Trampa constitucional
Luis Alfonso Herrera considera que el caso venezolano debería servir como advertencia para otros países de lo que puede suceder cuando la Constitución se vuelve un fetiche.
La utilización por políticos populistas de reformas constitucionales, asambleas constituyentes o de la justicia constitucional tomada por aquéllos una vez en el poder, se ha convertido en este inicio de siglo, en la vía más expedita y “democrática” para instaurar regímenes autoritarios, sin necesidad de dar golpes de estado o usar otro tipo de vías violentas. El caso de Venezuela es emblemático en este sentido, y en la actualidad, países como Chile corren el riesgo de caer en esta “trampa constitucional”.
Desde 1999 la venezolana es una sociedad que marcha sin Constitución, pues si ésta implica limitación del poder público y garantía de la libertad individual como se afirmó en la Declaración Francesa de 1789, justamente nada de eso está garantizado en este país desde la puesta en marcha, en ese fatal 1999, de una Asamblea Nacional Constituyente (ANC). Lo paradójico es que la Constitución murió a causa de un discurso ultra favorable a lo “constitucional”, como fue el de Hugo Chávez, que hizo creer a una mayoría de la población que con una nueva Constitución, la propuesta por él y que aún mantiene formal vigencia, todos los venezolanos tendrían 3 comidas diarias todos los días, pleno empleo, vivienda “digna”, educación y salud gratuitas y de calidad, se eliminaría la corrupción y se lograría la “felicidad social”, entre otras cosas.
El proceso de destrucción de la Constitución, debe señalarse, inició antes de la instalación de la ANC en agosto de 1999, en el aula magna de la Universidad Central de Venezuela. Comenzó con los falaces y colectivistas razonamientos de la sentencia del 19 de enero de ese mismo año, de la Sala Político-Administrativa de la entonces Corte Suprema, en la que abrazando a Rousseau y despreciando a Locke, los entonces magistrados dieron preferencia a la soberanía popular por encima de la supremacía constitucional, a partir de un falso dilema según el cual ésta no podía limitar a aquélla y prohibirle que cambiara la Constitución vigente —la de 1961— a través de un procedimiento no previsto en ella, como era justamente una ANC.
Una vez eliminado ese aspecto central de toda Constitución, como es la rigidez frente a los mecanismos para su modificación, el camino estaba despejado para que el déspota en ciernes avanzara en su proyecto autoritario, disfrazado de democracia, de ascenso y concentración total del poder, a través de métodos “constitucionales”. Desde entonces, si en Venezuela hay una palabra que genere hastío y hasta repulsión en la gente, luego de la palabra “bolivariano”, es la palabra “constitucional”.
El régimen chavista todo lo pretende justificar y resolver afirmando que todo lo que hace “es constitucional”, para lo cual ha tenido desde el principio de la pesadilla colectivista que hoy desangra por el hambre, las enfermedades y la represión a los venezolanos, a una Sala Constitucional “revolucionaria”, sumisa e incondicional al chavismo, con figuras como Iván Rincón, José Manuel Delgado (†), Jesús Eduardo Cabrera, Luis Velásquez Alvaray, Arcadio Delgado, Luisa Estella Morales, Gladys Gutiérrez y Maikel Moreno en la actualidad, presta a decir que, en efecto, todos los decretos, leyes, políticas, etc., de los poderes controlados antes por Chávez y hoy por Nicolás Maduro, son “constitucionales”.
De este modo, un instrumento político-jurídico, la Constitución, que se consolidó durante las revoluciones de independencia del siglo XIX como un medio para ordenar la sociedad, limitar el poder y asegurar la libertad, se convirtió en este decadente país petrolero en un medio para destruir a la sociedad, volver ilimitado el poder y eliminar paso a paso toda expresión de libertad de las personas, siendo prueba de esto lo que ocurre por estos días con la espuria convocatoria de Nicolás Maduro a una ANC “proletaria”, es decir, integrada solo por incondicionales chavistas, para derogar “de derecho” —pues de facto ya lo está — la ya incómoda Constitución de 1999 —siempre asumida como transitoria en el camino hacia el socialismo real por Chávez y sus aliados —, que ya ha sido declarada “constitucional” tanto por la ilegítima Sala Constitucional, como por el no menos ilegítimo Consejo Nacional Electoral, integrado por confesas simpatizantes del proyecto socialista.
Les sucede esto a los venezolanos, en primer lugar, por ignorar la dura pero muy cierta reflexión de Octavio Paz acerca de la “mentira constitucional” que tanto atrae a los latinoamericanos, en su inmadurez de creer que escribiendo Constituciones con cientos de derechos y principios, la realidad cambiará y seremos todos prósperos y felices, y ya la corrupción y la injusticia cesarán; en segundo lugar, por no asumir la política y el tema de la Constitución sin romanticismos, como lo proponía James Buchanan y la Escuela de la Public Choice, analizando cuáles son los incentivos que políticos, burócratas, partidos y electores buscan al proponer una política y cuáles serán los previsibles resultados de esa elección pública; y en tercer lugar, por abrazar a nivel de académicos, jueces y abogados el irracionalismo del enfoque “neoconstitucionalista”, impulsado por personajes como Roberto Viciano Pastor y Rubén Martínez Dalmau según el cual el Estado de Derecho con su idea de limitación del poder es algo anacrónico en nuestra época, dominado por los “derechos prestacionales” y la “justicia constitucional”, y aceptar que a través de interpretaciones “progresistas” apoyadas en ese enfoque antiliberal —como la hecha en el abominable fallo del 24.01.02, de la Sala Constitucional, caso: créditos indexados, aplaudida casi de forma unánime por la comunidad jurídica venezolana — fuera posible “de forma constitucional” que el régimen chavista construyera una institucionalidad que lo blindara en el poder como lo está actualmente.
El caso venezolano debería servir como advertencia de qué sucede cuando se vuelve la Constitución un fetiche al cual culpar de todos los males y del cual hacer depender todas las soluciones. Los ciudadanos de los demás países de la región, y más allá, de cualquier país del mundo en el que dirigentes con discursos mesiánicos y populistas propongan reformas constitucionales, deberían conocer bien el infierno al que llevó la trampa constitucional a los venezolanos, que en lugar de aceptar que su problema como sociedad es el Petroestado que crearon en 1975 y el terrible arreglo institucional que de él deriva, acogieron el canto de sirena del golpista de 1992 y de la izquierda criminal que lo respaldó, y destruyeron la democracia imperfecta, pero mejor que cualquiera de las tantas dictaduras previas, levantada con tanto esfuerzo a partir de 1958.
Tanto más, cuanto la “trampa constitucional” se pretende usar en variados casos. En países como Nicaragua y Ecuador se han realizado reformas constitucionales para, entre otras cosas, adoptar la despótica figura de la reelección presidencial indefinida, a fin de perpetuar en el poder a dirigentes autoritarios; también en Argentina y en Bolivia se propusieron reformas constitucionales, con la fortuna para los ciudadanos de estos países que dichas reformas para asumir esa forma de reelección no fueron aprobadas, gracias a que hubo contrapesos institucionales que junto a la voluntad de los electores, frenaron el avance autoritario de quienes en un momento tuvieron el poder casi absoluto. A pesar de todo esto, se continúa apelando a la trampa constitucional para embaucar a los electores y condenar a los países al caos, la arbitrariedad y la pérdida de libertades.
Hoy día, el caso que más inquietud debe generar es el de Chile. En ese país, la actual presidenta ha propuesta una reforma constitucional, mientras que la precandidata presidencial socialista Beatriz Sánchez del Frente Amplio, plantea convocar una ANC para que redacte íntegra una nueva Constitución. Esta situación no puede sino generar perplejidad y preocupación, más tratándose del país hispanoamericano, para orgullo de la región, con mejor desarrollo según todos los índices de estado de derecho, control de la corrupción, calidad institucional, respeto a la propiedad y competencia que se elaboran a nivel mundial.
Se dice que urge cambiar la Constitución chilena vigente, entre otras cosas, porque no es democrática —no ha sido aprobada por los electores —, porque fija límites al Gobierno en la economía con el principio de subsidiariedad —el Gobierno sólo interviene en la economía cuando hay fallos de mercado o de la sociedad civil—, porque no garantiza una educación gratuita a los ciudadanos y porque exige la “ley de quórum” para la reforma legislativa de materias clave.
Un análisis preliminar de estos puntos, permite presumir que no justifican una reforma o una derogación de la Constitución chilena del 80, ya reformada en el período democrático.
La Constitución de EE.UU., acaso la más longeva y eficaz de las Constituciones escritas no es “democrática”, la aprobó una Convención, pero ha sido de gran utilidad para el desarrollo de ese país, no obstante sus imperfecciones como obra humana que es. De igual forma, la venezolana de 1961, la de mayor vigencia en la historia de este país, tampoco fue “democrática”, pues no se sometió a referéndum aprobatorio, sino que fue aprobada por el Congreso de la República. Pero dio paz y estabilidad política por casi 40 años a la sociedad, hasta que sus integrantes eligieron suicidarse “democráticamente”. El origen democrático o no de la Constitución en muchos casos es asunto secundario, de cara a la función de ese instrumento en una sociedad.
El principio de subsidiariedad es una de las mayores garantías de que el Gobierno en un país no se meta en asuntos económicos y sociales que no puede ni sabe resolver, pero que sí puede dañar o empeorar en mucho, que los recursos públicos limitados no se despilfarren ni se empleen en lo que no es prioritario fomentando la corrupción, que no crezca en forma descontrolada la propiedad estatal en menoscabo de la propiedad privada de los ciudadanos y que el Gobierno se centre en el rol institucional y no de actor económico que es el que toda sociedad demanda de él, para que los ciudadanos puedan con seguridad y garantías jurídicas generar riqueza. A causa de que en Venezuela ese principio no rige, es que el Gobierno asume cualquier actividad económica o social como suya, para robar o malgastar fondos públicos, que sus habitantes son pobres, algunos hasta miserables, mientras sus gobernantes son ricos gracias a la corrupción que encubre el funesto “Estado social”, y que la propiedad estatal es la regla y no la excepción.
El problema del acceso a la educación y sus costos, no se resolverá escribiendo en una Constitución que aquélla es universal y gratuita. Por el contrario, lo que pueda valorarse ahora como positivo en la educación chilena, se perderá, el Gobierno la asumirá como un servicio público, la calidad empeorará y aunque haya un aumento de las matrículas en los diferentes niveles educativos, esa “masificación” no necesariamente mejorará la calidad de vida de los chilenos, pues no asegurará la calidad, capacitación y especialización de estudiantes y futuros profesionales o técnicos. El único interés de los futuros Gobiernos, como pasó en Venezuela desde antes de la llegada del chavismo, será decir que hay cada año tantos más niños, adolescentes o jóvenes inscritos en colegios y universidades, pues así operan los populistas que no quieren ciudadanos críticos y autónomos.
Por último, sobre la “ley de quórum”, convendría evaluar qué decisiones están sometidas a ella, y con mesura determinar si es conveniente o no que esas decisiones se puedan tomar por mayoría simple, y no por una mayoría calificada. De nuevo, en Venezuela, la experiencia de permitir al Poder Legislativo Nacional que tome casi cualquier decisión legislativa por mayoría simple, y peor aún, debido al desprecio al debate parlamentario, permitir al Gobierno de turno que dicte Decretos con rango y fuerza de Ley, ha permitido la instauración de un régimen legislativo y administrativo incoherente, contrario a las libertades ciudadanas y altamente burocrático, que ha sido un obstáculo para el desarrollo de las potencialidades que alguna vez tuvo, y ojalá conserve, la Nación venezolana.
Sobre la constituyente, valga indicar que la ANC sirvió en Venezuela para eliminar toda autonomía de los poderes públicos, de los gobiernos regionales y locales, politizar a los tribunales y otorgar poder absoluto al Gobierno nacional. Lo demás es adorno.
Sería útil que los chilenos se preguntaran, escuchando las alertas de Paz, Buchanan y los críticos del neoconstitucionalismo, y examinando la tragedia venezolana, ¿Qué viejas mentiras nos están vendiendo con la propuesta de reforma constitucional y de convocatoria de una ANC?, ¿Qué incentivos tienen los políticos, burócratas, partidos y electores que las apoyan? ¿Cuáles son los objetivos y resultados probables que tendrá la sociedad chilena de aprobarse esa reforma o de convocarse una ANC? ¿Qué se perderá eliminado de la Constitución lo que se plantea eliminar y qué se ganará? ¿Acaso porque se escriba en la Constitución que desde hoy todos tendremos vivienda, salud, educación, etc., efectivamente mañana tendremos todo eso?
Que existan muchos problemas, entre ellos las desigualdades injustas, es asunto que debe resolverse, pero no despreciando o destruyendo lo que ha permitido que muchos otros problemas se resuelvan y que en gran medida será necesario para aumentar las oportunidades y capacidades de los ciudadanos de ese país, a fin de incorporarlos al desarrollo y la prosperidad.
Harán bien los chilenos en evaluar más lo que tienen en juego, si continuar creciendo con estabilidad, paz y libertad, o arrojarse a un precipicio sin término, para lo cual estimo les será de utilidad comprobar cómo los venezolanos, en su afán de acabar con la corrupción que ellos mismos alimentaron con el Petroestado y las desigualdades sociales causadas en gran medida también por aquél, cavaron su propia tumba dando poderes ilimitados al difunto Hugo Chávez, quien los usó no para mejorar la situación de los venezolanos, sino para instaurar su régimen socialista autoritario, cada día más totalitario, tutelado desde el inicio por la satrapía castrista desde La Habana.
Este artículo fue publicado originalmente en El Nacional (Venezuela) el 9 de junio de 2017.