Juan Bautista Alberdi
Bases: y puntos de partida para la organización política de la
República Argentina
I
Situación constitucional del Plata.
La victoria de Monte Caseros (1) por sí sola no coloca a la
República Argentina en posesión de cuanto necesita. Ella viene a
ponerla en el camino de su organización y progreso, bajo cuyo
aspecto considerada, esa victoria es un evento tan grande como la
Revolución de Mayo, que destruyó el gobierno colonial español.
Sin que se pueda decir que hemos vuelto al punto de partida (pues
los Estados no andan sin provecho el camino de los
padecimientos), nos hallamos como en 1810 en la necesidad de
crear un gobierno general argentino, y una constitución que sirva
de regla de conducta a ese gobierno. Toda la gravedad de la
situación reside en esta exigencia. Un cambio obrado en el
personal del gobierno presenta menos inconvenientes cuando existe
una constitución que pueda regir la conducta del gobierno creado
por la revolución. Pero la República Argentina carece hoy de
gobierno, de constitución y de leyes generales que hagan sus
veces. Este es el punto de diferencia de las revoluciones
recientes de Montevideo y Buenos Aires: existiendo allí una
constitución, todo el mal ha desaparecido desde que se ha
nombrado el nuevo gobierno.
La República Argentina, simple asociación tácita e implícita por
hoy, tiene que empezar por crear un gobierno nacional y una
constitución general que le sirva de regla.
Pero ¿cuáles serán las tendencias, propósitos o miras, en vista
de los cuales deba concebirse la venidera constitución? ¿Cuáles
las bases y punto de partida del nuevo orden constitucional y del
nuevo gobierno, próximos a instalarse? He aquí la materia de este
libro, fruto del pensamiento de muchos años, aunque redactado con
la urgencia de la situación argentina.
En él me propongo ayudar a los diputados y a la prensa
constituyentes a fijar las bases de criterio para marchar en la
cuestión constitucional.
Ocupándome de la cuestión argentina, tengo necesidad de tocar la
cuestión de la América del Sur, para explicar con más claridad de
dónde viene, dónde está y adónde va la República Argentina, en
cuanto a sus destinos políticos y sociales.
II
Carácter histórico del derecho constitucional sudamericano: su
división esencial en dos períodos.
Todo el derecho constitucional de la América antes española es
incompleto y vicioso, en cuanto a los medios que deben llevarla a
sus grandes destinos. Voy a señalar esos vicios y su causa
disculpable, con el objeto de que mi país se abstenga de incurrir
en el mal ejemplo general. Alguna ventaja ha de sacar de ser el
último que viene a constituirse.
Ninguna de las constituciones de Sudamérica merece ser tomada por
modelo de imitación, por los motivos de los que paso a ocuparme.
Dos períodos esencialmente diferentes comprende la historia
constitucional de nuestra América del Sur: uno que principia en
1810 y concluye con la guerra de la Independencia contra España,
y otro que data de esta época y acaba en nuestros días.
Todas las constituciones del último período son reminiscencia,
tradición, reforma muchas veces textual de las constituciones
dadas en el período anterior.
Esas reformas se han hecho con miras interiores: unas veces de
robustecer el poder en provecho del orden, otras de debilitarlo
en beneficio de la libertad; algunas veces de centralizar la
forma de su ejercicio, otras en localizarlo: pero nunca con la
mira de suprimir en el derecho constitucional de la primera época
lo que tenía de contrario al engrandecimiento y progreso de los
nuevos Estados, ni de consagrar los medios conducentes al logro
de este gran fin de la revolución americana.
¿Cuáles son, en qué consisten los obstáculos contenidos en el
primer derecho constitucional? Voy a indicarlos.
Todas las constituciones dadas en Sudamérica durante la guerra de
la Independencia fueron expresión completa de la necesidad
dominante de ese tiempo. Esa necesidad consistía en acabar con el
poder político que Europa había ejercido en este continente,
empezando por la conquista y siguiendo por el coloniaje; y como
medio de garantizar su completa extinción, se iba hasta
arrebatarle cualquier clase de ascendiente en estos países. La
independencia y la libertad exterior eran los vitales intereses
que preocupaban a los legisladores de ese tiempo. Tenían razón:
comprendían su época y sabían servirla.
Se hacía consistir y se definía todo el mal de América en su
dependencia de un gobierno conquistador perteneciente a Europa;
se miraba por consiguiente todo el remedio del mal en el
alejamiento del influjo de Europa. Mientras combatíamos contra
España disputándole palmo a palmo nuestro suelo americano, y
contra el ejemplo monárquico de Europa disputándole la soberanía
democrática de este continente, nuestros legisladores no veían
nada más arriba de la necesidad de proclamar y asegurar nuestra
independencia, y de sustituir los principios de igualdad y
libertad como bases del gobierno interior, en lugar del sistema
monárquico que había regido antes en América y subsistía todavía
en Europa. Europa nos era antipática por su dominación y por su
monarquismo.
En ese período, en que la democracia y la independencia eran todo
el propósito constitucional, la riqueza, el progreso material, el
comercio, la población, la industria, en fin, todos los intereses
económicos, eran cosas accesorias, beneficios secundarios,
intereses de segundo orden, mal conocidos y mal estudiados, y
peor atendidos por supuesto. No dejaban de figurar escritos en
nuestras constituciones, pero sólo era en clase de pormenores y
detalles destinados a hermosear el conjunto.
Bajo ese espíritu de reserva, de prevención y de temor hacia
Europa, y de olvido y abandono de los medios de mejoramiento por
la acción de los intereses económicos, diéronse las
constituciones contemporáneas de San Martín, de Bolívar y
O'Higgins, sus inspiradores ilustres, repetidas más tarde casi
textualmente y sin bastante criterio por las constituciones
ulteriores, que aún subsisten.
Contribuía a colocarnos en ese camino el ejemplo de las dos
grandes revoluciones, que servían de modelo a la nuestra: la
Revolución francesa de 1789 y la revolución de los Estados Unidos
contra Inglaterra. Indicaré el modo de su influjo para prevenir
la imitación errónea de esos grandes modelos, a que todavía nos
inclinamos los americanos del sur.
En su redacción nuestras constituciones imitaban las
constituciones de la República Francesa y de la República de
Norteamérica.
Veamos el resultado que esto producía en nuestros intereses
económicos, es decir, en las cuestiones de comercio, de
industria, de navegación, de inmigración, de las que depende todo
el porvenir de la América del Sur.
El ejemplo de la Revolución francesa nos comunicaba su nulidad
reconocida en materias económicas.
Sabido es que la Revolución francesa, que sirvió a todas las
libertades, desconoció y persiguió la libertad de comercio. La
Convención hizo de las aduanas una arma de guerra, dirigida
especialmente contra Inglaterra, esterilizando de ese modo la
excelente medida de la supresión de las aduanas provinciales,
decretada por la Asamblea nacional. Napoleón acabó de echar a
Francia en esa vía por el bloqueo continental, que se convirtió
en base del régimen industrial y comercial de Francia y de Europa
durante la vida del Imperio. Por resultado de ese sistema, la
industria europea se acostumbró a vivir de protección, de tarifas
y prohibiciones.
Los Estados Unidos no eran el mejor ejemplo para nosotros en
política exterior y en materias económicas, aunque esto parezca
extraño.
Una de las grandes miras constitucionales de la Unión del Norte
era la defensa del país contra los extranjeros, que allí rodeaban
por el norte y sur a la República naciente, poseyendo en América
más territorio que el suyo y profesando el principio monárquico
como sistema de gobierno. España, Inglaterra, Francia, Rusia y
casi todas las naciones europeas tenían vastos territorios
alrededor de la Confederación naciente. Era tan justo, pues, que
tratase de garantirse contra el regreso practicable de los
extranjeros a quienes venció sin arrojar de América, como hoy
sería inmotivado ese temor de parte de los Estados de Sudamérica
que ningún gobierno europeo tienen a su inmediación.
Desmembración de un Estado marítimo y fabril, los Estados Unidos
tenían la aptitud y los medios de ser una y otra cosa, y les
convenía la adopción de una política destinada a proteger su
industria y su marina contra la concurrencia exterior, por medio
de exclusiones y tarifas. Pero nosotros no tenemos fábricas, ni
marina, en cuya atención debamos restringir con prohibiciones y
reglamentos la industria y la marina extranjeras, que nos buscan
por el vehículo del comercio.
Por otra parte, cuando Washington y Jefferson aconsejaban a los
Estados Unidos una política exterior de abstención y de reserva
para con los poderes políticos de Europa, era cuando daba
principio la Revolución francesa y la terrible conmoción de toda
Europa, a fines del último siglo, en cuyo sentido esos hombres
célebres daban un excelente consejo a su país, apartándolo de
ligas políticas con países que ardían en el fuego de una lucha
sin relación con los intereses americanos. Ellos hablaban de
relaciones políticas, no de tratados y convenciones de comercio.
Y ano en este último sentido, los Estados Unidos, poseedores de
una marina y de industria fabril, podían dispensarse de ligas
estrechas con la Europa marítima y fabricante. Pero la América
del Sur desconoce completamente la especialidad de su situación y
circunstancias, cuando invoca para sí el ejemplo de la política
exterior que Washington aconsejaba a su país, en tiempo y bajo
circunstancias tan diversos. La América del Norte por el
liberalismo de su sistema colonial siempre atrajo pobladores a su
suelo en gran cantidad, ano antes de la independencia; pero
nosotros, herederos de un sistema tan esencialmente exclusivo,
necesitamos de una política fuertemente estimulante en lo
exterior.
Todo ha cambiado en esta época: la repetición del sistema que
convino en tiempos y países sin analogía con los nuestros, sólo
serviría para llevarnos al embrutecimiento y a la pobreza.
Esto es sin embargo lo que ofrece el cuadro constitucional de la
América del Sur: y para hacer más práctica la verdad de esta
observación de tanta trascendencia en nuestros destinos, voy a
examinar particularmente las más conocidas constituciones
ensayadas o vigentes de Sudamérica, en aquellas disposiciones que
se relacionan a la cuestión de población, v. g., por la
naturalización y el domicilio; a nuestra educación oficial y a
nuestras mejoras municipales, por la admisión de extranjeros a
los empleos secundarios; a la inmigración, por la materia
religiosa; al comercio, por las reglas de nuestra política
comercial exterior; y al progreso, por las garantías de reformas.
Empezaré por las de mi país para dar una prueba de que me guía en
esta crítica una imparcialidad completa.
III
Constituciones ensayadas en la República Argentina.
La Constitución de la República Argentina, dada en 1826, más
espectable por los acontecimientos ruidosos que originó su
discusión y sanción que por su mérito real, es un antecedente que
de buena fe debe ser abandonado por su falta de armonía con las
necesidades modernas del progreso argentino.
Es casi una literal reproducción de la Constitución que se dio en
1819, cuando los españoles poseían todavía la mitad de esta
América del Sur. "No rehusa confesar (decía la Comisión que
redactó el proyecto de 1826), no rehusa confesar que no ha hecho
más que perfeccionar la Constitución de 1819." Fue dada esta
Constitución de 1819 por el mismo Congreso que dos años antes
acababa de declarar la independencia de la República Argentina de
España y de todo otro poder extranjero. Todavía el 31 de octubre
de 1818 ese mismo Congreso daba una ley prohibiendo que los
españoles europeos sin carta de ciudadanía pudiesen ser nombrados
colegas ni árbitros juris. El aplicaba a los españoles el mismo
sistema que éstos habían creado para los otros extranjeros. El
Congreso de 1819 tenía por misión romper con Europa en vez de
atraerla; y era esa la ley capital de que estaba preocupado. Su
política exterior se encerraba toda en la mira de constituir la
independencia de la nueva República, alejando todo peligro de
volver a caer en manos de esa Europa, todavía en armas y en
posesión de una parte de este suelo.
Ninguna nación de Europa había reconocido todavía la
independencia de estas Repúblicas.
¿Cómo podía esperarse en tales circunstancias, que el Congreso de
1819 y su obra se penetrasen de las necesidades actuales, que
constituyen la vida de estos nuevos Estados, al abrigo hoy día de
todo peligro exterior? Tal fue el modelo confesado de la
Constitución de 1826. Veamos si ésta, al rectificar aquel
trabajo, lo tocó en los puntos que tanto interesan a las
necesidades de la época presente. Veamos con qué miras se
concibió el régimen de política exterior contenido en la
Constitución de 1826. No olvidemos que la política y el gobierno
exteriores son la política y el gobierno de regeneración y
progreso de estos países, que deberán a la acción externa su vida
venidera, como le deben toda su existencia anterior. "Los dos
altos fines de toda asociación política—decía la Comisión que
redactó el proyecto de 1826—son la seguridad y la libertad."
Se ve, pues, que el Congreso Argentino de 1826 estaba todavía en
el terreno de la primera época constitucional. La independencia y
la libertad eran para él los dos grandes fines de la asociación.
El progreso material, la población, la riqueza, los intereses
económicos, que hoy son todo, eran cosas secundarias para los
legisladores constituyentes de 1826.
Así la Constitución daba la ciudadanía (art. 4°) a los
extranjeros que han combatido o combatiesen en los ejércitos de
mar y tierra de la República. Eran sus textuales palabras, que ni
siquiera distinguían la guerra civil de la nacional. La ocupación
de la guerra, aciaga a estos países desolados por el abuso de
ella, era título para obtener ciudadanía sin residencia; y el
extranjero benemérito a la industria y al comercio, que había
importado capitales, máquinas, nuevos procederes industriales, no
era ciudadano a pesar de esto si no se había ocupado en derramar
sangre argentina o extranjera.
En ese punto la Constitución de 1826 repetía rutinariamente una
disposición de la de 1819, que era expresión de una necesidad del
país, en la época de su grande y difícil guerra contra la corona
de España.
La Constitución de 1826, tan reservada y parsimoniosa en sus
condiciones para la adquisición de nuevos ciudadanos, era pródiga
en facilidades para perder los existentes. Hacía cesar los
derechos de ciudadanía, entre muchas otras causas, por la
admisión de empleos, distinciones o títulos de otra nación. Esa
disposición copiada, sin bastante examen, de constituciones
europeas, es perniciosa para las Repúblicas de Sudamérica que,
obedeciendo a sus antecedentes de comunidad, deben propender a
formar una especie de asociación de familias hermanas. Naciones
en formación, como las nuestras, no deben tener exigencias que
pertenecen a otras ya formadas; no deben decir al poblador que
viene de fuera: "Si no me pertenecéis del todo, no me pertenecéis
de ningún modo". Es preciso conceder la ciudadanía sin exigir el
abandono absoluto de la originaria. Pueblos desiertos, que se
hallan en el caso de mendigar población, no deben exigir ese
sacrificio, más difícil para el que lo hace que útil para el que
lo recibe.
La Constitución unitaria de 1826, copia confesada de una
constitución del tiempo de la guerra de la Independencia, carecía
igualmente de garantías de progreso. Ninguna seguridad, ninguna
prenda daba de reformas fecundas para lo futuro. Podía haber sido
como la Constitución de Chile, v. g., que hace de la educación
pública (art. 153) una atención preferente del gobierno, y
promete solemnemente para un término inmediato (disposiciones
transitorias) el arreglo electoral, el código administrativo
interior, el de administración de justicia, el de la guardia
nacional, el arreglo de la instrucción pública. La Constitución
de California (art. 9º) hace de la educación pública un punto
capital de la organización del Estado. Esa alta prudencia, esa
profunda previsión, consignada en las leyes fundamentales del
país, fue desconocida en la Constitución de 1826, por la razón
que hemos señalado ya.
Ella no garantizaba por una disposición especial y terminante la
libertad de la industria y del trabajo, esa libertad que
Inglaterra había exigido como principal condición en su tratado
con la República Argentina, celebrado dos años antes. Esa
garantía no falta, por supuesto, en las Constituciones de Chile y
Montevideo.
No garantizaba bastantemente la propiedad, pues en los casos de
expropiación por causa de utilidad pública (art. 176) no
establecía que la compensación fuese previa, y que la pública
utilidad y la necesidad de la expropiación fuesen calificadas por
ley especial. Ese descubierto dejado a la propiedad afectaba el
progreso del país, porque ella es el aliciente más activo para
estimular su población.
Tampoco garantizaba la inviolabilidad de la posta, de la
correspondencia epistolar, de los libros de comercio y papeles
privados por una disposición especial y terminante.
Y, lo que es más notable, no garantizaba el derecho y la libertad
de locomoción y tránsito, de entrar y salir del país.
Se ve que en cada una de esas omisiones, la ruidosa Constitución
desatendía las necesidades económicas de la República, de cuya
satisfacción depende todo su porvenir.
Dos causas concurrían a eso: primera, la imitación, la falta de
originalidad, es decir, de estudio y de observación; y segunda,
el estado de cosas de entonces.
La falta de originalidad en el proyecto (es decir, su falta de
armonía con las necesidades del país) era confesada por los
mismas legisladores. La Comisión redactora, decía en su informe
"no ha pretendido hacer una obra original. Ella habría sido
extravagante desde que se hubiese alejado de lo que en esa
materia está reconocido y admitido en las naciones más libres y
más civilizadas. En materia de constituciones ya no puede
crearse".
Estas palabras contenidas en el informe de la Comisión redactora
del proyecto sancionado sin alteración dan toda la medida de la
capacidad constitucional del Congreso de ese tiempo.
El Congreso hizo mal en no aspirar a la originalidad. La
constitución que no es original es mala, porque debiendo ser la
expresión de una combinación especial de hechos, de hombres y de
cosas, debe ofrecer esencialmente la originalidad que afecte esa
combinación en el país que ha de constituirse. Lejos de ser
extravagante la Constitución argentina, que se desemejare de las
constituciones de los países más libres y más civilizados, habría
la mayor extravagancia en pretender regir una población pequeña
malísimamente preparada para cualquier gobierno constitucional,
por el sistema que prevalece en los Estados Unidos o en
Inglaterra, que son los países más civilizados y más libres.
La originalidad constitucional es la única a que se pueda aspirar
sin inmodestia ni pretensión: ella no es como la originalidad en
las bellas artes. No consiste en una novedad superior a todas las
perfecciones conocidas, sino en la idoneidad para el caso
especial en que deba tener aplicación. En este sentido, la
originalidad en materia de asociación política es tan fácil y
sencilla como en los convenios privados de asociación comercial o
civil.
Por otra parte, el estado de cosas de 1826 era causa de que aquel
Congreso colocase la seguridad como el primero de los fines de la
Constitución.
El país estaba en guerra con el Imperio del Brasil, y bajo el
influjo de esa situación se buscaba en el régimen exterior más
bien seguridad que franquicia. "La seguridad exterior llama toda
nuestra atención y cuidado hacia un gobierno vecino, monárquico y
poderoso", decía en su informe la Comisión redactora del proyecto
sancionado. Así la Constitución empezaba ratificando la
independencia declarada ya por actos especiales y solemnes.
Rivadavia mismo, al tomar posesión de la presidencia bajo cuyo
influjo debía darse la Constitución, se expresaba de este modo:
"Hay otro medio (entre los de arribar a la Constitución) que es
otra necesidad, y no puede decirse por desgracia, porque rivaliza
con esa desgracia una fortuna; ella es del momento, y por lo
mismo urge con preferencia a todo... Esta necesidad es la de una
victoria. La guerra en que tan justa como noblemente se halla
empeñada esta nación, etc.".
Cuando se teme del exterior, es imposible organizar las
relaciones de fuera sobre las bases de la confianza y de una
libertad completas.
Rivadavia mismo, a pesar de la luz de su inteligencia y de su
buen corazón, no veía con claridad la cuestión constitucional en
que inducía al país. Su programa era estrecho, a juzgar por sus
propias palabras vertidas en la sesión del Congreso Constituyente
del 8 de febrero de 1826, al tomar posesión del cargo de
presidente de la República. "El (el Presidente, decía) se halla
ciertamente convencido de que tenéis medios de constituir el país
que representáis y que para ello bastan dos bases: la una que
introduzca y sostenga la subordinación recíproca de las personas,
y la otra que concilie todos los intereses, y organice y active
el movimiento de las cosas."
Precisando la segunda base, añadía lo siguiente: "Esta base es
dar a todos los pueblos una cabeza, un punto capital que regle a
todos y sobre el que todos se apoyen. . . al efecto es preciso
que todo lo que forme la capital sea exclusivamente nacional".
"El Presidente debe advertiros (decía a los diputados
constituyentes) de que si vuestro saber y vuestro patriotismo
sancionan estas dos bases, la obra está hecha; todo lo demás es
reglamentario, y con el establecimiento de ellas habréis dado una
Constitución a la nación."
Tal era la capacidad que dominaba la cuestión constitucional, y
no eran más competentes sus colaboradores.
Un eclesiástico, el señor deán Funes, había sido el redactor de
la Constitución de 1819; y otros de su clase, como el canónigo D.
Valentín Gómez y el clérigo D. Julián Segundo Agüero, ministro de
la Presidencia entonces, influyeron de un modo decisivo en la
redacción de la Constitución de 1826. El deán Funes traía con el
prestigio de su talento y de sus obras conocidas al Congreso de
1826, de que era miembro, los recuerdos y las inspiraciones del
Congreso que declaró y constituyó la independencia, al cual había
pertenecido también. Muchos otros diputados se hallaban en el
mismo caso. El clero argentino, que contribuyó con su patriotismo
y sus luces de un modo tan poderoso al éxito de la cuestión
política de la independencia, no tenía ni podía tener, por su
educación recibida en los seminarios del tiempo colonial, la
inspiración y la vocación de los intereses económicos, que son
los intereses vitales de esta América, y la aptitud de constituir
convenientemente una República esencialmente comercial y pastora
como la Confederación Argentina. La patria debe mucho a sus
nobles corazones y espíritus altamente cultivados en ciencias
morales; pero más deberá en lo futuro, en materias económicas, a
simples comerciantes y a economistas prácticos, salidos del
terreno de los negocios. No he hablado aquí de la Constitución de
1826, sino de un modo general, y señaladamente sobre el sistema
exterior, por su influjo en los intereses de población,
inmigración y comercio exterior.
En otro lugar de este libro tocaré otros puntos capitales de la
Constitución de entonces, con el fin de evitar su imitación.
IV
Constitución de Chile. Defectos que hacen peligrosa su imitación.
La Constitución de Chile, superior en redacción a todas las de
Sudamérica, sensatísima y profunda en cuanto a la composición del
Poder Ejecutivo, es incompleta y atrasada en cuanto a los medios
económicos de progreso y a las grandes necesidades materiales de
la América española.
Redactada por Mariano Egaña, más que una reforma de la
Constitución de 1828, como dice su preámbulo, es una tradición de
las Constituciones de 1813 y 1823, concebidas por su padre y
maestro en materia de política, Juan Egaña, que eran una mezcla
de lo mejor que tuvo el régimen colonial y de lo mejor del
régimen moderno de la primera época constitucional. Esta
circunstancia, que explica el mérito de la actual Constitución de
Chile, es también la que hace su deficiencia.
Los dos Egañas, hombres fuertes en teología y en legislación,
acreedores al respeto y agradecimiento eterno de Chile por la
parte que han tenido en su organización constitucional,
comprendían mal las necesidades económicas de la América del Sur;
por eso sus trabajos constitucionales no fueron concebidos de un
modo adecuado para ensanchar la población de Chile por
condiciones que facilitasen la adquisición de la ciudadanía.
Excluyeron todo culto que no fuese el católico, sin advertir que
contrariaban mortalmente la necesidad capital de Chile, que es la
de su población por inmigraciones de los hombres laboriosos y
excelentes que ofrece la Europa protestante y disidente.
Excluyeron de los empleos administrativos y municipales y de la
magistratura a los extranjeros y privaron al país de cooperadores
eficacísimos en la gestión de su vida administrativa.
Las ideas económicas de Juan Egaña son dignas de mención, por
haber sido el preparador o promotor principal de las
instituciones, que hasta hoy rigen, y el apóstol de muchas
convicciones que hasta ahora son obstáculos en política comercial
y económica para el progreso de Chile.
"Puesto (Chile) a los extremos de la tierra, y no siéndole
ventajoso el comercio de tráfico o arriería, no tendrá guerras
mercantiles, y en especial la industria y agricultura, que casi
exclusivamente le conciernen y que son las sólidas, y tal vez las
únicas profesiones de una república...".
En materia de empréstitos, que serán el nervio del progreso
material en América, como lo fueron de la guerra de su
independencia, Juan Egaña se expresaba de este modo comentando la
Constitución de 1813: "No tenemos fondos que hipotecar, ni
créditos: luego no podemos formar una deuda". "Cada uno debe
pagar la deuda que ha contraído por su bien. Las generaciones
futuras no son de nuestra sociedad, ni podemos obligarlas." "Las
naciones asiáticas no son navegantes." "La localidad de este país
no permite un arrieraje y tráfico útil." "La marina comerciante
excita el genio de ambición, conquista y lujo, destruye las
costumbres y ocasiona celos, que finalizan en guerras." "Los
industriosos chinos sin navegación, viven quietos y servidos de
todo el mundo".
En materia de tolerancia religiosa, he aquí las máximas de Juan
Egaña: "Sin religión uniforme se formará un pueblo de
comerciantes, pero no de ciudadanos".
"Yo creo que el progreso de la población no se consigue tanto con
la gran libertad de admitir extranjeros, cuanto con facilitar los
medios de subsistencia y comodidad a los habitantes; de suerte
que sin dar grandes pasos en la población, perdemos mucho en el
espíritu religioso."
"No condenemos a muerte a los hombres que no creen como nosotros;
pero no formemos con ellos una familia (2)".
He aquí el origen alto e imponente de las aberraciones que tanto
cuesta vencer a los reformadores liberales de estos días en
materias económicas en la República de Chile.
V
Constitución del Perú. Es calculada para su atraso.
A pesar de lo dicho, la Constitución de Chile es infinitamente
superior a la del Perú, en lo relativo a población, industria y
cultura europea.
Tradición casi entera de la Constitución peruana dada en 1823,
bajo el influjo de Bolívar, cuando la mitad del Perú estaba
ocupada por las armas españolas, se preocupó ante todo de su
independencia de la monarquía española y de toda dominación
extranjera.
Como la Constitución de Chile, la del Perú consagra el
catolicismo como religión de Estado, "sin permitir el ejercicio
público de cualquier otro culto" (art. 3°). Sus condiciones para
la naturalización de los extranjeros parecen calculadas para
hacer imposible su otorgamiento. He aquí los trámites que el
extranjero tiene que seguir para hacerse natural del Perú:
Demandar la ciudadanía al Prefecto;
Acompañarla de documentos justificativos de los requisitos que
legitimen su concesión;
El Prefecto la dirige con su informe al Ministro del Interior;
Este al Congreso;
La Junta del Departamento da su informe;
El Congreso concede la gracia;
El Gobierno expide al agraciado la carta respectiva;
El agraciado la presenta al Prefecto del departamento, en cuya
presencia presta el juramento de obediencia al Gobierno;
Se presenta esta carta ante la Municipalidad del domicilio, para
que el agraciado sea inscripto en el registro cívico (Ley de 30
de septiembre de 1821). Esta inscripción pone al agraciado en la
aptitud feliz de poder tomar un fusil y verter, si es necesario,
su sangre en defensa de la hospitalaria República.
El art. 6° de la Constitución reconoce como peruano por
naturalización al extranjero admitido al servicio de la
República; pero el art. 88 declara que el Presidente "no puede
dar empleo militar civil, político ni eclesiástico a extranjero
alguno", sin acuerdo del Consejo de Estado. Ella exige la calidad
de "peruano por nacimiento" para los empleos de Presidente, de
ministro de Estado, de senador, de diputado, de consejero de
Estado, de vocal o fiscal de la Corte Suprema o de una corte
superior cualquiera, de juez de primera instancia; de prefecto,
de gobernador, etc., etc.; y lleva el localismo a tal rigor, que
un peruano de Arequipa no puede ser prefecto en el Cuzco. Pero
esto es nada.
Las garantías individuales sólo son acordadas al peruano, al
ciudadano, sin hablar del extranjero, del simple habitante del
Perú. Así un extranjero, como ha sucedido hace poco con el
general boliviano José de Ballivián, puede ser expelido del país
sin expresión de causa, ni violación del derecho público peruano.
La propiedad, la fortuna, es el vivo aliciente que estos países
pobres en tantos goces ofrecen al poblador europeo; sin embargo
la Constitución actual del Perú dispone (art. 168) que: "Ningún
extranjero podrá adquirir, por ningún título, propiedad
territorial en la República, sin quedar por este hecho sujeto a
las obligaciones de ciudadano, cuyos derechos gozará al mismo
tiempo". Por este artículo, el inglés, o alemán, o francés, que
compra una casa o un pedazo de terreno en el Perú está obligado a
pagar contribuciones, a servir en la milicia, a verter su sangre,
si es necesario, en defensa del país, a todas las obligaciones de
ciudadano en fin, y al goce de todos sus derechos, con las
restricciones, se supone, del art. 88 arriba mencionado, y sin
perjuicio de los años de residencia y demás requisitos exigidos
por el artículo 6°.
Por ley de 10 de octubre de 1828, está prohibido a los
extranjeros la venta por menudeo en factorías, casas y almacenes.
Esa ley impone multas al extranjero que abra tienda de menudeo
sin estar inscripto en el Registro Cívico. Infinidad de otras
leyes y decretos sueltos reglamentan aquel art. 168 de la
Constitución.
En 1830 se expidió un decreto que prohibe a los extranjeros hacer
el comercio interior en el Perú.
Por el art. 178 de la Constitución peruana sólo se concede el
"goce de los derechos civiles al extranjero, al igual de los
peruanos, con tal que se sometan a las mismas cargas y pensiones
que éstos": es decir, que el extranjero que quiera disfrutar en
el Perú del derecho de propiedad, de sus derechos de padre de
familia, de marido, en fin de sus derechos civiles, tiene que
sujetarse a todas las leyes y pensiones del ciudadano. Así el
Perú, para conceder al extranjero lo que todos los legisladores
civilizados le ofrecen sin condición alguna, le exige en cambio
las cargos y pensiones del ciudadano.
Si el Perú hubiese calculado su legislación fundamental para
obtener por resultado su despoblación y despedir de su seno a los
habitantes más capaces de fomentar su progreso, no hubiera
acertado a emplear medios más eficaces que los contenidos hoy en
su Constitución repelente y exclusiva, como el Código de Indias,
resucitado allí en todos sus instintos.
¿Para qué más explicación que esta del atraso infinito en que se
encuentra aquel país?
VI
Constitución de los Estados que formaron la República de
Colombia. Vicios por los que no debe imitarse.
Inútil es notar que los Estados que fueron miembros de la
disuelta República de Colombia—Ecuador, Nueva Granada y
Venezuela—han conservado el tipo constitucional que recibieron de
su libertador el general Bolívar en la Constitución de agosto de
1821, inspiración de este guerrero, que todavía debía destruir
los ejércitos españoles, amenazantes a Colombia desde el suelo
del Perú.
"Estamos—decía la Gaceta de Colombia de esa época—en contacto con
dos pueblos limítrofes, el uno erigido en monarquía y el otro
vacilante en el sistema político que debe adoptar: un congreso de
soberanos ha de reunirse en Verona, y no sabemos si Colombia o la
América toda será uno de los enfermos que ha de quedar
desahuciado por esta nueva clase de médicos, que disponen de la
vida política de los pueblos; un ejército respetable amenaza
todavía la independencia de los hijos del Sol y sin duda la de
Colombia."
Y sin duda que en el Congreso de los potentados de Europa
reunidos en Verona debía figurar la cuestión de la suerte de las
colonias españolas en América. El 24 de noviembre de 1822 el
duque de Wellington presentó al Congreso un memorándum, en el que
anunciaba la intención del Gobierno británico de reconocer los
poderes de hecho del Nuevo Mundo. Mr. de Chateaubriand,
plenipotenciario francés en ese Congreso, patrocinando los
principios del derecho monárquico, indicó la solución que, según
el espíritu de su gobierno, podía conciliar los intereses de la
legitimidad con las necesidades de la política. Esta solución,
confesada por más de un publicista francés leal a su país, era el
establecimiento de príncipes de la casa de Borbón en los tronos
constitucionales de la América española. Francia obtuvo el apoyo
de esa declaración, en la que dieron al memorándum británico, en
el mismo Congreso, Austria, Prusia y Rusia, concebidas en sentido
análogo. Eso sucedía por los años en que Colombia se daba la
Constitución a que hemos aludido.
Las ideas de Bolívar en cuanto a Europa son bien conocidas. Eran
las que correspondían a un hombre que tenía por misión el
anonadamiento del poder político de España, y de cualquier otro
poder monárquico europeo de los ligados por intereses y sangre
con España en este continente. Ellos presidieron a la
convocatoria del Congreso de Panamá, que tenía por objeto, entre
otros, establecer un pacto de unión y de liga perpetua contra
España, o contra cualquier otro poder que procurase dominar la
América; y ponerse en aptitud de impedir toda colonización
europea en este continente y toda intervención extranjera en los
negocios del Nuevo Mundo.
Para honor de Rivadavia y de Buenos Aires, se debe recordar que
él se opuso al Congreso de Panamá y a sus principios, porque
comprendió que favoreciéndolo aniquilaba desde el origen sus
miras de inmigración europea y de estrechamiento de este
continente con el antiguo, que había sido y debía ser el
manantial de nuestra civilización y progreso (3).
El art. 13 de la Constitución del Ecuador excluye del Estado toda
religión que no sea la católica. Las garantías de derecho
público, contenidas en su título 11, no son extensivas al
extranjero de un modo terminante e inequívoco. El art. 51 con que
terminan dispone que: “Todos los extranjeros serán admitidos en
el Ecuador, y gozarán de seguridad individual y libertad, siempre
que respeten y obedezcan la Constitución y las leyes". Con esta
reserva se deja al extranjero perpetuamente expuesto a ser
expulsado del país por una contravención de simple policía.
VII
De la Constitución de Méjico, y de los vicios que originan su
atraso.
Méjico, que debía estimularse con el grande espectáculo de la
nación vecina, ha presentado siempre al extranjero, que debía ser
su salvador como poblador mejicano, una resistencia tenaz y una
mala disposición, que, además de su atraso, le han costado
guerras sangrientas y desastrosas. Por el art. 3° de su
Constitución vigente, que es la de 4 de octubre de 1824, está
prohibido en Méjico el ejercicio público de cualquier religión
que no sea la católica romana. Hasta hoy mismo, la República en
Méjico aparece más preocupada de su independencia y de sus
temores hacia el extranjero que de su engrandecimiento interior,
como si la independencia pudiera tener otras garantías que la
fuerza inherente al desarrollo de la población, de la riqueza y
de la industria en un grado poderoso.
Por la ley constitucional mejicana (art. 23), el extranjero no
puede adquirir en la República propiedad raíz, si no se ha
naturalizado en ella, casado con mejicana, y arreglándose a lo
demás que la ley prescribe relativamente a estas adquisiciones.
Tampoco podrá trasladar a otro país su propiedad mobiliaria, sino
con los requisitos y pagando la cuota que establecen las leyes.
Allí rige la ley española (nota XIII, tít. 18, lib. V, Nov.
Recop.) sobre que los extranjeros domiciliados o con casa de
trato por más de un año pagan todos los derechos y contribuciones
que los demás ciudadanos.
Una ley de febrero de 1822 abre las puertas de Méjico a la
naturalización de los extranjeros, con tal que llenen los
requisitos exigidos por la ley de 14 de abril de 1828. Esos
requisitos, entre otros, son: que el postulante exprese un año
antes al Ayuntamiento su deseo de radicarse, y que después
acredite, con citación del síndico, que es católico apostólico
romano, que tiene tal giro e industria, buena conducta y otros
requisitos más. Ese sistema ha conducido a Méjico a perder a
Tejas y California, y lo llevará quizás a desaparecer como
nación.
El poblador extranjero no es un peligro para el sostén de la
nacionalidad. Montevideo, con su Constitución expansiva y abierta
hacia el extranjero, ha salvado su independencia por medio de su
población, extranjera, y camina a ser la California del Sur.
VIII
Constitución del Estado Oriental del Uruguay. Defectos que hacen
peligrosa su imitación.
Sin embargo, es menester reconocer que el buen espíritu, el
espíritu de progreso, más que en su Constitución, reside para
Montevideo en el modo de ser de sus cosas y de su población, en
la disposición geográfica de su suelo, de sus puertos, de sus
costas y ríos. Conviene tener esto presente, para no dejarse
alucinar por el ejemplo de su Constitución escrita, que tiene
menos acción que lo que parece en su progreso extraordinario.
Posee ventajas, sin duda alguna, que la hacen superior a muchas
otras; pero adolece de faltas, que son resabios del derecho
constitucional sudamericano de la primera época.
Sancionada el 10 de septiembre de 1829, es decir tres años
después de la Constitución unitaria argentina, a la que también
concurrió Montevideo como provincia argentina en aquella época,
no pudo escapar al imperio de su ejemplo.
Por otra parte, expresión de la necesidad de constituir a
Montevideo en Estado independiente de los países extranjeros que
lo rodeaban y que lo habían disputado, conforme al tratado de
1828, entre el Plata y el Brasil, como lo dice su preámbulo, sus
disposiciones obedecían al influjo de ese designio, que no es
ciertamente el que debe ser espíritu de nuestras constituciones
actuales.
La Constitución de que nos ocupamos empieza definiendo el Estado
Oriental. Toda definición es peligrosa, pero la de un Estado
nuevo como ninguna. Esa definición que debía pecar por lata (si
puede serlo bastantemente) es inexacta a expensas del Estado
Oriental. "El Estado— dice su art. 1°—es la asociación política
de todos sus ciudadanos comprendidos en su territorio." No es
exacto; el Estado Oriental es algo más que esto en la realidad.
Además de la reunión de sus ciudadanos, es Laffond, es Esteves,
v. g., son los 20.000 extranjeros avecindados allí que, sin ser
ciudadanos, poseen ingentes fortunas y tienen tanto interés en la
prosperidad del suelo oriental como sus ciudadanos mismos.
En vez de empezar por una declaración de derechos y garantías
privados y públicos, la Constitución oriental empieza como la
Constitución argentina de 1826, que le ha servido de modelo, con
mezquinas distinciones, declarando quiénes son orientales y
quiénes no, quiénes son de casa y quiénes de fuera: distinciones
inhospitalarias y poco discretas de parte de países que no tienen
población propia y que necesitan de la ajena. Ciertamente que la
Constitución de California no empieza por definiciones ni
distinciones de ese género.
Como la Constitución argentina de 1826, la oriental es difícil y
embarazosa para adquirir ciudadanos y pródiga para enajenarlos.
También da la ciudadanía al que combate en el país, sin previa
residencia; pero al extranjero que trae riquezas, ideas,
industrias, elementos de orden y de progreso, le exige residencia
y otros requisitos para hacerlo ciudadano. Tampoco se contenta
con medios ciudadanos, con ciudadanos a medias, y expulsa del
seno de su reducida familia política al oriental que acepta
empleos o distinciones de Chile o de la República Argentina, v.
g.
La Constitución oriental carece de garantías de progreso material
e intelectual. No consagra la educación pública como prenda de
adelantos para lo futuro, ni sanciona estímulos y apoyos al
desarrollo inteligente, comercial y agrícola, de que depende el
porvenir de esa república. La constitución americana que
desampara el porvenir, lo desampara todo, porque para estas
repúblicas de un día, el porvenir es todo, el presente poca cosa.
IX
Constitución del Paraguay. Defectos que hacen aborrecible su
ejemplo.
La Constitución oriental es la que más se aproxima al sistema
conveniente, y la del Paraguay la que más dista.
Aunque no haya peligro de que la República Argentina quiera
constituirse a ejemplo del Paraguay, entra en mi plan señalar los
obstáculos que contrarían la ley del progreso en esa parte de la
América del Sur, tan ligada a la prosperidad de las Repúblicas
vecinas.
La Constitución del Paraguay, dada en la Asunción el 16 de marzo
de 1844, es la Constitución de la dictadura o presidencia
omnipotente en institución definitiva y estable; es decir que es
una antítesis, un contrasentido constitucional.
Por cierto que la Constitución del Paraguay, para ser discreta,
no debía ser un ideal de libertad política. La dictadura inaudita
del doctor Francia no había sido la mejor escuela preparatoria
del régimen representativo republicano. La nueva Constitución
estaba llamada a señalar algunos grados de progreso sobre lo que
antes existía; pero no es esto lo que ha sucedido. Es peor que
eso; ella es lo mismo que antes existía, disfrazado con una
máscara de constitución, que oculta la dictadura latente.
El título 1º consagra el principio liberal de la división de los
poderes, declarando exclusiva atribución del Congreso la facultad
de hacer leyes. Pero de nada sirve eso, porque el artículo 4º lo
echa por tierra, declarando que la "autoridad del Presidente de
la República es extraordinaria cuantas veces fuese preciso para
conservar el orden" (a juicio y por declaración del Presidente,
se supone).
El Presidente es juez privativo de las causas reservadas por el
estatuto de administración de justicia.
Hace ejércitos y dispone de ellos sin dar cuenta a nadie.
Crea fuerzas navales con la misma irresponsabilidad.
Hace tratados y concordatos con igual omnipotencia.
Promueve y remueve todos los empleados, sin acuerdo alguno.
Abre puertos de comercio.
Es árbitro de la posta, de los caminos, de la educación pública,
de la hacienda, de la policía, sin acuerdo de nadie.
Reúne además todas las atribuciones inherentes al poder ejecutivo
de los gobiernos regulares, sin ninguna de sus responsabilidades.
Dura en sus funciones diez años, durante los cuales sólo dos
veces se reúne el Congreso. Sus sesiones ordinarias tienen lugar
cada cinco años. Si en países que están regenerándose y que
tienen que rehacerlo todo, son cortas por lo mismo las sesiones
anuales de seis meses, ¿se diría que son escasas las sesiones del
Congreso del Paraguay? Tal vez no, pues retiene tan escaso poder
legislativo el Congreso, que su reunión es casi insignificante.
El Congreso tiene el poder de elegir el Presidente; pero los
diputados del Congreso, ¿cómo son elegidos? "En la forma hasta
aquí acostumbrada", dice el art. 1°, tít. 2 de la Constitución.
La costumbre electoral a que alude es naturalmente la del tiempo
del doctor Francia, de cuyo liberalismo se puede juzgar por eso
solo. Es decir en buenos términos, que el Presidente elige y
nombra al Congreso, como éste elige y nombra al Presidente. Dos
poderes que se procrean uno a otro de ese modo no pueden ser muy
independientes.
El poder fuerte es indispensable en América, es verdad; pero el
del Paraguay es la exageración de ese medio, llevada al ridículo
y a la injusticia, desde luego que se aplica a una población
célebre por su mansedumbre y su disciplina jesuítica de tradición
remota.
Nada sería la tiranía presente si al menos diera garantías de
libertades y progresos para tiempos venideros. Lo peor es que las
puertas del progreso y del país continúan cerradas herméticamente
por la Constitución, no ya por el doctor Francia; de modo que la
tiranía constitucional del Paraguay y el reposo, inmóvil, que es
su resultado, son estériles en beneficios futuros y sólo ceden en
provecho del tirano, es decir, hablando respetuosamente, del
Presidente constitucional. El país era antes esclavo del doctor
Francia; hoy lo es de su Constitución. Peor es su estado actual
que el anterior, si se reflexiona que antes la tiranía era un
accidente, era un hombre mortal; hoy es un hecho definitivo y
permanente, es la Constitución.
En efecto, la Constitución (art. 4º, tít. 10) permite salir
libremente del territorio de la República, llevando en frutos el
valor de sus propiedades y observando además las leyes
policiales.
Pero el artículo 5º declara que 'para entrar en el territorio de
la República se observarán las ordenanzas anteriormente
establecidas, quedando al Supremo Gobierno ampliarlas según las
circunstancias". Si se recuerda que esas ordenanzas anteriores
son las del doctor Francia, que han hecho la celebridad de su
régimen de clausura hermética, se verá que el Paraguay continúa
aislado del mundo exterior, y todavía su Constitución da al
Presidente el poder de estrechar ese aislamiento.
Según esas disposiciones, la Constitución paraguaya, que debiera
estimular la inmigración de pobladores extranjeros en su suelo
desierto, provee al contrario los medios de despoblar el Paraguay
de sus habitantes extranjeros, llamados a desarrollar su progreso
y bienestar. Ese sistema garantiza al Paraguay la conservación de
una población exclusivamente paraguaya, es decir, inepta para la
industria y para la libertad.
Por demás es notar que la Constitución paraguaya excluye la
libertad religiosa.
Excluye además todas las libertades. La Constitución tiene
especial cuidado en no nombrar una sola vez, en todo su texto, la
palabra libertad, sin embargo de titularse Ley de la República.
Es la primera vez que se ve una Constitución republicana sin una
sola libertad. La única garantía que acuerda a todos sus
habitantes es la de quejarse ante el Supremo Gobierno de la
Nación. El derecho de queja es consolador sin duda, pero supone
la obligación de experimentar motivos de ejercitarlo.
Ese régimen es egoísta, escandaloso, bárbaro, de funesto ejemplo
y de ningún provecho a la causa del progreso y cultura de esta
parte de la América del Sur. Lejos de imitación, merece la
hostilidad de todos los gobiernos patriotas de Sudamérica.
X
Cuál debe ser el espíritu del nuevo derecho constitucional en
Sudamérica.
Por la reseña que precede vemos que el derecho constitucional de
la América del Sur está en oposición con los intereses de su
progreso material e industrial, de que depende hoy todo su
porvenir. Expresión de las necesidades americanas de otro tiempo,
ha dejado de estar en armonía con las nuevas exigencias del
presente. Ha llegado la hora de iniciar su revisión en el sentido
de las necesidades actuales de América. ¡Ojalá toque a la
República Argentina, iniciadora de cambios fundamentales en ese
continente, la fortuna de abrir la era nueva por el ejemplo de su
constitución próxima!
De hoy en más los trabajos constitucionales deben tomar por punto
de partida la nueva situación de la América del Sur.
La situación de hoy no es la de hace 30 años. Necesidades que en
otro tiempo eran accesorias, hoy son las dominantes.
La América de hace 30 años sólo miró la libertad y la
independencia; para ellas escribió sus constituciones. Hizo bien,
era su misión de entonces. El momento de echar la dominación
europea fuera de este suelo no era el de atraer los habitantes de
esa Europa temida. Los nombres de inmigración y colonización
despertaban recuerdos dolorosos y sentimientos de temor. La
gloria militar era el objeto supremo de ambición. El comercio, el
bienestar material se presentaban como bienes destituidos de
brillo. La pobreza y sobriedad de los republicanos de Esparta
eran realzadas como virtudes dignas de imitación por nuestros
republicanos del primer tiempo. Se oponía con orgullo a las ricas
telas de Europa los tejidos grotescos de nuestros campesinos. El
lujo era mirado de mal ojo y considerado como el escollo de la
moral y de la libertad pública.
Todas las cosas han cambiado, y se miran de distinto modo en la
época en que vivimos.
No es que la América de hoy olvide la libertad y la independencia
como los grandes fines de su derecho constitucional; sino que,
más práctica que teórica, más reflexiva que entusiasta, por
resultado de la madurez y de la experiencia, se preocupa de los
hechos más que de los hombres, y no tanto se fija en los fines
como en los medios prácticos de llegar a la verdad de esos fines.
Hoy se busca la realidad práctica de lo que en otro tiempo nos
contentábamos con proclamar y escribir.
He aquí el fin de las constituciones de hoy día: ellas deben
propender a organizar y constituir los grandes medios prácticos
de sacar a la América emancipada del estado oscuro y subalterno
en que se encuentra.
Esos medios deben figurar hoy a la cabeza de nuestras
constituciones. Así como antes colocábamos la independencia, la
libertad, el culto, hoy debemos poner la inmigración libre, la
libertad de comercio, los caminos de fierro, la industria sin
trabas, no en lugar de aquellos grandes principios, sino como
medios esenciales de conseguir que dejen ellos de ser palabras y
se vuelvan realidades.
Hoy debemos constituirnos, si nos es permitido este lenguaje,
para tener población, para tener caminos de fierro, para ver
navegados nuestros ríos, para ver opulentos y ricos nuestros
Estados. Los Estados como los hombres deben empezar por su
desarrollo y robustecimiento corporal.
Estos son los medios y las necesidades que forman la fisonomía
peculiar de nuestra época.
Nuestros contratos o pactos constitucionales en la América del
Sur deben ser especie de contratos mercantiles de sociedades
colectivas, formadas especialmente para dar pobladores a estos
desiertos, que bautizamos con los nombres pomposos de Repúblicas;
para formar caminos de fierro, que supriman las distancias que
hacen imposible esa unidad indivisible en la acción política, que
con tanto candor han copiado nuestras constituciones de
Sudamérica de las constituciones de Francia, donde la unidad
política es obra de 800 años de trabajos preparatorios.
Estas son las necesidades de hoy, y las constituciones no deben
expresar las de ayer ni las de mañana, sino las del día presente.
No se ha de aspirar a que las constituciones expresen las
necesidades de todos los tiempos. Como los andamios de que se
vale el arquitecto para construir los edificios, ellas deben
servirnos en la obra interminable de nuestro edificio político,
para colocarlas hoy de un modo y mañana de otro, según las
necesidades de la construcción. Hay constituciones de transición
y creación, y constituciones definitivas y de conservación. Las
que hoy pide la América del Sur son de la primera especie, son de
tiempos excepcionales.
XI
Constitución de California.
Tengo la fortuna de poder citar en apoyo del sistema que propongo
el ejemplo de la última Constitución célebre dada en América: la
Constitución de California, que es la confirmación de nuestras
bases constitucionales.
La Constitución del nuevo Estado de California, dada en Monterrey
el 12 de octubre de 1849 por una convención de delegados del
pueblo de California, es la aplicación simple y fácil al gobierno
del nuevo Estado del derecho constitucional dominante en los
Estados de la Unión de Norteamérica. Ese derecho forma el sentido
común, la razón de todos, entre los habitantes de aquellos
venturosos Estados.
Sin universidades, sin academias ni colegio de abogados, el
pueblo improvisado de California se ha dado una Constitución
llena de previsión, de buen sentido y de oportunidad en cada una
de sus disposiciones. Se diría que no hay nada de más ni de menos
en ella. Al menos no hay retórica, no hay frases, no hay tono de
importancia en su forma y estilo: todo es simple, práctico y
positivo, sin dejar de ser digno.
Hace cinco años eran excluidos de aquel territorio los cultos
disidentes, los extranjeros, el comercio. Todo era soledad y
desamparo bajo el sistema republicano de la América española,
hasta que la civilización vecina, provocada por esas exclusiones
incivilizadas e injustas, tomó posesión del rico suelo y
estableció en él sus leyes de verdadera libertad y franquicia. En
cuatro años se ha erigido en Estado de la primera República del
universo el país que en tres siglos no salió de oscurísima y
miserable aldea.
El oro de sus placeres ha podido concurrir a obrar ese resultado;
pero es indudable que, bajo el gobierno mejicano, ese oro no
hubiera producido más que tumultos y escándalos entre las
multitudes de todas partes agolpadas frenéticamente en un suelo
sembrado de oro, pero sin gobierno ni ley. Su constitución de
libertad, su gobierno de tolerancia y de progreso, harán más que
el oro, la grandeza del nuevo Estado del Pacífico. El oro podrá
acumular miles de aventureros; pero sólo la ley de libertad hará
de esas multitudes y de ese oro un Estado civilizado y
floreciente.
La ley fundamental de California, tradición de la libertad de
Norteamérica, está calculada para crear un gran pueblo en pocos
años.
Ella hace consistir el pueblo de California en todo el mundo que
allí habita, para lo que es el goce de los derechos, privilegios
y prerrogativas del ciudadano mismo, en lo tocante a libertad
civil, a seguridad personal, a inviolabilidad de la propiedad, de
la correspondencia y papeles, del hogar, del tránsito, del
trabajo, etc. (art. 1°, secciones 1 y 17).
Garantiza que no se hará ley que impida a nadie la adquisición
hereditaria, ni disminuya la fe y el valor de los contratos
(sección 16).
Confiere voto pasivo para obtener asiento en la legislatura y en
el gobierno del Estado, sin más que un año y dos de ciudadanía,
al extranjero naturalizado (arts. 4° y 5°). Sabido es que las
leyes generales de la Confederación desde el principio de la
Unión abren las puertas del Senado y de la Cámara de Diputados a
los extranjeros que se naturalizan en los Estados Unidos. Los
americanos sabían que en Inglaterra son excluidos del Parlamento
los extranjeros naturalizados. Pero "la situación particular de
las colonias de América—dice Story—les hizo adoptar un sistema
diferente, con el fin de estimular las inmigraciones y el
establecimiento de los extranjeros en el país, y de facilitar la
distribución de las tierras desiertas". "Se ha notado con razón,
—agrega Story—, que mediante las condiciones de capacidad fijadas
por la Constitución, el acceso al gobierno federal queda abierto
a los hombres de mérito de toda nación, sean indígenas, sean
naturalizados, jóvenes o viejos, sin miramiento a la pobreza o
riqueza, sea cual fuere la profesión de fe religiosa".
La Constitución de California declara que ningún contrato de
matrimonio podrá invalidarse por falta de conformidad con los
requisitos de cualquiera secta religiosa, si por otra parte fuere
honestamente celebrado. De ese modo la Constitución hace
inviolables los matrimonios mixtos, que son el medio natural de
formación de la familia en nuestra América, llamada a poblarse de
extranjeros y de extranjeros de buenas costumbres. Pensar en
educación sin proteger la formación de las familias es esperar
ricas cosechas de un suelo sin abono ni preparación.
Para completar la santidad de la familia (semillero del Estado y
de la República, medio único fecundo de población y de
regeneración social), "la protegerá por ley—son sus hermosas
palabras—cierta porción del hogar doméstico y otros bienes de
toda cabeza de familia, a fin de evitar su venta forzosa " (art.
9º, sección 15).
La Constitución obliga a la legislatura a estimular por todos los
medios posibles el fomento de los progresos intelectuales,
científicos, morales y agrícolas.
Aplica directa e inviolablemente para el sostén de la instrucción
pública una parte de los bienes del Estado, y garantiza de ese
modo el progreso de sus nuevas generaciones contra todo abuso o
descuido del Gobierno. Hace de la educación una de las bases
fundamentales del pacto político. Le consagra todo el tít. 10.
Establece la igualdad del impuesto sobre todas las propiedades
del Estado, y echa las bases del sistema de contribución directa,
que es el que conviene a países llamados a recibir del exterior
todo su desarrollo, en lugar del impuesto aduanero, que es un
gravamen puesto a la civilización misma de estos países.
En apoyo del verdadero crédito, prohibe a la legislatura dar
privilegios para establecimiento de bancos; prohibe
terminantemente la emisión de todo papel asimilable a dinero por
bancos de emisión, y sólo tolera los bancos de depósito
(secciones 31 y 35, art. 4º).
No se ha procurado analizar la Constitución de California en
todas sus disposiciones protectoras de la libertad y del orden,
sino en aquellas que se relacionan con el progreso de la
población, de la industria y de la cultura. Las he citado para
hacer ver que no son novedades inaplicables las que yo propongo,
sino bases sencillas y racionales de la organización de todo país
naciente, que sabe proveer, ante todo, a los medios de
desenvolver su población, su industria y su civilización, por
adquisiciones rápidas de masas de hombres venidos de fuera, y por
instituciones propias para atraerlas y fijarlas ventajosamente en
un territorio solitario y lóbrego.
XII
Falsa posición de las Repúblicas hispanoamericanas. La monarquía
no es el medio de salir de ella, sino la República posible antes
de la República verdadera.
Sólo esos grandes medios de carácter económico, es decir, de
acción nutritiva y robustecedora de los intereses materiales,
podrán ser capaces de sacar a la América del Sur de la posición
falsísima en que se halla colocada.
Esa posición nace de que América se ha dado la república por ley
de gobierno; y de que la república no es una verdad práctica en
su suelo. La república deja de ser una verdad de hecho en la
América del Sur, porque el pueblo no está preparado para regirse
por este sistema, superior a su capacidad.
Volver a la monarquía de otro tiempo, ¿sería el camino de dar a
esta América un gobierno adecuado a su aptitud? De que la
república en la condición actual de nuestro pueblo sea
impracticable, ¿se sigue que la monarquía sería más practicable?
Decididamente, no.
La verdad es que no estamos bastante sazonados para el ejercicio
del gobierno representativo, sea monárquico o republicano.
Los partidarios de la monarquía en América no se engañan cuando
dicen que nos falta aptitud para ser republicanos; pero se
engañan más que nosotros, los republicanos, cuando piensan que
tenemos más medios de ser monarquistas. La idea de una monarquía
representativa en la América española es pobrísima y ridícula;
carece, a mi ver, hasta de sentido común, si nos fijamos sobre
todo en el momento presente y en el estado a que han llegado las
cosas. Nuestros monarquistas de la primera época podían tener
alguna disculpa en cuanto a sus planes dinásticos: la tradición
monárquica distaba un paso, y todavía existía ilusión sobre la
posibilidad de reorganizarla. Pero hoy día es cosa que no
ocurriría a ninguna cabeza de sentido práctico. Después de una
guerra sin término para convertir en monarquía lo que hemos
cambiado en repúblicas por una guerra de veinte años, volveríamos
andando muy felices a una monarquía más inquieta y turbulenta que
la república.
El bello ejemplo del Brasil no debe alucinarnos; felicitemos a
ese país de la fortuna que le ha cabido, respetemos su forma, que
sabe proteger la civilización, sepamos coexistir con ella y
caminar acordes al fin común de los gobiernos de toda forma, la
civilización. Pero abstengámonos de imitarlo en su manera de ser
monárquico. Ese país no ha conocido la república ni por un solo
día; su vida monárquica no se ha interrumpido por una hora. De
monarquía colonial pasó sin interregno a monarquía independiente.
Pero los que hemos practicado la república por espacio de 40
años, aunque pésimamente, seríamos peores monarquistas que
republicanos, porque hoy comprendemos menos la monarquía que la
república.
¿Tomaría raíz la nueva monarquía de la elección? Sería cosa nunca
vista: la monarquía es por esencia de origen tradicional,
procedente del hecho.
¿Nosotros elegiríamos para condes y marqueses a nuestros amigos
iguales a nosotros? ¿Consentiríamos buenamente en ser inferiores
a nuestros iguales? Yo desearía ver la cara del que se juzgase
competente para ser electo rey en la América republicana.
¿Aceptaríamos reyes y nobles de extracción europea? Sólo después
de una guerra de reconquista: ¿y quién concebiría, ni consentiría
en ese delirio?
El problema del gobierno posible en la América antes española no
tiene más que una solución sensata, que consiste en elevar
nuestros pueblos a la altura de la forma de gobierno que nos ha
impuesto la necesidad; en darles la aptitud que les falta para
ser republicanos; en hacerlos dignos de la república, que hemos
proclamado, que no podemos practicar hoy ni tampoco abandonar; en
mejorar el gobierno por la mejora de los gobernados; en mejorar
la sociedad para obtener la mejora del poder, que es su expresión
y resultado directo.
Pero el camino es largo y hay mucho que esperar hasta llegar a su
fin. ¿No habría en tal caso un gobierno conveniente y adecuado
para andar este período de preparación y transición? Lo hay, por
fortuna, y sin necesidad de salir de la república.
Felizmente, la república, tan fecunda en formas, reconoce muchos
grados, y se presta a todas las exigencias de la edad y del
espacio. Saber acomodarla a nuestra edad es todo el arte de
constituirse entre nosotros. Esa solución tiene un precedente
feliz en la República sudamericana, y es el que debemos a la
sensatez del pueblo chileno, que ha encontrado en la energía del
poder del Presidente las garantías públicas que la monarquía
ofrece al orden y a la paz, sin faltar a la naturaleza del
gobierno republicano. Se atribuye a Bolívar este dicho profundo y
espiritual: "Los nuevos Estados de la América antes española
necesitan reyes con el nombre de presidentes".
Chile ha resuelto el problema sin dinastías y sin dictadura
militar, por medio de una constitución monárquica en el fondo y
republicana en la forma: ley que anuda a la tradición de la vida
pasada la cadena de la vida moderna. La república no puede tener
otra forma cuando sucede inmediatamente a la monarquía; es
preciso que el nuevo régimen contenga algo del antiguo; no se
andan de un salto las edades extremas de un pueblo. La República
francesa, vástago de una monarquía, se habría salvado por ese
medio; pero la exageración del radicalismo la volverá por el
imperio a la monarquía.
¿Cómo hacer, pues, de nuestras democracias en el nombre,
democracias en la realidad? ¿Cómo cambiar en hechos nuestras
libertades escritas y nominales? ¿Por qué medios conseguiremos
elevar la capacidad real de nuestros pueblos a la altura de sus
constituciones escritas y de los principios proclamados?
Por los medios que dejo indicados y que todos conocen; por la
educación del pueblo, operada mediante la acción civilizante de
Europa, es decir por la inmigración, por una legislación civil,
comercial y marítima sobre bases adecuadas; por constituciones en
armonía con nuestro tiempo y nuestras necesidades; por un sistema
de gobierno que secunde la acción de esos medios.
Estos medios no son originales, ciertamente; la revolución los ha
conocido desde el principio, pero no los ha practicado, sino de
un modo incompleto y pequeño.
Yo voy a permitirme decir cómo deben ser comprendidos y
organizados esos medios, para que puedan dar por resultado el
engrandecimiento apetecido de estos países y la verdad de la
república en todas sus consecuencias.
XIII
La educación no es la instrucción.
Belgrano, Bolívar, Egaña y Rivadavia comprendieron desde su
tiempo que sólo por medio de la educación conseguirían algún día
estos pueblos hacerse merecedores de la forma de gobierno que la
necesidad les impuso anticipadamente. Pero ellos confundieron la
educación con la instrucción, el género con la especie. Los
árboles son susceptibles de educación; pero sólo se instruye a
los seres racionales. Hoy día la ciencia pública se da cuenta de
esta diferencia capital, y no dista mucho la ocasión célebre en
que un profundo pensador, M. Troplong, hizo sensible esta
diferencia cuando la discusión sobre la libertad de la enseñanza
en Francia.
Aquel error condujo a otro: el de desatender la educación que se
opera por la acción espontánea de las cosas, la educación que se
hace por el ejemplo de una vida más civilizada que la nuestra;
educación fecunda, que Rousseau comprendió en toda su importancia
y llamó educación de las cosas.
Ella debe tener el lugar que damos a la instrucción en la edad
presente de nuestras Repúblicas, por ser el medio más eficaz y
más apto de sacarlas con prontitud del atraso en que existen.
Nuestros primeros publicistas dijeron: "¿De qué modo se promueve
y fomenta la cultura de los grandes Estados europeos? Por la
instrucción, principalmente: luego éste debe ser nuestro punto de
partida".
Ellos no vieron que nuestros pueblos nacientes estaban en el caso
de hacerse, de formarse, antes de instruirse, y que si la
instrucción es el medio de cultura de los pueblos ya
desenvueltos, la educación por medio de las cosas es el medio de
instrucción que más conviene a pueblos que empiezan a crearse.
En cuanto a la instrucción que se dio a nuestro pueblo, jamás fue
adecuada a sus necesidades. Copiada de la que recibían pueblos
que no se hallan en nuestro caso, fue siempre estéril y sin
resultado provechoso.
La instrucción primaria dada al pueblo más bien fue perniciosa.
¿De qué sirvió al hombre del pueblo el saber leer? De motivo para
verse ingerido como instrumento en la gestión de la vida
política, que no conocía; para instruirse en el veneno de la
prensa electoral, que contamina y destruye en vez de ilustrar;
para leer insultos, injurias, sofismas y proclamas de incendio,
lo único que pica y estimula su curiosidad inculta y grosera.
No pretendo que deba negarse al pueblo la instrucción primaria,
sino que es un medio impotente de mejoramiento comparado con
otros, que se han desatendido.
La instrucción superior en nuestras Repúblicas no fue menos
estéril e inadecuada a nuestras necesidades. ¿Qué han sido
nuestros institutos y universidades de Sudamérica, sino fábricas
de charlatanismo, de ociosidad, de demagogia y de presunción
titulada?
Los ensayos de Rivadavia, en la instrucción secundaria, tenían el
defecto de que las ciencias morales y filosóficas eran preferidas
a las ciencias prácticas y de aplicación, que son las que deben
ponernos en aptitud de vencer esta naturaleza selvática que nos
domina por todas partes, siendo la principal misión de nuestra
cultura actual el convertirla y vencerla. El principal
establecimiento se llamó colegio de ciencias morales. Habría sido
mejor que se titulara y fuese colegio de ciencias exactas y de
artes aplicadas a la industria.
No pretendo que la moral deba ser olvidada. Sé que sin ella la
industria es imposible; pero los hechos prueban que se llega a la
moral más presto por el camino de los hábitos laboriosos y
productivos de esas nociones honestas, que no por la institución
abstracta. Estos países necesitan más de ingenieros, de geólogos
y naturalistas que de abogados y teólogos. Su mejora se hará con
caminos, con pozos artesianos, con inmigraciones, y no con
periódicos agitadores o serviles, ni con sermones o leyendas.
En nuestros planes de instrucción debemos huir de los sofistas,
que hacen demagogos, y del monaquismo, que hace esclavos y
caracteres disimulados. Que el clero se eduque a sí mismo, pero
no se encargue de formar nuestros abogados y estadistas, nuestros
negociantes, marinos y guerreros. ¿Podrá el clero dar a nuestra
juventud los instintos mercantiles e industriales que deben
distinguir al hombre de Sudamérica? ¿Sacará de sus manos esa
fiebre de actividad y de empresa que lo haga ser el yankee
hispanoamericano?
La instrucción, para ser fecunda, ha de contraerse a ciencias y
artes de aplicación; a cosas prácticas, a lenguas vivas, a
conocimientos de utilidad material e inmediata.
El idioma inglés, como idioma de la libertad, de la industria y
del orden, debe ser aún más obligatorio que el latín; no debiera
darse diploma ni título universitario al joven que no lo hable y
escriba. Esa sola innovación obraría un cambio fundamental en la
educación de la juventud. ¿Cómo recibir el ejemplo y la acción
civilizadora de la raza anglosajona sin la posesión general de su
lengua?
El plan de instrucción debe multiplicar las escuelas de comercio
y de la industria, fundándolas en pueblos mercantiles.
Nuestra juventud debe ser educada en la vida industrial, y para
ello ser instruida en las artes y ciencias auxiliares de la
industria. El tipo de nuestro hombre sudamericano debe ser el
hombre formado para vencer al grande y agobiante enemigo de
nuestro progreso: el desierto, el atraso material, la naturaleza
brota y primitiva de nuestro continente.
A este fin debe propenderse a sacar a nuestra juventud de las
ciudades mediterráneas, donde subsiste el antiguo régimen con sus
hábitos de ociosidad, presunción y disipación, y atraerla a los
pueblos litorales, para que se inspire de la Europa, que viene a
nuestro suelo, y de los instintos de la vida moderna.
Los pueblos litorales, por el hecho de serlo, son liceos más
instructivos que nuestras pretenciosas universidades.
La industria es el único medio de encaminar la juventud al orden.
Cuando Inglaterra ha visto arder Europa en la guerra civil, no ha
entregado su juventud al misticismo para salvarse; ha levantado
un templo a la industria y le ha rendido un culto, que ha
obligado a los demagogos a avergonzarse de su locura.
La industria es el calmante por excelencia. Ella conduce por el
bienestar y por la riqueza al orden, por el orden a la libertad:
ejemplos de ello son Inglaterra y los Estados Unidos. La
instrucción en América debe encaminar sus propósitos a la
industria.
La industria es el gran medio de moralización. Facilitando los
medios de vivir, previene el delito, hijo las más veces de la
miseria y del ocio. En vano llenaréis la inteligencia de la
juventud de nociones abstractas sobre religión; si la dejáis
ociosa y pobre, a menos que no la entreguéis a la mendicidad
monacal, será arrastrada a la corrupción por el gusto de las
comodidades que no puede obtener por falta de medios. Será
corrompida sin dejar de ser fanática. Inglaterra y los Estados
Unidos han llegado a la moralidad religiosa por la industria; y
España no ha podido llegar a la industria y a la libertad por
simple devoción. España no ha pecado nunca por impía; pero no le
ha bastado eso para escapar de la pobreza, de la corrupción y del
despotismo.
La religión, base de toda sociedad, debe ser entre nosotros ramo
de educación, no de instrucción. Prácticas y no ideas religiosas
es lo que necesitamos. Italia ha llenado de teólogos el mundo; y
tal vez los Estados Unidos no cuentan uno solo. ¿Quién diría, sin
embargo, que son más religiosas las costumbres italianas que las
de Norteamérica? La América del Sur no necesita del cristianismo
de gacetas, de exhibición y de parada; del cristianismo académico
de Montalembert, ni del cristianismo literario de Chateaubriand.
Necesita de la religión el hecho, no la poesía; y ese hecho
vendrá por la educación práctica, no por la prédica estéril y
verbosa.
En cuanto a la mujer, artífice modesto y poderoso que, desde su
rincón, hace las costumbres privadas y públicas, organiza la
familia, prepara el ciudadano y echa las bases del Estado, su
instrucción no debe ser brillante. No debe consistir en talentos
de ornato y lujo exterior, como la música, el baile, la pintura,
según ha sucedido hasta aquí. Necesitamos señoras y no artistas.
La mujer debe brillar con el brillo del honor, de la dignidad, de
la modestia de su vida. Sus destinos son serios; no ha venido al
mundo para ornar el salón, sino para hermosear la soledad fecunda
del hogar. Darle apego a su casa, es salvarla; y para que la casa
la atraiga, se debe hacer de ella un Edén. Bien se comprende que
la conservación de ese Edén exige una asistencia y una
laboriosidad incesantes, y que una mujer laboriosa no tiene el
tiempo de perderse, ni el gusto de disiparse en vanas reuniones.
Mientras la mujer viva en la calle y en medio de las
provocaciones, recogiendo aplausos, como actriz, en el salón,
rozándose como un diputado entre esa especie de público que se
llama la sociedad, educará los hijos a su imagen, servirá a la
República como Lola Montes, y será útil para sí misma y para su
marido como una Mesalina más o menos decente.
He hablado de la instrucción.
Diré ahora cómo debe operarse nuestra educación.
XIV
Acción civilizadora de Europa en las Repúblicas de Sudamérica.
Las Repúblicas de la América del Sur son producto y testimonio
vivo de la acción de Europa en América. Lo que llamamos América
independiente no es más que Europa establecida en América; y
nuestra revolución no es otra cosa que la desmembración de un
poder europeo en dos mitades, que hoy se manejan por sí mismas.
Todo en la civilización de nuestro suelo es europeo; la América
misma es un descubrimiento europeo. La sacó a luz un navegante
genovés, y fomentó el descubrimiento una soberana de España.
Cortés, Pizarro, Mendoza, Valdivia, que no nacieron en América,
la poblaron de la gente que hoy la posee, que ciertamente no es
indígena.
No tenemos una sola ciudad importante que no haya sido fundada
por europeos. Santiago fue fundada por un extranjero llamado
Pedro Valdivia y Buenos Aires por otro extranjero que se llamó
Pedro de Mendoza.
Todas nuestras ciudades importantes recibieron nombres europeos
de sus fundadores extranjeros. El nombre mismo de América fue
tomado de uno de uno de esos descubridores extranjeros, Américo
Vespucio, de Florencia. Hoy mismo, bajo la independencia, el
indígena no figura ni compone mundo en nuestra sociedad política
y civil.
Nosotros, los que nos llamamos americanos, no somos otra cosa que
europeos nacidos en América. Cráneo, sangre, color, todo es de
fuera.
El indígena nos hace justicia; nos llama españoles hasta el día.
No conozco persona distinguida de nuestra sociedad que lleve
apellido pehuenche o araucano. El idioma que hablamos es de
Europa. Para humillación de los que reniegan de su influencia,
tienen que maldecirla en lengua extranjera.
El idioma español lleva su nombre consigo.
Nuestra religión cristiana ha sido traída a América por los
extranjeros. A no ser por Europa, hoy América estaría adorando al
sol, a los árboles, a las bestias, quemando hombres en sacrificio
y no conocería el matrimonio. La mano de Europa plantó la cruz de
Jesucristo en la América antes gentil. ¡Bendita sea por esto sólo
la mano de Europa!
Nuestras leyes antiguas y vigentes fueron dadas por reyes
extranjeros, y a favor de ellos tenemos hasta hoy códigos
civiles, de comercio y criminales. Nuestras leyes patrias son
copias de leyes extranjeras.
Nuestro régimen administrativo en hacienda, impuestos, rentas,
etc., es casi hoy la obra de Europa. ¿Y qué son nuestras
constituciones políticas sino adopción de sistemas europeos de
gobierno? ¿Qué es nuestra gran revolución, en cuanto a ideas,
sino una faz de la Revolución de Francia?
Entrad en nuestras universidades, y dadme ciencia que no sea
europea; en nuestras bibliotecas, y dadme un libro útil que no
sea extranjero. Reparad en el traje que lleváis, de pies a
cabeza, y será raro que la suela de vuestro calzado sea
americana. ¿Qué llamamos buen tono, sino lo que es europeo?
¿Quién lleva la soberanía de nuestras modas, usos elegantes y
cómodos? Cuando decimos confortable, conveniente, bien, comme il
faut, ¿aludimos a cosas de los araucanos?
¿Quién conoce caballero entre nosotros que haga alarde de ser
indio neto?
¿Quién casaría a su hermana o a su hija con un infanzón de la
Araucania, y no mil veces con un zapatero inglés?
En América todo lo que no es europeo es bárbaro: no hay más
división que ésta: 1°, el indígena, es decir, el salvaje; 2°, el
europeo, es decir, nosotros, los que hemos nacido en América y
hablamos español, los que creemos en Jesucristo y no en Pillán
(dios de los indígenas).
No hay otra división del hombre americano. La división en hombre
de la ciudad y hombres de las campañas es falsa, no existe; es
reminiscencia de los estudios de Niebuhr sobre la historia
primitiva de Roma. Rosas no ha dominado con ganchos, sino con la
ciudad. Los principales unitarios fueron hombres del campo, tales
como Martín Rodríguez, los Ramos, los Miguens, los Díaz Vélez:
por el contrario, los hombres de Rosas, los Anchorena, los
Medrano, los Dorrego, los Arana, fueron educados en las ciudades.
La mazorca no se componía de gauchos.
La única subdivisión que admite el hombre americano español es en
hombre del litoral y hombre de tierra adentro o mediterráneo.
Esta división es real y profunda. El primero es fruto de la
acción civilizadora de la Europa de este siglo, que se ejerce por
el comercio y por la inmigración, en los pueblos de la costa. El
otro es obra de la Europa del siglo XVI, de la Europa del tiempo
de la conquista, que se conserva intacto como en un recipiente en
los pueblos interiores de nuestro continente, donde lo colocó
España, con el objeto de que se conservase así.
De Chuquisaca a Valparaíso hay tres siglos de distancia: y no es
el instituto de Santiago el que ha creado esta diferencia en
favor de esta ciudad. No son nuestros pobres colegios los que han
puesto el litoral de Sudamérica trescientos años más adelante que
las ciudades mediterráneas. Justamente carece de universidades el
litoral. A la acción viva de la Europa actual, ejercida por medio
del comercio libre, por la inmigración y por la industria, en los
pueblos de la margen, se debe su inmenso progreso respecto de los
otros.
En Chile no han salido del Instituto los Portales, los Rengifo y
los Urmeneta, hombres de Estado que han ejercido alto influjo.
Los dos Egañas, organizadores ilustres de Chile, se inspiraron en
Europa de sus fecundos trabajos. Más de una vez los jefes y los
profesores del Instituto han tomado de Valparaíso sus más
brillantes y útiles inspiraciones de gobierno.
Desde el siglo XVI hasta hoy no ha cesado Europa un sólo día de
ser el manantial y origen de la civilización de este continente.
Bajo el antiguo régimen, Europa desempeñó ese papel por conducto
de España. Esta nación nos trajo la última expresión de la Edad
Media, y el principio del renacimiento de la civilización en
Europa.
Con la revolución americana acabó la acción de la Europa española
en este continente; pero tomó su lugar la acción de la Europa
anglosajona y francesa. Los americanos de hoy somos europeos que
hemos cambiado de maestros: a la iniciativa española ha sucedido
la inglesa y francesa. Pero siempre es Europa la obrera de
nuestra civilización. El medio de acción ha cambiado, pero el
producto es el mismo. A la acción oficial o gubernamental ha
sucedido la acción social, de pueblo, de raza. La Europa de estos
días no hace otra cosa en América que completar la obra de la
Europa de la Edad Media, que se mantiene embrionaria, en la mitad
de su formación. Su medio actual de influencia no será la espada,
no será la conquista. Ya América está conquistada, es europea y
por lo mismo inconquistable. La guerra de conquista supone
civilizaciones rivales, Estados opuestos—el salvaje y el europeo,
v. g. Este antagonismo no existe; el salvaje está vencido, en
América no tiene dominio ni señorío. Nosotros, europeos de raza y
de civilización, somos los dueños de América.
Es tiempo de reconocer esta ley de nuestro progreso americano, y
volver a llamar en socorro de nuestra cultura incompleta a esa
Europa, que hemos combatido y vencido por las armas en los campos
de batalla, pero que estamos lejos de vencer en los campos del
pensamiento y de la industria. Alimentando rencores de
circunstancias, todavía hay quienes se alarman con el solo nombre
de Europa; todavía hay quienes abrigan temores de perdición y
esclavitud.
Tales sentimientos constituyen un estado de enfermedad en
nuestros espíritus sudamericanos, sumamente aciago a nuestra
prosperidad, y digno por lo mismo de estudiarse.
Los reyes de España nos enseñaron a odiar bajo el nombre de
extranjero a todo el que no era español. Los libertadores de
1810, a su vez, nos enseñaron a detestar bajo el nombre de
europeo a todo el que no había nacido en América. España misma
fue comprendida en este odio. La cuestión de guerra se estableció
en estos términos: Europa y América, el viejo mundo y el mundo de
Colón. Aquel odio se llamó lealtad y éste patriotismo. En su
tiempo esos odios fueron resortes útiles y oportunos; hoy son
preocupaciones aciagas a la prosperidad de estos países.
La prensa, la instrucción, la historia, preparadas para el
pueblo, deben trabajar para destruir las preocupaciones contra el
extranjerismo, por ser obstáculo que lucha de frente con el
progreso de este continente. La aversión al extranjero es
barbarie en otras naciones; en las de América del Sur es algo
más, es causa de ruina y de disolución de la sociedad de tipo
español. Se debe combatir esa tendencia ruinosa con las armas de
la credulidad misma y de la verdad grosera que están al alcance
de nuestras masas. La prensa de iniciación y propaganda del
verdadero espíritu de progreso debe preguntar a los hombres de
nuestro pueblo si se consideran de raza indígena, si se tienen
por indios pampas o pehuenches de origen, si se creen
descendientes de salvajes y gentiles, y no de las razas
extranjeras que trajeron la religión de Jesucristo y la
civilización de Europa a este continente, en otro tiempo patria
de gentiles.
Nuestro apostolado de civilización debe poner de bulto y en toda
su desnudez material, a los ojos de nuestros buenos pueblos
envenenados de prevención contra lo que constituye su vida y
progreso, los siguientes hechos de evidencia histórica. Nuestro
santo papa Pío IX, actual jefe de la Iglesia Católica, es un
extranjero, un italiano, como han sido extranjeros cuantos papas
lo han precedido, y lo serán cuantos lo sucedan en la santa
silla. Extranjeros son los santos que están en nuestros altares y
nuestro pueblo creyente se arrodilla todos los días ante esos
beneméritos santos extranjeros, que nunca pisaron el suelo de
América, ni hablaron castellano los más.
San Eduardo, Santo Tomás, San Galo, Santa Ursula, Santa Margarita
y muchos otros santos católicos eran ingleses, eran extranjeros a
nuestra nación y a nuestra lengua. Nuestro pueblo no los
entendería si los oyese hablar en inglés, que era su lengua, y
los llamaría gringos, tal vez.
San Ramón Nonato era catalán, San Lorenzo, San Felipe Benicio,
San Anselmo y San Silvestre eran italianos, iguales en origen a
esos extranjeros que nuestro pueblo apellida con desprecio
carcamanes, sin recordar que tenemos infinitos carcamanes en
nuestros altares. San Nicolás era suizo y San Casimiro era
húngaro.
Por fin, el Hombre Dios, Nuestro Señor Jesucristo, no nació en
América, sino en Asia, en Belén, ciudad pequeña de Judá, país dos
veces más distante y extranjero de nosotros que Europa. Nuestro
pueblo, escuchando su divina palabra, no lo habría entendido,
porque no hablaba castellano; lo habría llamado extranjero,
porque lo era en efecto: pero ese divino extranjero, que ha
suprimido las fronteras y hecho de todos los pueblos de la Tierra
una familia de hermanos, ¿no consagra y ennoblece, por decirlo
así, la condición del extranjero, por el hecho de ser la suya
misma?
Recordemos a nuestro pueblo que la patria no es el suelo. Tenemos
suelo hace tres siglos, y sólo tenemos patria desde 1810. La
patria es la libertad, es el orden, la riqueza, la civilización
organizados en el suelo nativo, bajo su enseña y en su nombre.
Pues bien; esto se nos ha traído por Europa: es decir, Europa nos
ha traído la noción del orden, la ciencia de la libertad, el arte
de la riqueza, los principios de la civilización cristiana.
Europa, pues, nos ha traído la patria, si agregamos que nos trajo
hasta la población, que constituye el personal y el cuerpo de la
patria.
Nuestros patriotas de la primera época no son los que poseen
ideas más acertadas del modo de hacer prosperar esta América que
con tanto acierto supieron sustraer al poder español. Las
nociones del patriotismo, el artificio de una causa puramente
americana de que se valieron como medio de guerra conveniente a
aquel tiempo, los dominan y poseen todavía. Así hemos visto a
Bolívar hasta 1826 provocar ligas para contener a Europa, que
nada pretendía, y al general San Martín aplaudir en 1844 la
resistencia de Rosas a reclamaciones accidentales de algunos
Estados europeos. Después de haber representado una necesidad
real y grande de la América de aquel tiempo, desconocen hoy hasta
cierto punto las nuevas exigencias de este continente. La gloria
militar, que absorbió su vida, los preocupa todavía más que el
progreso.
Sin embargo, a la necesidad de gloria ha sucedido la necesidad de
provecho y de comodidad, y el heroísmo guerrero no es ya el
órgano competente de las necesidades prosaicas del comercio y de
la industria, que constituyen la vida actual de estos países.
Enamorados de su obra, los patriotas de la primera época se
asustan de todo lo que creen comprometerla.
Pero nosotros, más fijos en la obra de la civilización que en la
del patriotismo de cierta época, vimos venir sin pavor todo
cuanto América puede producir en acontecimientos grandes.
Penetrados de que su situación actual es de transición, de que
sus destinos futuros son tan grandes como desconocidos, nada nos
asusta y en todo fundamos sublimes esperanzas de mejora. Ella no
está bien; está desierta, solitaria, pobre. Pide población,
prosperidad.
¿De dónde le vendrá esto en lo futuro? Del mismo origen de que
vino antes de ahora: de Europa.
XV
De la inmigración como medio de progreso y de cultura para la
América del Sur. Medios de fomentar la inmigración. Tratados
extranjeros. La inmigración espontánea y no la artificial.
Tolerancia religiosa. Ferrocarriles. Franquicias. Libre
navegación fluvial.
¿Cómo, en qué forma vendrá en lo futuro el espíritu vivificante
de la civilización europea a nuestro suelo? Como vino en todas
épocas: Europa nos traerá su espíritu nuevo, sus hábitos de
industria, sus prácticas de civilización, en las inmigraciones
que nos envíe.
Cada europeo que viene a nuestras playas nos trae más
civilizaciones en sus hábitos, que luego comunica a nuestros
habitantes, que muchos libros de filosofía. Se comprende mal la
perfección que no se ve, toca ni palpa. Un hombre laborioso es el
catecismo más edificante.
¿Queremos plantar y aclimatar en América la libertad inglesa, la
cultura francesa, la laboriosidad del hombre de Europa y de los
Estados Unidos? Traigamos pedazos vivos de ellas en las
costumbres de sus habitantes y radiquémoslas aquí.
¿Queremos que los hábitos de orden, de disciplina y de industria
prevalezcan en nuestra América? Llenémosla de gente que posea
hondamente esos hábitos. Ellos son comunicativos; al lado del
industrial europeo pronto se forma el industrial americano. La
planta de la civilización no se propaga de semilla. Es como la
viña, prende de gajo.
Este es el medio único de que América, hoy desierta, llegue a ser
un mundo opulento en poco tiempo. La reproducción por sí sola es
medio lentísimo.
Si queremos ver agrandados nuestros Estados en corto tiempo,
traigamos de fuera sus elementos ya formados y preparados.
Sin grandes poblaciones no hay desarrollo de cultura, no hay
progreso considerable; todo es mezquino y pequeño. Naciones de
medio millón de habitantes, pueden serlo por su territorio; por
su población serán provincias, aldeas; y todas sus cosas llevarán
siempre el sello mezquino de provincia.
Aviso importante a los hombres de Estado sudamericanos: las
escuelas primarias, los liceos, las universidades, son, por sí
solos, pobrísimos medios de adelanto sin las grandes empresas de
producción, hijas de las grandes porciones de hombres.
La población—necesidad sudamericana que representa todas las
demás—es la medida exacta de la capacidad de nuestros gobiernos.
El ministro de Estado que no duplica el censo de estos pueblos
cada diez años, ha perdido su tiempo en bagatelas y nimiedades.
Haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de
nuestras masas populares, por todas las transformaciones del
mejor sistema de instrucción; en cien años no haréis de él un
obrero inglés, que trabaja, consume, vive digna y
confortablemente. Poned el millón de habitantes, que forma la
población media de estas Repúblicas, en el mejor pie de educación
posible, tan instruido como el cantón de Ginebra en Suiza, como
la más culta provincia de Francia: ¿tendréis con eso un grande y
floreciente Estado? Ciertamente que no: un millón de hombres en
territorio cómodo para 50 millones, ¿es otra cosa que una
miserable población?
Se hace este argumento: educando nuestras masas, tendremos orden;
teniendo orden vendrá la población de fuera.
Os diré que invertís el verdadero método de progreso. No tendréis
orden ni educación popular, sino por el influjo de masas
introducidas con hábitos arraigados de ese orden y buena
educación.
Multiplicad la población seria, y veréis a los vanos agitadores,
desairados y solos, con sus planes de revueltas frívolas, en
medio de un mundo absorbido por ocupaciones graves.
¿Cómo conseguir todo esto? Más fácilmente que gastando millones
en tentativas mezquinas de mejoras interminables.
Tratados extranjeros. Firmad tratados con el extranjero en que
deis garantías de que sus derechos naturales de propiedad, de
libertad civil, de seguridad, de adquisición y de tránsito, les
serán respetados. Esos tratados serán la más bella parte de la
Constitución; la parte exterior, que es llave del progreso de
estos países, llamados a recibir su acrecentamiento de fuera.
Para que esa rama del derecho público sea inviolable y duradera,
firmad tratados por término indefinido o prolongadísimo. No
temáis encadenaros al orden y a la cultura.
Temer que los tratados sean perpetuos es temer que se perpetúen
las garantías individuales en nuestro suelo. El tratado argentino
con la Gran Bretaña ha impedido que Rosas hiciera de Buenos Aires
otro Paraguay.
No temáis enajenar el porvenir remoto de nuestra industria a la
civilización, si hay riesgo de que la arrebaten la barbarie o la
tiranía interiores. El temor a los tratados es resabio de la
primera época guerrera de nuestra revolución: es un principio
viejo y pasado de tiempo, o una imitación indiscreta y mal traída
de la política exterior que Washington aconsejaba a los Estados
Unidos en circunstancias y por motivos del todo diferentes de los
que nos cercan.
Los tratados de amistad y comercio son el medio honorable de
colocar la civilización sudamericana bajo el protectorado de la
civilización del mundo. ¿Queréis, en efecto, que nuestras
constituciones y todas las garantías de industria, de propiedad y
libertad civil, consagradas por ellas, vivan inviolables bajo el
protectorado del cañón de todos los pueblos, sin mengua de
nuestra nacionalidad? Consignad los derechos y garantías civiles,
que ellas otorgan a sus habitantes, en tratados de amistad, de
comercio y de navegación con el extranjero. Manteniendo, haciendo
él mantener los tratados, no hará sino mantener nuestra
Constitución. Cuantas más garantías deis al extranjero, mayores
derechos asegurados tendréis en vuestro país.
Tratad con todas las naciones, no con algunas, conceded a todas
las mismas garantías, para que ninguna pueda subyugaros, y para
que las unas sirvan de obstáculo contra las aspiraciones de las
otras. Si Francia hubiera tenido en el Plata un tratado igual al
de Inglaterra, no habría existido la emulación oculta bajo el
manto de una alianza, que por diez años ha mantenido el malestar
de las cosas del Plata, obrando a medias y siempre con la segunda
mira de conservar ventajas exclusivas y parciales.
Plan de inmigración. La inmigración espontánea es la verdadera y
grande inmigración. Nuestros gobiernos deben proveerla, no
haciéndose ellos empresarios, no por mezquinas concesiones de
terreno habitables por osos, en contratos falaces y usurarios,
más dañinos a la población que al poblador, no por puñaditos de
hombres, por arreglillos propios para hacer el negocio de algún
especulador influyente; eso es la mentira, la farsa de la
inmigración fecunda; sino por el sistema grande, largo y
desinteresado, que ha hecho nacer a California en cuatro años por
la libertad prodigada, por franquicias que hagan olvidar su
condición al extranjero, persuadiéndolo de que habita su patria;
facilitando, sin medida ni regla, todas las miras legitimas,
todas las tendencias útiles.
Los Estados Unidos son un pueblo tan adelantado porque se
componen y se han compuesto incesantemente de elementos europeos.
En todas épocas han recibido una inmigración abundantísima de
Europa. Se engañan los que creen que ella sólo data desde la
época de la Independencia. Los legisladores de los Estados
propendían a eso muy sabiamente; y uno de los motivos de su
rompimiento perpetuo con la metrópoli fue la barrera o dificultad
que Inglaterra quiso poner a esta inmigración que insensiblemente
convertía en colosos sus colonias. Ese motivo está invocado en el
acta misma de la declaración de la independencia de los Estados
Unidos. Véase según eso, si la acumulación de extranjeros impidió
a los Estados Unidos conquistar su independencia y crear una
nacionalidad grande y poderosa.
Tolerancia religiosa. Si queréis pobladores morales y religiosos,
no fomentéis el ateísmo. Si queréis familias que formen las
costumbres privadas, respetad su altar a cada creencia. La
América española, reducida al catolicismo con exclusión de otro
culto, representa un solitario y silencioso convento de monjes.
El dilema es fatal: o católica exclusivamente y despoblada; o
poblada y próspera, y tolerante en materia de religión. Llamar la
raza anglosajona y las poblaciones de Alemania, de Suecia y de
Suiza, y negarles el ejercicio de su culto, es lo mismo que no
llamarlas, sino por ceremonia, por hipocresía de liberalismo.
Esto es verdadero a la letra: excluir los cultos disidentes de la
América del Sur, es excluir a los ingleses, a los alemanes, a los
suizos, a los norteamericanos, que no son católicos; es decir, a
los pobladores de que más necesita este continente. Traerlos sin
su culto es traerlos sin el agente que los hace ser lo que son; a
que vivan sin religión, a que se hagan ateos.
Hay pretensiones que carecen de sentido común, y es una de ellas
querer población, familias, costumbres y al mismo tiempo rodear
de obstáculos el matrimonio del poblador disidente: es pretender
aliar la moral y la prostitución. Si no podéis destruir la
afinidad invencible de los sexos, ¿qué hacéis con arrebatar la
legitimidad a las uniones naturales? Multiplicar las concubinas
en vez de las esposas; destinar a nuestras mujeres americanas a
ser escarnio de los extranjeros; hacer que los americanos nazcan
manchados; llenar toda nuestra América de guachos, de
prostitutas, de enfermedades, de impiedad, en una palabra. Eso no
se puede pretender en nombre del catolicismo sin insulto a la
magnificencia de esta noble Iglesia, tan capaz de asociarse a
todos los progresos humanos.
Querer el fomento de la moral en los usos de la vida y perseguir
iglesias que enseñan la doctrina de Jesucristo, ¿es cosa que
tenga sentido recto?
Sosteniendo esta doctrina no hago otra cosa que el elogio de una
ley de mi país que ha recibido la sanción de la experiencia.
Desde octubre de 1825 existe en Buenos Aires la libertad de
cultos, pero es preciso que esa concesión provincial se extienda
a toda la República Argentina por su Constitución, como medio de
extender al interior el establecimiento de la Europa inmigrante.
Ya lo está por el tratado con Inglaterra, y ninguna constitución
local, interior, debe ser excepción o derogación del compromiso
nacional contenido en el tratado de 2 de febrero de 1825.
España era sabia en emplear por táctica el exclusivismo católico,
como medio de monopolizar el poder de estos países, y como medio
de civilizar las razas indígenas. Por eso el Código de Indias
empezaba asegurando la fe católica de las colonias. Pero nuestras
constituciones modernas no deben copiar en eso la legislación de
Indias, porque es restablecer el antiguo régimen de monopolio en
beneficio de nuestros primeros pobladores católicos, y perjudicar
las miras amplias y generosas del nuevo régimen americano.
Inmigración mediterránea. Hasta aquí la inmigración europea ha
quedado en los pueblos de la costa, y de ahí la superioridad del
litoral de América, en cultura, sobre los pueblos de tierra
adentro.
Bajo el gobierno independiente ha continuado el sistema de la
legislación de Indias que excluía del interior al extranjero bajo
las más rígidas penas. El título 27 de la Recopilación Indiana
contiene 38 leyes destinadas a cerrar herméticamente el interior
de la América del Sur al extranjero no peninsular. La más suave
de ellas era la ley 7a, que imponía la pena de muerte al que
trataba con extranjeros. La ley 9a mandaba limpiarla tierra de
extranjeros, en obsequio del mantenimiento de la fe católica.
¿Quién no ve que la obra secular de esa legislación se mantiene
hasta hoy latente en las entrañas del nuevo régimen? ¿Cuál otro
es el origen de las resistencias que hasta hoy mismo halla el
extranjero en el interior de nuestros países de Sudamérica?
Al nuevo régimen le toca invertir el sistema colonial, y sacar al
interior de su antigua clausura, desbaratando por una legislación
contraria y reaccionaria de la de Indias el espíritu de reserva y
de exclusión que había formado ésta en nuestras costumbres.
Pero el medio más eficaz de elevar la capacidad y cultura de
nuestros pueblos de situación mediterránea a la altura y
capacidad de las ciudades marítimas es aproximarlos a la costa,
por decirlo así, mediante un sistema de vías de transporte grande
y liberal, que los ponga al alcance de la acción civilizante de
Europa.
Los grandes medios de introducir Europa en los países interiores
de nuestro continente, en escala y proporciones bastante
poderosas para obrar un cambio portentoso en pocos años, son el
ferrocarril, la libre navegación interior y la libertad
comercial. Europa viene a estas lejanas regiones en alas del
comercio y de la industria, y busca la riqueza en nuestro
continente. La riqueza, como la población, como la cultura, es
imposible donde los medios de comunicación son difíciles,
pequeños y costosos.
Ella viene a América al favor de la facilidad que ofrece el
océano. Prolongad el Océano hasta el interior de este continente
por el vapor terrestre y fluvial, y tendréis el interior tan
lleno de inmigrantes europeos como el litoral.
Ferrocarriles. El ferrocarril es el medio de dar vuelta al
derecho lo que la España colonizadora colocó al revés en este
continente. Ella colocó las cabezas de nuestros Estados donde
deben estar los pies. Para sus miras de aislamiento y monopolio,
fue sabio ese sistema; para las nuestras de expansión y libertad
comercial, es funesto. Es preciso traer las capitales a las
costas, o bien llevar el litoral al interior del continente. El
ferrocarril y el telégrafo eléctrico, que son la supresión del
espacio, obran este portento mejor que todos los potentados de la
tierra. El ferrocarril innova, reforma y cambia las cosas más
difíciles, sin decretos ni asonadas.
El hará la unidad de la República Argentina mejor que todos los
congresos.
Los congresos podrán declarar una e indivisible; sin el camino de
fierro que acerque sus extremos remotos, quedará siempre
divisible y dividida contra todos los decretos legislativos.
Sin el ferrocarril no tendréis unidad política en países donde la
distancia hace imposible la acción del poder central. ¿Queréis
que el gobierno, que los legisladores, que los tribunales de la
capital litoral, legislen y juzguen los asuntos de las provincias
de San Juan y Mendoza, por ejemplo? Traed el litoral hasta esos
parajes por el ferrocarril, o viceversa; colocad esos extremos a
tres días de distancia, por lo menos. Pero tener la metrópoli o
capital a 20 días es poco menos que tenerla en España, como
cuando regia el sistema antiguo, que destruimos por ese absurdo
especialmente. Así, pues, la unidad política debe empezar por la
unidad territorial, y sólo el ferrocarril puede hacer de dos
parajes separados por quinientas leguas un paraje único.
Tampoco podréis llevar hasta el interior de nuestros países la
acción de Europa por medio de sus inmigraciones, que hoy
regeneran nuestras costas, sino por vehículos tan poderosos como
los ferrocarriles. Ellos son o serán a la vida local de nuestros
territorios interiores lo que las grandes arterias a los extremos
inferiores del cuerpo humano, manantiales de vida. Los españoles
lo conocieron así, y en el último tiempo de su reinado en América
se ocuparon seriamente en la construcción de un camino carril
interoceánico al través de los Andes y del desierto argentino.
Era eso un poco más audaz que el canal de los Andes, en que pensó
Rivadavia, penetrado de la misma necesidad. ¿Por qué llamaríamos
utopía la creación de una vía que preocupó al mismo Gobierno
español de otra época, tan positivo y parsimonioso en sus grandes
trabajos de mejoramiento?
El virrey Sobremonte, en 1804, restableció el antiguo proyecto
español de canalizar el río Tercero, para acercar los Andes al
Plata; y en 1813, bajo el Gobierno patrio, surgió la misma idea.
Con el título modesto de la navegación del río Tercero, escribió
entonces el coronel don Pedro Andrés García un libro que daría
envidia a Mr. Miguel Chevalier, sobre vías de comunicación como
medios de gobierno, de comercio y de industria.
Para tener ferrocarriles, abundan medios en estos países.
Negociad empréstitos en el extranjero, empeñad vuestras rentas y
bienes nacionales para empresas que los harán prosperar y
multiplicarse. Seria pueril esperar a que las rentas ordinarias
alcancen para gastos semejantes; invertid esa orden, empezad por
los gastos, y tendréis rentas. Si hubiésemos esperado a tener
rentas capaces de costear los gastos de la guerra de la
independencia contra España, hoy seríamos colonos. Con
empréstitos tuvimos cañones, fusiles, buques y soldados, y
conseguimos hacernos independientes. Lo que hicimos para salir de
la esclavitud, debe mas hacer para salir del atraso, que es igual
a la servidumbre: la gloria no debe tener más títulos que la
civilización.
Pero no obtendréis préstamos si no tenéis crédito nacional, es
decir, un crédito fundado en las seguridades y responsabilidades
unidas de todos los pueblos del Estado. Con créditos de cabildos
o provincias, no haréis caminos de hierro, ni nada grande. Uníos
en cuerpo de nación, consolidad la responsabilidad de vuestras
rentas y caudales presentes y futuros, y tendréis quien os preste
millones para atender a vuestras necesidades locales y generales;
porque si no tenéis plata hoy, tenéis los medios de ser opulentos
mañana. Dispersos y reñidos, no esperéis sino pobreza y
menosprecio.
Franquicias, privilegios. Proteged al mismo tiempo empresas
particulares para la construcción de ferrocarriles. Colmadlas de
ventajas, de privilegios, de todo el favor imaginable, sin
deteneros en medios. Preferid este expediente a cualquier otro.
En Lima se ha dado todo un convento y 99 años de privilegio al
primer ferrocarril entre la capital y el litoral: la mitad de
todos los conventos allí existentes habría sido bien dada, siendo
necesario. Los caminos de fierro son en este siglo lo que los
conventos eran en la Edad Media: cada época tiene sus agentes de
cultura. El pueblo de la Caldera se ha improvisado alrededor de
un ferrocarril, como en otra época se formaba alrededor de una
iglesia; el interés es el mismo: aproximar al hombre de su
Creador por la perfección de su naturaleza;
¿Son insuficientes nuestros capitales para esas empresas?
Entregadlos entonces a capitales extranjeros. Dejad que los
tesoros de fuera como los hombres se domicilien en nuestro suelo.
Rodead de inmunidad y de privilegios el tesoro extranjero, para
que se naturalice entre nosotros.
Esta América necesita de capitales tanto como de población. El
inmigrante sin dinero es un soldado sin armas. Haced que inmigren
los pesos en estos países de riqueza futura y pobreza actual.
Pero el peso es un inmigrado que exige muchas concesiones y
privilegios. Dádselos, porque el capital es el brazo izquierdo
del progreso de estos países. Es el secreto de que se valieron
los Estados Unidos y Holanda para dar impulso mágico a su
industria y comercio. Las Leyes de Indias para civilizar este
continente, como en la Edad Media por la propaganda religiosa,
colmaban de privilegios a los conventos, como medio de fomentar
el establecimiento de estas guardias avanzadas de la civilización
de aquella época. Otro tanto deben hacer nuestras leyes actuales,
para dar pábulo al desarrollo industrial y comercial, prodigando
el favor a las empresas industriales que levanten su bandera
atrevida en los desiertos de nuestro continente. El privilegio a
la industria heroica es el aliciente mágico para atraer riquezas
de fuera. Por eso los Estados Unidos asignaron al Congreso
general, entre sus grandes atribuciones, la de fomentar la
prosperidad de la Confederación por la concesión de privilegios a
los autores e inventores; y aquella tierra de libertad se ha
fecundado, entre otros medios, por privilegios dados por la
libertad al heroísmo de empresa, al talento de mejoras.
Navegación interior. Los grandes ríos, esos caminos que andan,
como decía Pascal, son otro medio de internar la acción
civilizadora de Europa por la imaginación de sus habitantes en lo
interior de nuestro continente. Pero los ríos que no se navegan
son como si no existieran. Hacerlos del dominio exclusivo de
nuestras banderas indigentes y pobres es como tenerlos sin
navegación. Para que ellos cumplan el destino que han recibido de
Dios, poblando el interior del continente, es necesario
entregarlos a la ley de los mares, es decir, a la libertad
absoluta. Dios no los ha hecho grandes como mares mediterráneos
para que sólo se naveguen por una familia.
Proclamad la libertad de sus aguas. Y para que sea permanente,
para que la mano inestable de nuestros gobiernos no derogue hoy
lo que acordó ayer, firmad tratados perpetuos de libre
navegación.
Para escribir esos tratados, no leáis a Wattel ni a Martens, no
recordéis el Elba y el Mississippi. Leed en el libro de las
necesidades de Sudamérica, y lo que ellas dicten, escribidlo con
el brazo de Enrique VIII, sin temer la risa ni la reprobación de
la incapacidad. La América del Sur está en situación tan critica
y excepcional que sólo por medios no conocidos podrá escapar de
ella con buen éxito. La suerte de Méjico es un aviso de lo que
traerá el sistema de vacilación y reserva.
Que la luz del mundo penetre en todos los ámbitos de nuestras
Repúblicas. ¿Con qué derecho mantener en perpetua brutalidad lo
más hermoso de nuestras regiones? Demos a la civilización de la
Europa actual lo que le negaron nuestros antiguos amos. Para
ejercer el monopolio, que era la esencia de su sistema, sólo
dieron una puerta a la República Argentina; y nosotros hemos
conservado en nombre del patriotismo el exclusivismo del sistema
colonial. No más exclusión ni clausura, sea cual fuere el color
que se invoque. No más exclusivismo en nombre de la patria.
Nuevos destinos de la América mediterránea. Que cada caleta sea
un puerto; cada afluente navegable reciba los reflejos
civilizadores de la bandera de Albión; que en las márgenes del
Bermejo y del Pilcomayo brillen confundidas las mismas banderas
de todas partes, que alegran las aguas del Támesis, ría de
Inglaterra y del universo.
¡Y las aduanas!, grita la rutina. ¡Aberración! ¿Queréis
embrutecer en nombre del fisco? ¿Pero hay nada menos fiscal que
el atraso y la pobreza? Los Estados no se han hecho para las
aduanas, sino éstas para los Estados. ¿Teméis que a fuerza de
población y de riqueza falten recursos para costear las
autoridades, que son indispensables para hacer respetar esas
riquezas? ¡Economía idiota, que teme la sed entre los raudales
dulces del río del Paraná! ¿Y no recordáis que el comercio libre
con Inglaterra desde el tiempo del gobierno colonial tuvo un
origen rentístico o fiscal en el Río de la Plata, es decir, que
se creó la libertad para tener rentas?
Si queréis que el comercio pueble nuestros desiertos, no matéis
el tráfico con las aduanas interiores. Si una sola aduana está de
más, ¿qué diremos de catorce aduanas? La aduana es la
prohibición; es un impuesto que debiera borrarse de las rentas
sudamericanas. Es un impuesto que gravita sobre la civilización y
el progreso de estos países, cuyos elementos vienen de fuera. Se
debiera ensayar su supresión absoluta por 20 años, y acudir al
empréstito para llenar el déficit. Eso seria gastar, en la
libertad, que fecunda, un poco de lo que hemos gastado en la
guerra, que esteriliza.
No temáis tampoco que la nacionalidad se comprometa por la
acumulación de extranjeros, ni que desaparezca el tipo nacional.
Ese temor es estrecho y preocupado. Mucha sangre extranjera ha
corrido en defensa de la independencia americana. Montevideo,
defendido por extranjeros, ha merecido el nombre de Nueva Troya.
Valparaíso, compuesto de extranjeros, es el lujo de la
nacionalidad chilena. El pueblo inglés ha sido el pueblo más
conquistado de cuantos existen; todas las naciones han pisado su
suelo y mezclado a él su sangre y su raza. Es producto de un
cruzamiento infinito de castas; y por eso justamente el inglés es
el más perfecto de los hombres, y su nacionalidad tan pronunciada
que hace creer al vulgo que su raza es sin mezcla.
No temáis, pues, la confusión de razas y de lenguas. De la Babel,
del caos saldrá algún día brillante y nítida la nacionalidad
sudamericana. El suelo prohija a los hombres, los arrastra, los
asimila y hace suyos. El emigrado es como el colono; deja la
madre patria por la patria de su adopción. Hace dos mil años que
se dijo esta palabra que forma la divisa de este siglo: Ubi bene,
ibi patria.
Y ante los reclamos europeos por inobservancia de los tratados
que firméis, no corráis a la espada ni gritéis: ¡Conquista! No va
bien tanta susceptibilidad a pueblos nuevos, que para prosperar
necesitan de todo el mundo. Cada edad tiene su honor peculiar.
Comprendamos el que nos corresponde. Mirémonos mucho antes de
desnudar la espada: no porque seamos débiles, sino porque nuestra
inexperiencia y desorden normales nos dan la presunción de
culpabilidad ante el mundo en nuestros conflictos externos; y
sobre todo porque la paz nos vale el doble que la gloria.
La victoria nos dará laureles; pero el laurel es planta estéril
para América.
Vale más la espiga de la paz, que es de oro, no en la lengua del
poeta, sino en la lengua del economista.
Ha pasado la época de los héroes; entramos hoy en la edad del
buen sentido. El tipo de la grandeza americana no es Napoleón, es
Washington; y Washington no representa triunfos militares, sino
prosperidad, engrandecimiento, organización y paz. Es el héroe
del orden en la libertad por excelencia.
Por sólo sus triunfos guerreros hoy estaría Washington sepultado
en el olvido de su país y del mundo. La América española tiene
generales infinitos que representan hechos de armas más
brillantes y numerosos que los del general Washington. Su título
a la inmortalidad reside en la constitución admirable que ha
hecho de su país el modelo del universo, y que Washington selló
con su nombre. Rosas tuvo en su mano cómo hacer eso en la
República Argentina, y su mayor crimen es haber malogrado esa
oportunidad.
Reducir en dos horas una gran masa de hombres a su octava parte
por la acción del cañón: he ahí el heroísmo antiguo y pasado.
Por el contrario, multiplicar en pocos días una población pequeña
es el heroísmo del estadista moderno: la grandeza de creación, en
lugar de la grandeza salvaje de exterminio.
El censo de la población es la regla de la capacidad de los
ministros americanos.
Desde la mitad del siglo XVI la América interior y mediterránea
ha sido un sagrario impenetrable para la Europa no peninsular.
Han llegado los tiempos de su franquicia absoluta y general. En
trescientos años no ha ocurrido período más solemne para el mundo
de Colón.
La Europa del momento no viene a tirar cañonazos a esclavos.
Aspira sólo a quemar carbón de piedra en lo alto de los ríos, que
hoy sólo corren para los peces. Abrid sus puertas de par en par a
la entrada majestuosa del mundo, sin discutir si es por concesión
o por derecho; y para prevenir cuestiones, abridlas antes de
discutir. Cuando la campana del vapor haya resonado delante de la
virginal y solitaria Asunción, la sombra de Suárez quedará
atónita a la presencia de los nuevos misioneros, que visan
empresas desconocidas a los jesuitas del siglo XVIII. Las aves,
poseedoras hoy de los encantados bosques, darán un vuelo de
espanto; y el salvaje del Chaco, apoyado en el arco de su flecha,
contemplará con tristeza el curso de la formidable máquina que lo
intima el abandono de aquellas márgenes. Resto infeliz de la
criatura primitiva: decid adiós al dominio de vuestros pasados.
La razón despliega hoy sus banderas sagradas en el país que no
protegerá ya con asilo inmerecido la bestialidad de la más noble
de las razas.
Sobre las márgenes pintorescas del Bermejo levantará algún día la
gratitud nacional un monumento en que se lea: Al Congreso de
1852, libertador de estas aguas, la posteridad reconocida.
XVI
De la legislación como medio de estimular la población y el
desarrollo de nuestras República
La legislación civil y comercial, los reglamentos de policía
industrial y mercantil no deben rechazar al extranjero que la
Constitución atrae. Poco importaría que encontrase caminos
fáciles y ríos abiertos para penetrar en lo interior, si habla de
ser para estrellarse en leyes civiles repelentes. Lo que se
avanzaría por un lado, se perdería por otro.
Más noble fuera excluirle abiertamente, como hacían las Leyes de
Indias, que internarle con promesas falaces, para hacerle víctima
de un estado de cosas enteramente colonial y hostil. El nuevo
régimen en el litoral y el antiguo en el interior, la libertad en
la Constitución y las cadenas en los reglamentos y las leyes
civiles, es medio seguro de desacreditar el nuevo sistema de
gobierno y mantener el atraso de estos países.
Será preciso, pues, que las leyes civiles de tramitación y de
comercio se modifiquen y conciban en el sentido de las mismas
tendencias que deben presidir a la Constitución; de la cual, en
último análisis, no son otra cosa que leyes orgánicas las varias
ramas del derecho privado.
Las exigencias económicas e industriales de nuestra época y de la
América del Sur deben servir de base de criterio para la reforma
de nuestra legislación interior, como servirán para la concepción
de su derecho constitucional.
La Constitución debe dar garantías de que sus leyes orgánicas no
serán excepciones derogatorias de los grandes principios
consagrados por ella, como se ha visto más de una vez. Es preciso
que el derecho administrativo no sea un medio falaz de eliminar o
escamotear las libertades y garantías constitucionales. Por
ejemplo: La prensa es libre, dice la Constitución; pero puede
venir la ley orgánica de la prensa y crear tantas trabas y
limitaciones al ejercicio de esa libertad, que la deje ilusoria y
mentirosa. Es libre el sufragio, dice la Constitución; pero
vendrá la ley orgánica electoral, y a fuerza de requisitos y
limitaciones excepcionales, convertirá en mentira la libertad de
votar. El comercio es libre, dice la Constitución; pero viene el
fisco con sus reglamentos, y a ejemplo de aquella ley madrileña
de imprenta, de que hablaba Fígaro, organiza esa libertad,
diciendo: "Con tal que ningún buque fondee sin pagar derechos de
puerto, de anclaje, de faro; que ninguna mercadería entre o salga
sin pagar derechos a la aduana; que nadie abra casa de trato sin
pagar su patente anual; que nadie comercie en el interior sin
pagar derechos de peaje; que ningún documento de crédito se firme
sino en papel sellado; que ningún comerciante se mueva sin
pasaporte, ni ninguna mercadería sin guía, competentemente
pagados al fisco; fuera de éstas y otras limitaciones, el
comercio es completamente libre, como dice la Constitución".
En la promulgación de nuestras leyes patrias, hasta aquí hemos
seguido por modelo favorito la legislación francesa. Los Códigos
Civil y de Comercio franceses tienen muchísimo de bueno, y
merecen la aplicación que de ellos se ha hecho en la mitad de
Europa. Pero se ha notado con razón que no están en armonía con
las necesidades económicas de esta época, tan diferente de la
época en que se dio la legislación romana, de que son imitación
el Código Civil moderno de Francia lo mismo que nuestro antiguo
derecho civil español.
El derecho romano, patricio por inspiración, contrajo sus
disposiciones a la propiedad raíz más bien que a la mobiliaria,
que prevalece en nuestro siglo comercial. Recargó con una mira
sabia para aquel tiempo de formalidades infinitas la adquisición
y transmisión de la propiedad raíz, y esas formalidades, copiadas
por nuestros Códigos modernos y aplicadas a la circulación da la
propiedad mobiliaria, la despojan de la celeridad exigida por las
operaciones del comercio. El derecho civil sudamericano debe dar
facilidades a la industria y al comercio, simplificando las
formas y reduciendo los requisitos de la adquisición y
transmisión de la propiedad mobiliaria, abreviando el sistema
probatorio de los actos originarios de las propiedades dudosas,
reglando el plan de enjuiciamiento sobre bases anchas de
publicidad, brevedad y economía.
Donde la justicia es cara, nadie la basca, y todo se entrega al
dominio de la iniquidad. Entre la injusticia barata y la justicia
cara, no hay término que elegir.
La propiedad, la vida, el honor, son bienes nominales, cuando la
justicia es mala. No hay aliciente para trabajar en la
adquisición de bienes que han de estar a la merced de los
pícaros.
La ley, la Constitución, el gobierno, son palabras vacías, si no
se reducen a hechos por la mano del juez, que, en último
resultado, es quien los hace ser realidad o mentira.
La ley de enjuiciamiento sudamericano debe admitir al extranjero
a formar parte de los juzgados inferiores.
En la administración como en la industria, la cooperación del
extranjero es útil a nuestra educación práctica.
En provecho de la población de nuestras Repúblicas, por
inmigraciones extranjeras, nuestras leyes civiles deben
contraerse especialmente:
1. A remover las trabas e impedimentos de tiempos atrasados que
hacen imposibles o difíciles los matrimonios mixtos;
2. A simplificar las condiciones civiles para la adquisición del
domicilio;
3. A conceder al extranjero el goce de los derechos civiles, sin
la condición de una reciprocidad irrisoria;
4. A concluir con el derecho de albinagio, dándole los mismos
derechos civiles que al ciudadano para disponer de sus bienes
póstumos por testamento o de otro modo.
En provecho de la industria, nuestro derecho civil debe
contraerse a la reforma del sistema hipotecario, sobre las bases
de publicidad, especialidad e igualdad, reduciendo el número de
los privilegios e hipotecas en favor de los incapaces, como causa
de prelación en los concursos formados a deudores insolventes.
La ley debe buscar seguridades para los incapaces, no a expensas
del crédito privado, que hace florecer la riqueza nacional, sino
en medios independientes.
El crédito privado debe ser el niño mimado de la legislación
americana; debe tener más privilegios que la incapacidad, porque
es el agente heroico llamado a civilizar este continente
desierto. El crédito es la disponibilidad del capital; y el
capital es la varilla mágica que debe darnos población, caminos,
canales, industria, educación y libertad. Toda ley contraria al
crédito privado es un acto de leso América.
El comercio de Sudamérica, tan original y peculiar por la
naturaleza de los objetos que son materia de él, y por las
operaciones de que consta ordinariamente, pide leyes más
adecuadas que la Ordenanza local, que hace doscientos años se dio
en España a la villa de Bilbao, compuesta entonces de catorce mil
almas.
La legislación debe también retocarse, en beneficio de la
seguridad, moralidad y brevedad de los negocios mercantiles.
Donde la insolvencia culpable es tolerada, o morosa la
realización de los bienes del fallido, no hay desarrollo de
comercio, no hay apego a la propiedad, falta la confianza en los
negocios, y con ella el principio en que descansa la vida del
comercio. El Código de Comercio es el código de la vida misma de
estos países, y sobre todo de la República Argentina, cuya
existencia en lo pasado y en la actualidad está representada por
la industria mercantil.
En provecho del comercio marítimo interior y externo, nuestras
leyes mercantiles deben facilitar al extranjero la adquisición,
en su nombre, de la propiedad de buques nacionales, la
transmisión de las propiedades navales, y permitir la tripulación
por marineros extranjeros de los buques con bandera nacional,
renunciando cualquier ventaja de ese género que por tratados se
hubiese obtenido en países europeos bajo condición de restringir
nuestra marina.
Para obrar estos cambios tan exigidos por nuestro adelantamiento,
no es menester pensar en códigos completos.
Las reformas parciales y prontas son las más convenientes. Es la
manera de legislar de los pueblos libres. La manía de los códigos
viene de la vanidad de los emperadores. Inglaterra no tiene un
solo código, y raro es el interés que no esté legislado.
La legislación civil y comercial argentina debe ser uniforme como
ha sido hasta aquí. No seria racional que tuviésemos tantos
códigos de comercio, tantas legislaciones civiles, tantos
sistemas hipotecarios, como provincias. La uniformidad de la
legislación, en esos ramos, no daña en lo mínimo las atribuciones
de soberanía local y favorece altamente el desarrollo de nuestra
nacionalidad argentina.
Hasta aquí he señalado las miras o tendencias generales en vista
de las cuales deberían concebirse las constituciones y leyes de
Sudamérica. Contrayéndome ahora a la República Argentina, voy a
indicar las bases en que, según mi opinión, debe apoyarse la
constitución que se proyecta.
XVII
Bases y puntos de partida para la constitución del gobierno de la
República Argentina.
"Confraternidad y fusión de todos los partidos políticos." Justo
J. de Urquiza
Hay una fórmula, tan vulgar como profunda, que sirve de
encabezamiento a casi todas las constituciones conocidas. Casi
todas empiezan declarando que son dadas en nombre de Dios,
legislador supremo de las naciones. Esta palabra grande y hermosa
debe ser tomada, no en su sentido místico, sino en su profundo
sentido político.
Dios, en efecto, da a cada pueblo su constitución o manera de ser
normal, como la da a cada hombre.
El hombre no elige discrecionalmente su constitución gruesa o
delgada, nerviosa o sanguínea; así tampoco el pueblo se da por su
voluntad una constitución monárquica o republicana, federal o
unitaria. El recibe estas disposiciones al nacer: las recibe del
suelo que le toca por morada, del número y de la condición de los
pobladores con que empieza, de las instituciones anteriores y de
los hechos que constituyen su historia: en todo lo cual no tiene
más acción su voluntad que la dirección dada al desarrollo de
esas cosas en el sentido más ventajoso a su destino providencial.
Nuestra revolución tomó de la francesa esta definición de
Rousseau: "La ley es la voluntad general". En contraposición al
principio antiguo de que la ley era la voluntad de los reyes, la
máxima era excelente y útil a la causa republicana. Pero es
definición estrecha y materialista en cuanto hace desconocer al
legislador humano el punto de partida para la elaboración de su
trabajo de simple interpretación, por decirlo así. Es una especie
de sacrilegio definir la ley, la voluntad general de un pueblo.
La voluntad es impotente ante los hechos, que son obra de la
Providencia. ¿Seria ley la voluntad de un Congreso, expresión del
pueblo, que, teniendo en vista la escasez y la conveniencia de
brazos, ordenase que los argentinos nazcan con seis brazos?
¿Seria ley la voluntad general, expresada por un Congreso
constituyente, que obligase a todo argentino a pensar con sus
rodillas y no con su cabeza? Pues la misma impotencia, poco más o
menos, le asistiría para mudar y trastornar la acción de los
elementos naturales que concurren a formar la constitución normal
de aquella nación. "Fatal es la ilusión en que cae un legislador,
decía Rivadavia, cuando pretende que su talento y voluntad pueden
mudar la naturaleza de las cosas, o suplir a ella sancionando y
decretando creaciones"(4).
La ley, constitucional o civil, es la regla de existencia de los
seres colectivos que se llaman Estados; y su autor, en último
análisis, no es otro que el de esa existencia misma regido por la
ley.
El Congreso Argentino constituyente no será llamado a hacer la
República Argentina, ni a crear las reglas o leyes de su
organismo normal; él no podrá reducir su territorio, ni cambiar
su constitución geológica, ni mudar el curso de los grandes ríos,
ni volver minerales los terrenos agrícolas. El vendrá a estudiar
y a escribir las leyes naturales en que todo eso propende a
combinarse y desarrollarse del modo más ventajoso a los destinos
providenciales de la República Argentina.
Este es el sentido de la regla tan conocida, de que las
constituciones deben ser adecuadas al país que las recibe; y toda
la teoría de Montesquieu sobre el influjo del clima en la
legislación de los pueblos no tiene otro significado que éste.
Así, pues, los hechos, la realidad, que son obra de Dios y
existen por la acción del tiempo y de la historia anterior de
nuestro país, serán los que deban imponer la constitución que la
República Argentina reciba de las manos de sus legisladores
constituyentes. Esos hechos, esos elementos naturales de la
constitución normal, que ya tiene la República por la obra del
tiempo y de Dios, deberán ser objeto del estudio de los
legisladores, y bases y fundamentos de su obra de simple estudio
y redacción, digámoslo así, y no de creación. Lo demás es
legislar para un día, perder el tiempo en especulaciones ineptas
y pueriles.
Y desde luego, aplicando ese método a la solución del problema
más difícil que haya presentado hasta hoy la organización
política de la República Argentina—que consiste en determinar
cuál sea la base más conveniente, para el arreglo de su gobierno
general, si la forma unitaria o la federativa— el Congreso
hallará que estas dos bases tienen antecedentes tradicionales, en
la vida anterior de la República Argentina, que ambas han
coexistido y coexisten formando como los dos elementos de la
existencia política de aquella República.
El Congreso no podrá menos que llegar a ese resultado si,
conducido por un buen método de observación y experimentación,
empieza por darse cuenta de los hechos y clasificarlos
convenientemente, para deducir de ellos el conocimiento de su
poder respectivo.
La historia nos muestra que los antecedentes políticos de la
República Argentina, relativos a la forma del gobierno general,
se dividen en dos clases, que se refieren a los dos principios
federativo y unitario.
Empecemos por enumerar los antecedentes unitarios.
Los antecedentes unitarios del gobierno argentino se dividen en
dos clases: unos que corresponden a la época del gobierno
colonial y otros que pertenecen al periodo de la revolución.
He aquí los antecedentes unitarios pertenecientes a nuestra
anterior existencia colonial:
Unidad de origen español en la población argentina.
Unidad de creencias y de culto religioso.
Unidad de costumbres y de idioma.
Unidad política y de gobierno, pues todas las provincias formaban
parte de un solo Estado.
Unidad de legislación civil, comercial y penal.
Unidad judiciaria, en el procedimiento y en la jurisdicción y
competencia, pues todas las Provincias del virreinato reconocían
un solo tribunal de apelaciones, instalado en la capital, con el
nombre de Real Audiencia.
Unidad territorial, bajo la denominación de Virreinato de la
Plata.
Unidad financiera o de rentas y gastos públicos.
Unidad administrativa en todo lo demás, pues la acción central
partía del virrey, jefe supremo del Estado, instalado en la
capital del virreinato.
La ciudad de Buenos Aires, constituida en Capital del virreinato,
es otro antecedente unitario de nuestra antigua existencia
colonial.
Enumeremos ahora los antecedentes unitarios del tiempo de la
revolución:
Unidad de creencias políticas y de principios republicanos. La
Nación ha pensado como un solo hombre en materia de democracia y
de república.
Unidad de sacrificios en la guerra de la Independencia. Todas las
Provincias han unido su sangre, sus dolores y sus peligros en esa
empresa.
Unidad de conducta, de esfuerzos y de acción en dicha guerra.
Los distintos pactos de unión general celebrados e interrumpidos
durante la revolución, constituyen otro antecedente unitario de
la época moderna del país, que está consignado en sus leyes y en
sus tratados con el extranjero. El primero de ellos es el acto
solemne de declaración de la independencia de la República
Argentina del dominio y vasallaje de los españoles. En ese acto,
el pueblo argentino aparece refundido en un solo pueblo, y ese
acto está y estará perpetuamente vigente para su gloria.
Los Congresos, Presidencias, Directorios supremos y generales
que, con intermitencias más o menos largas, se han dejado ver
durante la revolución. La unidad diplomática, externa o
internacional, consignada en tratados celebrados con Inglaterra,
con el Brasil, con Francia, etc., cuyos actos formarán parte de
la constitución externa del país, sea cual fuere.
La unidad de glorias y de reputación.
La unidad de colores simbólicos de la República Argentina.
La unidad de armas o de escudo.
La unidad implícita, intuitiva, que se revela cada vez que se
dice sin pensarlo: República Argentina, Territorio Argentino,
Pueblo Argentino y no República Sanjuanina, Nación Porteña,
Estado Santafesino.
La misma palabra argentina es un antecedente unitario.
En fuerza de esos antecedentes, la República Argentina ha formado
un solo pueblo, un grande y solo Estado consolidado, una colonia
unitaria, por más de doscientos años, bajo el nombre de
Virreinato de la Plata; y durante la revolución en que se apeló
al pueblo de las Provincias, para la creación de una soberanía
independiente y americana, los antecedentes del centralismo
monárquico y pasado, ejercieron un influjo invencible en la
política moderna, como lo ejercen hoy mismo, impidiéndonos pensar
que la República Argentina sea otra cosa que un solo Estado,
aunque Federativo y compuesto de muchas provincias, dotadas de
soberanía y libertades relativas y subordinadas.
Guardémonos, pues, de creer que la unidad de gobierno haya sido
un episodio de la vida de la República Argentina; ella, por el
contrario, forma el rasgo distintivo de su existencia de más de
dos siglos.
Pero veamos ahora los antecedentes también normales y poderosos
que hacen imposible por ahora la unidad indivisible del gobierno
interior argentino, y que obligarán a todo sistema de gobierno
central, a dividir y conciliar su acción con las soberanías
provinciales, limitadas a su vez como el gobierno general en lo
relativo a la administración interior.
Son antecedentes federativos de la República Argentina, tanto
coloniales como patrios, los siguientes hechos, consignados en su
historia y comprobados por su notoriedad:
1. Las diversidades, las rivalidades provinciales, sembradas
sistemáticamente por la dominación colonial, y renovadas por la
demagogia republicana.
2. Los largos interregnos de aislamiento y de independencia
provincial, ocurridos durante la revolución.
3. Las especialidades provinciales, derivadas del suelo y del
clima, de que se siguen otras en el carácter, en los hábitos, en
el acento, en los productos de la industria y del comercio, y en
su situación respecto del extranjero.
4. Las distancias enormes y costosas que separan unas Provincias
de otras, en el territorio de doscientas mil leguas cuadradas,
que habita nuestra población de un millón de habitantes.
5. La falta de caminos, de canales, de medios de organizar un
sistema de comunicaciones y transportes, y de acción política y
administrativa pronta y fácil.
6. Los hábitos ya adquiridos de legislaciones, de tribunales de
justicia y de gobiernos provinciales. Hace ya muchos años que las
leyes argentinas no se hacen en Buenos Aires, ni se fallan allí
los pleitos de los habitantes de las provincias, como sucedía en
otra época.
7. La soberanía parcial que la Revolución de Mayo reconoció a
cada una de las Provincias, y que ningún poder central les ha
disputado en la época moderna.
8. Las extensas franquicias municipales y la gran latitud dada al
gobierno provincial, por el antiguo régimen español, en los
pueblos de la República Argentina.
9. La imposibilidad de hecho para reducir sin sangre y sin
violencia a las Provincias o a sus gobernantes al abandono
espontáneo de un depósito que, conservado un solo día,
difícilmente se abandona en adelante: el poder de la propia
dirección, la soberanía o libertad local.
10. Los tratados, las ligas parciales, celebradas por varias
Provincias entre sí durante el periodo de aislamiento.
11. El provincialismo monetario, de que Buenos Aires ha dado el
antecedente más notable con su papel moneda de provincia.
12. Por fin,, el acuerdo de los gobiernos provinciales de la
Confederación, celebrado en San Nicolás el 31 de mayo de 1852,
ratificando el pacto litoral de 1831, que consagra el principio
federativo de gobierno.
Todos los hechos que quedan expuestos pertenecen y forman parte
de la vida normal y real de la República Argentina, en cuanto a
la base de su gobierno general; y ningún Congreso constituyente
tendría el poder de hacerlos desaparecer instantáneamente por
decretos o constituciones de su mano. Ellos deben ser tomados por
bases y consultados de una manera discreta en la constitución
escrita, que ha de ser expresión de la constitución real, natural
y posible.
El poder respectivo de esos hechos anteriores, tanto unitarios
como federativos, conduce la opinión pública de aquella República
al abandono de todo sistema exclusivo y al alejamiento de las dos
tendencias o principios, que habiendo aspirado en vano al
gobierno exclusivo del país, durante una lucha estéril alimentada
por largos años, buscan hoy una fusión parlamentaria en el seno
de un sistema mixto, que abrace y concilie las libertades de cada
Provincia y las prerrogativas de toda la Nación: solución
inevitable y única, que resulta de la aplicación a los dos
grandes términos del problema argentino—la Nación y la
Provincia—, de la fórmula llamada hoy a presidir la política
moderna, que consiste en la combinación armónica de la
individualidad con la generalidad del localismo con la nación, o
bien de la libertad con la asociación; ley natural de todo cuerpo
orgánico, sea colectivo o sea individual, llámese Estado o
llámese hombre; según la cual tiene el organismo dos vidas, por
decirlo así, una de la localidad y otra general o común, a
semejanza de lo que enseña la fisiología de los seres animados,
cuya vida reconoce dos existencias, una parcial de cada órgano, y
a la vez otra general de todo el organismo...
XVIII
Continuación del mismo asunto. Fines de la Constitución
Argentina.
Del mismo modo que el Congreso debe guiarse por la observación y
el estudio de los hechos normales, para determinar la base que
más conviene al Gobierno general argentino, así también debe
acudir a la observación y al estudio de los hechos para estudiar
los fines más convenientes de la Constitución.
Todo el presente libro no está reducido más que a la exposición
de los fines que debe proponerse el nuevo derecho constitucional
sudamericano; sin embargo, vamos a enumerarlos con más precisión
en este capitulo, a propósito de la constitución de la República
Argentina.
En presencia del desierto, en medio de los mares, al principio de
los caminos desconocidos y de las empresas inciertas y grandes de
la vida, el hombre tiene necesidad de apoyarse en Dios, y de
entregar a su protección la mitad del éxito de sus miras.
La religión debe ser hoy, como en el siglo XVI, el primer objeto
de nuestras leyes fundamentales. Ella es a la complexión de los
pueblos lo que es la pureza de la sangre a la salud de los
individuos. En este escrito de política, sólo será mirada como
resorte de orden social, como medio de organización política;
pues, como ha dicho Montesquieu, es admirable que la religión
cristiana, que proporciona la dicha del otro mundo, haga también
la de éste.
Pero en este punto, como en otros muchos, nuestro derecho
constitucional moderno debe separarse del derecho indiano o
colonial, y del derecho constitucional de la primera época de la
revolución.
El derecho colonial era exclusivo en materia de religión, como lo
era en materia de comercio, de población, de industria, etc. El
exclusivismo era su esencia en todo lo que estatuía, pues baste
recordar que era un derecho colonial, de exclusión y monopolio.
El culto exclusivo era empleado en el sentido de esa política
como resorte de Estado. Por otra parte, España excluía de sus
dominios los cultos disidentes, en cambio de concesiones que los
Papas hacían a sus revés sobre intereses de su tiempo. Pero
nuestra política moderna americana, que en vez de excluir debe
propender a atraer, a conceder, no podrá ratificar y restablecer
el sistema colonial, sobre exclusión de cultos, sin dañar los
fines y propósitos del nuevo régimen americano. Ella debe
mantener y proteger la religión de nuestros padres, como la
primera necesidad de nuestro orden social y político; pero debe
protegerla por la libertad, por la tolerancia y por todos los
medios que son peculiares y propios del régimen democrático y
liberal, y no como el antiguo derecho indiano por exclusiones y
prohibiciones de otros cultos cristianos. Los Estados Unidos e
Inglaterra son las naciones más religiosas de la Tierra en sus
costumbres, y han llegado a ese resultado por los mismos medios
precisamente que deseamos ver adoptados por la América del Sur.
En los primeros días de la revolución americana, nuestra política
constitucional hacía bien en ofrecer al catolicismo el respeto de
sus antiguos privilegios y exclusiones en este continente, como
procedía con igual discreción protestando al trono de España que
la revolución era hecha en su provecho. Eran concesiones de
táctica exigidas por el éxito de la empresa. Pero América no
podría persistir hoy en la misma política constitucional, sin
dejar ilusorios e ineficaces los fines de su revolución de
progreso y de libertad. Será necesario, pues, consagrar el
catolicismo como religión de Estado; pero sin excluir el
ejercicio público de los otros cultos cristianos. La libertad
religiosa es tan necesaria al país como la misma religión
católica. Lejos de ser inconciliables, se necesitan y completan
mutuamente. La libertad religiosa es el medio de poblar estos
países. La religión católica es el medio de educar esas
poblaciones. Por fortuna, en este punto, la República Argentina
no tendrá sino que ratificar y extender a todo su territorio lo
que ya tiene en Buenos Aires hace 25 años. Todos los obispos
recibidos en la República de veinte años a esta parte han jurado
obediencia a esas leyes de libertad de cultos. Ya seria tarde
para que Roma hiciese objeciones sobre ese punto a la moderna
constitución de la nación. Los otros gr andes fines de la
Constitución argentina no serán hoy, como se ha demostrado en
este libro, lo que eran en el primer periodo de la revolución.
En aquella época se trataba de afianzar la independencia por las
armas; hoy debemos tratar de asegurarla por el engrandecimiento
material y moral de nuestros pueblos.
Los fines políticos eran los grandes fines de aquel tiempo; hoy
deben preocuparnos especialmente los fines económicos.
Alejar la Europa, que nos había tenido esclavizados, era el gran
fin constitucional de la primera época; atraerla para que nos
civilice libres por sus poblaciones, como nos civilizó esclavos
por sus gobiernos, debe ser el fin constitucional de nuestro
tiempo. En este punto nuestra política constitucional americana
debe ser tan original como es la situación de la América del Sur,
que debe servirle de regla. Imitar el régimen externo de naciones
antiguas, ya civilizadas, exuberantes de población y escasas de
territorio, es caer en un grosero y funesto absurdo; es aplicar a
un cuerpo exhausto el régimen alimenticio que conviene a un
hombre sofocado por la plétora y la obesidad. Mientras la América
del Sur no tenga una política constitucional exterior suya y
peculiar a sus necesidades especialísimas, no saldrá de la
condición oscura y subalterna en que se encuentra. La aplicación
a nuestra política económica exterior de las doctrinas
internacionales que gobiernan las relaciones de las naciones
europeas ha dañado nuestro progreso tanto como los estragos de la
guerra civil.
Con un millón escaso de habitantes por toda población en un
territorio de doscientas mil leguas, no tiene de nación la
República Argentina sino el nombre y el territorio. Su distancia
de Europa le vale el ser reconocida nación independiente. La
falta de población que le impide ser nación, le impide también la
adquisición de un gobierno general completo.
Según esto, la población de la República Argentina, hoy desierta
y solitaria, debe ser el grande y primordial fin de su
Constitución por largos años. Ella debe garantizar la ejecución
de todos los medios de obtener ese vital resultado. Yo llamaré
estos medios garantías públicas de progreso y de
engrandecimiento. En este punto la Constitución no debe limitarse
a promesas; debe dar garantías de ejecución y realidad.
Así, para poblar el país, debe garantizar la libertad religiosa y
facilitar los matrimonios mixtos, sin lo cual habrá población,
pero escasa, impura y estéril.
Debe prodigar la ciudadanía y el domicilio al extranjero sin
imponérselos. Prodigar, digo, porque es la palabra que expresa el
medio de que se necesita. Algunas constituciones sudamericanas
han adoptado las condiciones con que Inglaterra y Francia
conceden la naturalización al extranjero, de que esas naciones no
necesitan para aumentar su población excesiva. Es la imitación
llevada al idiotismo y al absurdo.
Debe la Constitución asimilar los derechos civiles del
extranjero, del que tenemos vital necesidad, a los derechos
civiles del nacional, sin condiciones de una reciprocidad
imposible, ilusoria y absurda.
Debe abrirles acceso a los empleos públicos de rango secundario,
más que en provecho de ellos, en beneficio del país, que de ese
modo aprovechará de su aptitud para la gestión de nuestros
negocios públicos y facilitará la educación oficial de nuestros
ciudadanos por la acción del ejemplo práctico, como en los
negocios de la industria privada. En el régimen municipal será
ventajosísimo este sistema. Un antiguo municipal inglés o
norteamericano, establecido en nuestros países e incorporado a
nuestros cabildos, o consejos locales, seria el monitor más
edificante o instructivo en ese ramo, en que los
hispanoamericanos nos desempeñamos de un modo tan mezquino y
estrecho de ordinario, como en la policía de nuestras propias
casas privadas.
Siendo el desarrollo y la explotación de los elementos de riqueza
que contiene la República Argentina el principal elemento de su
engrandecimiento y el aliciente más enérgico de la inmigración
extranjera de que necesita, su Constitución debe reconocer, entre
sus grandes fines, la inviolabilidad del derecho de propiedad y
la libertad completa del trabajo y de la industria. Prometer y
escribir estas garantías, no es consagrarlas. Se aspira a la
realidad, no a la esperanza. Las constituciones serias no deben
constar de promesas, sino de garantías de ejecución. Así la
Constitución argentina no debe limitarse a declarar inviolable el
derecho privado de propiedad, sino que debe garantizar la reforma
de todas las leyes civiles y de todos los reglamentos coloniales
vigentes, a pesar de la República, que hacen ilusorio y nominal
ese derecho. Con un derecho constitucional republicano y un
derecho administrativo colonial y monárquico, la América del Sur
arrebata por un lado lo que promete por otro: la libertad en la
superficie y la esclavitud en el fondo.
Debe pues dar garantías de que no se expedirá ley orgánica o
civil que altere, por excepciones reglamentarias, la fuerza del
derecho de propiedad consagrado entre sus grandes principios,
como hace la Constitución de California.
Nuestro derecho colonial no tenía por principal objeto garantizar
la propiedad del individuo sino la propiedad del fisco. Las
colonias españolas eran formadas para el fisco, no el fisco para
las colonias. Su legislación era conforme a su destino: eran
máquinas para crear rentas fiscales. Ante el interés fiscal era
nulo el interés del individuo. Al entrar en la revolución, hemos
escrito en nuestras constituciones la inviolabilidad del derecho
privado; pero hemos dejado en presencia subsistente el antiguo
culto del interés fiscal. De modo que, a pesar de la revolución y
de la independencia, hemos continuado siendo Repúblicas hechas
para el fisco. Es menester otorgar garantías de que esto será
reformado, y de que las palabras de la Constitución sobre el
derecho de propiedad se volverán realidad práctica por leyes
orgánicas y reglamentarias, en armonía con el derecho
constitucional moderno.
La libertad del trabajo y de la industria consignada en la
constitución no pasará de una promesa, si no se garantiza al
mismo tiempo la abolición de todas las antiguas leyes coloniales
que esclavizan la industria, y la sanción de leyes nuevas
destinadas a dar ejecución y realidad a esa libertad industrial
consignada en la Constitución, sin destruirlas con excepciones.
De todas las industrias conocidas, el comercio marítimo y
terrestre es la que forma la vocación especial de la República
Argentina. Ella deriva esa vocación de la forma, producciones y
extensión de su suelo, de sus portentosos ríos, que hacen de
aquel país el órgano de los cambios de toda la América del Sur, y
de su situación respecto de Europa. Según esto, la libertad y el
desarrollo del comercio interior y exterior, marítimo y
terrestre, deben figurar entre los fines del primer rango de la
Constitución argentina. Pero este gran fin quedará ilusorio, si
la Constitución no garantiza al mismo tiempo la ejecución de los
medios de verlo realizado. La libertad del comercio interior sólo
será un nombre, mientras haya catorce aduanas interiores, que son
catorce desmentidos dados a la libertad. La aduana debe ser una y
nacional, en cuanto al producto de su renta; y en cuanto a su
régimen reglamentario, la aduana colonial o fiscal, la aduana
inquisitorial, iliberal y mezquina de otro tiempo, la aduana
intolerante, del monopolio y de las exclusiones, no debe ser la
aduana de un régimen de libertad y de engrandecimiento nacional.
Es menester consignar garantías de reforma a este doble respecto,
y promesas solemnes de que la libertad de comercio y de industria
no será eludida por reglamentos fiscales.
La libertad de comercio sin libertad de navegación fluvial es un
contrasentido, porque siendo fluviales todos los puertos
argentinos, cerrar los ríos a las banderas extranjeras es
bloquear las Provincias y entregar todo el comercio a Buenos
Aires.
Esas reformas deben ser otros tantos deberes impuestos por la
Constitución al Gobierno general, con designación de un plazo
perentorio, si es posible, para su ejecución, y con graves y
determinadas responsabilidades por su no ejecución. Las
verdaderas y altas responsabilidades ministeriales residen en el
desempeño de esos deberes del poder, más que en otro lugar de la
constitución de países nacientes.
Esos fines que en otra época eran accesorios, o más bien
desatendidos, deben colocarse hoy a la cabeza de nuestras
constituciones como los primordiales propósitos de su instituto.
Después de los grandes intereses económicos, como fines del pacto
constitucional, entrarán la independencia y los medios de
defenderla contra los ataques improbables o imposibles de las
potencias europeas. No es que estos fines sean secundarios en
importancia, sino que los medios económicos son los que deben
llevarnos a su consecución. Vencida y alejada la Europa militar
de todo nuestro continente del Sur, no debemos constituirnos como
para defendernos de sus remotos y débiles ataques. En este punto
no debemos seguir el ejemplo de los Estados Unidos de
Norteamérica, que tienen en su vecindad Estados europeos con más
territorio que el suyo, los cuales han sido enemigos en otro
tiempo, y hoy son sus rivales en comercio, industria y
navegación.
Como el origen antiguo, presente y venidero de nuestra
civilización y progreso reside en el exterior, nuestra
Constitución debe ser calculada, en su conjunto y pormenores,
para estimular, atraer y facilitar la acción de ese influjo
externo, en vez de contenerlo y alejarlo. A este respecto, la
República Argentina sólo tendrá que generalizar y extender a
todas las naciones extranjeras los antecedentes que ya tiene
consignados en su tratado con Inglaterra. No debe haber más que
un derecho público extranjero; toda distinción y excepción son
odiosas. La Constitución argentina debe contener una sección
destinada especialmente a fijar los principios y las reglas del
derecho público referido a los extranjeros en el Río de la Plata,
y esas reglas no deben ser otras que las contenidas en el tratado
con Inglaterra, celebrado el 2 de febrero de 1825. A todo
extranjero deben ser aplicables las siguientes garantías, que en
ese tratado sólo se establecen en favor de los ingleses. Todos
deben disfrutar constitucionalmente, no precisamente por
tratados:
De la libertad de comercio;
De la franquicia de llegar seguros y libremente con sus buques y
cargamentos a los puertos y ríos, accesibles por la ley a todo
extranjero;
Del derecho de alquilar y ocupar casas a los fines de su tráfico;
De no ser obligados a pagar derechos diferenciales;
De gestionar y practicar en su nombre todos los actos de
comercio, sin ser obligados a emplear personas del país a este
efecto;
De ejercer todos los derechos civiles inherentes al ciudadano de
la República;
De no poder ser obligados al servicio militar;
De estar libres de empréstitos forzosos, de exacciones o
requisiciones militares;
De mantener en pie todas estas garantías, a pesar de cualquier
rompimiento con la nación del extranjero residente en el Plata;
De disfrutar de entera libertad de conciencia y de culto,
pudiendo edificar iglesias y capillas en cualquier paraje de la
República Argentina.
Todo eso y algo más está concedido a los súbditos británicos en
la República Argentina por el tratado de plazo indefinido,
celebrado el 2 de febrero de 1825; y no hay sino muchas razones
de conveniencia para el país en extender y aplicar esas
concesiones a los extranjeros de todas las naciones del mundo,
tengan o no tratados con la República Argentina. La República
necesita conceder esas garantías, por una exigencia imperiosa de
su población y cultura, y debe concederlas espontáneamente, por
medio de su Constitución, sin aspirar a ilusorias, vanas y
pueriles ventajas de una reciprocidad sin objeto por larguísimos
años.
Hoy más que nunca fuera provechosa la adopción de ese sistema,
calculado para recibir las poblaciones, que arrojadas de Europa
por la guerra civil y las crisis industriales atraviesan por
delante de las ricas regiones del Plata, para buscar en
California la fortuna que podrían encontrar allí con más
facilidad, con menos riesgos y sin alejarse tanto de Europa.
La paz y el orden interior son otro de los grandes fines que debe
tener en vista la sanción de la Constitución argentina; por que
la paz es de tal modo necesaria al desarrollo de las
instituciones, que sin ella serán vanos y estériles todos los
esfuerzos hechos en favor de la prosperidad del país. La paz, por
sí misma, es tan esencial al progreso de estos países en
formación y desarrollo, que la constitución que no diese más
beneficio que ella seria admirable y fecunda en resultados. Más
adelante tocaré este punto de interés decisivo para la suerte de
estas Repúblicas, que marchan a su desaparición por el camino de
la guerra civil, en que Méjico ha perdido ya la mitad más bella
de su territorio.
Finalmente, por su índole y espíritu la nueva Constitución
argentina debe ser una constitución absorbente, atractiva, dotada
de tal fuerza de asimilación, que haga suyo cuanto elemento
extraño se acerque al país, una constitución calculada especial y
directamente para dar cuatro o seis millones de habitantes a la
República Argentina en poquísimos años; una constitución
destinada a trasladar la ciudad de Buenos Aires a un paso de San
Juan, de La Rioja y de Salta, y a llevar estos pueblos hasta las
márgenes fecundas del Plata, por el ferrocarril y el telégrafo
eléctrico que suprimen las distancias; una constitución que en
pocos años haga de Santa Fe, del Rosario, de Gualeguaychú, del
Paraná y de Corrientes otras tantas Buenos Aires en población y
cultura, por el mismo medio que ha hecho la grandeza de ésta, a
saber, por su contacto inmediato con la Europa civilizada y
civilizante; una constitución que arrebatando sus habitantes a
Europa, y asimilándolos a nuestra población, haga en corto tiempo
tan populoso a nuestro país que no pueda temer a la Europa
oficial en ningún tiempo.
Una constitución que tenga el poder de las hadas, que construían
palacios en una noche.
California, improvisación de cuatro años, ha realizado la fábula
y hecho conocer la verdadera ley de formación de los nuevos
Estados en América, trayendo de fuera grandes piezas de pueblo,
ya formadas, acomodándolas en cuerpo de nación y dándoles la
enseña americana. Montevideo es otro ejemplo precioso de esta ley
de población rapidísima. Y no es el oro que ha obrado ese milagro
en Norteamérica: es la libertad, que antes de improvisar a
California, improvisó los Estados Unidos, cuya existencia
representa un solo día en la vida política del mundo, y una mitad
de él en grandeza y prosperidad. Y si es verdad que el oro ha
contribuido a la realización de ese portento, mejor para la
verdad del sistema que ofrecemos, que la riqueza es el hada que
improvisa los pueblos.
Convencido de la necesidad de que éstos y no otros más limitados
deben ser los fines de la constitución que necesita la República
Argentina, no puedo negar que me ha parecido apocado el programa
enunciado en el preámbulo del acuerdo de San Nicolás, que declara
como su objeto la reunión del Congreso que ha "de sancionar la
Constitución política que regularice las relaciones que deben
existir entre todos los pueblos argentinos, como pertenecientes a
una misma familia; que establezca y defina los altos poderes
nacionales, y afiance el orden y prosperidad interior y la
respetabilidad exterior de la Nación".
Estos fines son excelentes sin duda; la Constitución que no los
tuviera en mira sería inservible; pero no son todos los fines
esenciales que debe proponerse la Constitución argentina.
No pretendo que la Constitución deba abrazarlo todo; desearía más
bien que pecase por reservada y concisa. Pero será necesario que
en lo poco que comprenda, no falte lo que constituye por ahora la
salvación de la República Argentina.
XIX
Continuación del mismo asunto. Del gobierno y su forma. La unidad
pura es imposible.
Acabamos de ver cuáles serán los fines que haya de proponerse la
Constitución. Pero no se buscan fines sin emplear los medios de
obtenerlos; y para obtenerlos seria y eficazmente es menester que
los medios correspondan a los fines.
El primero de ellos será la creación de un gobierno general como
los objetos o fines tenidas en vista, y permanente como la vida
de la Constitución.
La Constitución de un país supone un gobierno encargado de
hacerla cumplir: ninguna constitución, ninguna ley se sostiene
por su propia virtud. Así, la Constitución en sí misma no es más
que la organización del gobierno considerado en los sujetos y
cosas sobre que ha de recaer su acción, en la manera como ha de
ser elegido, en los medios o facultades de que ha de disponer y
en las limitaciones que ha de respetar.
Según esto, la idea de constituir la República Argentina no
significa otra cosa que la idea de crear un gobierno general
permanente, dividido en los tres poderes elementales destinados a
hacer, a interpretar y a aplicar la ley tanto constitucional como
orgánica.
Los artículos de la Constitución, decía Rossi, "son como cabezas
de capitales del derecho administrativo". Toda constitución se
realiza por medio de leyes orgánicas. Será necesario, pues que
haya un poder legislativo permanente, encargado de darlas.
Tanto esas leyes como la Constitución serán susceptibles de dudas
en su aplicación. Un poder judiciario permanente y general será
indispensable para la República Argentina.
De las tres formas esenciales de gobierno que reconoce la
ciencia, el monárquico, el aristocrático y el republicano, este
último ha sido proclamado por la revolución americana como el
gobierno de estos países. No hay, pues, lugar a cuestión sobre
forma de gobierno.
En cuanto al fondo, éste reside originariamente en la Nación, y
la democracia, entre nosotros, más que una forma, es la esencia
misma del gobierno.
La federación o unidad, es decir, la mayor o menor centralización
del gobierno general, son un accidente, un accesorio subalterno
de la forma de gobierno. Este accesorio, sin embargo, ha dominado
toda la cuestión constitucional de la República Argentina hasta
aquí.
Las cosas han hecho prevalecer el federalismo como regla del
gobierno general.
Pero la voz federación significa liga, unión, vínculo.
Como liga, como unión, la federación puede ser más o menos
estrecha. Hay grados diferentes de federación según esto. ¿Cuál
será el grado conveniente a la República Argentina? Lo dirán sus
antecedentes históricos y las condiciones normales de su modo de
ser físico y social.
Así en este punto de la Constitución, como en los anteriores y en
todos los demás, la observación de los hechos y el poder de los
antecedentes del país deberán ser la regla y punto de partida del
Congreso constituyente.
Pero, desde que se habla de Constitución y de gobierno generales,
tenemos ya que la federación no será una simple alianza de
Provincias independientes.
Una constitución no es una alianza. Las alianzas no suponen un
gobierno general, como lo supone esencialmente una constitución.
Quiere decir esto que las ideas y los deseos dominantes van por
buen camino.
Estando a la ley de los antecedentes y al imperio de la
actualidad, la República Argentina será y no podrá menos que ser
un Estado federativo, una República nacional, compuesta de varias
provincias, a la vez independientes y subordinadas al gobierno
general creado por ellas. Gobierno federal, central o general
significa igual cosa en la ciencia del publicista.
Una federación concebida de ese modo tendrá la ventaja de reunir
los dos principios rivales en el fondo de una fusión, que tiene
su raíz en las condiciones naturales e históricas del país, y que
acaba de ser proclamada y prometida a la Nación por la voz
victoriosa del general Urquiza. El acuerdo de San Nicolás ha
venido últimamente a sacar de dudas este punto.
La idea de una unidad pura debe ser abandonada de buena fe, no
por vía de concesión, sino por convencimiento. Es un hermoso
ideal de gobierno; pero en la actualidad de nuestro país,
imposible en la práctica. Lo que es imposible no es del dominio
de la política, pertenece a la universidad, o si bello, a la
poesía.
El enemigo capital de la unidad para en la República Argentina no
es don Juan Manuel de Rosas, sino el espacio de doscientas mil
leguas cuadradas en que se deslíe, como gota de carmín en el río
Paraná, el puñadito de nuestra población de un millón escaso.
La distancia es origen de soberanía local, porque ella suple la
fuerza. ¿Por qué es independiente el gaucho? Porque habita la
pampa. ¿Por qué la Europa nos reconoce como nación, teniendo
menos población que la antigua provincia de Burdeos? Porque
estamos a tres mil leguas. Esta misma razón hace ser soberanas a
su modo a nuestras Provincias interiores, separadas de Buenos
Aires, su antigua capital, por trescientas leguas de desierto.
Los unitarios de 1826 no conocían las condiciones prácticas de la
unidad política; no las conocían tampoco sus predecesores de los
Congresos anteriores.
Como lo general de los legisladores de la América del Sur,
imitando las constituciones de la Revolución francesa,
sancionaron la unidad indivisible en países vastísimos y
desiertos que, si bien son susceptibles de un gobierno, no lo son
de un gobierno indivisible. El señor Rivadavia, jefe del partido
unitario de esa época, trajo de Francia y de Inglaterra el
entusiasmo y la admiración del sistema de gobierno que había
visto en ejercicio con tanto éxito en esos viejos Estados. Pero
ni él ni sus sectarios se daban cuenta de las condiciones a que
debía su existencia el centralismo en Europa, y de los obstáculos
para su aplicación en el Plata.
Los motivos que ellos invocaban en favor de su admisión son
precisamente los que lo hacían imposible: tales eran la grande
extensión del territorio, la falta de población, de luces, de
recursos. Esos motivos podían justificar su conveniencia o
necesidad, pero no su posibilidad.
"La seguridad interior de nuestra República—decía la Comisión
redactora del proyecto de Constitución unitaria—, nunca podrá
consultarse suficientemente en un país de extensión inmensa y
despoblado como el nuestro, sino dando al poder del gobierno una
acción fácil, rápida y fuerte, que no puede tener en la
complicada y débil organización del sistema federal." Si; ¿pero
cómo daríais al poder del gobierno una acción fácil, rápida y
fuerte sobre poblaciones escasísimas diseminadas en la superficie
de un país de extensión inconmensurable? ¿Cómo concebir la
rapidez y facilidad de acción a través de territorios
inexplorados, extensísimos, destituidos de población, o de
caminos y de recursos?
No tenemos luces ni riquezas en los pueblos para ser federales,
decían. ¿Pero creéis que la unidad sea el gobierno de los
ignorantes y de los pobres? ¿Será la pobreza la que ha originado
la consolidación de los tres reinos de la Gran Bretaña en un solo
gobierno nacional? ¿Será la ignorancia de Marsella, de Lyon, de
Dijon, de Burdeos, de Rouen, etc., el origen de la unidad
francesa?
No, ciertamente. Lo cierto es que la Francia es unitaria por la
misma razón que hace existir a la Unión de Norteamérica: por la
riqueza, por la población, la practicabilidad del territorio y la
cultura de sus habitantes, que son la base de todo gobierno
general. Nosotros somos incapaces de federación y de unidad
perfectas, porque somos pobres, incultos y pocos.
Para todos los sistemas tenemos obstáculos, y para el republicano
representativo tanto como para otro cualquiera. Sin embargo
estamos arrojados en él, y no conocemos otro más aplicable, a
pesar de nuestras desventajas. La democracia misma se aviene mal
con nuestros medios, y sin embargo estamos en ella y somos
incapaces de vivir sin ella. Pues esto mismo sucederá con nuestro
federalismo o sistema general de gobierno; será incompleto pero
inevitable a la vez.
Por otra parte, ¿la unidad pura es acaso hija del pacto?
¿Qué es la unidad o consolidación del gobierno? Es la
desaparición, es la absorción de todos los gobiernos locales en
un solo gobierno nacional. Pero ¿qué gobierno consiente en
desaparecer? El sable, la conquista, son los que lo suprimen. Así
se formó la consolidación del Reino Unido de la Gran Bretaña; y
la espada ha agregado una por una las provincias que hoy, después
de ocho siglos de esfuerzos, compone n la unidad de la República
francesa, más digna de reforma que de imitación en ese punto,
según Thierry y Armando Carrel. Nuestra unidad misma, bajo el
antiguo régimen, la unidad del virreinato de la Plata, ¿cómo se
formó?, ¿por el voto libre de los pueblos? No, ciertamente; por
la obra de los conquistadores y del poder realista y central del
que dependían.
¿Sería éste el medio de formar nuestra unidad? No, porque sería
injusto, ineficaz y superfluo, desde que hay otro medio posible
de organización. Si el poder local no se abdica hasta
desaparecer, se delega al menos en parte como medio de existir
fuerte y mejor. Este será el medio posible de componer un
gobierno general, sin que desaparezcan los gobiernos locales. La
unidad no es el punto de partida, es el punto final de los
gobiernos; la historia lo dice, y la razón lo demuestra. "Por el
contrario, toda confederación—decía Rossi—es un estado
intermediario entre la independencia absoluta de muchas
individualidades políticas y su completa fusión en una sola y
misma soberanía. "
Por ese intermedio será necesario pasar para llegar a la unidad
patria.
Los unitarios no han representado un mal principio, sino un
principio, impracticable en el país, en la época y en la medida
que ellos deseaban. De todos modos ellos servían a una tendencia,
a un elemento que será esencial en la organización de la
República. "Los paros teóricos, como hombres de Estado, no tienen
más defecto que el ser precoces -ha dicho un escritor de
genio-:falta honorable que es privilegio de las altas
inteligencias."
XX
Continuación del mismo asunto. Origen y causas de la
descentralización del gobierno de la República Argentina
La descentralización política y administrativa de la República
reconoce dos orígenes: uno mediato y anterior a la revolución;
otro inmediato y dependiente de este cambio.
El mediato origen es el antiguo régimen municipal español, que en
Europa como en América era excepcional y sin ejemplo por la
extensión que daba al poder de los Cabildos o representaciones
elegidos por los pueblos. Esa institución ha sido la primera
forma, el primer grado de existencia del poder representativo
provincial entre nosotros, como lo ha sido en España misma;
siendo de notar que su poder es más extenso en los tiempos menos
cercanos del nuestro, de modo que también ha podido aplicarse a
nosotros el dicho de Madame Staël, de que "la libertad es
antigua, y el despotismo es moderno".
España no fue más centralista en el arreglo que dio a sus
virreinatos de América, que lo había sido en el de su monarquía
peninsular. Con doble motivo el localismo conservó aquí mayor
latitud que la conocida en las provincias de España con el nombre
de fueros y privilegios.
Nunca los esfuerzos ulteriores de centralización pudieron
destruir el germen de libertad y de independencia locales
depositado en las costumbres de los pueblos españoles por las
antiguas instituciones de libertad municipal. Los cabildantes
conservaron siempre el nombre de padres de la República, y los
Cabildos el tratamiento de excelentísimo. Por una ley de Juan I
de Castilla, las decisiones de los Cabildos no podían ser
revocadas por el rey. La ley 1ª, tít. 4, partida 3a hacia de
elección popular el nombramiento de regidores, que eran jueces y
administradores del gobierno local. Varias leyes del libro VII de
la Novísima Recopilación disponían que las ciudades se gobernasen
por las ordenanzas dadas por sus Cabildos, y se reuniesen éstos
en casas grandes y bien hechas, "a entender de las cosas
cumplideras de la República que han de gobernar". (Palabras de la
ley 1ª, tít. 2, lib. 7ª, Novísima Recopilación.)
Las leyes españolas aplicables directamente al gobierno de
América, lejos de modificar, confirmaron esos antecedentes
peninsulares. La unidad del gobierno de los virreinatos no
excluía la existencia de gobiernos de provincia dotados de un
poder extenso y muchas veces peculiar.
Tanto los gobernadores o intendentes de provincia como el virrey,
del que dependían en parte, recibían del rey inmediata y
directamente su nombramiento. Los gobernadores eran nombrados en
España, no en Buenos Aires, y tanto ellos como el virrey, su
jefe, recibían del soberano sus respectivas facultades de
gobierno. Era extenso el poder que los gobernadores de provincia
ejercían en los ramos de hacienda, policía, guerra y justicia;
tenían un sueldo anual de seis mil pesos y los honores de
mariscal de campo. El virrey estaba obligado a cooperar a su
gobierno local (Ordenanza de intendentes para el virreinato del
Plata).
Vemos, pues, que el gobierno local o provincial es uno de
nuestros antecedentes administrativos, que remonta y se liga a la
historia de España y de su gobierno colonial en América: por lo
cual constituye una base histórica que debe servir de punto de
partida en la organización constitucional del país.
La Revolución de Mayo de 1810, el nuevo régimen republicano,
lejos de alterar, confirmó y robusteció ese antecedente más de lo
que convenía a las necesidades del país. Es digno de examen este
origen moderno e inmediato de la descentralización del gobierno
en la República Argentina.
El gobierno colonial del Río de la Plata era unitario, a pesar de
la extensión de los gobiernos locales. Residía en un solo
individuo que, con el titulo de virrey, gobernaba todo el
virreinato en nombre del rey de España y de las Indias.
La revolución de 1810, operada contra el Gobierno español, tuvo
lugar en Buenos Aires, capital del virreinato.
El pueblo de esa ciudad peticionó al Cabildo local para que
instalara una Junta encargada del gobierno provisorio, compuesta
de los individuos indicados por el pueblo.
El Cabildo de Buenos Aires accedió a la petición popular y nombró
una Junta de gobierno, compuesta por nueve individuos, que
reemplazó al virrey. Este gobierno de muchos, en lagar del
gobierno de uno, ya era un paso a la relajación del poder
central.
El Cabildo de Buenos Aires que, no teniendo poder sobre los
Cabildos de las otras provincias, no podía imponerles un gobierno
creado por él, se limitó a participarles el cambio, invitándolos
a reproducirlo en sus respectivas jurisdicciones.
La Junta gubernativa, que reconocía su origen local y provincial,
y que aun suponiéndose sucesora del virrey, conocía no tener el
poder, de que este mismo había carecido, para crear los gobiernos
nuevos de provincia, dirigió el 26 de mayo una circular a las
provincias, convocándolas a enviar sus diputados para tomar parte
en la composición de la Junta y en el gobierno ejecutivo de que
estaba encargada. Esta circular, atribuida al doctor Castelli,
miembro de la Junta, fue un paso de imprevisión de inmensa
consecuencia, como lo reconoció oficialmente este mismo cuerpo en
la sesión del 18 de diciembre de 1810, que dio por resultado la
incorporación de nueve miembros más a la Junta gubernativa,
quedando el poder ejecutivo compuesto de dieciséis personas desde
ese día. No hubo forma de impedir ese desacierto. Los diputados
provinciales, constituidos en Buenos Aires, pidieron un lugar en
la Junta gubernativa. Ellos eran nueve; la Junta constaba
entonces de siete miembros, por la ausencia de los señores
Castelli y Belgrano. La Junta se oponía a la incorporación,
observando con razón que un número tan considerable de vocales
seria embarazoso para el ejercicio del poder ejecutivo. Los
diputados invocaron la circular de 26 de mayo en que la misma
Junta les ofreció parte de su poder. Esta reconoció y confesó
aquel acto de inexperiencia de su parte. La decisión estuvo a
pique de ser entregada al pueblo; pero se convino en que fuese
producto de la votación de los nueve diputados reunidos a los
siete individuos de la Junta. Los nueve no podían ser vencidos
por los siete, y la Junta quedó compuesta de dieciséis personas.
Desde ese momento empezó la disolución del poder ejecutivo
instalado en mayo, que no alcanzó a vivir un año entero.
Ese resultado estaba preparado por desavenencias que hablan
tenido lugar entre el presidente y los vocales de La Junta
primitiva. Difícil era que un gobierno confiado a tantas manos
dejase de ser materia de discordia. Se confió el poder a una
Junta de varios individuos, siguiendo el ejemplo que acababa de
dar la madre patria con motivo del cautiverio del rey Fernando
VII; pero la Junta de Buenos Aires no imitó el ejemplo de la
Junta de Sevilla, que se hizo obedecer de las Andalucías, ni el
de la de Valencia, que dominó todo el reino.
Colocado el gobierno en manos de uno solo, habría sido más fácil
sustituir la autoridad general del virrey por un gobierno general
revolucionario; pero la exaltación del liberalismo naciente era
un obstáculo invencible a la concentración del poder en manos de
uno solo. El presidente de la Junta, Cornelio Saavedra, había
sido revestido de los mismos honores del virrey, por orden
expedida el 28 de mayo. La Junta misma decretó eso, convencida de
la necesidad de dar fuerza moral y prestigio al nuevo gobierno,
desempeñado por hombres que el pueblo podía considerar inferiores
al virrey, viéndolos en su ordinaria sencillez. Pero esos
honores, usados tal vez indiscretamente por el presidente, no
tardaron en despertar emulaciones pequeñas en el seno del
gobierno múltiplo. Un militar que tenía el don de la trova,
saludó emperador, en un banquete, al presidente Saavedra: y este
asomo de la idea de concentrar el poder en uno solo, que debía de
haberse alentado, dio lagar a un decreto en que se quitaron al
presidente de la Junta los honores conferidos el 28 de mayo. El
art. 11 de ese decreto da la medida de la exaltación de las ideas
del doctor Moreno, émulo de Saavedra, secretario de la Junta y
redactor de aquel acto, cuyo art. 11 es como sigue: "Habiendo
echado un brindis don Antonio Duarte, con que ofendió la probidad
del presidente y atacó los derechos de la patria, debía perecer
en un cadalso; por el estado de embriaguez en que se hallaba se
le perdona la vida; pero se le destierra perpetuamente de esta
ciudad, porque un habitante de Buenos Aires ni ebrio ni dormido
debe tener inspiraciones contra la libertad de su país".
Ese decreto contra el presidente fue dado el 6 de diciembre de
1810.
Doce días después, una idea de represalia hizo incorporar en el
personal de la Junta los diputados de las provincias, obligando
al doctor Moreno a dimitir el cargo de secretario y de vocal del
Gobierno provisorio, que no tardó él mismo en disolverse.
Otras causas concurrían con éstas para el desquicio del poder
central. Desde que se trató de destituir al virrey en Buenos
Aires, el partido español pensó en los gobernadores de las
Provincias para apoyar la reacción contra el Gobierno de mayo. De
ahí vino que los revolucionarios exigieron, como condición
precisa, la expedición de quinientos hombres en el término de
quince días para proteger la libertad de las Provincias. Esa
condición figura en el acta del 25 de mayo, y muestra que el
Gobierno revolucionario venía al mundo armado de recelos contra
los gobiernos provinciales. El Gobierno de Montevideo fue el
primero en desconocer la nueva autoridad de Buenos Aires, su
capital entonces. Los jefes de las otras Provincias no tardaron
en seguir el mismo ejemplo, armándose contra la Junta de Buenos
Aires. Elío en Montevideo y Liniers en Córdoba abrieron desde esa
época la carrera en que más tarde han figurado Artigas, Francia,
López y Quiroga, creando un estado de cosas más fácil de mejorar
que de destruir.
No viene, pues, de 1820, como se ha dicho, el desquicio del
Gobierno central de la República Argentina, sino de los primeros
pasos de la Revolución de Mayo, que destruyó el gobierno unitario
colonial deponiendo al virrey y no acertó a reemplazarlo por otro
gobierno patrio de carácter central.
Derrocado el virrey, porque representaba a un monarca que no
existía ya en el trono de España, y porque había debido su
promoción a la Junta Central, que no existía tampoco, no quedaba
poder alguno central en la extensión de los dominios españoles.
En América hizo el pueblo lo mismo que en la Península: viéndose
sin su legitimo soberano, asumió el poder y lo delegó en Juntas o
gobiernos locales.
La soberanía local tomó entonces el lugar de la soberanía general
acéfala; y no es otro, en resumen, el origen inmediato del
federalismo o localismo republicano en las Provincias del Río de
la Plata (5).
XXI
Continuación del mismo asunto. La federación pura es imposible en
la República Argentina. Cuál federación es practicable en aquel
país.
Pero la simple federación, la federación pura, no es menos
irrealizable, no es menos imposible en la República Argentina,
que la unidad pura ensayada en 1826.
Una simple federación no es otra cosa que una alianza, una liga
eventual de poderes iguales e independientes absolutamente. Pero
toda alianza es revocable por una de las partes contratantes,
pues no hay alianzas perpetuas e indisolubles. Si tal sistema
fuese aplicable a las provincias interiores de la República
Argentina, seria forzoso reconocer en cualquiera de ellas el
derecho de revocar la liga federal por su parte, de separarse de
ella y de anexarse a cualquiera de las otras Repúblicas de la
América del Sur; a Bolivia, a Chile, a Montevideo, v. g. Sin
embargo, no habría argentino, por federal que fuera, que no
calificase ese derecho de herejía política o crimen de leso
nación. El mismo Rosas, disputando al Paraguay su independencia,
ha demostrado que veía en la República Argentina algo más que una
simple y pura alianza de territorios independientes.
La simple federación excluye la idea de un gobierno general y
común a los confederados, pues no hay alianza que haga necesaria
la creación de un gobierno para todos los aliados. Así, cuando
algunas provincias argentinas se han ligado parcialmente por
simples federaciones, no han reconocido por eso un gobierno
general para su administración interior.
Excluye igualmente la simple federación toda idea de nacionalidad
o fusión, pues toda alianza deja intacta la soberanía de los
aliados.
La federación pura en el Río de la Plata tiene, pues, contra si
los antecedentes nacionales o unitarios que hemos enumerado más
arriba; y además todos los elementos y condiciones actuales que
forman la manera de ser normal de aquel país. Los unitarios han
tenido razón siempre que han llamado absurda la idea de asociar
las provincias interiores de la República Argentina sobre el pie
de la Confederación Germánica o de otras Confederaciones de
naciones o estados soberanos e independientes, en el sentido que
el derecho internacional da a esta palabra; pero se han engañado
cuando han creído que no había más federación que las simples y
puras alianzas de poderes independientes e inconexos.
La federación de los Estados Unidos de Norteamérica no es una
simple federación, sino una federación compuesta, una federación
unitaria y centralista, digámoslo así; y por eso precisamente
subsiste hasta la fecha y ha podido hacer la dicha de aquel país.
Se sabe que ella fue precedida de una federación pura y simple,
que en ocho años puso a esos Estados al borde de su ruina.
Por su parte, los federales argentinos de 1826 comprendieron mal
el sistema que querían aplicar a su país.
Como Rivadavia trajo de Francia el entusiasmo y la adhesión por
el sistema unitario, que nuestra revolución había copiado más de
una vez de la de ese país, Dorrego, el jefe del partido federal
de entonces, trajo de los Estados Unidos su devoción entusiasta
al sistema de gobierno federativo. Pero Dorrego, aunque militar
como Hamilton, el autor de la Constitución norteamericana, no era
publicista, y a pesar de su talento indisputable, conocía
imperfectamente el gobierno de los Estados Unidos, donde sólo
estuvo los cuatro días de su proscripción. Su partido estaba
menos bien informado que él en doctrina federalista.
Ellos confundían la Confederación de los Estados Unidos de 9 de
julio de 1778 con la Constitución de los Estados Unidos de
América, promulgada por Washington el 17 de septiembre de 1787.
Entre esos dos sistemas, sin embargo, hay esta diferencia: que el
primero arruinó los Estados Unidos en ocho años, y el otro los
restituyó a la vida y los condujo a la opulencia de que hoy
disfrutan. El primero era una simple federación; el segundo es un
sistema mixto de federal y unitario. Washington decidió la
sanción de este último sistema, y combatió con todas las fuerzas
la primera federación simple y pura, que dichosamente se abandonó
antes de que concluyese con los Estados Unidos. De aquí viene que
nuestros unitarios de 1826 citaban en favor de su idea la opinión
de Washington, y nuestros federales no sabían responder que
Washington era opuesto a la federación pura, sin ser partidario
de la unidad pura.
La idea de nuestros federales no era del todo errónea, y sólo
pecaba por extremada y exclusiva. Como los unitarios, sus
rivales, ellos representaban también un buen principio, una
tendencia que procedía de la historia y de las condiciones
normales del país.
Las cosas felizmente nos traen hoy al verdadero término, al
término medio, que representa la paz entre la provincia y la
nación, entre la parte y el todo, entre el localismo y la idea de
una República Argentina (6).
Será, pues, nuestra forma normal un gobierno mixto, consolidable
en la unidad de un régimen nacional; pero no indivisible como
quería el Congreso de 1826, sino divisible y dividido en
gobiernos provinciales limitados, como el gobierno central, por
la ley federal de la República.
Si la imitación no es por si sola una razón, tampoco hay razón
para huir de ella cuando concurre motivo de seguirla. No porque
los romanos y los franceses tengan en su derecho civil un
contrato llamado de venta, lo hemos de borrar del nuestro a fuer
de originales. Hay una anatomía de los Estados, como hay una
anatomía de los cuerpos vivientes, que reconoce leyes y modos de
ser universales.
Es practicable y debe practicarse en la República Argentina la
federación mixta o combinada con el nacionalismo, porque este
sistema es expresión de la necesidad presente y resultado
inevitable de los hechos pasados.
Ha existido en cierto modo bajo el gobierno colonial, como lo
hemos demostrado más arriba, en que coexistieron combinados la
unidad del virreinato y los gobiernos provinciales, emanados como
aquél de la elección directa del soberano.
La Revolución de Mayo confirmó esa unidad múltiple o compleja de
nuestro gobierno argentino, por el voto de mantener la integridad
territorial del virreinato, y por la convocatoria dirigida a las
demás provincias para crear un gobierno de todo el virreinato.
Ha recibido también la sanción de la ciencia argentina,
representada por ilustres publicistas. Los dos ministros del
Gobierno de mayo de 1810 han aconsejado a la República ese
sistema.
"Puede haber una federación de sólo una Nación", decía el Dr.
Moreno. "El gran principio de esta clase de gobierno (decía) se
halla en que los Estados individuales, reteniendo la parte de
soberanía que necesitan para sus negocios interiores, ceden a una
autoridad suprema y nacional la parte de soberanía que llamaremos
eminente para los negocios generales; en otros términos, para
todos aquellos puntos en que deben obrar como nación."
"Deseo ciertas modificaciones que suavicen la oposición de los
pueblos— decía el Dr. Paso en el Congreso de 1826—, y que
dulcifiquen lo que hallen ellos de amargo en el gobierno de uno
solo. Es decir, que las formas que nos rijan sean mixtas de
unidad y federación". (7)
Los himnos populares de nuestra revolución de 1810 anunciaban la
aparición en la faz del mundo de "una nueva y gloriosa nación",
recibiendo saludos de todos los libres, dirigidos "al gran pueblo
argentino". La musa de la libertad sólo veía "un pueblo
argentino", una nación argentina, y no muchas naciones, y no
catorce pueblos.
En el símbolo o escudo de armas argentinas aparece la misma idea,
representada por dos manos estrechadas formando un solo nudo sin
consolidarse: emblema de la unión combinada con la independencia.
Reaparece la misma idea en el acta célebre del 9 de julio de
1816, en que se lee: que preguntados los representantes de los
pueblos si querían que las provincias de la Unión fuesen una
Nación libre e independiente, reiteraron su voto llenos de santo
ardor por la independencia del país.
Tiene además en su apoyo el ejemplo del primer país de América y
del mundo, en cuanto a sistema de gobierno: los Estados Unidos de
Norteamérica.
Es aconsejado por la sana política argentina, y es hostia de paz
y de concordia entre los partidos, tan largo tiempo divididos, de
aquel país, ávido ya de reposo y de estabilidad.
Acaba de adoptarse oficialmente, por el acuerdo celebrado el 31
de mayo de 1852, entre los gobernadores de todas las Provincias
argentinas en San Nicolás de los Arroyos. Al mismo tiempo que ese
acuerdo declara llegado el caso de "arreglar por medio de un
congreso general federativo la administración general del país
bajo el sistema federal " (art. 2º), declara también "que las
Provincias son miembros de la Nación» (art. 5º), que el Congreso
sancionará una "constitución nacional "(art. 6º), y que los
diputados constituyentes deben persuadirse de que el bien de los
pueblos no se conseguirá "sino por la consolidación de un régimen
nacional, regalar y justo" (art. 7º). He ahí la consagración
completa de la teoría constitucional de que hemos tenido el honor
de ser órgano en este libro. Ahora será preciso que la
Constitución definitiva no se desvíe de esa base.
Europa misma nos ofrece dos ejemplos recientes en su apoyo: la
Constitución helvética de 12 de septiembre de 1848 y la
Constitución germánica ensayada en Francfort al mismo tiempo, en
que esas dos Confederaciones de la Europa han abandonado el
federalismo puro por el federalismo unitario, que proponemos.
XXII
Idea de la manera práctica de organizar el gobierno mixto que se
propone, tomada de los gobiernos federales de Norteamérica, Suiza
y Alemania. Cuestión electoral.
El mecanismo del gobierno general de Norteamérica nos ofrece una
idea del modo de hacer práctica la asociación de los principios
en la organización de las autoridades generales. Allí también,
como entre nosotros, se disputaban el poderío del gobierno las
dos tendencias, unitaria Federal, y la necesidad de amalgamarlas
en el seno de un sistema compuesto les sugirió un mecanismo que
puede ser aplicado a un orden de cosas semejante, con las
modificaciones exigidas por la especialidad de cada caso. La
asimilación discreta de un sistema adaptable en circunstancias
análogas no es la copia servil, que jamás puede ser discreta en
política constitucional. Indicaré el fondo del sistema sin
descender a pormenores que deben reglarse por las circunstancias
especiales del caso.
La ejecución del sistema mixto que proponemos será realizable por
la división del cuerpo legislativo general en dos cámaras: una
destinada a representar a las provincias en su soberanía local,
debiendo su elección, en segundo grado, a las legislaturas
provinciales, que deben ser conservadas; y otra que, debiendo su
elección al pueblo de toda la República, represente a éste, sin
consideración a localidades, y como si todas las Provincias
formasen un solo Estado argentino. En la primera Cámara serán
iguales las Provincias, teniendo cada una igual número de
representantes en la legislatura general; en la segunda estarán
representadas según el censo de la población, y naturalmente
serán desiguales.
Este doble sistema de representación igual y desigual en las dos
Cámaras que concurran a la sanción de ley, será el medio de
satisfacer dos necesidades del modo de ser actual de nuestro
país. Por una parte es necesario reconocer que, a pesar de las
diferencias que existen entre las provincias bajo el aspecto del
territorio, de la población y de la riqueza, ellas son iguales
como cuerpos políticos. Puede ser diverso su poder, pero el
derecho es el mismo. Así en la República de las siete Provincias
Unidas, Holanda estaba con algunos de los Estados federados en
razón de 1 a 19. Pero bajo otro aspecto, tampoco se puede
desconocer la necesidad de dar a cada Provincia en el Congreso
una representación proporcional a su población desigual, pues
sería injusto que Buenos Aires eligiese un diputado por cada
setenta mil almas y que La Rioja eligiese uno por cada diez mil.
Por ese sistema, las poblaciones más adelantadas de la República
vendrán a tener menos parte en el gobierno y dirección del país.
Así tendremos un Congreso general, formado de dos cámaras, que
será el eco de las Provincias y el eco de la Nación: Congreso
federativo y nacional a la vez, cuyas leyes serán la obra
combinada de cada Provincia en particular y de todas en general.
Si contra el sistema de dos cámaras legislativas se objetase el
ejemplo de Méjico, que no ha podido librarse de la anarquía a
pesar de él, también podría recordarse que la República Argentina
ha sido desgraciada las cuatro veces que ha ensayado la
representación legislativa por una sola cámara.
Para realizar la misma fusión de principios en la composición del
poder ejecutivo nacional, deberá éste recibir su elección del
pueblo o de las legislaturas de todas las Provincias, en cuyo
sentido será por origen y carácter un gobierno nacional y
federativo perfectamente en cuanto al ejercicio de sus funciones,
por la limitación que su poder recibirá de la acción de los
gobiernos provinciales.
Igual carácter mixto ofrecerá el poder judiciario federal, si ha
de deber la promoción de sus miembros al Poder ejecutivo general
que represente la nacionalidad del país, y al acuerdo de la
cámara o sección legislativa que represente las Provincias en su
soberanía particular; y si sus funciones se limitasen a conocer
de la constitucionalidad de los actos públicos, dejando a las
judicaturas provinciales el conocimiento de las controversias de
dominio privado.
El Gobierno general de los Estados Unidos no es el único que
ofrezca el mecanismo empleado para asociar en la formación de las
autoridades generales los dos elementos unitario y federal. No
hay federación célebre y digna de figurar como modelo que no
presente igual ejemplo en el día. Es que todas ellas sienten la
misma necesidad inherente a su complexión de centralizar sus
medios de libertad, de orden y de engrandecimiento. En América,
los Estados Unidos, y en Europa, Suiza y Alemania, han abandonado
el federalismo puro por el federalismo unitario en la
constitución de su gobierno general.
Suiza fue una federación de Estados y no un Estado federativo
hasta 1798. Asociados sucesivamente desde el siglo XIV con la
mira de su defensa común y no de hacer vida solidaria, sus
cantones resistieron siempre toda idea de centralización. Medio
francesa y vecina de Francia, fue Suiza la primera en recibir la
influencia unitaria de la revolución de 1789. La revolución le
llevó en las puntas de las bayonetas el dogma de las Repúblicas
unas e indivisibles. Pero las tradiciones del país resistieron
profundamente esa unidad.
Napoleón con su tacto de estado comprendió la necesidad de
respetar la historia y los antecedentes; y en su acta de
mediación de 1802 restableció las constituciones cantonales, sin
desatender la unidad de Suiza, conservando el equilibrio del
poder central y de la libertad de los cantones. Bajo el tratado
de Viena de 1815 volvió Suiza al federalismo puro. Hasta 1848 fue
incesante la lucha del Sonderbund—liga parcial de los cantones
que defendían la descentralización—con los partidarios de la
unidad nacional.
Como en Norteamérica en 1787, los dos principios rivales de Suiza
encontraron la paz en la Constitución de 12 de septiembre de
1848. La idea de Napoleón de 1802 es la base del sistema que
tiene por objeto ensanchar las prerrogativas del poder central.
Comienza la Constitución por reconocer la soberanía de los
cantones, pero subordinándola a la del Estado. Considera los
cantones como un elemento de la nación, pero arriba de la
consideración de los intereses locales coloca el interés de la
patria común.
En la organización del poder central prevalece completamente
nuestra idea, o más bien la idea americana. La autoridad suprema
de Suiza es ejercida por una asamblea federal dividida en dos
secciones, a saber: un consejo nacional y otro de los Estados o
cantones. El Consejo Nacional se compone de diputados del pueblo
suizo, elegidos por votación directa, en razón de uno por veinte
mil almas; y el Consejo de los cantones se compone de cuarenta y
cuatro miembros, nombrados por los Estados cantonales, a razón de
dos por cada cantón. Al favor de ese sistema, Suiza posee hoy el
poder de cohesión y de unidad, que faltó siempre a sus adelantos,
sin caer en la unidad excesiva que le impuso el Directorio
francés, y que Napoleón tuvo el buen sentido de cambiar por el
sistema mixto, que se ha restablecido en 1848.
Estrechar el vinculo que une los Estados federados de Alemania y
hacer de esta federación de Estados UN Estado federativo fue todo
el propósito del Parlamento de Francfort, al dar la Constitución
alemana de 1848. Ella sentaba como principio la superioridad de
la autoridad general sobre las autoridades particulares,
declarando sin embargo que los Estados conservan su independencia
en cuanto no era limitada por la constitución del Imperio, y
guardaban sus dignidades y derechos no delegados expresamente a
la autoridad central. Daba el poder legislativo a un parlamento
compuesto de dos cámaras, bajo los nombres de Cámara de los
Estados y Cámara del pueblo, elegidos por sistemas diferentes. El
poder de las tradiciones seculares de aislamiento de ese país y
las dimensiones de los principales reinos de que consta fueron
causa de que quedase sin efecto el ensayo constitucional de
Francfort, que representa a pesar de eso el anhelo ardiente y
general de Alemania por la centralización del gobierno.
Vemos, pues, que en Europa, lo mismo que en América, las
federaciones tienden a estrechar más y más su vínculo de unión y
a dilatar la esfera de acción civilizadora y progresista del
gobierno central o federal. Si los países que nunca han formado
un Estado propenden a realizarlo, ¿qué no deberán hacer los que
son fracciones de una unidad que ha existido por dos siglos?
Sistema electoral. En cuanto al sistema electoral que haya de
emplearse para la formación de los poderes públicos—punto
esencialísimo de la paz y prosperidad de estas Repúblicas—, la
Constitución argentina no debe olvidar las condiciones de
inteligencia y de bienestar material exigidas por la prudencia en
todas partes, como garantías de la pureza y acierto del sufragio;
y al fijar las condiciones de elegibilidad, debe tener muy
presente la necesidad que estos países escasos de hombres tienen
de ser poco rígidos en punto a nacionalidad de origen. Países que
deben formarse y aumentarse con extranjeros de regiones más
ilustradas que las nuestras, no deben cerrarles absolutamente las
puertas de la representación, si quieren que ésta se mantenga a
la altura de la civilización del país.
La inteligencia y la fortuna en cierto grado no son condiciones
que excluyan la universalidad del sufragio, desde que ellas son
asequibles para todos mediante la educación y la industria.
Sin una alteración grave en el sistema electoral de la República
Argentina, habrá que renunciar a la esperanza de obtener
gobiernos dignos por la obra del sufragio.
Para obviar los inconvenientes de una supresión brusca de los
derechos de que ha estado en posesión la multitud, podrá
emplearse el sistema de elección doble y triple, que es el mejor
medio de purificar el sufragio universal sin reducirlo ni
suprimirlo, y de preparar las masas para el ejercicio futuro del
sufragio directo.
Todo el éxito del sistema republicano en países como los nuestros
depende del sistema electoral. No hay pueblo, por limitado que
sea, al que no pueda aplicarse la República, si se sabe adaptar a
su capacidad el sistema de elección o de su intervención en la
formación del poder y de las leyes. A no ser por eso, jamás
habría existido la República en Grecia y en Roma, donde el pueblo
sufragante sólo constaba de los capaces, es decir, de una minoría
reducidísima en comparación del pueblo inactivo.
Y para que la misma regla de fusión presida la formación de los
gobiernos provinciales, la Constitución tendrá que dejar a las
Provincias sus legislaturas, sus gobernadores y sus jueces de
primera y segunda instancia, más o menos como hoy existen, en
cuanto a su modo de formación o elección, se entiende, no así en
lo tocante a los objetos y extensión de sus facultades.
Legislaturas o consejos de administración, gobernadores o juntas
económicas, ¿qué importan los nombres? Los objetos y la extensión
de su poder es lo que ha de verse.
XXIII
Continuación del mismo asunto. Objetos y facultades del gobierno
general.
La creación de un gobierno general supone la renuncia o el
abandono de cierta porción de facultades por parte de los
gobiernos provinciales. Dar una parte del gobierno local, y
pretender conservarlo integro, es como restar de cinco dos, y
pretender que queden siempre cinco (8).
Según esto, pedir un gobierno general es consentir en el abandono
de la parte del gobierno provincial que ha de servir para la
formación del gobierno general; y rehusar esa porción de poder,
bajo cualquier pretexto, es oponerse a que exista una nación, sea
unitaria o federativa. La federación, lo mismo que la unidad,
supone el abandono de una cantidad de poder local, que se delega
al poder federal o central.
Pero no será gobierno general el gobierno que no ejerza su
autoridad, que no se haga obedecer en la generalidad del suelo
del país y por la generalidad de los habitantes que lo forman,
porque un gobierno que no gobierna es una palabra que carece de
sentido. El gobierno general, pues, si ha de ser un hecho real y
no una mentira, ha de tener poder en el interior de las
Provincias, que forman el Estado o cuerpo general de nación, o de
lo contrario será un gobierno sin objeto, o por mejor decir, no
será gobierno.
De aquí resulta que constituir o formar un gobierno general, es
lo mismo que constituir o formar objetos generales de gobierno.
En este sentido la palabra constituir el país quiere decir
consolidar, uniformar, nacionalizar ciertos objetos, en cuanto a
su régimen de gobierno.
Discutir ciertas cosas es hacer dudosa su verdad y conveniencia;
una de ellas es la necesidad de generalizar y unir ciertos
intereses, medios y propósitos de las Provincias argentinas, para
dirigirlos por un gobierno común y general. En política, como en
industria, nada se consigue sin unión de las fuerzas y facultades
dispersas. Esta comparación es débil por insuficiente. En
política, no hay existencia nacional, no hay Estado, no hay
cuerpo de nación, si no hay consolidación o unión de ciertos
intereses, medios y propósitos, como no hay vida en el ser
orgánico cuando las facultades vitales cesan de propender a un
solo fin.
La unión argentina constituye nuestro pasado de doscientos años y
forma la base de nuestra existencia venidera. Sin la unión de los
intereses argentinos, habrá Provincias argentinas, no República
Argentina, ni pueblo argentino: habrá riojanos, cuyanos,
porteños, etc., no argentinos.
Una provincia en sí es la impotencia misma, y nada hará jamás que
no sea provincial, es decir, pequeño, oscuro, miserable,
provincial, en fin, aunque la provincia se apellide Estado.
Sólo es grande lo que es nacional o federal. La gloria que no es
nacional, es doméstica, no pertenece a la historia. El cañón
extranjero no saluda jamás una bandera que no es nacional. Sólo
ella merece respeto, porque sólo ella es fuerte.
Caminos de fierro, canales, puentes, grandes mejoras materiales,
empresas de colonización, son cosas superiores a la capacidad de
cualquier provincia aislada, por rica que sea. Esas obras piden
millones; y esta cifra es desconocida en el vocabulario
provincial.
Pero ¿cuáles objetos y hasta qué grado serán sometidos a la
acción del gobierno general? o lo que es lo mismo, ¿cuáles serán
las atribuciones o poderes concedidos por las Provincias al
gobierno general, creado por todas ellas?
Para la solución de este problema debemos acudir a nuestra fuente
favorita: los hechos anteriores, los antecedentes, las
condiciones de la vida normal del país. Si los legisladores
dejasen siempre hablar a los hechos, que son la voz de la
Providencia y de la historia, habría menos disputas y menos
pérdida de tiempo. La República Argentina no es un pueblo que
esté por crearse, no se compone de gentes desembarcadas ayer y
venidas de otro mundo para constituirse recién. Es un pueblo con
más de dos siglos de existencia, que tiene instituciones antiguas
y modernas, desquiciadas e interrumpidas, pero reales y
existentes en cierto modo.
Así, muchos de los que han de ser objetos del gobierno general
están ya generalizados de antemano, por actos solemnes y
vigentes.
Uno de ellos es el territorio argentino, sobre cuya extensión,
integridad y límites están de acuerdo Europa, América y los
geógrafos, salvo pequeñas discusiones sobre fronteras externas.
Bajo el nombre de República o Confederación Argentina, todo el
mundo reconoce un cierto y determinado territorio, que pertenece
a una asociación política, que no se equivoca ni confunde con
otra.
Los colores nacionales, sancionados por ley de 26 de febrero de
1818 del Congreso general de las Provincias Unidas de aquella
época, se han considerado por todos los partidos y gobiernos como
colores nacionales: tales son el blanco y el azul, en el modo y
forma hasta ahora acostumbrados (palabra de la ley que sancionó
la inspiración del pueblo). El mundo exterior no conoce otros
colores argentinos que esos.
La unidad diplomática o de política exterior es otro objeto del
gobierno general, que en cierto modo ha existido hasta hoy en la
República Argentina, en virtud de la delegación que las
Provincias argentinas, aisladas o no, han hecho en el gobernador
de Buenos Aires, de la facultad de representarlas en tratados y
en diferencias exteriores, en que todas ellas han figurado
formando un solo país. Pero ese hecho debe de recibir una
organización más completa en la Constitución. El gobierno
exterior del país comprende atribuciones legislativas y
judiciales, cuyo ejercicio no puede ser entregado al poder
ejecutivo de una provincia sin crear la dictadura exterior del
país. Son objetos pertenecientes al gobierno exterior de todo
país la paz, la guerra, la navegación, el comercio, las alianzas
con las potencias extranjeras, y otros varios, que por su
naturaleza son del dominio del poder legislativo; y no existiendo
en nuestro país un poder legislativo permanente, quedará sin
ejercicio ni autoridad esa parte exterior del gobierno de la
República Argentina, de que depende toda su prosperidad, como se
ha demostrado en todo este escrito. Así, pues, la vida, la
existencia exterior del país, será inevitablemente uno de los
objetos que se constituyan nacionales. En este punto la
consolidación deberá ser absoluta e indivisible. Para el
extranjero, es decir, para el que ve de fuera la República
Argentina, ésta debe ser una e indivisible: múltiple por dentro y
unitaria por fuera. La necesidad y conveniencia de este sistema
ha sido reconocida invariablemente hasta por los partidarios del
aislamiento absoluto en el régimen interior. Todos los tratados
existentes entre la República Argentina y las naciones
extranjeras están celebrados sobre esa base, y sería imposible
celebrarlos de otro modo. La idea de un tratado de comercio
exterior, de una declaración de guerra extranjera, de
negociaciones diplomáticas, celebrados o declarados por una
provincia aislada, seria absurda y risible (9).
Tenemos, pues, que en materia de negocios exteriores, tanto
políticos como comerciales, la República Argentina debe ser un
solo Estado, y como Estado único no debe tener más que un solo
gobierno nacional o federal.
La aduana exterior, aunque no está nacionalizada, es un objeto
nacional, desde que toda la República paga los derechos de aduana
marítima, que sólo percibe la Provincia de Buenos Aires,
exclusivo puerto de un país que puede y debe tener muchos otros,
aunque la aduana deba ser una y nacional en cuanto al sistema de
percepción y aplicación del producto de sus rentas.
Los demás objetos que el Congreso deberá constituir como
nacionales y generales, en cuanto a su arreglo, gobierno y
dirección permanente, se hallan felizmente acordados ya y
señalados como bases futuras de organización general en actos
públicos que envuelven compromisos solemnes.
El tratado litoral, firmado en Santa Fe el 4 de enero de 1831 por
tres Provincias importantísimas de la República, al que después
han adherido todas y acaba de ratificarse por el acuerdo de San
Nicolás de 31 de mayo de 1852, señala como objetos cuyo arreglo
será del resorte del Congreso general:
La administración general del país bajo el sistema federal.
El comercio interior y exterior.
La navegación.
El cobro y la distribución de las rentas generales.
El pago de la deuda de la República.
Todo lo conveniente a la seguridad y el engrandecimiento de la
República en general.
Su crédito interior y exterior.
El cuidado de proteger y garantizar la independencia, libertad y
soberanía de cada Provincia.
Estas bases son preciosas. Ellas han hecho y formado su trabajo
al Congreso constituyente en una parte esencialísima de su obra.
Por ellas conocemos ya cuáles son los objetos que han de
constituirse nacionales o federales, y sabemos que esos objetos
han de depender, para su arreglo y gobierno, del Congreso
general.
Esas bases son tan ricas y fecundas, que el Congreso sólo tendrá
que deducir sus consecuencias naturales, para obtener el catálogo
de todos los objetos que han de declararse y constituirse
nacionales y subordinados al gobierno general de toda la
República.
Consignándolas una a una en el texto de la futura Constitución
federal, tendrá señaladas las principales atribuciones del poder
legislativo permanente. Las demás serán deducciones de ellas.
La facultad de establecerá reglar la administración general del
país bajo el sistema federal, deferida al Congreso argentino por
el tratado litoral de 1831, envuelve el poder de expedir el
código o leyes, del régimen interior general de la Confederación.
Los objetos naturales de estas leyes, es decir, los grandes
objetos comprendidos en la materia de la administración general,
serán el establecimiento de la jerarquía o escala gradual de los
funcionarios y sus atribuciones, por cuyo medio reciban su
completa ejecución las decisiones del gobierno central de la
Confederación en los ramos asignados a su jurisdicción y
competencia nacionales.
Respetando el principio de las soberanías provinciales, admitido
como base constitucional, ese arreglo administrativo sólo deberá
comprender los objetos generales y de provincia a provincia, sin
entrar en el mecanismo interior de éstas. Así, el régimen
municipal y de administración interna de cada provincia serán del
resorte exclusivo de sus legislaturas, en la parte que no se
hubiese delegado al gobierno general.
En cuanto a los funcionarios o agentes del gobierno general,
ellos podrán ser a la vez, según los objetos, los mismos
empleados provinciales y otros nombrados directamente por el
gobierno general sujetos a su autoridad.
Como la administración interior de un país abraza los ramos de
gobierno, hacienda, milicias, comercio, industria, etc., el poder
administrativo deferido al Congreso comprenderá naturalmente el
de reglamentar todos esos ramos en la parte que se declaren
objetos del gobierno general.
Por eso es que el tratado de Santa Fe enumera a continuación de
ese objeto, entre los que han de constituirse generales y
reglamentarse por el gobierno federal, el comercio interior y
exterior y la navegación.
El comercio interior y exterior y la navegación forman un mismo
objeto, porque la navegación consiste en el tráfico marítimo, que
como el terrestre son ramos accesorios del comercio general.
La navegación como el comercio se dividirá en exterior e interior
o fluvial, y ambos serán objetos declarados nacionales, y
dependientes, en su arreglo y gobierno, de las autoridades
federales o centrales.
Asignar al gobierno general el arreglo del comercio interior y
exterior es darle la facultad de reglar las monedas, los correos,
el peajes las aduanas, que son cosas esencialmente dependientes y
conexas con la industria comercial. Luego estos objetos deben ser
declarados nacionales, y su arreglo entregado por la Constitución
exclusivamente al gobierno general. Y no podría ser de otro modo;
porque con catorce aduanas, catorce sistemas de monedas, pesos y
medidas, catorce direcciones diversas de postas y catorce
sistemas de peajes seria imposible la existencia, no digo el
progreso, del comercio argentino, de que ha de depender toda la
prosperidad de la Confederación. El artículo 16 del acuerdo del
31 de mayo de 1852 consagra este principio.
Asignar al gobierno general el arreglo del cobro y distribución
de las rentas generales es darle el poder de establecer los
impuestos generales que han de ser fuente de esas rentas. Hablar
de rentas generales es convenir en impuestos generales. Es además
consentir en que habrá intereses de fondos públicos nacionales,
productos de ventas nacionales, comisos por infracciones de
aduanas nacionales, que son otras tantas fuentes de renta
pública. Es consentir, en una palabra, en que habrá un tesoro
nacional o federal, fundado en la nacionalidad de aquellos
objetos.
El pago de la deuda de la República, atribuido en su arreglo al
gobierno general, supone en primer lugar la nacionalización de
ciertas deudas, supone que hay o habrá deudas nacionales o
federales; y en segundo lugar, supone en el gobierno común o
federal el poder de endeudarse en nombre de la Confederación, o
lo que es lo mismo, de contraer deudas, de levantar empréstitos a
su nombre. Supone, en fin, la posibilidad y existencia de un
crédito nacional.
Constituir un crédito nacional o federal, es decir, unir las
Provincias para contraer deudas y tomar dinero prestado en el
extranjero, con hipoteca de las rentas y de las propiedades
unidas de todas ellas, es salvar el presente y el porvenir de la
Confederación.
El dinero es el nervio del progreso y del engrandecimiento, es el
alma de la paz y del orden, como es el agente rey de la guerra.
Sin él la República Argentina no tendrá caminos, ni puentes, ni
obras nacionales, ni ejército, ni marina, ni gobierno general, ni
diplomacia, ni orden, ni seguridad, ni consideración exterior.
Pero el medio de tenerlo en cantidad capaz de obtener el logro de
estos objetos y fines (y no simplemente para pagar empleados,
como hasta aquí ) es el crédito nacional, es decir, la
posibilidad de obtenerlo por empréstitos garantizados con la
hipoteca de todas las rentas y propiedades provinciales unidas y
consolidadas a este fin. Es sensatísima la idea de establecer una
deuda federal o nacional, de entregar su arreglo a la
Confederación o unión de todas las Provincias en la persona de un
gobierno común o general.
Asignar al Congreso de la Confederación la facultad de proveer a
todo lo que interese a la seguridad y engrandecimiento de la
República en general, es hacer del orden interior y exterior uno
de los grandes fines de la Constitución, y del engrandecimiento y
prosperidad otro de igual rango. Es también dar al gobierno
general el poder de levantar y reglamentar un ejército federal
destinado al mantenimiento de ese orden interno y externo; como
asimismo el de levantar fondos para la construcción de las obras
nacionales exigidas por el engrandecimiento del país. Y en
efecto, el solo medio de obtener la paz entre las Provincias
confederadas, y entre la Confederación toda y las naciones
extranjeras, el único medio de llevar a cabo la construcción de
la grandes vías de comunicación, tan necesarias a la población y
al comercio como a la acción del poder central, es decir, a la
existencia de la Confederación, será el encargar de la
vigilancia, dirección y fomento de esos intereses al gobierno
general de la Confederación, y consolidar en un solo cuerpo de
nación las fuerzas y los medios dispersos del país, en el interés
de esos grandes y comunes fines. Las más de estas bases acaban de
recibir su sanción en el acuerdo de 31 de mayo de 1852 celebrado
en San Nicolás.
XXIV
Continuación del mismo asunto. Extensión de las facultades y
poderes del gobierno general.
Determinados los objetos sobre que ha de recaer la acción del
gobierno general de la Confederación, vendrá la cuestión de
saber: ¿hasta dónde se extenderá su acción o poder sobre esos
objetos, a fin de que la soberanía provincial, admitida también
como base constitucional, quede subsistente y respetada?
Sobre los objetos declarados del dominio del gobierno federal, su
acción debe ser ilimitada, o más bien, no debe reconocer otros
límites que la Constitución y la necesidad de los medios
convenientes para hacer efectiva la Constitución. Como poder
nacional, sus resoluciones deben tener supremacía sobre los actos
de los gobiernos provinciales, y su acción en los objetos de su
jurisdicción no debe tener obstáculo ni resistencia. Así, por
ejemplo, si se trata de recursos pecuniarios para asegurar la
defensa de la Confederación contra una agresión insolente o
destructora de su independencia, usando de su poder de imposición
el Congreso debe tener la facultad de establecer cuantas
contribuciones creyese necesarias, en todas juntas y en cada una
de las Provincias confederadas.
De otro modo, su poder no será general, sino en el nombre. Siendo
uno y nacional el país en los objetos constituidos de dominio del
gobierno federal o común, para la acción de este gobierno
nacional deben ser como no existentes los gobiernos provinciales.
El debe tener facultad de obrar sobre todos los individuos de la
Confederación, sobre todos los habitantes de las Provincias, no
al favor de los gobiernos locales, sino directa e inmediatamente,
como sobre ciudadanos de un mismo país y sujetos a un mismo
gobierno general. No olvidemos que la Confederación ha de ser no
una simple liga de gobiernos locales, sino una fusión o
consolidación de los habitantes de todas las Provincias en un
Estado general federativo, compuesto de soberanías provinciales,
unidas y consolidadas para ciertos objetos, sin dejar de ser
independientes en ciertos otros. Esta forma mixta y compuesta, de
que no faltan ejemplos célebres en América, hace que el país sea
a la vez una reunión de provincias independientes y soberanas en
ciertos ramos, y una nación sola, refundida y consolidada en
ciertos otros.
La soberanía provincial, acordada por base, quedará subsistente y
respetada en todo aquello que no pertenezca a los objetos
sometidos a la acción exclusiva del gobierno general, que serán
por regla fundamental de derecho público todos aquellos que
expresamente no atribuya la Constitución al poder del gobierno
federativo o central.
Quedará subsistente, sobre todo, el poder importantísimo de
elegir sus propias autoridades sin injerencia del poder central
de darse su Constitución provincial, de formar y cubrir su
presupuesto de gastos locales con la misma independencia.
Este gobierno, general y local a la vez, será complicado y
difícil, pero no por ello dejará de ser el único gobierno posible
para la República Argentina. Las formas simples y puras son más
fáciles, pero todos ven que la República Argentina es tan incapaz
de una pura y simple federación como de una pura y simple unidad.
Necesita, por circunstancias, de una federación unitaria o de una
unidad federativa.
Esta fórmula de solución no es original. Es la que resolvió la
crisis de ocho años de vergüenza, de pobreza y de desquicio por
la cual pasó la Confederación de Estados Unidos antes de darse la
forma mixta que hoy tiene. Allí, como en la República Argentina,
luchando los dos principios unitario y federativo, y convencidos
de la incapacidad de destruirse uno a otro, hicieron la paz y
tomaron asiento unidos y combinados en la Constitución admirable
que hoy los rige.
No se triunfa de un principio por las bayonetas; se lo desarma
instantáneamente, se lo priva de sus soldados, de su bandera, de
su voz, por un azar militar; pero el principio, lejos de morir,
se inocula en el vencedor mismo, y triunfa hasta por medio de sus
enemigos. Así el principio unitario de gobierno, aunque se lo
suponga muerto por algunos en la República Argentina, no lo está,
y debe ser consignado con lealtad en la Constitución general, en
la parte que le corresponda, y en combinación discreta y sincera
con el principio de soberanía provincial o federal, según la
fórmula que hemos dado.
La aplicación de esa fórmula a nuestro país no es un expediente
artificioso para escamotear la soberanía provincial. Yo califico
de inhábil todo artificio dirigido a fascinar la sagacidad del
espíritu provincial, y una constitución pérfida y falaz lleva
siempre el germen de muerte en sus entrañas. Es la adopción leal
y sincera de una solución, que los antecedentes del país hacen
inevitable y única.
Tampoco será plagio ni copia servil de una fórmula exótica. Deja
de ser exótica desde que es aplicable a la organización del
gobierno argentino; y no será copia servil desde que se aplique
con las modificaciones exigidas por la manera de ser especial del
país, a cuyas variaciones se presta esa fórmula como todas las
fórmulas conocidas de gobierno.
Bajo el gobierno español, nuestras Provincias compusieron un solo
virreinato, una sola colonia. Los Estados Unidos, bajo la
dominación inglesa, fueron tantas colonias o gobiernos
independientes absolutamente unos de otros como Estados. Cada
Estado de Norteamérica era mayor en población que toda la actual
Confederación Argentina; cada provincia de ésta es menor que el
condado o partido en que se subdividen aquellos Estados. Este
antecedente, por ejemplo, hará que en la adopción argentina del
gobierno compuesto de la América del Norte, entre más porción de
centralismo, más cantidad de elemento nacional, que en el Sistema
de Norteamérica.
Y aunque las distancias sean un obstáculo real para el
centralismo paro, no lo serán para el centralismo relativo o
parcial que proponemos, desde que hemos visto en nuestra misma
América española bajo el antiguo régimen vastísimos imperios o
reinados, administrados con más inteligencia que en nuestro
tiempo por virreyes que apenas habitaban la provincia metrópoli.
Ni debemos olvidar, en cuanto a esto, que las leyes civiles y
criminales, el arreglo concejil o municipal la planta financiera
o fiscal, que hasta hoy poseen las Provincias argentinas, fueron
dados por un gobierno que residía a dos mil leguas de América, lo
que demuestra que la distancia no excluye absolutamente todo
centralismo. Dije que las Provincias no podrían dar parte de su
poder al gobierno central, y retener al mismo tiempo ese poder
que daban. De consiguiente, todos los poderes deferidos al
gobierno general serán otros tantos poderes de que se desprendan
ellas.
Según eso, todas las cosas que pueda hacer el gobierno general
serán otras tantas cosas que no puedan hacer los gobiernos de
provincia.
Las Provincias no podrán injerirse en el sistema o arreglo
general de postas y correos.
No deberán expedir reglamento, ni dar ley sobre comercio interior
o exterior, ni sobre navegación interior, ni sobre monedas, pesos
y medidas, ni sobre rentas o impuestos que se hubiesen declarado
nacionales, ni sobre el pago de la deuda pública.
No podrán alterar los colores simbólicos de la República.
No podrán celebrar tratados con países extranjeros, recibir sus
ministros, ni declararles guerra.
No podrán hacer ligas parciales de carácter político, y se darán
por abolidas todas las existentes.
No podrán tener ejércitos locales.
No podrán crear aduanas interiores o de provincia.
No podrán levantar empréstitos en el extranjero con gravamen de
sus rentas.
No podrán absolutamente ejercer esos poderes, porque serán
poderes delegados al gobierno de la Confederación, de un modo
constitucional e irrevocable, por otro medio que no sea el
establecido por la Constitución misma.
Nada de eso pueden hacer los Estados aislados, en la
Confederación de Norteamérica, a pesar de su soberanía local.
Si las Provincias argentinas rehusasen admitir un sistema
semejante de gobierno, si no consintiesen en desprenderse de esos
poderes, al mismo tiempo que aseguran querer un gobierno general,
en tal caso se diría con fundamento que no querían ni federación
ni unidad, ni gobierno general de ningún género (10).
XXV
Continuación del mismo objeto. Extensión relativa de cada uno de
los poderes nacionales. Papel y misión del poder ejecutivo en la
América del Sur. Ejemplo de Chile
Este sería el lagar de hablar de las atribuciones respectivas que
hayan de tener los tres poderes, ejecutivo, legislativo y
judicial del gobierno de la Confederación. Pero limitándose el
objeto de este libro a designar las bases y miras generales, en
vista de las cuales haya de concebirse la nueva Constitución, sin
descender a pormenores, no me ocuparé en estudiar los deslindes
del poder respectivo de cada una de las ramas del gobierno
general, por ser materia de aplicación lógica, y ajena de mi
trabajo sobre bases generales.
Llamaré únicamente la atención, sin salir de mi objeto, a dos
puntos esenciales que han de tenerse en vista en la constitución
del poder ejecutivo, tanto nacional como provincial. Este es uno
de los rasgos en que nuestra Constitución hispanoargentina debe
separarse del ejemplo de la Constitución federal de los Estados
Unidos.
"Ha de continuar el virrey de Buenos Aires con todo el lleno de
la superior autoridad y omnímodas facultades que le conceden mi
real título e instrucción, y las leyes de las Indias", decía el
artículo 2º de la Ordenanza de Intendentes para el virreinato de
Buenos Aires.
Tal era el vigor del poder ejecutivo en nuestro país antes del
establecimiento del gobierno independiente.
Bien sabido es que no hemos hecho la revolución democrática en
América para restablecer ese sistema de gobierno que antes
existía, ni se trata de ello absolutamente; pero si queremos que
el poder ejecutivo de la democracia tenga la estabilidad que el
poder ejecutivo realista, debemos poner alguna atención en el
modo como se había organizado aquél para llevar a efecto su
mandato.
El fin de la revolución estará salvado con establecer el origen
democrático y representativo del poder, y su carácter
constitucional y responsable. En cuanto a su energía y vigor, el
poder ejecutivo debe tener todas las facultades que hacen
necesarios los antecedentes y las condiciones del país y la
grandeza del fin para que es instituido. De otro modo, habrá
gobierno en el nombre, pero no en la realidad; y no existiendo
gobierno, no podrá existir la Constitución, es decir, no podrá
haber ni orden, ni libertad, ni Confederación Argentina.
Los tiempos y los hombres que recibieron por misión proclamar y
establecer en la América del Sur el dogma de la soberanía radical
del pueblo, no podían ser adecuados para constituir la soberanía
derivado y delegada del gobierno. La revolución que arrebató la
soberanía a los reyes para darla a los pueblos no ha podido
conseguir después que éstos la deleguen en gobiernos patrios tan
respetados como los gobiernos regios; y la América del Sur se ha
visto colocada entre la anarquía y la omnipotencia de la espada
por muchos años.
Dos sistemas se han ensayado en la extremidad meridional de la
América antes española, para salir de esa posición. Buenos Aires
colocó la omnipotencia del poder en las manos de un solo hombre,
erigiéndole en hombre ley en hombre código. Chile empleó una
constitución en vez de la voluntad discrecional de un hombre; y
por esa constitución dio al poder ejecutivo los medios de hacer
respetar con la eficacia de que es capaz la dictadura misma.
El tiempo ha demostrado que la solución de Chile es la única
racional en repúblicas que poco antes fueron monarquías.
Chile ha hecho ver que entre la falta absoluta de gobierno y el
gobierno dictatorial hay un gobierno regular posible; y es el de
un presidente constitucional que pueda asumir las facultades de
un rey en el instante que la anarquía le desobedece como
presidente republicano.
Si el orden, es decir, la vida de la constitución, exige en
América esa elasticidad del poder encargado de hacer cumplir la
constitución, con mayor razón la exigen las empresas que
interesan al progreso material y al engrandecimiento del país. Yo
no veo por qué en ciertos casos no puedan darse facultades
omnímodas para vencer el atraso y la pobreza, cuando se dan para
vencer el desorden, que no es más que el hijo de aquellos.
Hay muchos puntos en que las facultades especiales dadas al poder
ejecutivo pueden ser el único medio de llevar a cabo ciertas
reformas de larga, difícil e insegura ejecución, si se entregan a
legislaturas compuestas de ciudadanos más prácticos que
instruidos, y más divididos por pequeñas rivalidades que
dispuestos a obrar en el sentido de un pensamiento común.
Tales son las reformas de las leyes civiles y comerciales, y en
general todos esos trabajos que por su extensión considerable, lo
técnico de las materias y la necesidad de unidad en su plan y
ejecución, se desempeñan mejor y más pronto por pocas manos
competentes que por muchas y mal preparadas.
Yo no vacilaría en asegurar que de la constitución del poder
ejecutivo, especialmente, depende la suerte de los Estados de la
América del Sur.
Llamado ese poder a defender y conservar el orden y la paz, es
decir, la observancia de la Constitución y de las leyes, se puede
decir que a él sólo se halla casi reducido el gobierno en estos
países de la América antes española. ¿Qué importa que las leyes
sean brillantes, si no han de ser respetadas? Lo que interesa es
que se ejecuten, buenas o malas; ¿pero cómo se obtendrá su
ejecución si no hay un poder serio y eficaz que las haga
ejecutar?
¿Teméis que el ejecutivo sea su principal infractor? En tal caso
no habría más remedio que suprimirlo del todo. ¿Pero podríais
vivir sin gobierno? ¿Hay ejemplo de pueblo alguno sobre la tierra
que subsista en un orden regular sin gobierno alguno? No: luego
tenéis necesidad vital de un gobierno o poder ejecutivo. ¿Lo
haréis omnímodo y absoluto, para hacerlo más responsable, como se
ha visto algunas veces durante las ansiedades de la revolución?
No: en vez de dar el despotismo a un hombre, es mejor darlo a la
ley. Ya es una mejora el que la severidad sea ejercida por la
Constitución y no por la voluntad de un hombre. Lo peor del
despotismo no es su dureza, sino su inconsecuencia, y sólo la
Constitución es inmutable.
Dad al poder ejecutivo todo el poder posible, pero dádselo por
medio de una constitución.
Este desarrollo del poder ejecutivo constituye la necesidad
dominante del derecho constitucional de nuestros días en
Sudamérica. Los ensayos de monarquía, los arranques dirigidos a
confiar los destinos públicos a la dictadura, son la mejor prueba
de la necesidad que señalamos. Esos movimientos prueban la
necesidad, sin dejar de ser equivocados y falsos en cuanto al
medio de llenarla.
La división que hemos hecho al principio del derecho
constitucional hispanoamericano en dos épocas, es aplicable
también a la organización del poder ejecutivo. En la primera
época constitucional se trataba de debilitar el poder hasta lo
sumo, creyendo servir de ese modo a la libertad. La libertad
individual era el grande objeto de la revolución, que veía en el
gobierno un elemento enemigo, y lo veía con razón, porque así
había sido bajo el régimen destruido. Se proclamaban las
garantías individuales y privadas, y nadie se acordaba de las
garantías públicas, que hacen vivir a las garantías privadas.
Ese sistema, hijo de las circunstancias, llegó a hacer imposible,
en los Estados de la América insurrecta contra España, el
establecimiento del gobierno y del orden. Todo fue anarquía y
desorden, cuando el sable no se erigió en gobierno por sí mismo.
Esa situación de cosas llega a nuestros días (1852).
Pero hemos venido a tiempos y circunstancias que reclaman un
cambio en el derecho constitucional sudamericano, respecto de la
manera de constituir el poder ejecutivo.
Las garantías individuales proclamadas con tanta gloria,
conquistadas con tanta sangre, se convertirán en palabras vanas,
en mentiras relumbrosas, si no se hacen efectivas por medio de
las garantías públicas. La primera de éstas es el gobierno, el
poder ejecutivo revestido de la fuerza capaz de hacer efectivos
el orden constitucional y la paz, sin los cuales son imposibles
la libertad, las instituciones, la riqueza, el progreso.
La paz es la necesidad que domina todas las necesidades públicas
de la América del Sur. Ella no necesitaría sino de la paz para
hacer grandes progresos.
Pero no olvidéis: la paz sólo viene por el camino de la ley. La
Constitución es el medio más poderoso de pacificación y de orden.
La dictadura es una provocación perpetua a la pelea; es un
sarcasmo, un insulto sangriento a los que obedecen sin reserva.
La dictadura es la anarquía constituida y convertida en
institución permanente. Chile debe la paz a su Constitución, y no
hay paz durable en el mundo que no repose en un pacto expreso,
conciliatorio de los intereses públicos y privados.
La paz de Chile, esa paz de dieciocho años continuos en medio de
las tempestades extrañas, que le ha hecho honor de la América del
Sur, no viene de la forma del suelo, ni de la índole de los
chilenos, como se ha dicho; viene de su Constitución. Antes de
ella, ni el suelo ni el carácter nacional impidieron a Chile
vivir anarquizado por quince años. La Constitución ha dado el
orden y la paz, no por acaso, sino porque fue ése su propósito,
como lo dice su preámbulo. Lo ha dado por medio de un poder
ejecutivo vigoroso, es decir, de un poderoso guardián del orden,
misión esencial del poder, cuando es realmente un poder y no un
nombre. Este rasgo constituye la originalidad de la Constitución
de Chile que, a mi ver, es tan original a su modo como la de los
Estados Unidos. Por él se ligó a su base histórica el poder en
Chile, y recibió de la tradición el vigor de que disfruta. Chile
supo innovar en esto con un tacto de estado, que no han conocido
las otras Repúblicas. La inspiración fue debida a los Egañas, y
el pensamiento remonta a 1813. Desde aquella época escribía don
Juan: "Es ilusión un equilibrio de poderes. El equilibrio en lo
moral y lo físico reduce a nulidad toda potencia". "Tampoco puede
formar equilibrio la división del ejecutivo y legislativo, ni
sostener la Constitución." "Lo cierto es que en la antigüedad, y
hoy mismo en Inglaterra, el poder ejecutivo participa formalmente
de las facultades del legislativo." "La presente constitución es
tan adaptable a una monarquía mixta como a una república." "En
los grandes peligros, interiores o exteriores de la República,
pueden la censura o el gobierno proponer a la junta gubernativa,
y ésta decretará, que todas las facultades de gobierno o del
consejo cívico se reconcentren y reúnan en el solo presidente,
subsistiendo todas las demás magistraturas con sus respectivas
facultades, cuya especie de dictadura deberá ser por un tiempo
limitado y declarado por junta gubernativa''.
He ahí la semilla, echada en 1813, de lo que, mejor digerido y
desenvuelto, forma la originalidad y excelencia de la
Constitución vigente de Chile, ilustrada por veinte años de paz,
debidos a sus artículos 82 (incisos 1 y 20 especialmente) y 161.
Desligado de toda conexión con los partidos políticos de Chile,
teniendo en ambos personas de mi afección y simpatía, hablo así
de su Constitución, por la necesidad que tengo de proponer a mi
país, en el acto de constituirse, lo que la experiencia ha
enseñado como digno de imitación en el terreno del derecho
constitucional sudamericano. Me contraigo a la constitución del
poder ejecutivo, no al uso que de él hayan hecho los gobernantes;
y así en obsequio de la institución cuya imitación recomiendo,
debo decir que los gobernantes no han hecho al país todo el bien
que la Constitución les daba la posibilidad de realizar. Por lo
demás, ningún cambio de afección ha variado jamás mi manera de
ver esta Constitución; adicto de lejos a la oposición o al poder,
siempre la he mirado del mismo modo.
Con la misma imparcialidad señalo al principio de este libro los
grandes defectos de que esa Constitución adolece, y con el fin
útil de evitar que mi país incurra en la imitación de ella, en
puntos en que su reforma es exigida imperiosamente por la
prosperidad de Chile.
XXVI
De la capital de la Confederación Argentina. Todo gobierno
nacional es imposible con la capital en Buenos Aires.
Toco este punto como accesorio importante de la idea de ensanchar
el vigor del poder ejecutivo nacional, y como uno de los que
hayan presentado mayor dificultad hasta aquí en la organización
constitucional de la República Argentina.
En las dos ediciones de esta obra, hechas en Chile en 1852,
sostuve la opinión, entonces perteneciente a muchos, de que
convenía restablecer a Buenos Aires como capital de la
Confederación Argentina en la constitución general que iba a
darse.
Esa opinión estaba fundada en algunos hechos históricos y en
preocupaciones a favor de Buenos Aires, que han cambiado y que se
han desvanecido más tarde.
Tales eran:
1. Que siendo de origen transatlántico la civilización anterior y
la prosperidad futura de los pueblos argentinos, convenía hacer
capital del país al único punto del territorio argentino que en
aquel tiempo era accesible al contacto directo con la Europa. Ese
punto era Buenos Aires, en virtud de las leyes de la antigua
colonia española, que se conservaban intactas respecto a
navegación fluvial.
2. Opinábase que habiendo sido Buenos Aires la capital secular
del país bajo todos los sistemas de gobierno, no estaba en la
mano del Congreso el cambiarla de situación.
3. Que esa ciudad era la más digna de ser la residencia del
gobierno nacional, por ser la más culta y populosa de todas las
ciudades argentinas.
El primero de esos hechos, es decir, la geografía política
colonial, no tardó en recibir un cambio fundamental que arrebató
a Buenos Aires el privilegio de ser único punto accesible al
contacto directo del mundo exterior.
La libertad de navegación fluvial fue proclamada por el general
Urquiza, jefe supremo de la Confederación Argentina, el 28 de
agosto y el 3 de octubre de 1852.
Situados en las márgenes de los ríos casi todos los puertos
naturales que tiene la República Argentina, la libertad fluvial
significaba la apertura de los puertos de las Provincias al
comercio directo de la Europa, es decir, a la verdadera libertad
de comercio.
Por ese hecho las demás Provincias litorales adquirirían la misma
aptitud y competencia para ser capital de la República, por razón
de la situación geográfica que Buenos Aires había poseído
exclusivamente mientras conservó el monopolio colonial de ese
contacto.
A pesar de ese cambio, el Congreso constituyente declaró a Buenos
Aires, en 1853, capital de la Confederación Argentina, respetando
el antecedente de haber sido esa ciudad capital normal del país
bajo dos sistemas de gobierno colonial y republicano.
Pero la misma Buenos Aires se encargó de demostrar que el haber
sido residencia del gobierno encargado por tres siglos de hacer
cumplir las Leyes de Indias, que bloqueaban los ríos y las
provincias pobladas en sus márgenes, no era título para ser
mansión del gobierno que debía tener por objeto hacer cumplir la
Constitución y las leyes, que abrían esos ríos y esas provincias
al comercio directo, es decir, al comercio libre con Europa.
Buenos Aires reaccionó y protestó solemnemente contra el régimen
de libre navegación fluvial, desde que vio que ese sistema le
arrebataba los privilegios del sistema colonial que la habían
hecho ser la única ciudad comercial, la única ciudad rica, la
única capaz de recibir al extranjero.
Buenos Aires probó además por su revolución de 11 de septiembre
de 1852, en que se aisló de las otras Provincias, que el haberlas
representado ante las naciones extranjeras durante la revolución,
lejos de ser un precedente que hiciera a Buenos Aires digna de
ser su capital, era justamente el motivo que la constituía un
obstáculo para la institución de un gobierno nacional. Veamos
cómo y por qué causa.
Mientras las Provincias vivieron aisladas unas de otras y
privadas del gobierno nacional o común, la Provincia de Buenos
Aires, a causa de esa misma falta de gobierno nacional, recibió
el encargo de representar en el exterior a las demás Provincias;
y bajo el pretexto de ejercer la política exterior común, el
gobierno local o provincial de Buenos Aires retuvo en sus manos
exclusivas, durante cuarenta años, el poder diplomático de toda
la nación, es decir, la facultad de hacer la paz y la guerra, de
hacer tratados con las naciones extranjeras, de nombrar y recibir
ministros, de reglar el comercio y la navegación, de establecer
tarifas y de percibir la renta de aduana de las catorce
Provincias de la Nación, sin que esas Provincias tomasen la menor
parte en la elección del gobierno local de Buenos Aires, que
manejaba sus intereses, ni en la negociación de los tratados
extranjeros, ni en la regulación de las tarifas que soportaban, y
por último, ni en el producto de las renta de la aduana,
percibido por la sola Buenos Aires, y soportado, en último
resultado, por los habitantes de todas las Provincias.
La institución de un gobierno nacional venía necesariamente a
retirar de manos de Buenos Aires el monopolio de esas ventajas,
porque un gobierno nacional significa el ejercicio de esos
poderes y la administración de esas rentas, hecho conjuntivamente
por las catorce Provincias que componen la República Argentina.
El dictador Rosas, conociendo eso, persiguió como un crimen la
idea de constituir un gobierno nacional. Hizo repetir cien veces
en sus prensas una carta que había dirigido al general Quiroga en
1833, para convencerlo de que la Nación no tenía medios de
constituir el gobierno patrio, en busca del cual había derrocado
el poder español en 1810. Rosas, como gobernador local de Buenos
Aires, defendía los monopolios de la Provincia de su mando, por
que en ese momento formaban todo su poder personal.
Después de caído Rosas, Buenos Aires, con sorpresa de toda
América, que la observaba, siguió resistiendo la creación de un
gobierno nacional, que naturalmente relevaba porque tenía que
relevar a su gobernador local del rango de jefe supremo de
catorce Provincias, que no lo habían elegido ni tenían el derecho
de hacerlo responsable. Buenos Aires resistió la creación de un
Congreso Nacional, porque ese Congreso venía a relevar a su
legislatura de provincia de los poderes supremos de hacer la paz
y la guerra, de reglar el comercio y la navegación, de imponer
contribuciones aduaneras: poderes que esa Provincia había estado
ejerciendo por su legislatura local a causa de la falta de un
Congreso común.
Cuando las Provincias vieron que Buenos Aires resistía la
instalación de un gobierno nacional en el interés de seguir
ejerciendo sus atribuciones sin intervención de la Nación, como
había sucedido hasta entonces, las Provincias renunciaron a la
esperanza de tener la cooperación de Buenos Aires para fundar un
gobierno nacional de cualquier clase que fuese, pues todo
gobierno común, ya fuese unitario, ya federal, por el hecho de
ser gobierno común de todas las Provincias debía exigir de la
Provincia de Buenos Aires el abandono de las rentas y poderes
nacionales, que Buenos Aires había estado ejerciendo en nombre de
las otras Provincias con motivo y mientras ellas carecían de
gobierno propio general. El mismo interés que Buenos Aires ha
tenido en resistir la creación del gobierno común, que debe
destituirle, tendrá naturalmente en lo futuro para estorbar que
se radique y afirme ese gobierno de las catorce Provincias, a
quien tendrá que entregar los poderes y rentas que antes
administraba su Provincia sola, con exclusión absoluta de las
otras.
Luego Buenos Aires no podrá ser la capital o residencia de un
gobierno nacional, cuya simple existencia le impone el abandono
de los privilegios de la provincia nación, que ejerció mientras
las Provincias vivieron constituidas en colonia de su capital de
otro tiempo.
Hacer a Buenos Aires cabeza de un gobierno nacional sería lo
mismo que encargarle de llevar a ejecución por sus propias manos
la destitución de su gobierno de provincia.
Esa es la razón por que Buenos Aires no quiso ser capital del
gobierno unitario de Rivadavia, ni quiere hoy ser capital del
gobierno federal de Urquiza. No querrá ser capital de ningún
gobierno común, en cambio del papel que ha hecho durante el
desorden, a saber: de metrópoli republicana de trece Provincias,
que vivían sin gobierno propio.
Entre dar su gobierno a catorce Provincias o recibir el gobierno
que ellas eligen, hay la diferencia que va de gobernar a
obedecer. La Constitución actual de Buenos Aires confirma el
principio de su derecho local, que excluyó durante treinta años a
los argentinos de las otras Provincias del voto pasivo para ser
gobernador de Buenos Aires. Por ese principio, la política
exterior no podía ser ejercida jamás por el hijo de una provincia
argentina que no hubiese nacido en Buenos Aires. El feudalismo
revelado por esa legislación hace ver cuánto dista la Provincia
de Buenos Aires de comprender que debe entregar su ciudad al
gobierno de esos provincianos, a quienes excluye hasta hoy mismo
de la silla de su gobierno local, si quiere que exista una nación
bajo su iniciativa.
¡Qué contraste el de esa política con la de Chile cuya capital de
treinta años a esta parte jamás hospedó un presidente de la
República que no fuese hijo de provincia!
Colocar la cabeza del gobierno nacional en la Provincia cuyo
interés local está en oposición con el establecimiento de todo
gobierno común, es entregarlo a su adversario para que lo
disuelva de un modo u otro, en el interés de recuperar las
ventajas que le daba la acefalía.
Si Buenos Aires ha perdido el monopolio que hacía de las rentas y
del gobierno exterior de la nación, por causa de la libertad
fluvial y del comercio directo de las Provincias con Europa, es
evidente que no conviene a las libertades de la navegación
fluvial y a los intereses del comercio directo el colocar la
cabeza del gobierno que ha nacido de esas libertades, y que
descansa en ellas, en manos de la Provincia de Buenos Aires, que
ha soportado aquella pérdida.
Y aunque Buenos Aires asegure por táctica que no se opone a la
libertad fluvial, se debe dudar de la sinceridad de un aserto,
que equivale a decir que quiere de corazón la pérdida de sus
antiguos monopolios de poder y de renta. Si desea, en efecto el
abandono de esos monopolios, ¿por qué está entonces separada de
las otras Provincias de su país? ¿Por qué no acepta Constitución
nacional que le ha retirado esos monopolios?
Así, la capital de la Nación en Buenos Aires es tan contraria a
los intereses de las naciones extranjeras que tienen relaciones
de comercio con los pueblos argentinos, como a los intereses de
las Provincias mismas, porque el interés de Buenos Aires se halla
en oposición con el interés general en ese punto.
Se dirá que sólo es su interés mal entendido, y ésa es la verdad;
pero no se debe olvidar que este interés es el que hoy gobierna a
Buenos Aires, porque es el único que él entiende. Buenos Aires
desconoce totalmente las condiciones de la vida de nación, por la
razón sencilla de que durante cuarenta años sólo ha hecho la vida
de provincia. Nunca ha entendido el modo de engrandecer sus
intereses locales, ligándolos con los intereses de la nación,
sino cuando ha podido someter los intereses de toda la nación a
los de su provincia. Así se explica cómo prefiere hoy romper la
integridad de la nación, antes que respetar y obedecer el
gobierno creado por sus compatriotas, que sería el brazo fuerte
de la tranquilidad y del progreso de la misma Buenos Aires.
Capital siempre incompleta y a medias bajo la República,
semicapital bajo el gobierno directo de Madrid en las Provincias
argentinas, en ningún tiempo Buenos Aires nombró sus
gobernadores. De modo que la cesación de su rango de capital (que
perdió de derecho desde 1810) es un cambio nominal, que no
envuelve una variación sustancial en los hechos anteriores; y por
eso es que se opera pacíficamente, sin violencia por ninguna
parte y contra la voluntad misma del Congreso, que dispuso lo
contrario.
No se decretan las capitales de las naciones, se ha dicho con
razón. Ellas son la obra espontánea de las cosas.
Pues bien, las cosas del orden colonial hicieron la capital en
Buenos Aires, a pesar de la voluntad del rey de España; y las
cosas de la libertad han sacado de allí la capital, a pesar de la
voluntad del Congreso Argentino.
Como en los Estados Unidos de Norteamérica, la nueva capital del
Plata ha salido también del choque de los intereses del norte con
los intereses del sur de las Provincias argentinas.
El ejemplo de ese país nos enseña que no es menester que el
gobierno común se inspire en el brillo de las grandes ciudades,
para ser ilustrado y juicioso. Si es verdad que Inglaterra
hostilizó a sus colonias, designando lugares solitarios para la
reunión de sus legislaturas, también es un hecho conocido que la
República de los Estados Unidos tuvo necesidad de instituir su
gobierno nacional en el más humilde de los lugares de ese país,
pues tuvo que formar al efecto una ciudad que no existía, en
cuyas calles he visto todavía en 1855 vacas errantes y sueltas.
Nueva York, rival de París, no es capital ni ano del Estado de su
nombre. Un simple alcalde es el jefe superior de esa metrópoli
del comercio americano. Su gobierno local reside en Albany,
pueblecito interior, donde se hacen las leyes del más brillante y
populoso Estado del Nuevo Mundo. En nombre de la autoridad de
esos ejemplos, séanos permitido declinar de la autoridad de
Rossi, que invocamos en las primeras ediciones de este libro.
Si la situación geográfica, si el interés local opuesto al
interés de todos, quitan a Buenos Aires toda competencia para ser
capital de la república, ¿cuál otro título le resta? ¿La
superioridad de su cultura? ¿Su inteligencia en materia de
gobierno constitucional?
Séanos permitido averiguar cuándo, cómo, con qué motivo adquirió
Buenos Aires los hábitos y la inteligencia del gobierno libre,
que le den título para ser capital de un gobierno nacional
representativo.
Si la historia es una escuela de gobierno, no debemos malograr
sus lecciones porque sea mortificante su lenguaje.
Olvidemos que en dos siglos Buenos Aires fue residencia de un
virrey armado de facultades omnímodas y de un poder sin límites.
Prescindamos de los primeros diez años de la revolución en que
Buenos Aires tuvo que asumir esa misma omnipotencia para llevar a
cabo la revolución contra España. No hablemos de las reformas
locales del señor Rivadavia, en que ese publicista, con más
bondad que inteligencia, organizó el desquicio del gobierno
argentino.
¿Cuál ha sido la suerte de las libertades y garantías de Buenos
Aires durante los últimos veinte años?
La división del poder es la primera de las garantías contra el
abuso de su ejercicio. Por veinte años la Provincia de Buenos
Aires ha visto la suma total de sus poderes públicos en manos de
un solo hombre.
La responsabilidad de los mandatarios es otro rasgo esencial del
gobierno libre. Rosas se conservaría hasta hoy día de gobernador
de Buenos Aires, justificado en todos sus actos, si no le hubiese
derrocado un ejército salido de las Provincias contra la
resistencia de un ejército salido de Buenos Aires. La Legislatura
de esa Provincia sancionó y legalizó la tiranía de Rosas, año por
año, durante un quinto de siglo; y rehusó treinta y cuatro veces
admitir la renuncia que hizo el tirano de su poder despótico.
Pues bien, ni hoy mismo ocurre a nadie en Buenos Aires que esa
legislatura sea responsable de las violencias que legalizó.
La publicidad de los actos del poder es otro rasgo del gobierno
libre, como preservativo de sus abusos. Con la cabeza hubiese
pagado su audacia el que hubiera interpelado al Gobierno para
informar al país de un negocio público, o el que hubiese opinado
con su razón propia y no con la razón del Gobierno.
La movilidad de los mandatarios es otro requisito de la República
representativa. Existe hoy en Buenos Aires toda una generación de
políticos que ha venido a conocer otro gobernador que don Juan
Manuel Rosas, después de tener barbas.
Esa es la historia de las garantías públicas; veamos lo que ha
sido de las garantías individuales, bajo el gobierno que más ha
influido en las costumbres y en la educación de Buenos Aires.
Es inútil decir que la libertad, base y resumen de todas las
garantías, no ha podido coexistir con la tiranía sangrienta y
tenebrosa de Rosas. Por veinte años el solo nombre de libertad
fue calificado crimen de leso patria.
Respecto de la propiedad, la más fecunda de las garantías para un
país naciente, ¿qué suerte tuvo en Buenos Aires por el espacio de
veinte años? Recién después de la caída de Rosas se han devuelto
propiedades por valor de muchos millones de pesos, que han estado
arrebatadas a sus dueños, y entregadas a los cómplices del
despojo oficial. En ese espectáculo se ha educado la generación
de Buenos Aires, que pretende tomar la iniciativa constitucional
de la República.
¿Qué fue de la garantía de la vida? Hable Rivera Indarte desde su
tumba con las tablas de sangre que horrorizaron a Inglaterra y a
Europa. El puñal de la mazorca, rama ambulante del Gobierno de
Buenos Aires, cortó centenares de cabezas sin la menor
resistencia de parte de esa ciudad, cuyas iglesias, al contrario,
vieron en sus altares el retrato del tirano, y cuyas calles
vieron paseado en carros de triunfo por las primeras gentes ese
retrato del autor de esas matanzas.
En cuanto a la seguridad de las personas, los habitantes de
Buenos Aires estaban más seguros en las cárceles que en sus
propias casas, y la fuga y la ocultación fueron el Habeas corpus
de ese tiempo.
La libertad de la prensa sólo existió para el Gobierno, quien la
empleó veinte años en insultar impunemente al pueblo de Buenos
Aires. Escribir, publicar, leer, enseñar, aprender, estudiar,
todo estuvo prohibido 20 años directa o indirectamente en esa
ciudad que se pretende llamada a ilustrar a las Provincias.
Un expediente era necesario seguir para salir de Buenos Aires,
sin cuyo requisito el viajero era considerado y tratado como
prófugo: tal fue la suerte de la libertad de locomoción.
¿Qué puede entender de derecho constitucional la población de
Buenos Aires, donde el derecho público argentino no se enseñó
jamás en ninguna escuela? Porque discutir los principios de un
gobierno nacional y dar a conocer la usurpación que Buenos Aires
hacía de sus atribuciones y rentas a las demás Provincias, que
forman la nación, era todo uno y la misma cosa.
¿Qué noción puede haber de la igualdad ante la ley? ¿Qué podrá
ser esa garantía, considerada como idea o como práctica, en la
ciudad donde por veinte años los hombres se dividieron ante el
gobierno y ante el juez, en salvajes unitarios y patriotas
federales, en amigos del gobernador Rosas y en traidores de la
patria colocados fuera de la ley?
¿Qué noción de espíritu público podrá existir en la ciudad donde
por veinte años fueron sospechados de conspiración, y perseguidos
tal vez de muerte, cuatro individuos que se reunían para
conversar de cosas indiferentes? Esa es la historia de Buenos
Aires; ésa es la verdad de su pasado que siempre es padre de la
realidad del presente. Si yo miento en ella, faltan conmigo a la
verdad todos los publicistas de Buenos Aires que han figurado al
frente de la causa que triunfó por el brazo de Urquiza en Monte
Caseros. Apelo a Rivera Indarte, a Florencio Varela, a
Echeverría, a Alsina, a Wright, a Mármol, a Frías, en sus
escritos anteriores a la caída de Rosas. Ellos son, en resumen,
lo que acabo de decir. Pues bien, ellos han establecido de
antemano la incompetencia para llevar la libertad constitucional
a las Provincias que componen la República, del pueblo de Buenos
Aires a quien la República le llevó primero la victoria contra
Rosas, y más tarde la Constitución nacional que derogaba su
régimen de barbarie habiendo resistido sin éxito a su libertad, y
después a la Constitución, de la que tuvo la desgracia de
triunfar militarmente al favor de un cohecho.
No queramos encubrir y oscurecer el pasado para disculpar el
presente. No alteremos la verdad de ayer para desfigurar la
verdad de hoy.
El Gobierno que ha tenido Buenos Aires por veinte años puede
engendrar el fanatismo, pero no la inteligencia de la libertad.
La libertad es un arte, es un hábito, es toda una educación; ni
cae formada del cielo, ni es un arte infuso. El amor a la
libertad no es la república como el amor a la plata no es la
riqueza.
¿Quién puso fin a esa triste historia de Buenos Aires? ¿Dio esa
ciudad una prueba práctica de su aversión al despotismo y de su
apego a la libertad, derrocando por sus manos al tirano de veinte
años? Al contrario, todos saben que un ejército de veinte mil
hombres salió de la Provincia de Buenos Aires y peleó seis horas
en campo de batalla para defender al opresor de sus libertades.
Buenos Aires fue libertada contra su voluntad por la espada
victoriosa del general Urquiza.
Pero importa explicar la anomalía, que no se explica solamente
por motivos de ignorancia o abatimiento de la ciudad vencida.
Buenos Aires no defendía la tiranía, aunque tampoco defendía su
libertad en la batalla de Monte Caseros. Defendía una causa más
antigua que la dictadura de Rosas, y que debía sobrevivir a esa
dictadura: la causa del monopolio del gobierno exterior y del
tesoro de toda la nación, que explotó el tirano de esa Provincia
y que más tarde quisieron explotar los sucesores de su gobierno
local.
Los revoltosos de profesión, los que comen del sofisma, y los
unitarios cansados de luchar por la unidad nacional, han
transigido con las preocupaciones antinacionales del vulgo de
Buenos Aires y han atacado la integridad de la República con la
audacia que no tuvo el mismo Rosas, pues jamás ese tirano osó
presentar aislada en el mundo a su Provincia, sino como encargada
de representar a las demás Provincias de la Nación, de que
formaba y forma parte integrante.
Eso acabó con el prestigio de Buenos Aires en la opinión de las
Provincias y puso de manifiesto a los ojos de ellas que la
política de aislamiento y de desquicio que había sido atribuida a
Rosas servía a los intereses de Buenos Aires, los cuales hallaron
quien los comprendiera y defendiera, como los había comprendido y
defendido el tirano; es decir, en contradicción con los intereses
de la Nación Argentina.
Por fortuna, el poder y superioridad que en otro tiempo hicieron
a Buenos Aires capital indispensable de la nación y árbitro de su
organización constitucional, han salido para siempre de las manos
de esa provincia, junto con el monopolio del comercio y de la
navegación fluvial de que dependía; y su aislamiento y abstención
de vieja y conocida táctica han dejado de ser un medio de impedir
la creación del gobierno nacional, quitándole su capital de otro
tiempo.
Y ya no habrá medio de restablecer la antigua supremacía de
Buenos Aires en las Provincias. Su ascendiente de hecho ha
caducado para siempre, por la pérdida de los monopolios de
comercio, de navegación y de rentas, en que tenía origen. Y como
el nuevo régimen de libertad fluvial y de comercio directo con
Europa tiene la garantía de muchos tratados perpetuos firmados
con naciones poderosas y del interés general de las naciones
comerciales, no habría más medio de restituir a Buenos Aires su
antigua supremacía comercial y política en las Provincias
argentinas, que romper los tratados firmados con Inglaterra,
Francia y Estados Unidos, restablecer la clausura de los ríos y
atacar de frente el interés general del comercio extranjero.
En otro tiempo, todos los movimientos de Buenos Aires se volvían
argentinos. Buenos Aires era a las Provincias lo que París a
Francia, o más, tal vez, por una razón fácil de concebir. Unico
puerto de todo el país, Buenos Aires tenía el comercio, la
navegación, las aduanas, los destinos de las catorce Provincias
en sus manos, y el menor cambio dentro de su provincia se hacía
sentir inevitablemente hasta en la provincia más distante. Hoy
que las Provincias han asumido su vida propia por el nuevo
sistema de navegación que las pone en contacto directo con el
mundo, los cambios de Buenos Aires son sin consecuencia alguna en
la República.
Cuando esa Provincia estaba al frente de todas las demás, sus
negocios inspiraban el interés y respeto que merecen naturalmente
los asuntos de toda una nación.
Buenos Aires sin la nación sólo puede interesar a los que de
lejos ignoran que no significa hoy otra cosa que una provincia de
doscientos cincuenta mil habitantes, más modesta que el
departamento del Ródano, o que el de la Gironda, en Francia. Eso
es lo que representa hoy su Asamblea general, compuesta de un
Senado y una Cámara de Representantes, su poder ejecutivo con
cuatro Ministerios y con un consejo de Estado de ochenta
miembros, sus Cortes de justicia. Todo ese aparato de gobierno no
maneja hoy sino la decimocuarta parte de los intereses que
gobernaba cuando la Confederación Argentina encomendaba su
política exterior al Gobierno de la Provincia de Buenos Aires.
Por el contrario, la Confederación sin Buenos Aires era en otro
tiempo la nación sin sus rentas, sin su comercio, sin su puerto
único; porque todo esto quedaba en manos de Buenos Aires cuando
esa provincia se aislaba de las otras, reteniendo el monopolio de
la navegación fluvial. Hoy que la nación tiene diez puertos
abiertos al comercio exterior y el goce de sus rentas, la
Confederación sin Buenos Aires es la nación menos una provincia.
Y aunque esta provincia disfrace su condición subalterna con el
nombre pomposo de Estado, su aislamiento no es ya la cabeza que
se desprende del cuerpo, sino la peluca que se desprende de la
cabeza, reaparecida en otra parte y rejuvenecida por la libertad.
Con sus monopolios rancios y sus tradiciones del siglo XVI,
Buenos Aires es realmente la peluca de la República Argentina, el
florón vetusto del sepultado virreinato, el producto y la
expresión de la colonia española de otro tiempo, como Lima, como
Méjico, como Quito, como todas las ciudades donde residieron los
virreyes que tuvieron por mandato inocular en los pueblos de la
América del Sur las leyes negras de Felipe II y Carlos V. En las
paredes de sus palacios dejaron el secreto de la corrupción y del
despotismo esos delegados tétricos del Escorial.
Restos endurecidos del antiguo sistema, esas ciudades grandes de
Sudamérica son todavía el cuartel general y plaza fuerte de las
tradiciones coloniales. Pueden ser hermoseadas en la superficie
por las riquezas del comercio moderno, pero son incorregibles
para la libertad política. La reforma debe ponerlas a un lado. No
se inicia en los secretos de la libertad al esclavo octogenario,
orgulloso de sus canas, de su robustez de viejo, de sus calidades
debidas a la ventaja de haber nacido primero, recibe el consejo
como insulto y la reforma como humillación.
Todo el porvenir de la América del Sur depende de sus nuevas
poblaciones. Una ciudad es un sistema. Las viejas capitales de
Sudamérica son el coloniaje arraigado, instruido a su modo,
experimentado a su estilo, orgulloso de su fuerza física; por lo
tanto, incapaz de soportar el dolor de una nueva educación.
Si es verdad que la actual población de Sudamérica no es
apropiada para la libertad y para la industria, se sigue de ello
que las ciudades menos pobladas de esa gente, es decir, las más
nuevas, son las más capaces de aprender y realizar el nuevo
sistema de gobierno, como el niño ignorante aprende idiomas con
más facilidad que el sabio octogenario. La República debe crear a
su imagen las nuevas ciudades, como el sistema colonial hizo las
viejas para sus miras.
Luego el primer deber, la primera necesidad del nuevo régimen de
la República Argentina, antes colonia monarquista de España, es
colocar la iniciativa de su nueva organización fuera del centro
en que estuvo por siglos la iniciativa orgánica del régimen
colonial.
Las cosas mismas, por fortuna gobernadas por su propia impulsión,
las inclinaciones y fuerzas instintivas del país en el sentido de
su organización moderna, han hecho prevalecer este plan de
iniciativa y de discusión, sacando la capital fuera del viejo
baluarte del monopolio, y fijándola en el Paraná, cuna de la
libertad fluvial, en que reposa sólo el sistema del gobierno
nacional argentino.
XXVII
Respuesta a las objeciones contra la posibilidad de una
Constitución general para la República Argentina.
Sucede con la posibilidad de un orden constitucional para aquel
país, lo que sucedía respecto de la tiranía que ha caducado. Se
hacía ordinariamente este argumento: "¿Rosas subsiste en el poder
a pesar de veinte años de tentativas para destruirlo?, luego es
invencible, luego es la expresión de la voluntad del país". A muy
pocos ocurría este otro argumento, más racional y últimamente
justificado por la experiencia: "¿Rosas subsiste después de
veinte años de guerra?, luego no se le ha sabido combatir".
Cuarenta años ha pasado ese país sin poderse constituir, luego es
incapaz de constituirse, concluyen algunos; y la verdadera
conclusión es ésta: luego no ha sabido darse la constitución de
que es muy susceptible.
En efecto, no ha sobrado el tacto, el instinto de las cosas de
Estado en las varias tentativas de organización general. Más de
una vez se han perdido de vista estos puntos de partida tan
sencillos y naturales.
Antes de la revolución de 1810, los gobiernos provinciales eran
derivación del gobierno central o unitario, que existió en el
antiguo régimen. Pero la Revolución de Mayo, negando la
legitimidad del gobierno central español existente en Buenos
Aires, y apelando al pueblo de las Provincias para la formación
del poder patrio, creó un estado de cosas que con los años ha
prescripto cierta legitimidad: creó el régimen provincial o
local.
Este resultado debe ser el punto de partida para la constitución
del poder general.
Tenemos, según él, que sólo hay gobiernos provinciales en la
República Argentina, cuya existencia es un hecho tan evidente,
como es evidente el hecho de que no hay gobierno general.
Para crear el gobierno general, que no existe, se ha de partir de
los gobiernos provinciales existentes. Son éstos los que han de
dar a luz al otro. Los pueblos, por su parte, a menos que no se
subleven a un mismo tiempo contra sus gobiernos - lo que es
inverosímil-, han de obrar naturalmente por el órgano de sus
gobiernos. Si un gobierno provincial toma la iniciativa en la
convocatoria para proceder a la organización del país, no se ha
de dirigir a los pueblos directamente, porque eso seria
sedicioso, sino por conducto de sus respectivos gobiernos.
Invertir esta orden, sería echar el guante a todos los gobiernos
provinciales; y en vez de la paz y del orden, que tanto interesa
a la vida del país, se tendrían catorce guerras en vez de una.
Los gobiernos provinciales existentes han de ser los agentes
naturales de la creación del nuevo gobierno general.
Pero ¿hay en este mundo gobierno chico o grande de que se abdique
a sí mismo hasta desaparecer enteramente? Esperar eso es
desconocer la naturaleza del hombre.
Claro es, pues, que los gobiernos provinciales no consentirán ni
contribuirán a la creación del gobierno general, sino a condición
de continuar ellos existiendo, con más o menos disminución de
facultades. Por gobiernos no entiendo personas.
El gobierno de Buenos Aires conoció esta verdad en la tentativa
de organización de 1825. El hizo entonces lo que hoy hace el
general Urquiza; se dirigió a los gobiernos provinciales,
convocándolos a la promoción de un gobierno general.
Un Congreso general constituyente se instaló en Buenos Aires por
resultado de los trabajos oficiales de los gobiernos de
provincia.
El Congreso, apenas instalado, expidió una ley fundamental el 23
de enero de 1825, declarando (art.3°) que "por ahora y hasta la
promulgación de la constitución que ha de organizar al Estado,
las Provincias se regirán interinamente por sus propias
instituciones".
El general Las Heras, gobernador de Buenos Aires entonces, al
circular esa ley en las Provincias, declaró (en nota de 28 de
enero de 1825) que el Congreso se había salvado por aquella
declaración, que resolvía al mismo tiempo el problema del
establecimiento de un poder ejecutivo y de un tesoro nacional.
En efecto, mientras las Provincias conservaron sus gobiernos e
instituciones propias, existió el Congreso y un poder ejecutivo
nacional. Pero desde que el fatal por ahora, señalado a la
existencia de los gobiernos locales en la ley citada, cesó en
presencia de la Constitución dada el 24 de diciembre de 1826, que
consolidaba los catorce gobiernos de la República Argentina en
uno solo, tanto el Congreso como la Presidencia no tardaron en
desaparecer.
Si el mantenimiento de los gobiernos provinciales, en vez de ser
provisorio, hubiese sido consignado definitivamente en la
Constitución, las cosas hubieran tenido probablemente otro
resultado.
Se pusieron la estrategia y la habilidad de manejos al servicio
de la hermosa y honrada teoría de la unidad nacional indivisible;
pero nada fue capaz de adormecer el instinto de la propia
conservación de los gobiernos provinciales. El gobierno general
les prometió vida y subsistencia mientras trabajaban en crearlo;
pero cuando ya formado quiso absorberse a sus autores, éstos se
lo absorbieron a él primero.
Los hechos, pues, legítimos o no, agradables o desagradables, con
el poder que les es inherente, nos conducen a emplear los
gobiernos de provincia existentes como agentes inevitables para
la creación del nuevo gobierno general; y para que ellos se
presten a la ejecución de esa obra primeramente, y después a su
conservación, será indispensable que la vida del gobierno general
se combine y armonice con la existencia de los gobiernos locales,
según la fórmula de fusión que hemos indicado más arriba. Por ese
régimen de transición, obra de la necesidad como son todas las
buenas constituciones, se irá mediante los años a la
consolidación, por hoy precocísima, del gobierno nacional
argentino. Eso es proceder como debe procederse en cosas de
Estado. Una constitución no es inspiración de artista, no es
producto de entusiasmo; es obra de la reflexión fría, del cálculo
y del examen aplicados al estudio de los hechos reales y de los
medios posibles.
¿Se cree que la Constitución de Estados Unidos, tan ponderada y
tan digna de serlo, haya sido en su origen otra cosa que un
expediente de la necesidad?
"No podría negarse que hubiesen sido justos y fundados muchos de
los ataques que se hicieron a la Constitución—dice Story—. La
Constitución era una obra humana, el resultado de transacciones
en que las consecuencias lógicas de la teoría habían debido
sacrificarse a los intereses y a las preocupaciones de algunos
Estados." (12)
XXVIII
Continuación del mismo asunto. El sistema de gobierno tiene tanta
parte como la disposición de los habitantes en la suerte de los
Estados. Ejemplo de ello. La República Argentina tiene elementos
para vivir constituida.
Los americanos del Norte, después de sacudir la dominación
inglesa, malograron muchos años en inútiles esfuerzos para darse
una constitución política. Varios de sus hombres eminentes
elevaron objeciones tan terribles contra la posibilidad de una
constitución general para la nueva República, que se llegó a
creer paradojal su existencia. Aunque de mejor tela que el
nuestro, ese pueblo estuvo a pique de sucumbir bajo los mismo s
males que afligen a los nuestros hace cuarenta años. He aquí el
cuadro que hacia de los Estados Unidos el Federalista,
publicación célebre de ese tiempo: "Se puede decir con verdad que
hemos llegado casi al último extremo de la humillación política.
De todo lo que puede ofender el orgullo de una nación o degradar
su carácter, no hay cosa que no hayamos experimentado. Los
compromisos a cuya ejecución estábamos obligados por todos los
vínculos respetados entre los hombres, son violados continuamente
y sin pudor. Hemos contraído deudas para con los extranjeros y
para con los conciudadanos, con el fin de servir a la
conservación de nuestra existencia política, y el pago no está
asegurado todavía por ninguna prenda satisfactoria. Un poder
extranjero posee territorios considerables y puertos, que las
estipulaciones expresas lo obligaban a restituirlos hace mucho
tiempo, y continúan retenidas en desprecio de nuestros intereses
y derechos. Nos hallamos en un estado que no nos permite
mostrarnos sensibles a las ofensas y repelerlas; no tenemos ni
tropas, ni tesoro, ni gobierno. No podemos ni aún quejarnos con
dignidad; seria necesario empezar por eludir los justos reproches
de infidelidad que podría hacérsenos respecto del mismo tratado.
La España nos despoja de los derechos que debemos a la naturaleza
sobre la navegación del Missisipi. El crédito público es un
recurso necesario en los casos de grandes peligros, y nosotros
parecemos haber renunciado a él para siempre. El comercio es la
fuente de las riquezas de las naciones; pero el nuestro se halla
en el último grado de aniquilamiento. La consideración a los ojos
de los poderes extranjeros es una salvaguardia contra sus
usurpaciones; la debilidad del nuestro no les permite siquiera
tratar con nosotros; nuestros embajadores en el exterior son
vanos simulacros de una soberanía imaginaria... Para abreviar
detalles... ¿cuál es el síntoma de decrepitud política, de
pobreza y anonadamiento de que puede lamentarse una nación
favorecida, que no se cuente en el número de nuestras desgracias
políticas?
Ese era el cuadro de los Estados Unidos de Norteamérica ocho años
después de declarada su independencia, y antes de sancionarse la
Constitución que rige hasta hoy; su veracidad no debe parecernos
dudosa, si advertimos que fue trazado por la pluma más noble que
haya poseído la prensa de Norteamérica.
Esa pintura seria hiperbólica si la aplicáramos a la situación
actual de la República Argentina en todas sus partes.
Luego el destino político de los Estados no depende únicamente de
la disposición y aptitud de sus habitantes, sino también de la
buena fortuna y acierto en la elección del sistema de gobierno.
Por la misma razón nuestros habitantes de la América del Sur
menos bien dispuestos que los de Norteamérica por sus
antecedentes políticos, pueden no obstante ser capaces de un
sistema regular de gobierno, si se acierta a elegir el que
conviene a su manera de ser peculiar.
No hay pueblo, por el hecho solo de existir, que no sea
susceptible de alguna constitución. Su existencia misma supone en
él una constitución normal o natural, que lo hace ser y llamar se
pueblo, y no horda o tribu.
La República Argentina posee más elementos de organización que
ningún otro Estado de la América del Sur, aunque se tome esto
como paradoja a la primera vista.
No es cierto que la República Argentina se halle hoy en su punto
de partida, no es verdad que haya vuelto a 1810. Cuarenta años no
se viven en vano, y si son de desgracia, más instructivos son
todavía.
Sobre este punto copiaré mis palabras de hace cuatro años,
confirmadas en cierto modo por el cambio reciente de Buenos
Aires.
La guerra interior que ha sufrido la República Argentina no es de
esas guerras indignas por sus motivos y miras, hijas del vicio y
manantiales de la relajación.
Si los partidos argentinos han podido padecer extravío en la
adopción de sus medios, en ello no han intervenido el vicio, ni
la cobardía de los espíritus, sino la pasión, que aun siendo
noble en sus fines, es ciega en el uso de sus medios.
Cada partido ha tenido cuidado de ocultar las ventajas de su
rival... "Cuando algún día—decía yo en 1847—, se den el abrazo de
paz en que terminan las más encendidas luchas, ¡qué diferente
será el cuadro que de la República Argentina tracen sus hijos de
ambos campos! ¡Qué nobles confesiones no se oirán de boca de los
frenéticos federales! Y los unitarios, ¡con qué placer no verán
salir hombres de honor y corazón de debajo de esa máscara
espantosa con que hoy se disfrazan sus rivales, cediendo a las
exigencias tiránicas de la situación!"
Sin duda que la guerra es infecunda en ciertos adelantos, pero
trae consigo otros que le son peculiares.
La República Argentina tiene más experiencia que todas sus
hermanas del sur, por la razón de que ha padecido como ninguna.
Ella ha recorrido el camino que las otras principien. Como más
próxima a la Europa, recibió más presto el influjo de sus ideas
progresivas, puestas en práctica por la Revolución de Mayo de
1810, y más pronto que todas recibió sus frutos buenos y malos;
siendo por ello en todo tiempo futuro, para los Estados menos
vecinos del manantial transatlántico de los progresos americanos,
lo que constituía el pasado de los Estados del Plata.
Un hecho importante, base de la organización definitiva de la
República, ha prosperado a través de sus guerras, recibiendo
servicios importantes hasta de sus adversarios. Ese hecho es la
centralización del poder. Rivadavia la proclamó; Rosas ha
contribuido, a su pesar, a realizarla. Del seno de la guerra de
formas ha salido preparado el poder, sin el cual es irrealizable
la sociedad y la libertad imposible.
El poder supone el hábito de la obediencia. Ese hábito ha creado
raíces en ambos partidos. Dentro del país, el despotismo ha
enseñado a obedecer a sus enemigos y a sus amigos; fuera de él,
sus enemigos ausentes, no teniendo derecho a gobernar, han pasado
su vida en obedecer. Esa disposición, obra involuntaria del
despotismo, será tan fecunda en adelante puesta al servicio de un
gobierno elevado y patriota en sus tendencias, como fue estéril
bajo el gobierno que la creó en el interés de su egoísmo.
No hay país de América que reúna mayores conocimientos prácticos
acerca de los otros, por la razón de ser él el que haya tenido
esparcido mayor número de hombres competentes fuera de su
territorio, muchas veces viviendo injeridos en los actos de la
vida pública de los Estados de su residencia. El día que esos
hombres, vueltos a su país, se reúnan en asambleas deliberantes,
¡qué de aplicaciones útiles, de términos comparativos de
conocimientos prácticos y curiosas alusiones, no sacarán de los
recuerdos de su vida pasada en el extranjero!
Si los hombres aprenden y ganan con los viajes, ¿qué no sucederá
a los pueblos? Se puede decir que una mitad de la República
Argentina viaja en el mundo, de diez a veinte años a esta parte.
Compuesta especialmente de jóvenes, que son la patria de mañana,
cuando vuelva al suelo nativo, después de su vida de
experimentación, vendrá poseedora de lenguas extranjeras, de
legislaciones, de industrias, de hábitos, que después serán lazos
de inteligencia con los demás pueblos del mundo. ¡Y cuántos, a
más de conocimientos, no traerán capitales a la riqueza nacional!
No ganará menos la República Argentina con dejar esparcidos en el
mundo algunos de sus hijos, porque esos mismos extenderán los
gérmenes de simpatía hacia el país que les dio la vida que
transmiten a sus hijos.
La República Argentina tenía la arrogancia de la juventud. Una
mitad de sus habitantes se ha hecho modesta sufriendo el
despotismo que ordena sin réplica, y la otra mitad llevando fuera
la instructiva existencia del extranjero.
Las masas plebeyas, elevadas al poder, han suavizado su fiereza
en esa atmósfera de cultura que las otras dejaron, para descender
en busca del calor del alma que, en lo moral como en lo
geológico, es mayor a medida que se desciende. Este cambio
transitorio de roles ha de haber sido provechoso al progreso de
la generalidad del país. Se aprende a gobernar obedeciendo, y
viceversa.
¿Cuál Estado de América Meridional posee respectivamente mayor
número de población ilustrada y dispuesta para la vida de la
industria y del trabajo por resultado del cansancio y hastío de
los disturbios anteriores?
Ha habido quien viese algún germen de desorden en el regreso de
la emigración. La emigración es la escuela más rica de enseñanza:
Chateaubriand, Lafayette, Madame Stael, Luis Felipe, Napoleón
III, son discípulos ilustres formados en ella.
Lo que hoy es emigración era la porción más industriosa del país,
puesto que era la más rica; era la más instruida, puesto que
pedía instituciones y las comprendía. Si se conviene en que
Chile, el Brasil, el Estado Oriental, donde principalmente ha
residido, son países que tienen mucho bueno en materia de
ejemplos, se debe admitir que la emigración establecida en ellos
ha debido aprender cuanto menos a vivir quieta y ocupada. ¿Cómo
podría retirarse, pues, llevando hábitos peligrosos?
Por otra parte, esa emigración que salió joven casi toda ha
crecido en edad, en hábitos de reposo, en experiencia; se comete
no obstante el error de suponerla siempre inquieta, ardorosa,
exigente, entusiasta, con las calidades juveniles de cuando dejó
el país.
Se reproduce en todas las Provincias lo que a este respecto pasa
en Buenos Aires. En todas existen hoy abundantes materiales de
orden: como todas han sufrido, en todas ha echado raíz el
espíritu de moderación y tolerancia. Ha desaparecido el anhelo de
cambiar las cosas desde la raíz: se han aceptado muchas
influencias que antes repugnaban, y en que hoy se miran hechos
normales con los que es necesario contar para establecer el orden
y el poder.
Los que antes eran repelidos con el dictado de caciques, hoy son
aceptados en el seno de la sociedad de que se han hecho dignos,
adquiriendo hábitos más cultos, sentimientos más civilizados.
Esos jefes, antes rudos y selváticos, han cultivado su espíritu y
carácter en la escuela del mando, donde muchas veces los hombres
inferiores se ennoblecen e ilustran. Gobernar diez años es hacer
un curso de política y de administración. Esos hombres son hoy
otros tantos medios de operar en el interior un arreglo estable y
provechoso.
Decir que la República Argentina no sea capaz de gobernarse por
una Constitución, por defectuosa que sea, es suponer que la
República Argentina no esté a la altura de los otros Estados de
la América del Sur, que bien o mal poseen una constitución
escrita y pasablemente observada.
Las dificultades mismas que ha presentado la caída de Rosas son
una prenda de esperanzas para el orden venidero. El poder es un
hecho profundamente arraigado en las costumbres de un país tan
escaso en población como el nuestro, cuando es preciso emplear
cincuenta mil hombres para cambiarlo. Lo hemos cambiado, no
destruido en el sentido de poder. El poder, el principio de
autoridad y de mando, como elemento de orden, ha quedado y existe
a pesar de su origen doloroso. La nueva política debe conservarlo
en vez de destruirlo. La disposición a la obediencia que ha
dejado Rosas puede ser uno de esos achaques favorables al
desarrollo de nuestra complexión política si se pone al servicio
de gobiernos patriotas y elevados. Nuestra política nueva seria
muy poco avisada y previsora si no supiese comprender y sacar
partido en provecho del progreso del país, de los hábitos de
subordinación y de obediencia que ha dejado el despotismo
anterior.
¿Por qué dudar, por fin, de la posibilidad de una constitución
argentina, en que se consignen los principios de la revolución
americana de 1810? ¿En qué consisten, qué son esos principios
representados por la Revolución de Mayo? Son el sentido común, la
razón ordinaria aplicados a la política. La igualdad de los
hombres, el derecho de propiedad, la libertad de disponer de su
persona y de sus actos, la participación del pueblo en la
formación y dirección del gobierno del país, ¿qué otra cosa son,
sino reglas simplísimas de sentido común, única base racional de
todo gobierno de hombres? A menos, pues, que no se pretenda que
pertenezcamos a la raza de los orangutanes, ¿qué otra cosa puede
esperamos para lo venidero que el establecimiento de un gobierno
legal y racional? E1 vendrá sin remedio, porque no hay poder en
el mundo que pueda cambiar a los argentinos de seres racionales
que son en animales irreflexivos (14)
XXIX
De la política que conviene a la situación de la República
Argentina.
La política está llamada a preparar el terreno, a disponer los
hombres y las cosas de modo que la Constitución se sancione; a
tomar parte en la Constitución misma y a cuidar de que su
ejecución, después de sancionada, no encuentre en el país los
tropiezos y resistencias en que han escollado las anteriores.
Veamos cuál debe ser nuestra política en las tres épocas que
reclaman su auxilio, antes, durante y después de la sanción de la
Constitución.
La exaltación del carácter español, que nos viene de raza, y el
clima que habitamos, no son condiciones que nos hagan aptos para
la política, que consta de prudencia, de reposo y de concesión;
pero debemos recordar que ellos no han impedido a Grecia y a
Italia, ardientes como el pueblo español, ser la cuna antigua y
moderna de la legislación y de la ciencia del gobierno. España
misma ha debido más de una vez a su política, si no acertada, al
menos firme, hábil y perseverante, el ascendiente que ha ejercido
sobre una parte de Europa, y el éxito de grandes e inmortales
empresas.
Toda constitución emana de la decisión de un hombre de espada, o
bien del sufragio libre de los pueblos. Pertenecen a la primera
clase las otorgadas por los conquistadores, dictadores o reyes
absolutos; y también las sancionadas en circunstancias criticas y
difíciles por un jefe investido por la nación de un voto de
confianza. Así es la que rige en este instante a la turbulenta
República francesa.
Las constituciones de más difícil éxito son las emanadas del voto
de los pueblos reunidos en convenciones o congresos
constituyentes. Ellas son producto de las inspiraciones de Dios y
de una política compuesta de honradez, de abnegación y de buen
sentido. A este género pertenecerá la que deba darse la República
Argentina, si, como la República francesa, no apela a la
confianza de un hombre solo, para obtener sin anarquía y sin
pérdida de tiempo una ley fundamental, basada en condiciones
expresadas por ella previamente. Este expediente arriesgado, pero
inevitable, en circunstancias como las que acaba de atravesar
Francia, es susceptible de condiciones dirigidas a garantizar el
país contra un abuso de confianza.
Pero si, como es creíble, la República pide su constitución a un
Congreso convocado al efecto, será necesario que la política de
preparación prevea y adopte los medios convenientes para que no
quede ilusorio y sin efecto el fruto de sus esfuerzos, como ha
sucedido desgraciadamente repetidas veces.
He aquí las precauciones que a mi ver pudieran emplearse para
preparar de un modo serio los trabajos del Congreso.
Las instrucciones de los diputados o sus credenciales han de
determinar con toda precisión los objetos de su mandato, para no
dar lugar a divagaciones y extravíos. El fin y objeto de su
mandato debe ser exclusivamente constitucional. Si posible fuere,
debe determinarse un plazo fijo para el desempeño de ese mandato.
La uniformidad en las instrucciones o credenciales seria de
grande utilidad, y se pudiera obtener eso al favor de
indicaciones dirigidas al efecto por la autoridad iniciadora de
la obra constitucional a las Provincias interiores.
Los poderes de los diputados constituyentes deben ser amplísimos
y sin limitación de facultades para reglar el objeto especial de
su mandato. Si este objeto ha de ser el trabajo de la
Constitución, debe dejarse a su criterio el determinar su forma y
su fondo, porque esta distinción metafísica, que tanto ha
embarazado nuestros ensayos anteriores, no divide en dos cosas
reales y distintas lo que en si no es más que una sola cosa.
Constitución y forma de gobierno son palabras que expresan una
misma cosa en el sentido de la Constitución del Estado de
Massachusetts, modelo de la Constitución de los Estados Unidos,
sancionada más tarde, y en que tal vez se inspiró Siéyes para
escribir la declaración de los derechos del hombre.
Los poderes deben contener la renuncia, de parte de las
Provincias, de todo derecho a revisar y ratificar la Constitución
antes de sancionarse. Sin esa renuncia, será muy difícil que
tengamos Constitución. El deseo de conservar integro el poder
local hallará siempre pretextos para desaprobar una constitución
que disminuye la autoridad de los gobiernos de provincia, y que
no podrá menos de disminuir, porque no hay gobierno general que
no se forme de porciones de autoridad cedidas por los pueblos.
Este expediente es exigido por una necesidad de nuestra situación
especial, y debemos adoptarlo, aunque no esté conforme con el
ejemplo de lo que se hizo en los Estados Unidos, donde los
espíritus y las cosas estaban dispuestos de muy distinto modo que
entre nosotros.
El Congreso constituyente debe ser como un gran tribunal
compuesto de jueces árbitros que, ciñéndose al compromiso
contenido en sus poderes, corte y dirima el largo pleito de
nuestra organización por un fallo inapelable, al menos por
espacio de diez años. El país que en la extremidad de una carrera
de sangre y de desastres no es capaz de un sacrificio semejante
en favor de su quietud y progreso, no ama de veras estas cosas.
Estos arreglos preparatorios son de importancia tan decisiva que
se deben promover por la autoridad que haya dirigido la
convocatoria a las Provincias, en cualquier estado de la
cuestión, con tal que sea antes de la publicación del pacto
constitucional. Los arts. 6º y 12 del acuerdo celebrado el 31 de
mayo de 1852 en San Nicolás satisfacen casi completamente esta
necesidad.
Con la instalación del Congreso empezarán otros deberes de
política o de conducta que ese cuerpo no deberá perder de vista.
El primero de ellos será relativo a la dirección lógica y
prudente de las discusiones. Eso dependerá en gran parte del
reglamento interior del Congreso. Este trabajo, anterior a todos,
es de inmensa trascendencia. No debe ser copia de cuerpos
deliberantes de naciones versadas en la libertad, es decir, en la
tolerancia y en el respeto de las contrarias opiniones, sino
expresión de lo que conviene a nuestro modo de ser hispano
argentino. El reglamento interior del Congreso debe dar extensas
facultades a su presidente, cometiéndole la decisión de todas las
incidencias de método en las discusiones. Imagen de la República,
el Congreso tendrá necesidad de un gobierno interior vigoroso,
para prevenir la anarquía en su seno, que casi siempre se vuelve
anarquía nacional.
El Congreso de 1826 comprometió el éxito de su obra por graves
faltas de política en que incurrió a causa de la indecisión de su
mandato y de su régimen interno.
Sancionó una ley fundamental antes de la Constitución, es decir,
expidió una Constitución previa y provisoria antes de la
Constitución definitiva.
En la Constitución provisoria o ley fundamental dada dos años
antes que la Constitución definitiva, se declaró uno el Estado; y
sin embargo, antes de redactar la Constitución final, se preguntó
a las Provincias si querían formar un solo Estado o varios. Esa
cuestión de metafísica política, poco consecuente con la ley
fundamental de 23 de enero de 1825, fue sometida al criterio
inmediato de Provincias que, como Santa Fe, no tenía un solo
letrado; Corrientes, que no tenían más abogado que el doctor
Cosio; Entre Ríos, que no tenía uno solo. Los comisionados,
elegidos por más capaces, pidieron a sus sencillos comitentes la
decisión de un punto de metafísica política en que se dividiría
por cien años el Instituto de Francia.
Se creó un presidente o semigobierno general (no hubo judicatura
del mismo carácter), antes de que existiera una constitución
conforme a la cual pudiese gobernar ese magistrado de una
República inconstituida.
Se creó un Poder ejecutivo nacional (era el nombre) cuando
todavía era problemático para el Congreso que lo creó si habría
Nación o solamente Federación.
Se dejó coexistiendo con ese poder los poderes provinciales,
viviendo juntos a la vez quince gobiernos, a saber, catorce
provinciales y uno nacional.
Creado este gobierno sin suprimir ninguno de los que antes
existían garantidos por la ley fundamental ¿qué resultó? Que el
gobierno nacional reconoció su falsa posición; que no tenía de
poder sino el nombre; que no tenía agentes, ni tesoro, ni
oficinas, ni casa a su inmediato servicio; porque todo eso habla
sido dejado como antes estaba por la ley fundamental, que al
mismo tiempo preveía la creación inconcebible de ese gobierno
general de un país ya gobernado parcialmente.
El gobierno general tuvo que pedir una capital, es decir, una
ciudad para su asiento y gobierno inmediato, y el Congreso
constituyente declaró a Buenos Aires, con todos sus
establecimientos, capital de la Nación, cuando todavía ignoraba
ese mismo Congreso si habría Nación o sólo Confederación. Esto
era un resultado lógico de la creación precoz del presidente.
Así, el Congreso entró en arreglos administrativos u orgánicos
primero que en la obra de la Constitución. Y como el derecho
administrativo no es otra cosa que el cuerpo de las leyes
orgánicas de la Constitución y viene naturalmente después de
ésta, se puede decir que el Congreso invirtió ese orden, y empezó
por el fin, organizando antes de constituir.
¿Los hechos, las exigencias de la situación del país precipitaron
así las cosas? ¿O provino ello de falta de madurez en materias
públicas? Quizá concurrieron las dos causas. El hecho es que esa
confusión de trabajos y esa inversión de cosas ayudaron
poderosamente a las tendencias desorganizadoras que existían
independientemente de todo eso.
Tenemos ideas equivocadas sobre el valor de los conocimientos
constitucionales de nuestros hombres más eminentes de ese tiempo.
La nueva generación los estima según las impresiones y recuerdos
de niñez. Sin duda, sabían mucho comparados con su tiempo y con
los medios de instrucción que tuvieron a su alcance. Pero la
misma ciencia europea con que nutrían sus cabezas ha hecho
adelantos posteriores, que nos han permitido sobrepujarlos, sin
que valgamos más que ellos como talentos, por una ventaja debida
al progreso de las ideas. Las siguientes palabras dan a conocer
la consistencia de las ideas constitucionales del señor canónigo
don Valentín Gómez, miembro importantísimo de la Comisión de
negocios constitucionales. "En mi decía debe ser muy corto el
tiempo que consuma la Comisión en formar el proyecto de
Constitución, porque mi opinión es que si el Congreso se decide
por la federación, se adopte la Constitución de Estados Unidos. .
. y si se declara por el sistema de unidad, que se adopte la
Constitución del año 19..., de modo que, a mi juicio, en medio
mes podrá estar presentada al Congreso." (Discurso pronunciado en
la sesión del 15 de abril de 1826).
El mismo orador, huyendo de todo trabajo original, apoyó la
adopción de la Constitución unitaria de 1819, que tuvo por
redactor al señor deán Funes. Para estimar la profundidad de los
conocimientos del señor deán Funes en materia de centralización
política podrá citarse sus propias palabras, vertidas en la
sesión del Congreso constituyente argentino el 18 de abril de
1826. "La Provincia de Buenos Aires—decía el señor Funes—, no
puede tener representantes en el Congreso elegidos por ella
misma... Desde que la Provincia de Buenos Aires fue elevada al
puesto de capital, dejó de ser provincia, y por consiguiente sus
representantes no son representantes de una provincia"... "¿A
quién representan estos diputados? ¿A una provincia? No: a un
territorio nacional; y cuando decimos territorio nacional, ¿qué
entendemos? El cuerpo moral que lo habita; los mismos habitantes
que lo habitan son nacionales, y por consiguiente no son
representantes de ninguna provincia, sino de un cuerpo nacional.
¿Y quién puede representar ese cuerpo nacional? El mismo
Congreso... La Provincia de Buenos está suficientemente
representada con el Congreso, desde que ella dejó de ser una
parte de la Nación." El señor canónigo Gómez refutó estas
extravagancias de un modo victorioso; y a pesar de eso apoyó la
adopción de la Constitución unitaria, que elaboró el señor Funes
en 1819.
Traigo estos recuerdos para hacer notar la obligación que impone
al Congreso un estado tan delicado y susceptible de cosas, de
proceder con la mayor prudencia y de abstenerse de pasos que lo
hagan participe indirecto del desquicio del país.
Tráigolos también con el fin de sustraer nuestros espíritus al
ascendiente que ejerce todavía el prestigio de trabajos pasados
inferiores a su celebridad.
Tampoco debe olvidar el Congreso la vocación política de que debe
estar caracterizada la Constitución que está llamado a organizar.
La Constitución está llamada a contemporizar, a complacer hasta
cierto grado algunas exigencias contradictorias, que no se deben
mirar por el lado de su justicia absoluta, sino por el de su
poder de resistencia, para combinarlas con prudencia y del modo
posible que los intereses del progreso general del país. En otro
lugar he demostrado que la Constitución de los Estados Unidos no
es producto de la abstracción y de la teoría, sino un pacto
político dictado por la necesidad de conciliar hechos, intereses
y tendencias opuestos por ciertos puntos, y conexos y análogos
por otros. Toda constitución tiene una vocación política, es
decir que está llamada siempre a satisfacer intereses y
exigencias de circunstancias. Las cartas inglesas no son sino
tratados de paz entre los intereses contrarios.
Las dos constituciones unitarias de la República Argentina de
1819 y 1826 han sucumbido casi al ver la luz. ¿Por qué? Porque
contrariaban los intereses locales. ¿Del país? No, precisamente;
de gobernantes, de influencias personales, si se quiere. Pero con
ellos se tropezará siempre mientras que no se consulten esos
influjos en el plan constitucional.
Para el que obedece, para el pueblo, toda constitución, por el
hecho de serlo, es buena, porque siempre cede en su provecho. No
así para el que manda o influye. La política—no la justicia—
consulta el voto del que manda, del que influye, no del que
obedece, cuando el que manda puede ser y sirve de obstáculo;
respeta a la República oficial, tanto como a la civil, porque es
la más capaz de embarazar. ¿Podéis acabar con el poder local? No,
acabaréis con el apoderado, no con el poder; porque al gobernante
que derroquéis hoy, con elementos que no tendréis mañana, le
sucederá otro, creado por un estado de cosas que existe
invencible al favor de la distancia.
Y en la constitución política de esos intereses opuestos deben
presidir la verdad, la lealtad, la probidad. El pacto político
que no se ha hecho con completa buena fe, la constitución que se
reduce a un contrato más o menos hábil y astuto, en que unos
intereses son defraudados por otros, es incapaz de subsistir,
porque el fraude envuelve siempre un principio de decrepitud y
muerte. La Constitución de los Estados Unidos vive hasta hoy y
vivirá largos años, porque es la expresión de la honradez y de la
buena fe.
Es por demás agregar en este lugar que la Constitución argentina
será un trabajo estéril, y poco merecedor de los esfuerzos
empleados para obtenerlo, si no descansa sobre bases aproximadas
a las contenidas en este libro, en que sólo soy órgano de las
ideas dominantes entre los hombres de bien de este tiempo.
XXX
Continuación del mismo asunto. Vocación política de la
Constitución, o de la política conveniente a sus fines.
Si la Constitución que va a darse ha de ser del género de las
dadas o ensayadas hasta aquí en la América del Sur, no valdrá la
pena de trabajar mucho para conseguir su sanción. Ya está visto
lo que han dado y darán nuestras constituciones actuales.
Sea que deba servir como monumento a la gloria personal, o ya se
considere como medio dirigido a salvar la República Argentina, su
duración será efímera y su resultado insignificante. Como
monumento, será lo que esas tablillas de madera clavadas en
desvalidos sepulcros para perpetuar ciertas memorias; como ley de
progreso, servirá para elevar nuestro país a la altura de las
otras Repúblicas sudamericanas.
Pero lo que necesita la República Argentina no es ponerse a la
altura de Chile, por ejemplo, no es entrar en el camino en que se
hallan el Perú o Venezuela (15) porque la posición de estos
países, a pesar de sus ventajas indisputables, no es término de
ambición para un país que posee los medios de adelantamiento que
la República Argentina. Eso hubiera podido contentarnos cuando
existía el gobierno de Rosas; todo era mejor que su sistema. Pero
hoy no estamos en ese caso.
Con una Constitución como la de Chile tendríamos, a lo más, un
estado de cosas semejante al de Chile. Pero ¿qué vale un progreso
semejante? El Plata está en aptitud de aspirar a otra cosa, que
no por ser más grande es más difícil.
Difícil, si no imposible, es realizar constituciones como la de
Chile, como la del Perú, etc., en la mayor parte de sus
disposiciones, con los elementos de que constan estos países.
A fuerza de vivir por tantos años en el terreno de la copia y del
plagio de las teorías constitucionales de la Revolución francesa
y de las constituciones de Norteamérica, nos hemos familiarizado
de tal modo con la utopía, que la hemos llegado a creer un hecho
normal y práctico. Paradojal y utopista es el propósito de
realizar las concepciones audaces de Siéyes y las doctrinas
puritanas de Massachusetts, con nuestros peones y gauchos que
apenas aventajan a los indígenas. Tal es el camino constitucional
que nuestra América ha recorrido hasta aquí y en que se halla
actualmente.
Es tiempo ya de que aspiremos a cosas más positivas y prácticas,
y a reconocer que el camino en que hemos andado hasta hoy es el
camino de la utopía.
Es utopía el pensar que nuestras actuales constituciones,
copiadas de los ensayos filosóficos que la Francia de 1789 no
pudo realizar, se practiquen por nuestros pueblos, sin más
antecedente político que doscientos años de coloniaje oscuro y
abyecto.
Es utopía, es sueño y paralogismo puro el pensar que nuestra raza
hispanoamericana, tal como salió formada de manos de su tenebroso
pasado colonial, pueda realizar hoy la república representativa,
que Francia acaba de ensayar con menos éxito que en su siglo
filosófico, y que los Estados Unidos realizan sin más rivales que
los cantones helvéticos, patria de Rousseau, de Necker, de Rossi,
de Cherbuliez, de Dumont, etcétera.
Utopía es pensar que podamos realizar la república
representativa, es decir, el gobierno de la sensatez, de la
calma, de la disciplina, por hábito y virtud más que por
coacción, de la abnegación y del desinterés, si no alteramos o
modificamos profundamente la masa o pasta de que se compone
nuestro pueblo hispanoamericano.
He aquí el medio único de salir del terreno falso del paralogismo
en que nuestra América se halla empeñada por su actual derecho
constitucional.
Este cambio anterior a todos es el punto serio de partida, para
obrar una mudanza radical en nuestro orden político Esta es la
verdadera revolución, que hasta hoy sólo existe en los nombres y
en la superficie de nuestra sociedad. No son las leyes las que
necesitamos cambiar; son los hombres, las cosas. Necesitamos
cambiar nuestras gentes incapaces de libertad por otras gentes
hábiles para ella, sin abdicar el tipo de nuestra raza original,
y mucho menos el señorío del país; suplantar nuestra actual
familia argentina por otra igualmente argentina, pero más capaz
de libertad, de riqueza y progreso. ¿Por conquistadores más
ilustrados que España, por ventura? Todo lo contrario;
conquistando en vez de ser conquistados. La América del Sur posee
un ejército a este fin, y es el encanto que sus hermosas y
amables mujeres recibieron de su origen andaluz, mejorado por el
cielo espléndido del nuevo mundo. Removed los impedimentos
inmorales que hacen estéril el poder del bello sexo americano, y
tendréis realizado el cambio de nuestra raza sin la pérdida del
idioma ni del tipo nacional primitivo.
Este cambio gradual y profundo, esta alteración de raza debe ser
obra de nuestras constituciones de verdadera regeneración y
progreso. Ellas deben iniciarlo y llevarlo a cabo en el interés
americano, en vez de dejarlo a la acción espontánea de un sistema
de cosas que tiende a destruir gradualmente el ascendiente del
tipo español en América.
Pero, mientras no se empleen otras piezas que las actuales para
constituir nuestro edificio político, mientras no sean nuestras
reformas políticas otra cosa que combinaciones y permutaciones
nuevas de lo mismo que hoy existe, no haréis nada de radical, de
serio, de fecundo. Combinad como queráis lo que tenéis; no
sacaréis de ello una república digna de este nombre.
Podréis disminuir el mal, pero no aumentaréis el bien, ni será
permanente vuestra mejora negativa.
¿Por qué? Porque lo que hay es poco y es malo. Conviene aumentar
el número de nuestra población y, lo que es más, cambiar su
condición en sentido ventajoso a la causa del progreso.
Con tres millones de indígenas, cristianos y católicos, no
realizaríais la república ciertamente. No la realizaríais tampoco
con cuatro millones de españoles peninsulares, porque el español
puro es incapaz de realizarla allá o acá. Si hemos de componer
nuestra población para nuestro sistema de gobierno, si ha de
sernos más posible hacer la población para el sistema proclamado
que el sistema para la población, es necesario fomentar en
nuestro suelo la población anglosajona. Ella está identificada
con el vapor, el comercio y la libertad, y no será imposible
radicar estas cosas entre nosotros sin la cooperación activa de
esa raza de progreso y civilización.
Esta necesidad, anterior a todas y base de todas, debe ser
representada y satisfecha por la constitución próxima y por la
política, llamada a desenvolver sus consecuencias. La
constitución debe ser hecha para poblar el suelo solitario del
país de nuevos habitantes, y para alterar y modificar la
condición de la población actual. Su misión, según esto, es
esencialmente económica.
Todo lo que se separe de este propósito es intempestivo,
inconducente, por ahora, o cuanto menos secundario y subalterno.
La constitución próxima tiene una misión de circunstancias, no
hay que olvidarlo. Está destinada a llenar cierto y determinado
número de necesidades y no todas. Sería poco juicioso aspirar a
satisfacer de una sola vez todas las necesidades de la República.
Es necesario andar por grados ese camino. Para las más de ellas
no hay medios, y nunca es político acometer lo que es
impracticable por prematuro.
Es necesario reconocer que sólo debe constituirse por ahora
cierto número de cosas, y dejar el resto para después. El tiempo
debe preparar los medios de resolver ciertas cuestiones de las
que ofrece el arreglo constitucional de nuestro país.
La constitución debe ser reservada y sobria en disposiciones.
Cuando hay que edificar mucho y el tiempo es borrascoso, se
edifica una parte de pronto, y al abrigo de ella se hace por
grados el resto en las estaciones de calma y de bonanza.
La población y cuatro o seis puntos con ella relacionados es el
grande objeto de la Constitución. Tomad los cien artículos
—término medio de toda Constitución—, separad diez, dadme el
poder de organizarlos según mi sistema, y poco importa que en el
resto votéis blanco o negro.
XXXI
Continuación del mismo asunto. En América gobernar es poblar.
¿Qué nombre daréis, qué nombre merece un país compuesto de
doscientas mil leguas de territorio y de una población de
ochocientos mil habitantes? Un desierto. ¿Qué nombre daréis a la
Constitución de ese país? La Constitución de un desierto. Pues
bien, ese país es la República Argentina; y cualquiera que sea su
Constitución no será otra cosa por muchos años que la
Constitución de un desierto.
Pero, ¿cuál es la Constitución que mejor conviene al desierto? La
que sirve para hacerlo desaparecer; la que sirve para hacer que
el desierto deje de serlo en el menor tiempo posible, y se
convierta en país poblado. Luego éste debe ser el fin político y
no puede ser otro, de la Constitución argentina y en general de
todas las Constituciones de Sudamérica. Las Constituciones de
países despoblados no pueden tener otro fin serio y racional, por
ahora y por muchos años, que dar al solitario y abandonado
territorio la población que necesita, como instrumento
fundamental de su desarrollo y progreso.
La América independiente está llamada a proseguir en su
territorio la obra empezada y dejada a la mitad por la España de
1450. La colonización, la población de este mundo, nuevo hasta
hoy a pesar de los trescientos años transcurridos desde su
descubrimiento, debe llevarse a cabo por los mismos Estados
americanos constituidos en cuerpos independientes y soberanos. La
obra es la misma, aunque los autores sean diferentes. En otro
tiempo nos poblaba España; hoy nos poblamos nosotros mismos. A
este fin capital deben dirigirse todas nuestras constituciones.
Necesitamos constituciones, necesitamos una política de creación,
de población, de conquista sobre la soledad y el desierto.
Los gobiernos americanos, como institución y como personas, no
tienen otra misión seria, por ahora, que la de formar y
desenvolver la población de los territorios de su mando,
apellidados Estados antes de tiempo.
La población de todas partes, y esencialmente en América, forma
la sustancia en torno de la cual se realizan y desenvuelven todos
los fenómenos de la economía social. Por ella y para ella todo se
agita y realiza en el mundo de los hechos económicos. Principal
instrumento de la producción, cede en su beneficio la
distribución de la riqueza nacional. La población es el fin y es
el medio al mismo tiempo. En este sentido, la ciencia económica,
según la palabra de uno de sus grandes órganos, pudiera resumirse
entera en la ciencia de la población; por lo menos ella
constituye su principio y fin. Esto ha enseñado para todas partes
un economista admirador de Malthus, el enemigo de la población en
países que la tienen de sobra y en momentos de crisis por
resultado de ese exceso. ¿Con cuánta más razón no será aplicable
a nuestra América pobre, esclavizada en nombre de la libertad, e
inconstituida nada más que por falta de población? Es pues
esencialmente económico el fin de la política constitucional y
del gobierno en América. Así, en América gobernar es poblar.
Definir de otro modo el gobierno es desconocer su misión
sudamericana. Recibe esta misión el gobierno de la necesidad que
representa y domina todas las demás en nuestra América. En lo
económico, como en todo lo demás, nuestro derecho debe ser
acomodado a las necesidades especiales de Sudamérica. Si estas
necesidades no son las mismas que en Europa han inspirado tal
sistema o tal política económica, nuestro derecho debe seguir la
voz de nuestra necesidad, y no el dictado que es expresión de
necesidades diferentes o contrarias... Por ejemplo, en presencia
de la crisis social que sobrevino en Europa a fines del último
siglo por falta de equilibrio entre las subsistencias y la
población la política económica protestó por la pluma de Malthus
contra el aumento de la población, porque en ello vio el origen
cierto o aparente de la crisis; pero aplicar a nuestra América,
cuya población constituye precisamente el mejor remedio para el
mal europeo temido por Malthus, seria lo mismo que poner a un
infante extenuado por falta de alimento bajo el rigor de la dieta
pitagórica, por la razón de haberse aconsejado ese tratamiento
para un cuerpo enfermo de plétora. Los Estados Unidos tienen la
palabra antes que Malthus, con su ejemplo práctico, en materia de
población; con su aumento rapidísimo han obrado los milagros de
progreso que los hace ser el asombro y la envidia del universo.
XXXII
Continuación del mismo objeto. Sin nueva población es imposible
el nuevo régimen. Política contra el desierto, actual enemigo de
América.
Sin población y sin mejor población que la que tenemos para la
práctica de la república representativa, todos los propósitos
quedarán ilusorios y sin resultado. Haréis constituciones
brillantes que satisfagan completamente las ilusiones del país,
pero el desengaño no tardará en pediros cuenta del valor de las
promesas; y entonces se verá que hacéis papel de charlatanes,
cuando no de niños, víctimas de vuestras propias ilusiones.
En efecto, constituid como queráis las Provincias argentinas; si
no constituís otra cosa que lo que ellas contienen hoy,
constituís una cosa que vale poco para la libertad práctica.
Combinad de todos modos su población actual, no haréis otra cosa
que combinar antiguos colonos españoles; españoles a la derecha o
españoles a la izquierda, siempre tendréis españoles debilitados
por la servidumbre colonial, no incapaces de heroísmo y de
victorias, llegada la ocasión, pero sí de la paciencia viril de
la vigilancia inalterable del hombre de libertad.
Tomad, por ejemplo, los treinta mil habitantes de la Provincia de
Jujuy; poned encima los que están debajo o viceversa; levantad
los buenos y abatid los malos. ¿Qué conseguiréis con eso? Doblar
la renta de aduana de seis o doce mil pesos, abrir veinte
escuelas en lugar de diez, y algunas otras mejoras de ese estilo.
Eso será cuanto se consiga. Pues bien, eso no impedirá que Jujuy
quede por siglos con sus treinta mil habitantes, sus doce mil
pesos de renta de aduana y sus veinte escuelas, que es el mayor
progreso a que ha podido llegar en doscientos años que lleva de
existencia. Acaba de tener lugar en América una experiencia que
pone fuera de duda La verdad de lo que sostengo, a saber: que sin
mejor población para la industria y para el gobierno libre, la
mejor constitución política será ineficaz. Lo que ha producido la
regeneración instantánea y portentosa de California no es
precisamente la promulgación del sistema constitucional de
Norteamérica. En todo Méjico ha estado y está proclamado ese
sistema desde 1824; y en California, antigua provincia de Méjico,
no es tan nuevo como se piensa. Lo que es nuevo allí y lo que es
origen real del cambio favorable es la presencia de un pueblo
compuesto de habitantes capaces de industria y del sistema
político no sabían realizar los antiguos habitantes
hispanoamericanos. La libertad es una máquina, que como el vapor
requiere para su manejo maquinistas ingleses de origen. Sin la
cooperación de esa raza es imposible aclimatar la libertad y el
progreso material en ninguna parte.
Crucemos con ella nuestro pueblo oriental y poético de origen, y
le daremos la aptitud del progreso y de la libertad práctica, sin
que pierda su tipo, su idioma, ni su nacionalidad. Será el modo
de salvarlo de la desaparición como pueblo de tipo español, de
que está amenazado Méjico por su política terca, mezquina y
exclusiva.
No pretendo deprimir a los míos Destituido de ambición, hablo la
verdad útil y entera, que lastima las ilusiones, con el mismo
desinterés con que la escribí siempre. Conozco los halagos que
procuran a la ambición fáciles simpatías; pero nunca seré el
cortesano de las preocupaciones que dan empleos que no pretendo,
ni de una popularidad efímera como el error en que descansa.
Quiero suponer que la República Argentina se compusiese de
hombres como yo, es decir, de ochocientos mil abogados que saben
hacer libros. Esa sería la peor población que pudiera tener. Los
abogados no servimos para hacer caminos de hierro, para hacer
navegables y navegar los ríos, para explotar las minas, para
labrar los campos, para colonizar los desiertos; es decir, que no
servimos para dar a la América del Sur lo que necesita. Pues
bien, la población actual de nuestro país sirve para estos fines,
más o menos, como si se compusiese de abogados. Es un error
infelicísimo el creer que la instrucción primaria o universitaria
sean lo que pueda dar a nuestro pueblo la aptitud del progreso
material y de las prácticas de libertad.
En Chiloé y en el Paraguay saben leer todos los hombres del
pueblo; y sin embargo son incultos y selváticos al lado de un
obrero inglés o francés que muchas veces no conoce la o.
No es el alfabeto, es el martillo, es la barreta, es el arado, lo
que debe poseer el hombre del desierto, es decir, el hombre del
pueblo sudamericano. ¿Creéis que un araucano sea incapaz de
aprender a leer y escribir castellano? ¿Y pensáis que con eso
sólo deje de ser salvaje?
No soy tan modesto como ciudadano argentino para pretender que
sólo a mi país se aplique la verdad de lo que acabo de escribir.
Hablando de él, describo la situación de la América del Sur, que
está en ese caso toda ella, como es constante para todos los que
saben ver la realidad. Es un desierto a medio poblar y a medio
civilizar.
La cuestión argentina de hoy es la cuestión de la América del
Sur, a saber: buscar un sistema de organización conveniente para
obtener la población de sus desiertos, con pobladores capaces de
industria y libertad, para educar sus pueblos, no en las
ciencias, no en la astronomía—eso es ridículo por anticipado y
prematuro—, sino en la industria y en la libertad práctica.
Este problema está por resolverse. Ninguna República de América
lo ha resuelto todavía. Todas han acertado a sacudir la
dominación militar y política de España; pero ninguna ha sabido
escapar de la soledad, del atraso, de la pobreza, del despotismo
más radicado en los usos que en los gobiernos. Esos son los
verdaderos enemigos de la América; y por cierto que no los
venceremos como vencimos a la metrópoli española, echando a
Europa de este suelo, sino trayéndola para llevar a cabo, en
nombre de la América, la población empezada hace tres siglos por
España. Ninguna República sirve a esta necesidad nueva y
palpitante por su constitución.
Chile ha escapado del desorden, pero no del atraso y de la
soledad. Apenas posee un quinto de lo que necesita en bienestar y
progreso. Su dicha es negativa; se reduce a estar exento de los
males generales de la América en su situación. No está como las
otras repúblicas, pero la ventaja no es gran cosa; tampoco está
como California, que apenas cuenta cuatro años. Está en orden,
pero despoblado; está en paz, pero estacionario. No debe perder,
ni sacrificar el orden por nada; pero no debe contentarse con
sólo tener orden.
Hablando así de Chile, no salgo de mi objeto; sobre el terreno
hacia el cual se dirigen todas las miradas de los que buscan
ejemplos de imitación en la América del Sur, quiero hacer el
proceso al derecho constitucional sudamericano ensayado hasta
aquí, para que mi país lo juzgue a ciencia cierta en el instante
de darse la constitución en que se ocupa.
Pero si el desierto, si la soledad, si la falta de población es
el mal que en América representa y resume todos los demás, ¿cuál
es la política que conviene para concluir con el desierto?
Para poblar el desierto son necesarias dos cosas capitales: abrir
las puertas de él para que todos entren, y asegurar el bienestar
de los que en él penetran: la libertad a la puerta y la libertad
dentro.
Si abrís las puertas y hostilizáis dentro, armáis una trampa en
lugar de organizar un Estado. Tendréis prisioneros, no
pobladores; cazaréis unos cuantos incautos, pero huirán los
demás. El desierto quedará vencedor en lugar de vencido.
Hoy es harto abundante el mundo en lugares propicios, para que
nadie quiera encarcelarse por necesidad y mucho menos por gusto.
Si, por el contrario, creáis garantías dentro, pero al mismo
tiempo cerráis los puertos del país, no hacéis más que garantizar
la soledad y el desierto; no constituís un pueblo, sino un
territorio sin pueblo, o cuanto más un municipio, una aldea
pésimamente establecida; es decir, una aldea de ochocientas mil
almas, desterradas las unas de las otras, a centenares de leguas.
Tal país no es un Estado; es el limbo político y sus habitantes
son almas errantes en la soledad, es decir, americanos del sur.
Los colores de que me valgo serán fuertes, podrán ser exagerados,
pero no mentirosos. Quitad algunos grados al color amarillo,
siempre será pálido el color que quede. Algunos quilates de menos
no alteran la fuerza de la verdad, como no alteran la naturaleza
del oro. Es necesario dar formas exageradas a las verdades que se
escapan a vista de los ojos comunes.
XXXIII
Continuación del mismo asunto. La Constitución debe precaverse
contra leyes orgánicas que pretendan destituirla por excepciones.
Examen de la Constitución de Bolivia, modelo del fraude en la
libertad.
No basta que la Constitución contenga todas las libertades y
garantías conocidas. Es necesario, como se ha dicho antes, que
contenga declaraciones formales de que no se dará ley que, con
pretexto de organizar y reglamentar el ejercicio de esas
libertades, las anule y falsee con disposiciones reglamentarias.
Se puede concebir una constitución que abrace en su sanción todas
las libertades imaginables; pero que admitiendo la posibilidad de
limitarlas por la ley, surgiera ella misma el medio honesto y
legal de faltar a todo lo que promete.
Un dechado de esta táctica de fascinación y mistificación
política es la Constitución vigente en Bolivia, dada en La Paz el
20 de septiembre de 1851, bajo la administración del general
Belzu. Debo rectificar en este lugar la equivocación que padezco
en el párrafo VI de la primera y segunda edición, cuando digo que
la Constitución actual de Bolivia es la de 26 de octubre de 1839.
No es así, por desgracia, pues valiera más que rigiese esta
última con todos sus defectos, que no la dada en 1851 en nombre y
en perjuicio de la libertad al mismo tiempo. Después de impreso
lo que allí decía, llegó a mi noticia, y de los bolivianos que me
dieron los primeros informes, la existencia de esta Constitución,
que por lo visto vive tan oscura como la edición moderna de una
ley sin vigencia, o lo que es igual, de una ley sin efecto.
Después de ratificar la independencia de Bolivia muchas veces
declarada y por nadie disputada, entra la Constitución declarando
el derecho público de los bolivianos La Constitución de
Massachusetts, modelo de todas las Constituciones de libertad
conocidas en este y otro Continente sobre declaraciones de
derechos del hombre, no es tan rica y abundante como la
Constitución de La Paz, en cuanto a garantías de derecho público.
Pero ¿que importa? La garantías son concedidas con las
limitaciones y restricciones que establecen las leyes. Es verdad
que fuera de las legales no hay otras, según lo declara la
Constitución Pero si la ley es un medio de derogar la
constitución, ¿para qué necesita de otro el gobierno? Hace la ley
el que hace al legislador. El pueblo en nuestra América del Sur
hace el papel de elector; quien elige en la realidad es el poder.
La Constitución boliviana es más explícita todavía en sus
limitaciones las garantías prometidas Cuando declara por el art
23, que el goce de las garantías y derechos que ella concede a
todo hombre está subordinado al cumplimiento de este deber:
respeto y obediencia a la ley y a las autoridades constituidas,
con cuya reserva quedan reducidas a nada las estupendas garantías
para el desgraciado que se hace culpable de un simple desacato.
La Constitución declara que no hay poder humano sobre las
conciencias, y sin embargo ella misma realiza ese Poder
sobrehumano, declarando en el mismo art. 3º que “la religión
apostólica, roma a de Bolivia, cuyo culto exclusivo es protegido
por la ley, que al mismo tiempo excluye el ejercicio de otro
cualquiera.
Ante la ley todos son iguales, según el art 13. Pero en cuanto a
la admisibilidad a los empleos, sólo son iguales los bolivianos.
Son exceptuados los empleos profesionales que pueden ser
ejercidos por los extranjeros; pero sólo tienen éstos, en
Bolivia, los derechos que su país concede a un boliviano.
Limitación irrisoria con que se pretende asimilar la posición de
un país indigente en hombres capaces a la de otros que, abundando
en ellos, nada han dispuesto para atraerlos de afuera, y mucho
menos de países que no los tienen. ¿Por qué admitir al extranjero
solamente en los empleos profesionales, y no en otros muchos que,
sin ser profesionales, pueden desempeñarse por el extranjero con
más ventaja que por el nacional?
La Constitución deja en blanco las condiciones para la
adquisición de la ciudadanía por parte de un extranjero, pero
establece los casos en que se pierde o suspende su ejercicio
(art. 2°); provee a la pérdida, pero no a la adquisición de
ciudadanos; se ocupa más de la despoblación, que de la población
del país. Es verdad que el art. 76, inciso 19, da al Presidente,
y no a la ley, el poder de expedir cartas de ciudadanía en favor
de los extranjeros que las merezcan. Pero si el Presidente abriga
por los extranjeros la estima de que ha dado testimonio en sus
célebres decretos el Presidente actual, pocas cartas de
ciudadanía se expedirán en Bolivia a los extranjeros, de que
tanto necesita.
El tránsito es libre por la Constitución; todo hombre puede
entrar y salir de Bolivia, pero se entiende en caso que no lo
prohiba el derecho de tercero, la aduana o la policía. Con
permiso de estas tres potestades, el derecho de locomoción es
inviolable en la República boliviana (art. 8°).
Por la Constitución es inviolable el hogar; pero por la ley puede
ser allanado (nombre honesto dado a la violación por el art. 14).
Por la Constitución es libre el trabajo; pero puede no serlo por
la ley (art. 17).
Según esto, en Bolivia la Constitución rige con permiso de las
leyes. En otras partes la Constitución hace vivir a las leyes;
allí las leyes hacen vivir a la Constitución. Las leyes son la
regla, la Constitución es la excepción.
Por fin, la Constitución toda es nominal; pues por el art. 76,
inciso 26, el Presidente, oídos sus ministros, que él nombra y
quita a su voluntad, declarada en peligro la patria y asume las
facultades extraordinarias por un término de que él es árbitro
(inciso 27).
De modo que el derecho público cesa por las leyes, y la
Constitución toda por la voluntad del Presidente.
Es peor que la Constitución dictatorial del Paraguay, porque es
menos franca: promete todas las libertades, pero retiene el poder
de suprimirlas. Es como un prestidigitador de teatro que os
ofrece la libertad; la tomáis, creéis tenerla en vuestra
faltriquera, metéis las manos para usarla, y halláis cadenas en
lugar de libertad. Las leyes orgánicas son los cubiletes que
sirven de instrumento para esa manifestación de gobierno
constitucional.
La Constitución argentina debe huir de ese escollo. Como todas
las Constituciones de los Estados Unidos, es decir, como todas
las Constituciones leales y prudentes, debe declarar que el
Congreso no dará ley que limite o falsee las garantías de
progreso y de derecho público con ocasión de organizar o
reglamentar su ejercicio. Ese deber de política fundamental es de
trascendencia decisiva para la vida de la Constitución.
XXXIV
Continuación del mismo asunto. Política conveniente para después
de dada la Constitución.
La política no puede tener miras diferentes de las miras de la
Constitución. Ella no es sino el arte de conducir las cosas de
modo que se cumplan los fines previstos por la Constitución. De
suerte que los principios señalados en este libro como bases, en
vista de las cuales deba ser concebida la Constitución, son los
mismos principios en cuyo sentido debe ser encaminada la política
que conviene a la República Argentina.
Expresión de las necesidades modernas y fundamentales del país,
ella debe ser comercial, industrial y económica, en lugar de
militar y guerrera, como convino a la primera época de nuestra
emancipación. La política Rosas, encaminada a la adquisición de
glorias militares sin objeto ni utilidad, ha sido repetición
intempestiva de una tendencia que fue útil en su tiempo, pero que
ha venido a ser perniciosa a los progresos de América.
Ella debe ser más solícita de la paz y del orden que convienen al
desarrollo de nuestras instituciones y riqueza, que de brillantes
y pueriles agitaciones de carácter político
Cada guerra, cada cuestión, cada bloqueo que se ahorra el país,
es una conquista obtenido en favor de sus adelantos. Un año de
quietud en la América del Sur representa más bienes que diez años
de la más gloriosa guerra.
La gloria es la plaga de nuestra pobre América del Sur. Después
de haber sido el aliciente eficacísimo que nos dio por resultado
la independencia, hoy es un medio estéril de infatuación y de
extravío, que no representa cosa alguna útil ni seria para el
país. La nueva política debe tender a glorificar los triunfos
industriales, a ennoblecer el trabajo, a rodear de honor las
empresas de colonización, de navegación y de industria, a
reemplazar en las costumbres del pueblo, como estimulo moral, la
vanagloria militar por el honor del trabajo, el entusiasmo
guerrero por el entusiasmo industrial que distingue a los países
de la raza inglesa, el patriotismo belicoso por el patriotismo de
las empresas industriales que cambian la faz estéril de nuestros
desiertos en lugares poblados y animados. La gloria actual de los
Estados Unidos es llenar los desiertos del oeste de pueblos
nuevos, formados de su raza; nuestra política debe apartar de la
imaginación de nuestras masas el cuadro de nuestros tiempos
heroicos, que representa la lucha contra la Europa militar, hoy
que necesita el país de trabajadores, de hombres de paz y de buen
sentido, en lugar de héroes, y de atraer a Europa y recibir el
influjo de su civilización, en vez de repelerla. La guerra de la
Independencia nos ha dejado la manía ridícula y aciaga del
heroísmo. Aspiramos todos a ser héroes, y nadie se contenta con
ser hombre. O la inmortalidad o nada, es nuestro dilema. Nadie se
mueve a cosas útiles por el modesto y honrado estimulo del bien
público; es necesario que se nos prometa la gloria de San Martín,
la celebridad de Moreno. Esta aberración ridícula y aciaga
gobierna nuestros caracteres sudamericanos. La sana política debe
propender a combatirla y acabarla.
Nuestra política para ser expresión del régimen constitucional
que nos conviene, deberá ser más atenta al régimen exterior del
país que al interno. Los motivos de ello están latamente
explicados en este libro. Debe inspirarse para su marcha en las
bases señaladas para la Constitución en este libro.
Debe promover y buscar los tratados de amistad y comercio con el
extranjero, como garantías de nuestro régimen constitucional.
Consignadas y escritas en esos tratados las mismas garantías de
derecho público que la constitución dé al extranjero
espontáneamente, adquirirán mayor fuerza y estabilidad Cada
tratado será un ancla de estabilidad puesta a la Constitución. Si
ésta fuese violada por una autoridad nacional, no lo será en la
parte contenida en los tratados, que se harán respetar por las
naciones signatarias de ellos; y bastará que algunas garantías
queden en pie para que el país conserve inviolable una parte de
su constitución, que pronto hará restablecer la otra. Nada más
erróneo, en la política exterior de Sudamérica, que la tendencia
a huir de los tratados.
En cuanto a su observancia, debe de ser fiel por nuestra parte
para quitar pretextos de ser infiel al fuerte. De los agravios
debe alzarse acta, no para vengarlos inmediatamente, sino para
reclamarlos a su tiempo. Por hoy no es tiempo de pelear para la
América del Sur, y mucho menos de pelear con Europa, su fuente de
progreso y engrandecimiento.
Con las Repúblicas americanas no convienen las ligas políticas,
por inconducentes; pero sí los tratados dirigidos a generalizar
muchos intereses y ventajas, que nos dan la comunidad de
legislación de régimen constitucional, de culto, de idioma, de
costumbres, etc. Interesa al progreso de todas ellas la remoción
de las trabas que hacen difícil su comercio por el interior de
sus territorios solitarios y desiertos. Por tratados de abolición
o reducción de las tarifas con que se hostilizan y repelen,
podrían servir a los intereses de su población interior. Los
caminos y postas, la validez de las pruebas y sentencias
judiciales, la propiedad literaria y de inventos, los grados
universitarios, son objetos de estipulaciones internacionales que
nuestras repúblicas pudieran celebrar con ventaja recíproca.
A la buena causa argentina convendrá siempre una política
amigable para con el Brasil. Nada más atrasado y falso que el
pretendido antagonismo de sistema político entre el Brasil y las
Repúblicas sudamericanas. Este sólo existe para una política
superficial y frívola, que se detiene en la corteza de los
hechos. A esta clase pertenece la diferencia de forma de
gobierno. En el fondo, ese país está más internado que nosotros
en el sendero de la libertad. Es falso que la revolución
americana tenga ese camino más que andar. Todas las miras de
nuestra revolución contra España están satisfechas allí. Fue la
primera de ellas la emancipación de todo poder europeo; esa
independencia existe en el Brasil. El sacudió el yugo del poder
europeo, como nosotros; y el Brasil es hoy un poder esencialmente
americano. Como nosotros, ha tenido también su revolución de
1810. La bandera de Mayo, en vez de oprimidos, hallarla allí
hombres libres. La esclavitud de cierta raza no desmiente su
libertad política; pues ambos hechos coexisten en Norteamérica,
donde los esclavos negros son diez veces más numerosos que en el
Brasil.
Nuestra revolución persiguió el régimen irresponsable y
arbitrario; en el Brasil no existe; allí gobierna la ley.
Nuestra revolución buscaba los derechos de propiedad, de
publicidad, de elección, de petición, de tránsito, de industria.
Tarde iría a proclamar eso en el Brasil, porque ya existe; y
existe, porque la revolución de libertad ha pasado por allí
dejando más frutos que entre nosotros.
La política que observó el Brasil después de la caída de Rosas no
era ciertamente una retribución de la política que el autor
aconsejaba a su país respecto del Imperio en las líneas que
anteceden. El Brasil rehusó tomar parte en los tratados de libre
navegación de 10 de julio de 1853, firmados con Francia e
Inglaterra; y protestó en cierto modo contra el principio de
libertad fluvial, garantizado por estos tratados. Amenazó la
independencia de la República Oriental, ocupando su territorio
con un ejército permanente, sin obrar de acuerdo con la
Confederación Argentina, como estaba convenido en el tratado de
1828. Comprometió la integridad de la República Argentina,
abriendo relaciones diplomáticas con el gobierno interior y
doméstico de la Provincia de Buenos Aires. No por eso el autor
abandonó sus opiniones de 1844 y 1852 en favor de lo bueno que
tiene el Brasil; pero si pensó que la Confederación debía
precaverse contra las tendencias hostiles que el Brasil
acreditaba por esos actos. Retirando más tarde su ejército de la
Banda Oriental, y firmando el tratado de la Confederación
Argentina de 7 de marzo de 1856, en el que restablece el pacto de
1828 y da garantías a la integridad argentina y a la
independencia oriental, el Brasil ha rectificado por fin las
irregularidades de su política hacia el Plata, y dado muestra de
comprender lo que conviene a su seguridad. Sin embargo, el tiempo
esclarecerá el sentido de algunas cláusulas del tratado de 7 de
marzo, cuyas palabras harían creer que el Brasil mantiene sus
preocupaciones anteriores, especialmente en materia de navegación
fluvial y de comercio exterior.
En lo interior, el primer deber de la política futura será el
mantenimiento y conservación de la Constitución. Reunir un
congreso y dar una Constitución no son cosas sin ejemplo en la
República Argentina lo que "nunca se ha visto", allí es que haya
subsistido una Constitución diez años.
La mejor política, la más fácil, la más eficaz para conservar la
Constitución, es la política de la honradez y de la buena fe; la
política clara y simple de los hombres de bien, y no la política
doble y hábil de los truhanes de categoría. Pero entiéndase que
la honradez requerida por la sana política no es la honradez
apasionada y rencorosa del doctor Francia o de Felipe II, que
eran honrados a su modo. La sinceridad de los actos no es todo lo
que se puede apetecer en política se requiere además la justicia,
en que reside la verdadera probidad.
Cuando la Constitución es oscura o indecisa, se debe pedir su
comentario a la libertad y al progreso, las dos deidades en que
ha de tener inspiración. Es imposible errar cuando se va por un
camino tan lleno de luz.
El gran arte del gobierno, como decía Platón, es el arte de hacer
amar de los pueblos la Constitución y las leyes. Para que los
pueblos la amen, es menester que la vean rodeada de prestigio y
de esplendor.
El principal medio de afianzar el respeto de la Constitución es
evitar en todo lo posible sus reformas. Estas pueden ser
necesarias a veces, pero constituyen siempre una crisis pública,
más o menos grave. Son lo que las amputaciones al cuerpo humano;
necesarias a veces, pero terribles siempre. Deben evitarse todo
lo posible, o retardarse lo más. La verdadera sanción de las
leyes reside en su duración. Remediemos sus defectos, no por la
abrogación, sino por la interpretación.
Ese es todo el secreto que han tenido los ingleses para hacer
vivir siglos su Constitución benemérita de la humanidad entera.
Las cartas o leyes fundamentales que forman el derecho
constitucional de Inglaterra tienen seis y ocho siglos de
existencia muchas de ellas. Del siglo XI (1071) es la primera
carta de Guillermo el Conquistador; y la magna carta, o gran
carta, debió su sanción al rey Juan, a principios del siglo XIII
(19 de junio de 1215). Entre los siglos XI y XIV diéronse las
leyes que hasta hoy son base del derecho público británico.
No se crea que esas leyes han regido inviolablemente desde su
sanción. En los primeros tiempos fueron violadas a cada paso por
los reyes y sus agentes. Violadas han sido también
posteriormente, y no han llegado a ser una verdad práctica, sino
con el transcurso de la edad.
Pero los ingleses no remediaban las violaciones, sustituyendo
unas constituciones por otras, sino confirmando las anteriormente
dadas.
Sin ir tan lejos, nosotros mismos tenemos leyes de derecho
público y privado que cuentan siglos de existencia. En el siglo
XIV, promulgáronse las Leyes de Partidas, que han regido nuestros
pueblos americanos desde su fundación, y son seculares también
nuestras Leyes de Indias y nuestras Ordenanzas de comercio y de
navegación. Recordemos que, a nuestro modo, hemos tenido un
derecho público antiguo.
Lejos de existir inviolables esas leyes, la historia colonial se
reduce casi a la de sus infracciones. Es la historia de la
arbitrariedad. Durante la revolución hemos cambiado mil veces los
gobiernos, porque las leyes no eran observadas. Pero no por eso
hemos dado por insubsistentes y nulas las siete Partidas, las
Leyes de Indias, las Ordenanzas de Bilbao, etc. Hemos confirmado
implícitamente esas leyes, pidiendo a los nuevos gobiernos que
las cumplan.
No hemos obrado así con nuestras leyes políticas dadas durante la
revolución. Les hemos hecho expiar las faltas a sus guardianes.
Para remediar la violación de un artículo, los hemos derogado
todos. Hemos querido remediar los defectos de nuestras leyes
patrias, revolcándolas y dando otras en su lugar; con lo cual nos
hemos quedado de ordinario sin ninguna: porque una ley sin
antigüedad no tiene sanción, no es ley.
Conservar la Constitución es el secreto de tener Constitución.
¿Tiene defectos, es incompleta? No la reemplacéis por otra nueva.
La novedad de la ley es una falta que no se compensa por ninguna
perfección; porque la novedad excluye el respeto y la costumbre,
y una ley sin estas bases es un pedazo de papel, un trozo
literario.
La interpretación, el comentario, la jurisprudencia, es el gran
medio de remediar los defectos de las leyes. Es la receta con que
Inglaterra ha salvado su libertad y la libertad del mundo. La ley
es un Dios mudo: habla siempre por la boca del magistrado. Estela
hace ser sabia o inicua. De palabras se compone la ley, y de las
palabras se ha dicho que no hay ninguna mala, sino mal tomada.
Honni soit qui mal y pense escribid al frente de vuestras
constituciones, si les deseáis longevidad inglesa. Sin fe no hay
ley ni religión, y no hay fe donde hay perpetuo raciocinio. Cread
la jurisprudencia, que es el suplemento de la legislación,
siempre incompleta, y dejad en reposo las leyes, que de otro modo
jamás echarán raíz.
Para no tener que retocar o innovar la Constitución, reducidla a
las cosas más fundamentales, a los hechos más esenciales del
orden político No comprendáis en ella disposiciones por su
naturaleza transitorias, como las relativas a elecciones.
Si es preciso rodear la ley de la afección del pueblo, no lo es
menos hacer agradable para el país el ejercicio del gobierno.
Gobernar poco, intervenir lo menos, dejar hacer lo más, no hacer
sentir la autoridad, es el mejor medio de hacerla estimable. A
menudo entre nosotros gobernar, organizar, reglamentar, es
estorbar, entorpecer, por lo cual fuera preferible un sistema que
dejase a las cosas gobernarse por su propia impulsión. Temeria
establecer una paradoja, si no viese confirmada esta observación
por el siguiente hecho que cita un publicista respetable: "El
gobierno indolente y desidioso de Rivera—dice M. Brossard no fue
menos favorable al Estado Oriental, en cuanto dejó desarrollarse
al menos los elementos naturales de prosperidad que contenía el
país". Y no daría tanto asenso al reparo de M. Brossard si no me
hubiese cabido ser testigo ocular del hecho aseverado por él.
Nuestra prosperidad ha de ser obra espontánea de las cosas, más
bien que una creación oficial. Las naciones, por lo general, no
son obra de los gobiernos, y lo mejor que en su obsequio puedan
hacer en materia de administración, es dejar que sus facultades
se desenvuelvan por su propio vitalidad. No estorbar, dejar
hacer, es la mejor regla cuando no hay certeza de obrar con
acierto. El pueblo de California no es producto de un decreto del
gobierno de Washington; y Buenos Aires se ha desarrollado en
muchas cosas materiales a despecho del poder de Rosas, cuya
omnipotencia ha sido vencida por la acción espontánea de las
cosas. La libertad, por índole y carácter, es poco reglamentaria,
y prefiere entregar el curso de las cosas a la dirección del
instituto.
En la elección de los funcionarios nos convendrá una política que
eluda el pedantismo de los títulos tanto como la rusticidad de la
ignorancia. La presunción de nuestros sabios a medias a
ocasionado más males al país que la brutalidad de nuestros
tiranos ignorantes. El simple buen sentido de nuestros hombres
prácticos es mejor regla de gobierno que las pedantescas
reminiscencias de Grecia o de Roma. Se debe huir de los
gobernantes que mucho decretan, como de los médicos que prodigan
las recetas. La mejor administración, como la mejor medicina, es
la que deja obrar a la naturaleza.
Se debe preferir, en general, para la elección de los
funcionarios, el juicio al talento; el juicio práctico, es decir,
el talento de proceder, al talento de escribir y de hablar, en
los negocios de gobierno.
En Sudamérica el talento se encuentra a cada paso; lo menos común
que por allí se encuentra es lo que impropiamente se llama
sentido común, buen sentido o juicio recto. No es paradoja el
sostener que el talento ha desorganizado la República Argentina.
Al partido inteligente, que tuvo por jefe a Rivadavia, pertenece
esa organización de échantillon, esa Constitución de un pedazo
del país con exclusión de todo el país, ensayada en Buenos Aires
entre 1820 y 1823, que complicó el gobierno nacional argentino
hasta hacer hoy tan difícil su reorganización definitiva.
Conviene distinguir los talentos en sus clases y destinos, cuando
se trata de colocarlos en empleos públicos. Un hombre que tiene
mucho talento para hacer folletines puede no tenerlo para
administrar los negocios del Estado.
Comprender y exponer por la palabra o el estilo una teoría de
gobierno es incumbencia del escritor de talento. Gobernar, según
esa teoría es comúnmente un don instintivo que puede existir, y
que a menudo existe, en hombres sin instrucción especial. Más de
una vez el hecho ha precedido a la teoría en la historia del
gobierno. Las cartas de Inglaterra, que forman el derecho
constitucional de ese país modelo, no salieron de las academias
ni de las escuelas de derecho, sino del buen sentido de sus
nobles y de sus grandes propietarios.
Cada casa de familia es una prueba práctica de esta verdad. Toda
la economía de su gobierno interior, siempre complicado, aunque
pequeño, está encomendada al simple buen sentido de la mujer, que
muchas veces rectifica también las determinaciones del padre de
familia en el alto gobierno de la casa.
La política del buen juicio exige formas serias y simples en los
discursos y en los actos escritos del gobierno. Esos actos y
discursos no son piezas literarias. Nada más opuesto a la
seriedad de los negocios, que las flores de estilo y que los
adornos de lenguaje. Los mensajes y los discursos largos son el
mejor medio de oscurecer los negocios y de mantenerlos ignorados
del público: nadie los lee. Los mensajes y los discursos llenos
de exageración y compostura son sospechosos: nadie los cree. El
mejor orador de una República no es el que más agrada a la
academia, sino el que mejor se hace comprender de sus oyentes. Se
comprende bien lo que se escucha con atención, y el incentivo de
la atención reside todo en la verdad trivial y ordinaria del que
expone.
En el terreno de la industria, es decir, en su terreno favorito,
nuestra política debe despertar el gusto por las empresas
materiales, favoreciendo a los más capaces de acometerlas con
estímulos poderosos, prodigados a mano abierta. Una economía mal
entendida y un celo estrecho por los intereses nacionales nos han
privado más de una vez de poseer mejoras importantes ofrecidas
por el espíritu de empresa, mediante un cálculo natural de
ganancia en que hemos visto una asechanza puesta al interés
nacional. Por no favorecer a los especuladores, hemos privado al
país de beneficios reales.
La política del gobierno general será llamada a dar ejemplo de
cordura y de moderación a las administraciones provinciales que
han de marchar naturalmente sobre sus trazas.
Al empezar la vida constitucional en que el país carece
absolutamente de hábitos anteriores, la política debe abstenerse
de suscitar cuestiones por ligeras inobservancias, que son
inevitables en la ejecución de toda Constitución nueva. Las
nuevas constituciones, como las máquinas inusadas, suelen
experimentar tropiezos, que no deben causar alarma y que deben
removerse con la paciencia y mansedumbre que distingue a los
verdaderos hombres de la libertad. Se debe combatir las
inobservancias o violencias por los medios de la Constitución
misma, sin apelar nunca a las vías de hecho, porque la rebelión
es un remedio mil veces peor que la enfermedad. Insurreccionarse
por un embarazo sucedido en el ejercicio de la Constitución, es
darle un segundo golpe por la razón de que ha recibido otro
anterior. Las constituciones durables son las interpretadas por
la paz y la buena fe. Una interpretación demasiado literal y
minuciosa vuelve la vida pública inquieta y pendenciosa. Las
protestas, los reclamos de nulidad, prodigados por la
imperfección natural con que se realizan las prácticas
constitucionales en países mal preparados para recibirlas, son
siempre de resultados funestos. Es necesario crear la costumbre
excelente y altamente parlamentaria de aceptar los hechos como
resultan consumados, sean cuales fueren sus imperfecciones, y
esperar a su repetición periódica y constitucional para
corregirlos o disponerlos en su provecho. Me refiero en esto
especialmente a las elecciones, que son el manantial ordinario de
conmociones por pretendidas violencias de la constitución.
De las elecciones, ninguna más ardua que la de Presidente; y como
ella debe repetirse cada seis años por la Constitución, y como la
más próxima hace nacer dudas que interesan a la vida de la
Constitución actual, séanos permitido emitir aquí algunas ideas
que tendrán aplicación más de una vez, y que por hoy responden a
la siguiente pregunta, que muchos se hacen a sí mismos: "¿Qué
será de la Confederación Argentina el día que le falte su actual
presidente?". Será, en mi opinión, lo que es de la nave que
cambia de capitán: una mudanza que no impide proseguir el viaje,
siempre que haya una carta de navegación y que el nuevo capitán
sepa observarla
La Constitución general es la carta de navegación de la
Confederación Argentina. En todas las borrascas, en todos los
malos tiempos, en todos los trances difíciles, la Confederación
tendrá siempre un camino seguro para llegar a puerto de
salvación, con sólo volver sus ojos a la Constitución y seguir el
camino que ella le traza, para formar el gobierno y para reglar
su marcha.
En la vida de las naciones se han visto desenlaces que tuvieron
necesidad de un hombre especial para verificarse. Nadie sabe cómo
hubieran podido concluir las revoluciones francesas de 1789 y de
1848 sin la intervención personal de Napoleón I y de Napoleón
III. Quién sabe si la Constitución que ha hecho la grandeza de
los Estados Unidos hubiese llegado a ser una realidad sin el
influjo de la persona de Washington; y para nadie es dudoso que
sin el influjo personal del general Urquiza, la Confederación
Argentina no hubiera llegado a darse la Constitución que ha
sacado a ese país del caos de cuarenta años.
Pero llega un día en que la obra del hombre necesario adquiere la
suficiente robustez para mantenerse por si misma, y entonces la
mano del autor deja de serle indispensable.
Muy peligroso es, sin embargo, equivocarse en dar por llegada la
hora precisa de emancipar la obra del autor, porque un error en
ese punto puede ser más desastroso al interruptor que a la obra
misma, la cual es más poderosa en sí que el propio autor.
Y, en efecto, las funciones de que se compone la obra de
organizar un pueblo son el cumplimiento de una ley providencial.
Lo es igualmente el concurso del brazo que sirve de instrumento
de ejecución. Y como éste deriva de esa ley toda la fuerza que lo
hace el señor de la situación, se sigue que ni él mismo puede
contrariarla sin sucumbir a su poder moral.
Para todas las creaciones de la Providencia hay una hora
prefijada en que cesa la necesidad de la mano que las hizo nacer.
Esa hora viene por si misma; y la señal de que ha llegado, es que
la obra puede quedar sola, sin el auxilio de ninguna violencia.
Cuando el águila está en edad de ver la luz, el huevo en que se
desenvolvió su existencia se rompe por la mano de la Providencia.
Si anticipáis ese paso, matáis la existencia que queríais
abreviar.
Toda Constitución de libertad tiene en si misma el poder de
sustraerse a su tiempo del influjo personal que la hizo nacer; y
la Constitución argentina es excelente, porque tiende justamente
a colocar la suerte del país fuera de la voluntad discrecional de
un hombre: servicio hermoso que la patria debe al general
Urquiza.
La Constitución da, en efecto, el medio sencillo de encontrar
siempre un hombre competente para poner al frente de la
Confederación. Ese medio no consiste únicamente en elegirlo
libremente, aunque esta libertad sea el primer resorte de una
buena elección: consiste mayormente en que una vez elegido, sea
quien fuere el desgraciado a quien el voto del país coloque en la
silla difícil de la presidencia, se lo debe respetar con la
obstinación ciega de la honradez, no como a hombre, sino como a
la persona pública del Presidente de la Nación. No hay pretexto
que disculpe una inconsecuencia del país a los ojos de la
probidad política. Cuanto menos digno de su puesto (no
interviniendo crimen), mayor será el realce que tenga el respeto
del país al jefe de su elección; como es más noble el padre que
ama al hijo defectuoso, como es más hidalgo el hijo que no
discute el mérito personal de su padre para pagarle el tributo de
su respeto.
Respetad de ese modo al Presidente que una vez lo sea por vuestra
elección, y con eso sólo seréis fuertes e invencibles contra
todas las resistencias a la organización nacional; porque el
respeto al Presidente no es más que el respeto a la Constitución
en virtud de la cual ha sido electo: es el respeto a la
disciplina y a la subordinación, que, en lo político como en lo
militar, son la llave de la fuerza y de la victoria.
El respeto a la autoridad, sobre todo, es el respeto del país a
sus propios actos, a su propio compromiso, a su propia dignidad.
Una simple cosa distingue al país civilizado del país salvaje;
una simple cosa distingue a la ciudad de Londres de una toldería
de la Pampa: y es el respeto que la primera tiene a su gobierno,
y el desprecio cínico que la horda tiene por su jefe.
Esto es lo que no comprende la América, que ha vivido cuarenta
años sin salir de su revolución contra España; y eso solo la hace
objeto del desprecio del mundo, que la ve sumida en revoluciones
vilipendiosas y verdaderamente salvajes.
Mientras haya hombres que hagan título de vanidad de llamarse
hombres de revolución; en tanto que se conserve estúpidamente la
creencia, que fue cierta en 1810, de que la sana política y la
revolución son cosas equivalentes; en tanto que haya publicistas
que se precien de saber voltear ministros a cañonazos; mientras
se crea sinceramente que un conspirador es menos despreciable que
un ladrón, pierde la América española toda la esperanza a merecer
el respeto del mundo.
No prolongaré este parágrafo con reglas y prescripciones que se
deducen fácilmente de los principios contenidos en todo este
escrito, y presentados como las bases aproximadas en que deban
apoyarse la Constitución y la política argentinas, si aspiran a
darnos un progreso de que no tenemos ejemplo en la América del
Sur.
XXXV
De la política de Buenos Aires para con la Nación Argentina.
En la segunda de las ediciones hechas de esta obra en 1852, había
un capitulo con el epígrafe de éste, en el cual indiqué, como
medio de satisfacer las necesidades de orden que tenía Buenos
Aires, la sanción de una Constitución local, que rectificase sus
instituciones anteriores, origen exclusivo de su anarquía y de su
dictadura alternativas. De ese modo, la Constitución de Buenos
Aires debía ser al mismo tiempo una rueda auxiliar de la
Constitución de la Nación.
Muy lejos de eso, la Constitución que se dio Buenos Aires el 11
de abril de 1854, en vez de rectificar sus instituciones
anteriores, las resumió y las confirmó, viniendo a ser obstáculo
para la Constitución nacional, en lugar de servirla de apoyo.
Buenos Aires restableció en su Constitución actual las mismas
instituciones que habían existido bajo el gobierno de Rosas, y su
texto es copia casi literal de un proyecto presentado en la
legislatura de Buenos Aires, en 1833, bajo el ascendiente de
Rosas y de sus hombres. Así se explica que el Gobierno de Buenos
Aires no es republicano según esa Constitución, sino meramente
popular representativo, más o menos, como el gobierno monarquista
del Brasil, o como un gobierno imperial salido de La voluntad del
pueblo. La república se supone o subentiende por el art. 14 de la
Constitución vigente de Buenos Aires. Así se explica que su
artículo suspende los derechos del ciudadano naturalizado por no
inscribirse en la guardia nacional. Así se explica que por el
art. 85 un argentino de Santa Fe, de Córdoba o de Entre Ríos no
puede ser gobernador de Buenos Aires en ningún caso.
Las leyes anteriores compiladas en la Constitución actual de
Buenos Aires fueron ensayos erróneos, que Rivadavia hizo entre
1820 y 1823, bajo el influjo del más triste estado de cosas para
la Nación Argentina, pues todas sus Provincias estaban aisladas
unas de otras. Esas instituciones locales no hubieran quedado
subsistentes si Rivadavia hubiese logrado hacer sancionar la
Constitución unitaria que había concebido para toda la Nación;
pues esa Constitución asignaba a la Nación entera los mismos
poderes y rentas que las leyes provinciales anteriores del mismo
Rivadavia habían asignado a la provincia capital; la Constitución
unitaria, venía a ser un decreto de abolición de esas leyes que
Buenos Aires acaba de restablecer. Esas primeras instituciones
locales de Rivadavia eran el andamio para la Constitución
definitiva, el edificio de tablas para abrigarse mientras se
construía la obra permanente del mismo arquitecto. Pero Buenos
Aires, confundiendo las dos cosas, ha tomado el andamio por el
edificio.
El error de Rivadavia no consistía en haber dado a su Provincia
instituciones inadecuadas, como se dice vulgarmente, sino en que
empezó por atribuir a la Provincia de Buenos Aires los poderes y
las rentas que eran de toda la Nación. Cuando más tarde quiso
retirarle esos poderes y rentas para entregarlos a su dueño, que
es el pueblo argentino, ya no pudo; y la obra de sus errores fue
más poderosa que la buena voluntad del autor. En nombre de sus
propias instituciones de desquicio, Rivadavia fue rechazado por
Buenos Aires, desde que pensó en dar instituciones de orden
nacional. Tal es el defecto de la actual Constitución de Buenos
Aires, resumen de los ensayos inexpertos de Rivadavia: dando a la
Provincia lo que es de la Nación, esa Constitución va dirigida a
suplantar la Nación por la Provincia. He aquí lo que la hace ser
obstáculo para la organización de todo gobierno nacional, sea
cual fuere su forma.
He aquí el motivo por que esa Constitución arrastra fatalmente a
Buenos Aires en el camino del desorden y de la guerra civil. Una
provincia cuya Constitución local invade y atropella los dominios
de la Constitución nacional, ¿podrá establecer y fundar el
principio de orden dentro de su territorio? Una provincia que
conserva una aduana doméstica como añadidura reglamentaria de una
aduana nacional, ¿podrá jamas servir de veras la prosperidad del
comercio? Una provincia que habla de códigos locales, de
hipotecas de provincia, de monedas de provincia, ¿podrá
representar otra época ni otro orden de cosas que aquellos en que
estaba la Francia feudal antes de 1789?
Arrebatando a la Nación sus atribuciones soberanas, la
Constitución local de Buenos Aires abre una herida mortal a la
integridad de la República Argentina y crea un pésimo ejemplo
para las Repúblicas de la América del Sur. Los códigos civiles de
provincia son resultado lógico de una Constitución semejante a la
que hoy tiene Buenos Aires. Para los Estados vecinos, los códigos
de que Buenos Aires se propone dar ejemplo, tendrán mañana
imitadores que pidan un código civil para Concepción, otro para
Santiago, otro para Valparaíso, en Chile, código civil para la
Colonia del Sacramento, código para Maldonado en el estado de
Montevideo. No sería un bello papel para Buenos Aires llevar así
a la América política el desquicio, después de haberlo intentado
dentro de su propia nación.
Buenos Aires, volviendo a los errores constitucionales de 1821,
no tiene la excusa que asistía a Rivadavia y a los hombres de
aquel tiempo. Entonces no existía un gobierno nacional, y la
usurpación que Buenos Aires hacía de sus poderes podía
disculparse por la necesidad de obrar como nación delante de los
poderes extranjeros. Entonces había para Buenos Aires el interés
de monopolizar los poderes y rentas nacionales, al favor de la
acefalía o de la ausencia de todo gobierno general que le
aseguraba ese monopolio. Hoy Buenos Aires renueva la usurpación
de 1821 en frente de un gobierno nacional, constituido con
aplauso de toda la nación y del mundo exterior; y lo renueva
estérilmente, porque ya su aislamiento no le da, como en otro
tiempo, los medios de monopolizar la soberanía de toda la nación,
desquiciada entonces y dividida en su provecho local. Ni hay ya
poder que pueda restituirle ese orden de cosas, pues le ha sido
arrebatado por la mano del mismo agente que en otra época dio a
Buenos Aires la supremacía del país, a saber: la geografía
política del territorio fluvial. Esta ha cambiado en el interés
de todo el mundo, y ese cambio está garantizado por tratados
internacionales que lo hacen irrevocable y perpetuo. De modo que
ni la esperanza de una restauración puede justificar la
obstinación actual de Buenos Aires.
En su actitud aislada nada puede fundar de serio ni de juicioso
esa provincia, por más que se afane en emprender reformas de
progreso, en fomentar su población y su riqueza. Todo lo que
haga, todo lo que emprenda en ese sentido, mientras se mantenga
rebelde y aislada de su nación, todo será estéril, efímero y como
fundado en la arena movediza. A todos sus esfuerzos lucidos de
progreso les faltará siempre una cosa, que los hará estériles y
vanos: el juicio, el buen sentido.
Así, por ejemplo, los códigos civiles en que hoy se ocupa, serían
la codificación de un ángulo de la República Argentina: nuevo
obstáculo para la unión que aparenta desear; nuevo ataque a las
prerrogativas de la Nación, a quien corresponde la sanción de los
códigos civiles por su Constitución vigente y por los sanos
principios de derecho público. La capacidad personal, el sistema
de la familia civil, la organización de la propiedad, el sistema
hereditario, los contratos civiles, los pactos de comercio, el
derecho marítimo, el procedimiento o tramitación de los juicios:
todo esto llegando sólo hasta el Arroyo del Medio, frontera
doméstica de la Provincia de Buenos Aires, para encontrarse al
otro lado con leyes civiles diferentes sobre todos esos puntos,
seria el espectáculo más triste y miserable a que pudiera
descender la República Argentina.
Sabido es que Napoleón I sancionó sus códigos civiles con la alta
mira de establecer la unidad o nacionalidad de Francia, dividida
antes de la revolución en tantas legislaciones civiles como
provincias. ¡Pero los parodistas bonaerenses de Napoleón I
destruyen la antigua unidad de legislación civil, que hacía de
todos los pueblos argentinos un solo pueblo, a pesar del
desquicio, y dan códigos civiles de provincia para llevar a cabo
la organización del país! La Confederación debe protestar desde
hoy contra la validez de esos códigos locales atentatorios de la
unidad civil de la República. No es de creer que Buenos Aires
alcance a llevar a cabo ese desorden; pero si tal cosa hiciere,
la Nación a su tiempo debe quemarlos en los altares de Mayo y de
Julio, levantados a la integridad de la patria por los grandes
hombres de 1810 y de 1816.
¿Por qué Buenos Aires no colabora esas reformas con la Nación de
su sangre? Si cree que la división es transitoria, ¿por qué la
vuelve definitiva, abriéndola en lo más hondo de la sociedad
argentina?
Sin embargo de esos actos, los hombres de la situación en Buenos
Aires protestan estar de acuerdo con respecto al fin de unir toda
la Nación bajo un solo gobierno, y que la disidencia sólo reside
en los medios. Esta manera de establecer la cuestión no adelanta
en nada la solución de la dificultad pendiente. La objeción de
los medios es un sofisma para eludir el fin.. Rosas mismo estaba
de acuerdo con respecto al fin de que se trata. Jamás pensó
dividir la República Argentina en dos naciones, a pesar de la
iniquidad con que la trató. Pero se sabe que su medio de unión
era el mismo que había empleado la España de otro tiempo; y
consistía en unir colonialmente la Nación a la Provincia capital,
y no la Provincia a la Nación, según los principios de un sistema
regular representativo de todo el país.
Otro sofisma es pretender que la persona del Presidente actual
sea el obstáculo que impida la unión de Buenos Aires con la
Confederación de que siempre formó parte.
Baje del cielo un santo a ocupar la Presidencia de la República,
y pida lo mismo que pide y no puede menos de pedir el general
Urquiza a Buenos Aires, para formar el gobierno nacional; es
decir, pida al Gobernador de Buenos Aires que se abstenga de
nombrar y recibir agentes extranjeros, que entregue al Presidente
de la República el mando del ejército local, que ponga a su
disposición la administración de una parte de las rentas
públicas; pida el santo legislador a la asamblea de Buenos Aires
que se guarde de legislar sobre comercio interior y exterior, de
sancionar códigos, de atender en tratados internacionales,
etcétera; y Buenos Aires dirá que esas exigencias la humillan, y
verá un obstáculo en el santo mismo que las proponga como medio
único e inevitable de formar el gobierno nacional que es esencial
a la vida de la Nación.
Luego el obstáculo para la unión, según la mente con que resiste
Buenos Aires, es la Nación misma, y la Nación sólo puede ser
obstáculo para una política sin patriotismo.
Por fortuna, la Nación Argentina piensa hoy como un solo hombre
en este punto. Que Buenos Aires no se equivoque en tomar como
obstáculo al que es llamado justamente a reunir todo el país
libertado por su brazo. Si en el círculo egoísta que especula con
el aislamiento de Buenos Aires son mal mirados los que hoy hablan
de unión con la República bajo su actual gobierno, en las
Provincias serán pisoteados los que conspiren por restituir la
Nación al yugo de una provincia, como en los años de oprobioso
recuerdo.
Cuando el Presidente actual descienda del poder por la ley que él
mismo ha tenido la gloria de promulgar, su influencia en la
organización será mayor desde su casa, porque será la influencia
inofensiva de la gloria, que siempre aumenta de poder moral, a
medida que disminuye en poder directo y material.
Entonces todo argentino que quiera exceder en celebridad al que
dio libertad y constitución a la República Argentina, no tendrá
sino que ir más adelante que él, por el camino que ha trazado a
la posteridad de los gobiernos patriotas del Río de la Plata.
Consolidar la unidad definitiva del país y de su gobierno fue el
juramento prestado en Mayo de 1810, el pensamiento honrado de San
Martín, el sueño querido de Rivadavia, el resumen de la gloria
del vencedor de Rosas.
Buenos Aires no tiene más que un camino digno para salir de la
situación que se ha creado él mismo: unirse a la Nación de que
tiene el honor de ser parte integrante, por el único medio digno
del fin que su gobernador se haga un honor de respetar la
autoridad soberana de la Nación Argentina, como sus virreyes se
honraron en respetar la soberanía de los reyes de España; que
acepte y respete las leyes emanadas de la soberanía del pueblo
argentino, con el mismo respeto con que se acepta y obedece las
leyes que recibió de los soberanos de España en otro tiempo.
Si Buenos Aires no quiere respetar al gobierno que se ha dado la
República independiente de los reyes de España, prueba en tal
caso que no quiere sinceramente el objeto de la revolución que
encabezó en 1810 y de la emancipación proclamada en 1816; y que
su patriotismo decantado, es decir, su abnegación al pueblo
argentino, compuesto hoy día de catorce provincias, es un
patriotismo hipócrita y falaz, que pretextó para suplantarse en
el poder metropolitano de España.
Si porque se le exige que respete las leyes argentinas, como
respetó las leyes españolas de otro tiempo, se da por ofendida y
se llama a vida independiente, ¿qué motivos serían los que
alegase para la declaración solemne de su independencia de
nación? ¿La cinta roja que el general Urquiza recomendó a los que
fueron libertados bajo ese símbolo? ¿La proclama en que el
libertador se quejó del primer asomo de ingratitud? Ese pretexto
como motivo de desmembración definitiva daría lástima a los que
han visto al pueblo de Buenos Aires vestir pacíficamente por
veinte años el color rojo que le impuso Rosas, y leer diariamente
la Gaceta en que fue insultada impunemente su porción más digna,
por espacio de veinte años, con los dictados de salvajes y
feroces. Que los hombres de juicio de Buenos Aires se convenzan
bien de que el mundo exterior, observador imparcial de los hechos
de ese país, no puede ser alucinado con subterfugios, como los
empleados hasta aquí, ni con los gritos de una minoría violenta
que aturde y enmudece a los que están cerca, pero que no convence
ni persuade a los que están lejos.
¿Qué motivos tiene Buenos Aires para no admitir la Constitución
actual de la Confederación Argentina? ¿El no haber tenido parte
en su discusión y sanción? No la tuvo, porque no quiso tomarla,
fiel a su abstención de táctica. Rechazó primero el Pacto de San
Nicolás, preparatorio de la Constitución, so pretexto de que no
había sido autorizado por su Legislatura local, y de que era
ofensivo a los derechos de Buenos Aires. Treinta años hacia que
Buenos Aires respetaba el pacto interprovincial llamado
cuadrilátero, base de todos los de su género, sin que su
Legislatura lo hubiese autorizado nunca. Redactado el Pacto de
San Nicolás por un hijo de Buenos Aires, que hace honor a la
República Argentina, y firmado por el doctor López, hijo también
y gobernador de Buenos Aires en ese momento, uno de los grandes
patriotas de 1810, el Pacto de San Nicolás, preparatorio de la
Constitución que rechaza Buenos Aires, no podía ser considerado
hostil a esa Provincia, ni como inspiración personal del general
Urquiza. Buenos Aires lo rechazó sin embargo; ¿por qué, en
realidad? Porque le retiraba la diplomacia y la renta nacional
para colocarlas en manos de una autoridad común de todas las
Provincias. Lo rechazó también porque ese Pacto preparaba
eficazmente la Constitución que debía volver definitivo ese orden
regular de cosas.
Buenos Aires retiró sus diputados que había mandado ya al
Congreso Constituyente, so pretexto de que dos diputados no
podían representarla suficientemente en la obra de la
Constitución. Es de advertir que cada Provincia había mandado dos
diputados al Congreso Constituyente, según lo estipulado por el
Pacto de San Nicolás. Ese pacto empezó por ratificar diez
convenciones domésticas celebradas durante treinta años, en las
cuales Buenos Aires había admitido un derecho de representación
igual al de cualquier otra Provincia argentina, para el día que
se tratase de constituir la República toda por un Congreso
nacional, siempre previsto en esos pactos. Si la igualdad de
representación admitida por Buenos Aires en diez pactos
anteriores era una verdad, ¿con qué derecho podía ser
representado por más de dos diputados en el Congreso
Constituyente de 1853? Si la igualdad prometida fue sólo un
artificio para dominar mejor a las Provincias desunidas, Buenos
Aires por decoro debió consentir en los resultados de su falta de
sinceridad.
Pero todos esos motivos que, considerados exteriormente, se
reducen a una cuestión de forma, ¿serían bastante causa para
justificar de derecho la separación de hecho en que está Buenos
Aires de la República Argentina?
La cuestión, pues, viene a establecerse hoy de otro modo con
respecto de Buenos Aires: ¿la Constitución actual de la
Confederación Argentina daña a Buenos Aires de tal modo que la
obligue a separarse de la República? ¿Qué le exige la Nación de
injusto y de extraordinario para que se crea en el deber de
aislarse de su país? ¿Que la ciudad de Buenos Aires sea capital
de la Confederación, quedando la misma Provincia compuesta del
resto del territorio? Eso es lo que dispone la Constitución que
se han dado las Provincias; pero ni eso le exige hoy día Nadie
creería que sean ellas las que han ofrecido a Buenos Aires ese
rango, y que Buenos Aires se dé por ofendida de las condiciones
de esa oferta Sin embargo, Rivadavia, Agüero, los Varela y muchos
hombres de bien de Buenos Aires fueron los autores de ese
pensamiento en 1826; y lejos de ser sin ejemplo en la historia de
la América del Sur, la ciudad de Santiago ha conservado su rango
de capital de la República de Chile, consintiendo en desmembrar
el territorio de su provincia para formar las provincias de
Valparaíso, de Aconcagua y de Colchagua.
Con la Constitución de la Confederación Argentina en la mano,
todo el mundo puede ser juez de la cuestión entre Buenos Aires y
las demás Provincias. Esta Constitución será siempre el proceso
de la separación desleal de Buenos Aires.
No soy su desafecto, por más que use de este lenguaje, como no lo
es el hermano que reconviene duramente a sus hermanos, cuando
tiene por mira evitar un extravío y prevenir una afrenta de
familia. Quiero a Buenos Aires cuanto menos como parte integrante
de mi país, pero seria querer mal a la Nación entera el poner en
balance todo su destino con el de una de sus partes subalternas.
El sentimiento de nación está muerto en los argentinos que no
sienten todo el ultraje que Buenos Aires hace a la Nación de su
sangre, con sólo guardar la actitud que hoy tiene a su respecto,
por pasiva que parezca a los ojos de los que se han familiarizado
con el desorden.
En Francia, en Inglaterra, en los mismos Estados Unidos, la
Provincia de Buenos Aires, considerada en el territorio de esas
naciones y formando parte de ellas, ya hubiera sido sometida por
la fuerza de las armas, con aplauso de todos los amigos del
orden, por tan legitima defensa de la soberanía nacional.
Muy mal comprende las cosas de la patria el que no sabe sentir de
ese modo el derecho de toda una nación.
Pero, aunque la República Argentina tenga el derecho de emplear
los mismos medios para traer a Buenos Aires al respeto de si
misma y de la Nación, ofendida peor que por el extranjero más
hostil, yo no aprobaría jamás el hecho de emplear medios
semejantes para remediar un desorden que no tiene conciencia de
si mismo por haberse formado lentamente y, lo que lo hace más
excusable, en nombre del orden mismo. En efecto, el extravío de
las opiniones y el hábito de ese extravío se hallan de tal modo
arraigados y extendidos en Buenos Aires, hasta en sus primeros
publicistas, que se ve a muchos de ellos sostener con aplomo y
seriedad que la Constitución actual de Buenos Aires puede radicar
el orden de esa Provincia, a pesar de estar hecha para desordenar
la Nación.
XXXVI
Advertencia que sirve de prefacio y de análisis del Proyecto de
Constitución que sigue.
Para dar una idea práctica del modo de convertir en institución y
en ley la doctrina de este libro, me he permitido bosquejar un
proyecto de Constitución, concebido según las bases generales
desenvueltas en él. Tiempo hace que las ideas de reforma existen
en todos los espíritus todos convienen en que las ideas llamadas
a presidir el gobierno y la política de nuestros días son otras
que las practicadas hasta hoy. Sin embargo, las leyes
fundamentales, que son la regla de conducta y dirección del
gobierno, permanecen las mismas que antes. De ahí en gran parte
el origen de las contradicciones de la opinión dominante con la
marcha de los gobiernos de Sudamérica. Pero no se puede exigir
racionalmente política que no emane de la Constitución escrita.
Si aspiramos, pues, a ver en práctica un sistema de
administración basado en las ideas de progreso y mejora que
prevalecen en la época, demos colocación a estas ideas en las
leyes fundamentales del país, hagamos de ellas las bases
obligatorias del gobierno, de la legislación y de la política. Un
ensayo práctico de la manera de llevar a ejecución esta reforma
de los textos constitucionales es el proyecto de Constitución con
que termino mi trabajo.
En país extranjero, entregado a mis esfuerzos aislados, y sin los
datos que ofrece rece la reunión de hombres prácticos en un
Congreso, no he podido hacer otra cosa que un trabajo abstracto,
en cierto modo. He procurado diseñar el tipo, el molde, que deben
afectar la Constitución argentina y las Constituciones de
Sudamérica; he señalado la índole y carácter que debe
distinguirlas y los elementos o materiales de que deben
componerse, para ser expresión leal de las necesidades actuales
de estos países. Nada hay preciso ni determinado en él en cuanto
a la cantidad; pero está todo en cuanto a la sustancia, y todo es
aplicable con las modificaciones de los casos. El molde es lo que
propongo, no el tamaño ni las dimensiones del sistema.
El texto que presento no se parece a las Constituciones que
tenemos; pero es la expresión literal de las ideas que todos
profesan en el día Es nuevo respecto de los textos conocidos;
pero no lo es como expresión de ideas consagradas por todos
nuestros publicistas de diez años a esta parte.
A esta especie de novedad de fondo, novedad que sólo consiste te
en la aplicación a la materia constitucional de ideas ya
consagradas por la opinión de todos los hombres ilustrados, he
agregado otra de forma o disposición metódica del texto.
La claridad de una ley es su primer requisito para ser conocida y
realizada; pues no se practica bien lo que se comprende mal.
La claridad de la ley viene de su lógica, de su método, del
encadenamiento y filiación de sus partes.
He seguido el método más simple, el más claro y sencillo a que
naturalmente se prestan los objetos de una constitución.
¿Qué hay, en efecto, en una constitución? Hay dos cosas: primero,
los principios, derechos y garantías, que forman las bases y
objeto del pacto de asociación política; segundo, las autoridades
encargadas de hacer cumplir y desarrollar esos principios. De
aquí la división natural de la Constitución en dos partes. He
seguido en esta división general el método de la Constitución de
Massachusetts, modelo admirable de bue n sentido y de claridad,
anterior alas decantadas Constituciones francesas, dadas después
de 1789, y a la misma Constitución de los Estados Unidos.
He dividido la primera parte en cuatro capítulos en que
naturalmente se distribuyen los objetos comprendidos en ella, de
este modo:
Cap. I. Disposiciones generales.
Cap. II. Derecho público argentino.
Cap. III. Derecho público deferido a los extranjeros.
Cap. IV. Garantías públicas de orden y de progreso.
He dividido la segunda parte, que trata de las autoridades
constitucionales, en dos secciones, destinadas la primera a
exponer la planta de las autoridades nacionales, y la segunda a
la exposición de las autoridades de provincias o interiores.
He subdividido la sección primera en tres capítulos expositivos
de las tres ramas esenciales del gobierno: poder legislativo,
poder ejecutivo y poder judicial. La Constitución no contiene
más.
La sinopsis que sigue hace palpable al ojo la claridad material
de este método:
La Constitución se divide en dos partes
PRIMERA PARTE: Principios, derechos y garantías
Cap. I. Disposiciones generales.
Cap. II. Derecho público argentino.
Cap. III. Derecho público deferido a los extranjeros.
Cap. IV. Garantías públicas de orden y de progreso.
SEGUNDA PARTE: Autoridades argentinas
Sección 1a: Generales
Cap. I. Poder legislativo.
Cap. II. Poder ejecutivo.
Cap. III. Poder judicial.
Sección 2a: Provinciales
Gobiernos de provincia o interiores.
La doctrina de mi libro sirve de comento y explicación de las
disposiciones del proyecto: así al pie de cada una hago
referencia al parágrafo que contiene la explicación anticipada de
sus motivos, cuando no me valgo de notas especiales, traídas al
margen, para explicar los motivos que no lo están sobradamente en
mi tratado.
En obsequio de la claridad, he adoptado el sistema de numeración
arábiga para los artículos, en lugar del sistema romano, usado en
las Constituciones ensayadas en la República Argentina con una
afectación de cultura perniciosa a la divulgación de la ley.
Invocar, para un lector del pueblo, los artículos CLX y CXCI de
la Constitución, es dejarlo a oscuras sobre las disposiciones
contenidas en ellos. Como la más popular de las leyes, la
Constitución debe ofrecer una claridad perfecta hasta en sus
menores detalles.
XXXVII
Proyecto de Constitución concebido según las bases desarrolladas
en este libro.
"Nos los representantes de las Provincias de la Confederación
Argentina, reunidos en Congreso general constituyente, invocando
el nombre de Dios, Legislador de todo lo creado, y la autoridad
de los pueblos que representamos, en orden a formar un Estado
federativo, establecer y definir sus poderes nacionales, fijar
los derechos naturales de sus habitantes y reglar las garantías
públicas de orden interior, de seguridad, exterior y de progreso
material e inteligente, por el aumento y mejora de su población,
por la construcción de grandes vías de transporte, por la
navegación libre de los ríos, por las franquicias dadas a la
industria y al comercio y por el fomento de la educación popular,
hemos acordado y sancionado la siguiente (16)": (continúa)
NOTAS
Nombre del lugar en que ha sido batido Rosas el 3 de febrero de
1852 por el general Urquiza, actual presidente.
Ilustraciones a la Constitución de 1813, por Juan Egaña.
El Congreso americano, sobre cuya conveniencia diserté en la
Universidad de Chile en 1844, debía tener miras y propósitos
diametralmente opuestos a los del Congreso de Panamá, como puede
verse en mi "Memoria", aprobada calurosamente por Varela, que
repudió el Congreso de Panamá, como discípulo de Rivadavia.
Discurso del 8 de febrero de 1826, al recibirse de presidente.
La materia de este capitulo ha sido tratada extensamente por el
autor en el escrito titulado: "De la integridad nacional de la
Confederación Argentina". La aplicación de esta teoría por un
convenio eventual puede facilitar la reincorporación de Buenos
Aires.
Sesión del Congreso nacional del 18 de julio de 1826.
Esta es, sin embargo, la aritmética política de Buenos Aires
respecto del gobierno general de la Nación el que se reconoce
parte territorial integrante.
Esto es, sin embargo, lo que Buenos Aires ha pretendido más
tarde.
Todas las Provincias argentinas han entrado por este sistema en
la constitución general que se han dado en 1853. Sólo la
Provincia de Buenos Aires ha conservado esos poderes de
feudalidad y de desquicio.
Notas que ilustran algunos artículos de la Constitución chilena
de 1813 o leyes que pueden deducirse de ella, por don Juan Egaña.
Story: Comentarios sobre la Constitución de los Estados Unidos.
Federalista, cap. XV, publicado en los Estados Unidos en 1787,
por Hamilton, Madison y Jay.
A pesar de los disturbios de que ha sido teatro Buenos Aires
después de la caída de Rosas, la verdad aseverada en este
capítulo está confirmada por los hechos que forman la situación
general del país, sin exceptuar a Buenos Aires. Si no han faltado
agitadores en esa ciudad es porque el egoísmo puede acompañar a
todas las situaciones. Pero ellos se han visto desairados y
solos, formando una triste excepción en medio de la República
unida juiciosamente según el voto con que se emancipó de España.
En ese momento el Perú y Venezuela llamaban la atención por
cierto estado de prosperidad, que decayó después.
Los estatutos constitucionales, lo mismo que las leyes y las
decisiones de la justicia, deben ser motivados. La mención de los
motivos es una garantía de verdad y de imparcialidad, que se debe
a la opinión, y un medio de resolver las dudas ocurridas en la
aplicación por la revelación de las miras que ha tenido el
legislador, y de las necesidades que se ha propuesto satisfacer.
Conviene, pues, que el preámbulo de la Constitución argentina
exprese sumariamente los grandes fines de su instituto. Abrazando
la mente de la Constitución, vendrá a ser la antorcha que disipe
la oscuridad de las cuestiones prácticas, que alumbre el sendero
de la legislación y señale el rumbo de la política del gobierno.
CONSTITUCIÓN DE LA CONFEDERACIÓN ARGENTINA
Primera parte
Principios derechos y garantías fundamentales
CAPITULO I
Disposiciones generales
Artículo 1. La República Argentina se constituye en un Estado
federativo, dividido en provincias, que conservan la soberanía no
delegada expresamente por esta Constitución al Gobierno Central.
Art. 2. El Gobierno de la República es democrático,
representativo, federal. Las autoridades que lo ejercen tienen su
asiento... ciudad que se declara federal.
Art. 3. La Confederación adopta y sostiene el culto católico, y
garantiza la libertad de los demás.
Art. 4. La Confederación garantiza a las Provincias el sistema
republicano, la integridad de su territorio, su soberanía y su
paz interior.
Art. 5. Interviene sin requisición en su territorio al solo
efecto de restablecer el orden perturbado por la sedición.
Art. 6. Los actos públicos de una provincia gozan de entera fe en
las demás.
Art. 7. La Confederación garantiza la estabilidad de las
Constituciones provinciales, con tal que no sean contrarias a la
Constitución general, para lo cual serán revisadas por el
Congreso antes de su sanción.
Art. 9. Ninguna provincia podrá imponer derechos de tránsito ni
de carácter aduanero sobre artículos de producción nacional o
extranjera, que procedan o se dirijan por su territorio a otra
provincia.
Art. 10. No serán preferidos los puertos de una provincia a los
de otra, en cuanto a regulaciones aduaneras.
Art 11. Los buques destinados de una provincia a otra no serán
obligados a entrar, anclar y pagar derechos por causa del
tránsito.
Art. 12. Los ciudadanos de cada provincia serán considerados
ciudadanos en las otras.
Art. 13. La extradición civil y criminal queda sancionada como
principio entre las Provincias de la Confederación.
Art. 14. Dos o más provincias no podrán formar una sola sin
anuencia del Congreso.
Art. 15. Esta Constitución, sus leyes orgánicas y los tratados
con las naciones extranjeras son la ley suprema de la
Confederación. No hay más autoridades supremas que las
autoridades generales de la Confederación.
CAPITULO II
Derecho público argentino
Art. 16. La Constitución garantiza los siguientes derechos a
todos los habitantes de la Confederación, sean naturales o
extranjeros:
De libertad
Todos tienen la libertad de trabajar y ejercer cualquier
industria;
De ejercer la navegación y el comercio de todo género;
De peticionar a todas las autoridades;
De entrar, permanecer, andar y salir del territorio sin
pasaporte;
De publicar por la prensa sin censura previa;
De disponer de sus propiedades de todo género y en toda forma;
De asociarse y reunirse con fines lícitos;
De profesar todo culto;
De enseñar y aprender.
De igualdad
Art. 17. La ley no reconoce diferencia de clase ni persona. No
hay prerrogativas de sangre, ni de nacimiento; no hay fueros
personales; no hay privilegios, ni títulos de nobleza. Todos son
admisibles a los empleos. La igualdad es la base del impuesto y
de las cargas públicas. La ley civil no reconoce diferencia de
extranjeros y nacionales.
De propiedad
Art. 18. La propiedad es inviolable. Nadie puede ser privado de
ella sino en virtud de ley o de sentencia fundada en ley. La
expropiación por causa de pública utilidad debe ser calificada
por ley y previamente indemnizada. Sólo el Congreso impone
contribuciones. Ningún servicio personal es exigible, sino en
virtud de ley o de sentencia fundada en ley. Todo autor o
inventor goza de la propiedad exclusiva de su obra o
descubrimiento. La confiscación y el decomiso de bienes son
abolidos para siempre. Ningún cuerpo armado puede hacer
requisiciones ni exigir auxilios. Ningún particular puede ser
obligado a dar alojamiento en su casa a un militar.
De seguridad
Art. 19. Nadie puede ser condenado sin juicio previo fundado en
ley anterior al hecho del proceso.
Ninguno puede ser juzgado por comisiones especiales, ni sacado de
los jueces designados por la ley antes del hecho de la causa.
Nadie puede ser obligado a declarar contra si mismo.
No es eficaz la orden de arresto que no emane de autoridad
revestida del poder de arrestar y se apoye en una ley.
El derecho de defensa judicial es inviolable.
Afianzado el resultado civil de un pleito, no puede ser preso el
que no es responsable de pena aflictiva.
El tormento y los castigos horribles quedan abolidos para siempre
y en todas circunstancias. Quedan prohibidos los azotes y las
ejecuciones por medio del cuchillo, de la lanza y del fuego. Las
cárceles húmedas, oscuras y mortíferas deben ser destruidas. La
infamia del condenado no pasa a su familia.
La casa de todo hombre es inviolable.
Son inviolables la correspondencia epistolar, el secreto de los
papeles privados y los libros de comercio.
Art. 20. Las leyes reglan el uso de estas garantías de derecho
público; pero el Congreso no podrá dar ley que con ocasión de
reglamentar u organizar su ejercicio las disminuya, restrinja o
adultere en su esencia.
CAPITULO III
Derecho público deferido a los
extranjeros
Art. 21. Ningún extranjero es más privilegiado que otro. Todos
gozan de los derechos civiles inherentes al ciudadano, y pueden
comprar, vender, tocar, ejercer industrias y profesiones, darse a
todo trabajo; poseer toda clase de propiedades y disponer de
ellas en cualquier forma; entrar y salir del país con ellas,
frecuentar con sus buques los puertos de la República, navegar en
sus ríos y costas. Están libres de empréstitos forzosos, de
exacciones y requisiciones militares. Disfrutan de entera
libertad de conciencia, y pueden construir capillas en cualquier
lugar de la República. Sus contratos matrimoniales no pueden ser
invalidados porque carezcan de conformidad con los requisitos
religiosos de cualquier creencia, si estuviesen legalmente
celebrados.
No están obligados a admitir la ciudadanía.
Gozan de estas garantías sin necesidad de tratados, y ninguna
cuestión de guerra puede ser causa de que se suspenda su
ejercicio
Son admisibles a los empleos, según las condiciones de la ley,
que en ningún caso puede excluirlos por sólo el motivo de su
origen.
Obtienen naturalización, residiendo dos años continuos en el
país; la obtienen sin este requisito los colonos, los que se
establecen en lugares habitados por indígenas o en tierras
despobladas; los que emprenden y realizan grandes trabajos de
utilidad pública; los que introducen grandes fortunas en el país;
los que se recomienden por invenciones o aplicaciones de grande
utilidad general para la República.
Art. 22. La Constitución no exige reciprocidad para la concesión
de estas garantías en favor de los extranjeros de cualquier país.
Art. 23. Las leyes y los tratados reglan el ejercicio de estas
garantías, sin poderlas alterar ni disminuir.
CAPITULO IV
Garantías públicas de orden y de
progresos
Art. 24. Todo argentino es soldado de la guardia nacional. Son
exceptuados por treinta años los argentinos por naturalización.
Art. 25. La fuerza anulada no puede deliberar; su papel es
completamente pasivo.
Art. 26. Toda persona o reunión de personas que asuma el título o
representación del pueblo, se arrugue sus derechos o peticiones a
su nombre, comete sedición.
Art. 27. Toda autoridad usurpada es ineficaz; sus actos son
nulos. Toda decisión acordada por requisición directa o indirecta
de un ejército o de una reunión de pueblo, es nula de derecho y
carece de eficacia.
Art. 28. Declarado en estado de sitio un lugar de la
Confederación, queda suspendido el imperio de la Constitución
dentro de su recinto. La autoridad en tales casos ni juzga, ni
condena, ni aplica castigos por si misma, y la suspensión de la
seguridad personal no le da más poder que el de arrestar o
trasladar las personas a otro punto dentro de la Confederación,
cuando ellas no prefieran salir fuera.
Art. 29. El Presidente, los ministros y los miembros del Congreso
pueden ser acusados por haber dejado sin ejecución las promesas
de la Constitución en el término fijado por ella, por haber
comprometido y frustrado el progreso de la República. Pueden
serlo igualmente por los crímenes de traición, concesión,
dilapidación y violación de la Constitución y de las leyes.
Art. 30. Deben prestar caución juratoria, al tomar posesión de su
puesto, de que cumplirán lealmente con la Constitución,
ejecutando y haciendo cumplir sus disposiciones a la letra, y
promoviendo la realización de sus fines relativos a la población,
construcción de caminos y canales, educación del pueblo y demás
reformas de progreso, contenidos en el preámbulo de la
Constitución.
Art. 31. La Constitución garantiza la reforma de las leyes
civiles, comerciales y administrativas, sobre las bases
declaradas en su derecho público.
Art. 32. La Constitución asegura en beneficio de todas las clases
del Estado la instrucción gratuita, que será sostenida con fondos
nacionales destinados de un modo irrevocable y especial a ese
destino.
Art. 33. La inmigración no podrá ser restringida, ni limitada de
ningún modo, en ninguna circunstancia, ni por pretexto alguno.
Art. 34. La navegación de los ríos interiores es libre para todas
las banderas.
Art. 35. Las relaciones de la Confederación con las naciones
extranjeras respecto de comercio, navegación y mutua frecuencia
serán consignadas y escritas en tratados, que tendrán por bases
las garantías constitucionales deferidas a los extranjeros. El
Gobierno tiene el deber de promoverlos.
Art. 36. Las leyes orgánicas que reglen el ejercicio de estas
garantías de orden y de progreso no podrán disminuirlas ni
desvirtuarlas por excepciones.
Art. 37. La Constitución es susceptible de reformarse en todas
sus partes; pero ninguna reforma se admitirá en el espacio de
diez años.
Art. 38. La necesidad de la reforma se declara por el Congreso
permanente, pero sólo se efectúa por un Congreso o Convención
convocado al efecto.
Art. 39. Es ineficaz la proposición de reforma que no es apoyada
por dos terceras partes del Congreso, o por dos terceras partes
de las legislaturas provinciales.
SEGUNDA PARTE
Autoridades de la Confederación
SECCION 1a.
AUTORIDADES GENERALES
CAPITULO I
Del Poder Legislativo
Art. 40. Un Congreso federal compuesto de dos Cámaras, una de
senadores de las Provincias y otra de diputados de la Nación,
será investido del poder legislativo de la Confederación.
Art. 41. El orador es inviolable, la tribuna es libre; ninguno de
los miembros del Congreso puede ser acusado, interrogado
judicialmente, ni molestado por las opiniones o discursos que
emita desempeñando su mandato de legislador.
Art. 42. Sólo pueden ser arrestados por delitos contra la
Constitución.
Art. 43. Sus servicios son remunerados por el tesoro de la
Confederación.
Art. 44. El Congreso se reune indispensablemente en sesiones
ordinarias todos los años desde el 1 de agosto hasta el 31 de
diciembre. Puede también ser convocado extraordinariamente por el
Poder Ejecutivo federal.
Art. 45. Las Provincias reglan por sus leyes respectivas el
tiempo, lugar y modo de proceder a la elección de senadores y de
representantes; pero el Congreso puede expedir leyes supremas que
alteren el sistema locales.
Art. 46. Cada Cámara es juez de las elecciones, derechos y
títulos de sus miembros en cuanto a su validez.
Art. 47. Ellas hacen sus reglamentos, compelen a sus miembros
ausentes a concurrir a las sesiones, reprimen su inconducta con
penas discrecionales, y hasta pueden excluir un miembro de su
seno.
Art 48. Los eclesiásticos regulares no pueden ser miembros del
Congreso, ni los gobernadores de provincia por la de su mando.
Art. 49. En caso de vacante, el gobierno de provincia hace
proceder a la elección legal de un nuevo miembro.
Art. 50. Ninguna Cámara entra en sesión sin la mayoría absoluta
de sus miembros.
Art. 51. Ambas Cámaras empiezan y concluyen sus sesiones
simultáneamente.
Del Senado de las Provincias
Art. 52. El Senado representa las Provincias en su soberanía
respectiva.
Art. 53. Se compone de catorce senadores elegidos por la
legislatura de cada provincia.
Art 54. Cada provincia elige dos senadores, uno efectivo y otro
suplente.
Art 55. Se renueva el Senado por terceras partes cada dos años,
eligiéndose cuatro en el tercer bienio.
Art. 56. Duran seis años en el ejercicio de su mandato y son
reelegibles indefinidamente.
Art. 57. Son requisitos para ser elegido senador: tener la edad
de treinta y cinco años, haber sido cuatro años ciudadano de la
Confederación, disfrutar de una renta anual de dos mil pesos
fuertes, o de una entrada equivalente.
Art. 58. El Senado juzga las acusaciones entabladas por la Cámara
de Diputados. Ninguno es declarado culpable, sino a mayoría de
los dos tercios de los miembros presentes.
Art. 59. Su fallo no tiene más efecto que la remoción del
acusado. La justicia ordinaria conoce del resto.
Art. 60. Sólo el Senado inicia las reformas de la Constitución.
Cámara de Diputados de la Nación
Art. 61. La Cámara de Diputados representa la Nación en globo y
sus miembros son elegidos por el pueblo de las Provincias, que se
consideran a este fin como distritos electorales de un solo
Estado. Cada diputado representa a la Nación, no al pueblo que lo
elige.
Art. 62. Para ser electo diputado, se requiere haber cumplido la
edad de veinticinco años, tener dos años de ciudadanía en
ejercicio y el goce de una renta o entrada anual de mil pesos
fuertes.
Art. 63. La Cámara de Diputados elegirá en razón de uno por cada
veinte mil habitantes; pero ninguna provincia dejará de tener un
diputado a lo menos.
Art. 65. A la Cámara de Diputados corresponde exclusivamente la
iniciativa de las leyes sobre contribuciones y sobre
reclutamiento de tropas.
Art. 66. Sólo ella ejerce el derecho de acusación por causas
políticas. La ley regla el procedimiento de estos juicios.
Atribuciones del Congreso
Art. 67. Corresponde al Congreso, en el ramo de lo interior:
1. Reglar la administración interior de la Confederación,
expidiendo las leyes necesarias para poner la Constitución en
ejercicio.
2. Crear y suprimir empleos, fijar sus atribuciones, dar
pensiones, decretar honores, conceder amnistías generales.
3. Proveer lo conducente a la prosperidad, defensa y seguridad
del país, al adelanto y bienestar de todas las Provincias,
estimulando el progreso de la instrucción y de la industria, de
la inmigración, de la construcción de ferrocarriles y canales
navegables, de la colonización de las tierras desiertas y
habitadas por indígenas, de la plantificación de nuevas
industrias, de la importación de capitales extranjeros, de la
exploración de los ríos navegables, por leyes protectoras de esos
fines y por concesiones temporales de privilegios y recompensas
de estímulo.
4. Reglar la navegación y el comercio interior.
Legislar en materia civil, comercial y penal.
Admitir o desechar los motivos de dimisión del Presidente, y
declarar el caso de proceder o no a nueva elección; hacer el
escrutinio y rectificación de ella.
7. Dar facultades especiales al Poder Ejecutivo para expedir
reglamentos con fuerza de ley, en los casos exigidos por la
Constitución.
Art. 68. El Congreso, en materia de relaciones exteriores: Provee
lo conveniente a la defensa y seguridad exterior del país.
Declara la guerra y hace la paz. Aprueba o desecha los tratados
concluidos con las naciones extranjeras. Regla el comercio
marítimo y terrestre con las naciones extranjeras.
Art. 69. En el ramo de rentas y de hacienda, el Congreso:
Aprueba y desecha la cuenta de gastos de la administración de la
Confederación.
Fija anualmente el presupuesto de esos gastos.
Impone y suprime contribuciones, y regula su cobro y
distribución.
Contrae deudas nacionales, regla el pago de las existentes,
designando fondos al efecto, y decreta empréstitos.
Habilita puertos mayores, crea y suprime aduanas.
Hace sellar moneda, fija su peso, ley, valor y tipo.
Fija la base de los pesos y medidas para toda la Confederación
Dispone del uso y de la venta de las tierras públicas o
nacionales.
Art. 70. Son atribuciones del Congreso en el ramo de guerra
1. Aprobar o desechar las declaraciones de sitio, hechas durante
su receso.
2. Fijar cada año el número de fuerzas de mar y tierra que han de
mantenerse en pie.
3. Aprobar o desechar la declaración de guerra que hiciese el
Poder Ejecutivo.
4. Permitir la introducción de tropas extranjeras en el
territorio de la Confederación y la salida de las tropas
nacionales fuera de él.
5. Declarar en estado de sitio uno o varios puntos de la
Confederación en caso de conmoción interior.
Del modo de hacer las leyes
Art. 71. Las leyes pueden ser proyectadas por cualquiera de los
miembros del Congreso o por el Presidente de la Confederación en
mensaje dirigido a la legislatura.
Art. 72. Aprobado un proyecto de ley por la Cámara de su origen,
pasa para su discusión a la otra Cámara. Aprobado por ambas, pasa
al Poder Ejecutivo de la Confederación para su examen, y si
también obtiene su aprobación, la sanciona como ley.
Art. 73. Se reputa aprobado por el Presidente de la Confederación
o por la Cámara revisora todo proyecto no devuelto en el término
de quince días.
Art. 74. Todo proyecto desechado totalmente por la Cámara
revisora o por el Presidente es diferido para la sesión del año
venidero.
Art. 75. Desechado en parte, vuelve con sus objeciones a la
Cámara de su origen, que lo discute de nuevo; y si lo aprueba por
mayoría de dos tercios, pasa otra vez a la Cámara en revisión. Si
ambas lo aprueban por igual mayoría, el proyecto es ley, y pasa
al Presidente para su promulgación. Si las Cámaras difieren sobre
las objeciones, el proyecto queda para la sesión del año
venidero.
Art. 76. Ninguna discusión del Congreso es ley sin la aprobación
del presidente. Sólo él promulga las leyes. Toda determinación
rechazada por él necesita de la sanción de los dos tercios de
ambas Cámaras para que pueda ejecutarse.
CAPITULO II
Del Poder Ejecutivo.
Art. 77. Un ciudadano con el título de Presidente de la
Confederación Argentina desempeña el Poder Ejecutivo del Estado.
Art. 78. Para ser elegido Presidente, se requiere haber nacido en
el territorio argentino o ser hijo de ciudadano nativo, habiendo
nacido en país extranjero, tener treinta años de edad y las demás
calidades requeridas para ser electo diputado.
Art. 79. El Presidente dura en su empleo el término de seis años
y no puede ser reelecto sino con intervalo de un períodos.
Art. 80. Su elección se hace del siguiente modo: cada provincia
nombra según la ley de elecciones populares cierto número de
electores, igual al número total de diputados y senadores que
envía al Congreso. No pueden ser electores el diputado, el
senador, ni el empleado a sueldo que depende del Presidente de la
Confederación.
Reunidos los electores en sus provincias respectivas, el 1 de
Agosto del año en que concluye la presidencia anterior, proceden
a elegir Presidente conforme a su ley de elecciones provincial.
Se hacen dos listas de todos los individuos electos y firmadas
por los electores, se remiten cerradas y selladas, la una al
Presidente de la Legislatura provincial, en cuyo registro
permanece cerrada y secreta, y la otra al Presidente del Senado
general de las Provincias.
Reunido el Congreso en la sala del Senado, procede a la apertura
de las listas, hace el escrutinio de los votos, y el que
resultase tener mayor número de sufragios es proclamado
Presidente. Resultando varios candidatos con igual mayoría de
votos, o no habiendo mayoría absoluta, elegirá el Congreso entre
los tres que hubiesen obtenido mayor número de sufragios. En este
caso, los votos serán tomados por provincia, teniendo cada
provincia un voto; y sin la mayoría presente de todas las
Provincias no será válida esta elección.
Art. 81. En caso de muerte, dimisión o inhabilidad del Presidente
de la Confederación, será reemplazado por el Presidente del
Senado con el titulo de Vicepresidente de la Confederación, quien
deberá expedir inmediatamente, en los dos primeros casos, las
medidas conducentes a la elección de nuevo Presidente, en la
forma que determina el artículo anterior.
Art. 82. El Presidente disfruta de un sueldo pagado por el tesoro
de la Confederación, que no puede ser alterado durante el periodo
de su gobierno.
Art. 83. El Presidente de la Confederación cesa en el poder el
mismo día en que expira su periodo de seis años, sin que evento
alguno pueda ser motivo de que se complete más tarde; y le
sucederá el candidato electo, o el Presidente del Senado
interinamente, si hubiese impedimentos.
Art. 84. Al tomar posesión de su cargo, el Presidente prestará
juramento en manos del Presidente del Senado, estando reunido
todo el Congreso, en los términos siguientes: "Yo N.N. juro que
desempeñaré el cargo de Presidente con lealtad y buena fe; que mi
política será ajustada a las palabras y a las intenciones de la
Constitución; que protegeré los intereses morales del país por el
mantenimiento de la religión del Estado y la tolerancia de las
otras y fomentaré su progreso material estimulando la
inmigración, emprendiendo vías de comunicación y protegiendo la
libertad del comercio, de la industria y del trabajo. Si así no
lo hiciere, Dios y la Confederación me lo demanden".
Art. 85. El Presidente de la Confederación tiene las siguientes
"atribuciones":
En lo interior:
Es el jefe supremo de la Confederación y tiene a su cargo la
administración y gobierno general del país.
Expide los reglamentos e instrucciones que son necesarios para la
ejecución de las leyes generales de la Confederación, cuidando de
no alterar su espíritu por excepciones reglamentarias.
Es el jefe inmediato y local de la ciudad federal de su
residencia.
Participa de la formación de las leyes con arreglo a la
Constitución, las sanciona y promulga.
Nombra los magistrados de los tribunales federales y militares de
la Confederación con acuerdo del Senado de las Provincias, o sin
él, hasta su reunión, si está en receso.
Destituye a los empleados de su creación, por justos motivos, con
acuerdo del Senado.
Concede indultos particulares, en la misma forma.
Concede jubilaciones, retiros, licencias y goce de montepios,
conforme a las leyes generales de la Confederación.
Presenta para los arzobispados, obispados, dignidades y prebendas
de las iglesias catedrales, a propuesta en terna del Senado.
Ejerce los derechos del patronato nacional respecto de las
iglesias, beneficios y personas eclesiásticas del Estado.
Concede el pase o retiene los decretos de los concilios, las
bulas, breves Prescripto del Pontifice de Roma, con acuerdo del
Senado; requiriéndose una ley, cuando contienen disposiciones
generales y permanentes.
Nombra y remueve por si los Ministros del despacho, los oficiales
de sus secretarias, los ministros diplomáticos, los agentes y
cónsules destinados a países extranjeros.
Da cuenta periódicamente al Congreso del estado de la
Confederación, prorroga sus sesiones ordinarias, o lo convoca a
sesiones extraordinarias, cuando un grave interés de orden o de
progreso lo requieren.
Le recuerda anualmente en sus memorias el estado de las reformas
prometidas por la Constitución en el capitulo decía las garantías
públicas de progreso, y tiene a su cargo especial el deber de
proponerlas.
En el ramo de hacienda:
15. Es atribución del Presidente hacer recaudar las rentas de la
Confederación, y decretar su inversión, con arreglo a la ley o
presupuesto de gastos nacionales.
En el ramo de relaciones extranjeras:
16. El Presidente concluye y firma tratados de paz, de comercio,
de navegación, de alianza y de neutralidad, concordatos y otras
negociaciones requeridas por el mantenimiento de buenas
relaciones con las potencias extranjeras; recibe sus ministros y
admite sus cónsules.
17. Inicia y promueve los tratados con arreglo a lo prescripto
por el art. 35 de la Constitución, y sobre las bases del derecho
público deferido a los extranjeros en el cap. III.
En asuntos de guerra:
18. Es Comandante en jefe de las fuerzas de mar y tierra de la
Confederación.
19. Provee los empleos militares de la Confederación: con acuerdo
del Senado de las Provincias en la concesión de los empleos o
grados de oficiales superiores del Ejército y Armada; y por sí
sólo en el campo de batalla.
20. Dispone de las fuerzas militares, marítimas y terrestres,
corre con su organización y distribución, según las necesidades
del Estado.
21. Declara la guerra con aprobación del Congreso, concede
patentes de corso y cartas de represalia.
22. Declara en estado de sitio uno o varios puntos de la
Confederación en caso de ataque exterior, por un término limitado
y con acuerdo del Senado de las Provincias.
En caso de conmoción interior, sólo tiene esa facultad cuando el
Congreso está en receso, porque es atribución que corresponde a
este cuerpo.
El Presidente la ejerce con las limitaciones previstas por el
Art. 28 de la Constitución.
Art. 86. El Presidente es responsable, y puede ser acusado en el
año siguiente al periodo de su mando, por todos los actos de su
gobierno en que haya infringido intencionalmente la Constitución,
o comprometido el progreso del país, retardando el aumento de la
población, omitiendo la construcción de vías, embarazando la
libertad de comercio o exponiendo la tranquilidad del Estado. La
ley regla el procedimiento de estos juicios.
De los Ministros del Poder
Ejecutivo
Art. 87. Puede ser nombrado ministro el ciudadano que reúne las
cualidades requeridas para ser diputado de la Confederación.
Art. 88. El ministro refrenda y legaliza los actos del Presidente
por medio de su firma, sin cuyo requisito carecen de eficacia;
pero no ejerce autoridad por sí solo.
Art. 89. El ministro es responsable de los actos que legaliza; y
solidariamente de los que acuerda con sus colegas.
Art. 90. Una ley determina el número de ministros del Gobierno de
la Confederación, y señala los ramos de sus despachos
respectivos.
Art. 91. Los ministros presentan anualmente al Congreso el
presupuesto de gastos de la Confederación en sus departamentos
respectivos y la cuenta de la inversión dada a los fondos votados
el año precedente.
Art. 92. Los ministros pueden ser acusados como cómplices de los
actos culpables del Presidente, y como principales agentes, por
los actos de su despacho en que hubiesen infringido la
Constitución y las leyes, o comprometido el progreso de la
población del país, la construcción de vías de transporte, la
libertad de comercio y de navegación, la paz y la seguridad del
Estado. Pueden serlo igualmente por los crímenes de traición y
concusión, y por haber cooperado a que queden sin ejecución las
reformas de progreso prometidas y garantidas por la Constitución.
CAPITULO III
Del Poder Judiciario
Art. 93. El Poder judiciario de la Confederación es ejercido por
una Corte Suprema y por tribunales inferiores creados por la ley
de la Confederación. En ningún caso el Presidente de la República
puede ejercer funciones judiciales, avocarse el conocimiento de
causas pendientes o restablecer las fenecidas.
Art. 94. Los jueces son inamovibles y reciben sueldo de la
Confederación. Sólo pueden ser destituidos por sentencia.
Art. 95. Son responsables de los actos de infidencia, corrupción
o tiranía en el ejercicio de sus funciones, y pueden ser
acusados.
Art. 96. Las leyes determinan el modo de hacer efectiva esta
responsabilidad, el número y cualidades de los miembros de los
tribunales federales, el valor de sus sueldos, el lugar de su
establecimiento, la extensión de sus atribuciones y la manera de
proceder en sus juicios.
Art. 97. Corresponde a la Corte Suprema y a los tribunales
federales el conocimiento y decisión de las causas que versen
sobre los hechos regidos por la Constitución, por las leyes
generales del Estado y por los tratados con las naciones
extranjeras; de las causas pertenecientes a embajadores, o a
otros agentes, ministros y cónsules de países extranjeros
residentes en la Confederación, y de la Confederación residentes
en países extranjeros; de las causas del Almirantazgo o de la
jurisdicción marítima.
Art. 98. Conocen igualmente de las causas ocurridas entre dos o
más provincias; entre una provincia y los vecinos de otra; entre
los vecinos de diferentes provincias; entre una provincia y sus
propios vecinos; entre una provincia y un Estado o un ciudadano
extranjero.
SECCION 2a
AUTORIDADES O GOBIERNOS DE
PROVINCIA
Art. 99. Las Provincias conservan todo el poder que no delegan
expresamente a la Confederación.
Art. 100. Se dan sus propias instituciones locales y se rigen por
ellas.
Art. 101. Eligen sus gobernadores, sus legisladores y demás
funcionarios de provincia, sin intervención del gobierno general.
Art. 102. Cada provincia hace su Constitución; pero no puede
alterar en ella los principios fundamentales de la Constitución
general del Estado.
Art. 103. A este fin, el Congreso examina toda Constitución
provincial antes de ponerse en ejecución.
Art. 104. Las Provincias pueden celebrar tratados parciales para
fines de administración, de justicia, de intereses económicos y
trabajos de utilidad común, con aprobación del Congreso general.
Art. 105. Las Provincias no ejercen el poder que delegan a la
Confederación. No pueden celebrar tratados parciales de carácter
político; no pueden expedir leyes sobre comercio o navegación
interior 0 exterior, que afecten a las otras Provincias; ni
establecer aduanas provinciales; ni contraer deudas gravando sus
rentas o bienes públicos, sin acuerdo del Congreso federal; ni
acuñar moneda; ni legislar sobre peajes, caminos y postas; ni
establecer derechos de tonelaje; ni armar buques de guerra, ni
levantar ejércitos; nombrar ni recibir agentes extranjeros.
Art. 106. Ninguna provincia puede declarar, ni hacer la guerra a
otra provincia. Sus quejas deben ser sometidas a la Corte Suprema
y dirimidas por ella. Sus hostilidades de hecho son actos de
guerra civil, calificados de sedición o asonada, que el Gobierno
general debe sofocar y reprimir, conforme a la ley.
Art. 107. Los gobernadores de provincia y los funcionarios que
dependen de ellos son agentes naturales del Gobierno general,
para hacer cumplir la Constitución y las leyes generales de la
Confederación.