a pesar de la abundancia de dinero.
Cuando los nobles y los propietarios de tierras se arruinan a consecuencia de la extravagancia de sus gastos, los prestamistas de dinero que han hipotecado las tierras de aquéllos se alzan a menudo con la propiedad absoluta, pudiendo ocurrir muy bien, en un Estado, que los prestamistas sean acreedores de cantidades de dinero mucho mayores que las que se hallan en circulación; en este caso pueden considerarse como propietarios subrogados de las tierras y mercaderías que garantizan la hipoteca. De lo contrario su capital se perderá en la bancarrota.
Del mismo modo se puede considerar a los propietarios de acciones y fondos públicos como propietarios subrogados de las rentas del Estado empleadas para el pago de intereses. Ahora bien si los Poderes públicos se viesen obligados por las necesidades del Estado a emplear sus rentas en otros usos, los accionistas o propietarios de fondos públicos lo perderían todo, sin que por ello el dinero circulante en el Estado se disminuyera siquiera en un maravedí.
Si el príncipe o los administradores del Estado quieren regular mediante leyes la tasa corriente de interés, será preciso hacer esa regulación sobre la base del tipo de interés corriente en el mercado para la clase más alta, poco más o menos; de otro modo la ley será inútil, porque las partes contratantes, atentas al regateo que en las transacciones se practican, o al precio corriente regulado por la proporción entre prestamistas y prestatarios, operarán en mercados clandestinos, y entonces las restricciones de la ley no servirán sino para obstaculizar el comercio elevando el precio del interés, en lugar de fijarlo. Los romanos de antaño, tras de promulgar diversas leyes para rebajar el tipo de interés, hicieron una para prohibir en absoluto el préstamo de dinero. Esta ley no tuvo más éxito que las anteriores. La ley promulgada por Justiniano para impedir que los patricios cobraran más de un cuatro por ciento, los de clase más baja hasta seis por ciento, y los mercaderes ocho por ciento, era a un tiempo, chocante e injusta, ya que no estaba prohibido obtener beneficios hasta del cincuenta y el cien por ciento, en todas las demás clases de operaciones.
Si a un propietario de tierras le está permitido y aun se considera honorable que ceda su hacienda a un colono indigente por una renta elevada, con peligro de perder la renta entera en un año, parece también que debería permitirse al prestamista prestar su dinero a un prestatario necesitado, aun a riesgo de perder no sólo el interés o beneficio sino incluso su capital, estipulando tal interés como el otro consienta voluntariamente en aceptarlo. Cierto es que los préstamos de esta naturaleza hacen muchos desgraciados, que al gastar los capitales así como el interés se hallan más impotentes para recuperarse que el colono que hipoteca la tierra; pero siendo las leyes sobre bancarrotas bastante favorables para que los deudores tengan oportunidad de rehabilitarse, parece que siempre se deberían acomodar las leyes del interés al precio del mercado, como ocurre en Holanda.
Las tasas corrientes de interés en un Estado parecen servir de base y de regla para los precios de adquisición de las tierras. Si el interés corriente es de un cinco por ciento, o sea una vigésima parte, el precio de la tierra debe ser igual. Pero como la propiedad de las tierras otorga un rango y una cierta jurisdicción en el Estado, ocurre que cuando el interés es la vigésima parte del capital, los precios de las tierras son la vigésimacuarta o vigésimaquinta parte, aunque las hipotecas sobre las mismas tierras apenas rebasen el tipo corriente de interés.
Después de todo, el precio de la tierra, como los otros precios, se regula naturalmente por la proporción de vendedores y compradores; y como en Londres, por ejemplo, se encontrarán compradores en mayor número que en las provincias, y a los habitantes de la capital les gusta más comprar tierras en las cercanías de ella que en las provincias distantes, propenderán a comprar tierras en sitios cercanos, a la treintava o treintaicincoava parte, y no las distantes a la veinticincoava o veintidosava parte. A menudo existen otras razones de conveniencia que influyen sobre el precio de las tierras, pero renunciamos a ocuparnos de ellas porque no invalidan nuestras explicaciones sobre la naturaleza del interés.