EE.UU.: La amenaza al método científico
Patrick J. Michaels indica que "las preguntas candidatas para una promoción en las ciencias son básicamente dos: ¿Qué publicaste y cuánto dinero del contribuyente obtuviste para respaldar tu investigación?. . . Si un profesor asistente, candidato a una posición permanente en la docencia, responde cualquiera de estas dos preguntas de manera insuficiente, es probable que termine buscando otro empleo".
El legado de Franklin Roosevelt está perjudicando la ciencia estadounidense.
A fines de la Segunda Guerra Mundial, el presidente Roosevelt preguntó a Vannevar Bush, quien supervisó el explosivamente exitoso Proyecto de Manhattan, si habría una forma de que la horda de científicos reclutados para producir “La Bomba” de alguna forma podrían ser mantenidos en el empleo público.
Dentro de ocho meses, Bush propuso un plan en el cual las universidades, no el Estado, serían las que emplearan a estos científicos, pero que los sueldos, ya sea para la facultad o para los investigadores contratados, de hecho se originaría en las agencias científicas federales, los departamentos del gabinete, o de las agencias públicas clandestinas.
Las consecuencias fueron obvias. Las universidades cobran un cincuenta por ciento adicional sobre las subvenciones federales, utilizando estos jugosos dineros de los departamentos científicos para pagar por los departamentos de arte y música, que no son rentables. Las semillas de la corrección política —que requiere un Estado grande y cada vez más expansivo— fueron sembradas conforme las universidades se volvieron adictas a la beneficencia federal.
En virtud de una competencia feroz para asegurar financiamiento para sus instituciones (y promoverse así mismos) algunos científicos se están comportando mal.
La semana pasada, una publicación técnica, el Journal of Vibration and Control, retractó sesenta estudios, luego de que una investigación interna revelara que un fraudulento “proceso de revisión por homólogos y de referencias” que ayudó a abrirle las puertas a un pequeño número de autores para que consigan una cantidad enorme de referencias en lo que constituye una prestigiosa especialidad de ingeniería. Al menos uno de los autores incluso logró reseñar sus propios estudios con un pseudónimo.
Esto es sintomático de una enfermedad de mayor envergadura, teniendo lugar en las que deberían ser nuestras instituciones más sagradas. Si ya no podemos cofiar en la ciencia, ¿qué nos queda como base del conocimiento?
Es un hecho que el mundo de las políticas públicas —particularmente el mundo de la política ambiental— dice basar sus políticas en “ciencia”, como aquella contenida en los reportes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), o en la publicación “National Assessments” del Programa de EE.UU. para la Investigación del Cambio Global acerca del impacto del cambio climático en nuestro país.
Estos documentos influyentes son esencialmente reseñas comprensivas de una voluminosa literatura científica. La tragedia es que la literatura está siendo insidiosamente envenenada por la estructura de incentivos para la misma ciencia.
La evidencia es cada vez más contundente. Danielle Fanelli de la Universidad de Montreal ha escrito varias reseñas comprensivas del contenido de la ciencia publicada y concluyó que, durante los últimos veinte años, el número de resultados “positivos” ha aumentado de manera dramática. Esto es cuando los datos confirman la hipótesis propuesta en lugar de sugerir su rechazo o modificación.
En un mundo real en el que los científicos están respondiendo a verdaderas preguntas, esto sería imposible. Las personas no se han vuelto repentinamente más inteligentes, excepto, tal vez si con respecto a cómo avanzar en la academia. Allí, las preguntas candidatas para una promoción en las ciencias son básicamente dos: ¿Qué publicaste y cuánto dinero del contribuyente obtuviste para respaldar tu investigación?
Si un profesor asistente, candidato a una posición permanente en la docencia, responde cualquiera de estas dos preguntas de manera insuficiente, es probable que termine buscando otro empleo. Es sorprendente cuántos de estos terminan llenando los comités en el Congreso, o mejor aún, en comités relacionados a programas de las grandes agencias de ciencia.
El papel del dinero es de suprema importancia. En una universidad de primer nivel, para publicar el número requerido de estudios para una promoción en, por ejemplo, las Ciencias Ambientales, probablemente se requiere un mínimo de $2,5 millones. Eso es mucho dinero para gastos adicionales en el Departamento de Lenguajes Germánicos.
¿Alguien realmente considera que un investigador joven obtendrá ese tipo de financiamiento yendo a las agencias federales con una propuesta de investigación que diga que la cantidad y los efectos del calentamiento global han sido dramáticamente exagerados (como lo han sido)? La mera propuesta amenaza con afectar el bolsillo de todos los demás. No obtendrá el financiamiento, y el investigador pronto no recibirá un sueldo.
El Dr. John Loannidis, ahora en la Universidad de Stanford, puede haber sido el primero en detectar esta enfermedad cuando escribió en 2005 un estudio que en ese entonces fue iconoclasta, “Por qué la gran mayoría de las conclusiones de investigaciones publicadas son falsas”. Su tesis es que las demandas de publicar y obtener financiamiento son tan fuertes que muchos estudios están mal diseñados como para poder forzar un resultado positivo y una publicación rápida.
Desde ese entonces, el número de estudios retractados se ha disparado. El ganador del Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 2013, Randy Scheckman —a vísperas de recibir su premio— escribió un artículo de opinión para el diario The Guardian (Inglaterra), “Cómo publicaciones como Nature, Cell y Science están perjudicando la ciencia”, y prometió nunca más enviarles un manuscrito.
Scheckman indicó que publicar en Nature y en Science es un ticket hacia una posición permanente y hacia un mayor financiamiento para realizar investigaciones, pero que estas dos revistas —las revistas de ciencia más “influyentes” en la tierra, tienden hacia la ciencia “llamativa” para concentrar la atención en si mismas (inflando de esa manera sus “factores de impacto”). Esto se hace a costa del trabajo científico del día a día que tal vez es más importante, pero que no consigue espacios en CNN. Sabiendo esto, la gente será atraída a campos llamativos, como el calentamiento global, a costa de otros, quemando así nuestro talento científico por algo trivial.
Es así que la búsqueda del conocimiento se ha convertido en la búsqueda del financiamiento, y las agencias financiadoras suelen mirar mal los resultados negativos. ¿Quién realmente obtendrá una subvención federal que pueda eventualmente disminuir el poder del gobierno federal? No, en cambio leemos en una edición reciente de National Assessment, relaciones positivas absurdas como aquella que establece que el calentamiento global está asociado con más enfermedades mentales. Esto solo puede implicar que la gente en Richmond está más loca que aquí en Washington, DC, o que deben estar lunáticos en Miami.
Esto carece de sentido casi de igual forma que carece de sentido comprometer la ciencia para servir al monstruo del financiamiento federal.
Este artículo fue publicado originalmente en Townhall (EE.UU.) el 21 de julio de 2014.