Reseña: Sobre la más reciente biografía de Coolidge
Gene Healy reseña Coolidge, la biografía del ex presidente estadounidense realizada por Amity Shlaes, libro que según Healy "sugiere que en nuestra era actual de incontinencia fiscal y emocional, tenemos mucho que aprender de este presidente parsimonioso".
Por Gene Healy
Si alguna vez hubo un momento en que el presidente podía simplemente presidir, pasó hace mucho tiempo. Tan temprano como en la era de Eisenhower, el politólogo Clinton Rossiter observó que la gente había llegado a percibir al presidente como “una combinación de scoutmaster, oráculo délfico, héroe de la pantalla grande, y padre de las multitudes”. Bajo la presión de las demandas populares, la oficina de la presidencia ha acumulado una serie de responsabilidades más allá de las constitucionales: “Líder mundial”, “Protector de la paz”, “Legislador principal”, “Administrador de la prosperidad”, “Voz del pueblo”, y más.
A ese abrumador portafolio agréguele “Sentidor en Jefe”, un término acuñado con mucha seriedad por la columnista Maureen Dowd del New York Times en 2010 mientras criticaba a Barack Obama por ser insuficientemente emotivo acerca del derrame de petróleo de BP. Obama, escribió, se había “resistido a cumplir con una parte esencial de su trabajo: ser un prisma en momentos de miedo y orgullo, reflejar lo que los estadounidenses sienten de manera que sepan que él lo comprende”.
La pobre Maureen hubiese pateado algo de pura frustración si hubiese sido confrontada con el implacable e indescifrable Calvin Coolidge, cuya reacción a las demandas más irracionales del trabajo fue una respuesta al estilo Bartleby: “Prefiero no hacerlo”.
Poco después de asumir la presidencia en 1923, Coolidge le informó a la prensa que no pretendía “rendirse ante cada movimiento emocional” clamando por curas provenientes del ejecutivo para cualquier mal de la política nacional. En medio de la gran inundación de Mississippi en 1927, que mató a cientos de personas y dejó a 600.000 estadounidenses sin vivienda, Coolidge se resistió ante los pedidos de ayuda del gobierno federal, incluso negándose a un pedido de la radio NBC de que él saliera al aire pidiendo ayuda.
En su nueva biografía, Coolidge, Amity Shlaes sugiere que en nuestra era actual de incontinencia fiscal y emocional, tenemos mucho que aprender de este presidente parsimonioso.
“La deuda pasa su costo”, dice la biografía al inicio. Shlaes pone de relieve este punto con una anécdota acaparadora acerca de uno de los antepasados de “Cal”, Oliver Coolidge, quien en 1849, a falta de 30 dólares para pagarle a un acreedor, sufrió un tiempo en la prisión para deudores. “Cojo de una pierna desde que nació”, Oliver, el hermano del bisabuelo del presidente, nunca había podido cultivar la tierra rocosa del sureste de Vermont así como tampoco lo habían podido lograr otros Coolidges. Entonces, para cuando tenía 61 años, se encontró tras la reja, maldiciendo a su hermano, enviando “cartas desesperanzadas a un miembro familiar tras otro”.
En las manos de Shlaes, la privación de libertad de Oliver y su posterior redención —luego de que fue puesto en libertad se dirigió al Oeste, donde él y su familia empezaron nuevas vidas— sirve como una metáfora para los horrores de la deuda y la virtud de la perseverancia yanqui. “El mismo aspecto que plagó a Oliver”, la deuda, vio “la mayor perseverancia de Calvin Coolidge”, escribe Shlaes. “Durante el gobierno de Coolidge, la deuda federal cayó”, en su gobierno, luego de “67 meses en la presidencia, el gobierno federal era más pequeño” del tamaño en que lo había encontrado.
Aquí se encontraba “una especie extraña de héroe: un presidente minimalista”, argumenta Shlaes. Y aunque la historia recuerda al “Silencioso Cal” en gran parte por su reticencia y frecuentes siestas, Shlaes nos recuerda que “la inacción traiciona la fortaleza”. En la política, muchas veces es más fácil “hacer algo”, no importa qué tan insensato sea ese algo, que mantenerse firme: “Coolidge es nuestro gran renuente”.
Luego de la elegante introducción de la biografía Coolidge, la narrativa se vuelve mucho más ardua. Largas porciones del tomo de 456 páginas se leen como un vertedero de información de los formidables archivos de investigación de Shlaes. Como los agricultores pobres de Plymouth Notch, usted tiene que resignarse a soportar un largo invierno de oraciones que deberían haber sido eliminadas en el proceso de edición, como esta por ejemplo: “Coolidge se reunió con [el Director del Presupuesto Herbert] Lord seis veces y redujo por la mitad un arancel sobre los mangos de las brochas de pintura, su segundo recorte ese año, el otro fue la reducción de un arancel sobre una especie de ave”. Shlaes debería haber seguido el ejemplo de su notoriamente taciturno sujeto, quien en 1915 en su discurso de inauguración como presidente del senado de Massachusetts dio una homilía de 44 palabras, terminando con “por sobre todas las cosas, sean breves”.
Aún así, la cantidad de detalles que ella provee inspira la reflexión acerca de la larga distancia entre el Partido Republicano de hoy y el gran partido de ese entonces. Los presidentes Warren Harding y Calvin Coolidge redujeron los impuestos y el gasto. Eran pro-paz y estaban en contra de los pinchazos telefónicos. Ellos acogían la “normalidad” en lugar de avivar el miedo. Y —vaya sorpresa— también eran populares. Los republicanos de hoy se beneficiarían estudiando su ejemplo.
Los recortes de impuestos eran un tema central en el programa legislativo de Coolidge, y él creía, correctamente, que dadas las condiciones predominantes (la tasa máxima había llegado a estar por encima del 70 por ciento durante la Primera Guerra Mundial) habían conducido a una recaudación mayor. Pero a diferencia de los modernos economistas enfocados en la oferta, Coolidge atacó a la bestia de frente, en lugar de esperar “matarla de hambre” indirectamente. “Estoy a favor de la economía”, dijo en 1924, “después de eso, estoy a favor de más economía”. Vetó subsidios agrícolas y nuevos beneficios para los veteranos, y Shlaes reporta que gastó gran parte del tiempo “tramando para esquivar las demandas de gasto en defensa”.
Los recortes de impuestos que Coolidge y el Secretario de la Tesorería Andrew Mellon implementaron removieron a millones de personas de los roles de impuestos. A diferencia de Mitt Romney, Coolidge y Mellon no se preocupaban de que crearían una horda de “vividores”. Para 1927, conforme se volvió evidente que aquellos con ingresos más altos estaban aportando más al fisco con tasas más bajas, Mellon se jactó de que su política había transformado al impuesto sobre la renta en “una clase en lugar de un impuesto nacional”.
Coolidge “consideraba al derecho internacional como la mejor estrategia para prevenir la guerra”, respaldando el —de alguna manera quijotesco— Pacto Kellogg-Briand para hacerla ilegal. Coolidge siendo Coolidge, veía la cuestión desde una perspectiva económica: “Estar en paz paga”. Pero la paz también permitía una mayor protección de las libertades civiles. Coolidge “removió a William Burns, el director del Buró de Investigaciones y redujo los pinchazos telefónicos, una de las herramientas predilectas de Burns” (Lo cierto es que reemplazó a Burns con el joven J. Edgar Hoover). Coolidge también terminó la tarea de liberar a los manifestantes en contra de la Primera Guerra Mundial que habían sido encarcelados por Wilson. Harding había perdonado a 25, incluyendo al líder del Partido Socialista Eugene Debs. Coolidge ordenó la liberación de los prisioneros políticos de Wilson que quedaban.
Un récord admirable, particularmente considerando la condición en que se encontraba el país luego del mandato del Profesor Wilson. Cargado con deuda y controles de tiempos de guerra, plagado por el desempleo, el país parecía “perdido, sino maldecido”, escribe Shlaes. “Aún así dentro de pocos años el pánico pasó y los problemas se alivianaron”, dice ella. “La recuperación fue en gran medida gracias a la perseverancia de un hombre”: Coolidge.
“Un hombre”— ¿Coolidge? Pobre Warren G. Harding: Se ha convertido en el Rodney Dangerfield (comediante estadounidense conocido por la frase “¡No recibo respeto!”) de los presidentes estadounidenses. El odioso Wilson es un favorito perennemente encontrado en el Top 10 de los rankings de presidentes, aquellas “encuestas mediante las cuales los historiadores afines recompensan a los que hacen guerra y castigan a los pacíficos”, como Bill Kauffman recientemente lo las describió. Harding, el sucesor de Wilson, casi siempre se encuentra al final de los rankings (¿Realmente fue peor el escándalo del Teapot Dome que los 117.000 soldados sacrificados durante la Primera Guerra Mundial?). Me duele ver a Warren G. obtener poco crédito aquí también, especialmente de una autora que aprecia el minimalismo presidencial. Shlaes escribe que “Coolidge podaba el presupuesto federal con una disciplina que lamentablemente estaba ausente en su bien intencionado predecesor”. Harding puede que no haya sido un hombre particularmente disciplinado, pero entre los dos, él fue el reductor del presupuesto más comprometido. Para cuando Coolidge dio el juramento luego de la muerte de Harding, el gasto federal había sido reducido por casi la mitad, derivando en grandes superávits del gobierno.
Pero esto es una biografía después de todo así que, ¿qué hay de Coolidge el hombre? En ciertos momentos Shlaes permite que su admiración del sujeto se deslice hacia una hagiografía: “Siempre, una filosofía de servicio inspiraba a Coolidge”, insiste ella. Eso es una forma de percibirlo. Otra percepción es la de H.L. Mencken: “Coolidge es simplemente un político profesional”, escribió en 1924, y uno “bien aburrido” por cierto. Agregó que “Él ha vivido toda su vida buscando un trabajo y manteniéndolo; cada uno de sus pensamientos tiene que ver son su miserable ocupación”.
En ciertos momentos, el libro dificulta no estar de acuerdo con el severo juicio de Mencken. A pesar de sus mejores esfuerzos, el Coolidge que presenta Shlaes muchas veces parece ser un desagradable y aburrido competidor, con expresiones tan petulantes como aquellas en las canciones de Morrissey. Escribiendo a su padre desde su embarcadero en Amherst College, el joven Cal se quejaba de que “Nunca gané dinero y no se si alguna vez ocasioné alguna felicidad”. “Estoy tan cansado”, dijo al despedirse en una carta diciéndole a una chica que le perdonaba su rechazo.
Claramente, este era un hombre con un temperamento melancólico. Empeoraría luego de la muerte de su hijo de 16 años, Calvin Jr., en 1924 y a causa de una sepsis luego de desarrollar una ampolla jugando tenis en las canchas de la Casa Blanca. En su libro de 2003, El presidente atormentado (The Tormented President), Robert E. Gilbert argumenta que esta tragedia es clave para comprender el desempeño de Coolidge en la presidencia, el cual, como gran parte de los presidentes ranqueados, él percibe de manera negativa. La muerte de Carl Jr. dejó a Coolidge “clínicamente depresivo” a lo largo de gran parte de su presidencia, escribe Gilbert, “un hombre quebrantado, esperando pasivamente, distraído e indiferente dejar atrás la carga pesada de la presidencia”.
Esto es interesante, de ser cierto. Pero lejos de pasar referencias al mal humor de Calvin y de la distancia entre él y la primera dama, Shlaes no está muy interesada en la psiquis del presidente.
Considero que utiliza muy poco de la voluminosa y poderosa autobiografía de Coolidge. Ahí hay un pasaje acerca de la muerte de su hijo en el que uno puede detectar que como padre, no estaba lleno de abrazos, pero el dolor y la rabia que están detrás de la superficie de estas palabras es todavía más palpable considerando su determinación a evitar que sobresalgan:
En su sufrimiento él estaba pidiéndome que lo cure. No podía.
Cuando él se fue el poder y la gloria de la Presidencia se fueron con él.
Los caminos de la Providencia muchas veces están más allá de nuestra comprensión. Me parecía que el mundo necesitaba el trabajo que era probable que él podía hacer.
No se por qué tal precio fue cobrado por ocupar la Casa Blanca.
Bueno, la sabiduría convencional sobrevalora a los presidentes que disfrutan del trabajo. En su influyente libro de 1972, El carácter presidencial (The Presidential Character), James David Barber argumentó que deberíamos elegir presidentes de acuerdo a su tipo de personalidad. El presidente “activo-positivo”—hace el trabajo con una energía maniaca y con un placer y nos “da la sensación de que se divierte en la vida política”. El “pasivo-negativo” ve la posición como una tarea severa, y su “tendencia es a retirarse”. Entre los “activos-positivos” de Barber se encontraban agitadores como Franklin Delano Roosevelt, Truman y JFK; sus “pasivos-negativos” incluían figuras similares a Cincinato como Washington, Eisenhower, y, por supuesto, Coolidge. Tal vez deberíamos darle el trabajo solamente a las personas que están tan deprimidas que difícilmente salen de la cama.
El desdén inicial de Mencken hacia Coolidge se alivianó conforme transcurría la década de 1920. Luego de la muerte súbita del ex presidente por causa de un ataque cardiaco en 1933, Mencken lo elogió diciendo que, a pesar de todos los defectos de Coolidge, “el anhelo de controlar las cosas no lo afligía…Nunca dio discursos inflamatorios…Ni los profesores locos, ni la economía de cuatro dimensiones que pone a sudar, fueron recibidos en la Casa Blanca”. Luego del reinado de terror de Wilson, los estadounidenses querían paz, “y la paz simple era lo que el Dr. Coolidge les dio”. Considerando a los “salvadores del mundo” que precedieron y sucedieron a Cal, “él empieza a parecer, en retrospectiva, un ciudadano extremadamente cómodo e incluso merecedor de elogios. Sus defectos son olvidados; el país recuerda solamente el agradecido hecho de que dejó las cosas pasar”. Mencken observó que hay “peores epitafios para un hombre de Estado”.
Esta reseña fue publicada originalmente en la revista Reason (EE.UU.) el 12 de febrero de 2013.