Democracia plebiscitaria
Manuel Suárez-Mier considera que el movimiento independentista catalán intenta legitimarse en torno a un plebiscito al que solo acudieron su correligionarios.
Los creadores de la democracia representativa veían con recelo la democracia directa en la que todos los electores pueden sufragar a favor o en contra de una iniciativa, pues ello impide el principio básico de un régimen en el que las propuestas se debaten con orden y sosiego entre quienes representan a los votantes.
Tales deliberaciones sólo son posibles entre grupos pequeños para poder desarrollar opiniones ponderadas mediante su discusión, lo que lleva a formas de conducirse, ya sean republicanas o monárquicas, que requieren de gobiernos representativos y democráticamente electos.
Por contraste, la democracia plebiscitaria siempre lleva a regímenes autoritarios como los surgidos en la Revolución Francesa, que le permitían al gobernante en turno reclamar su legitimidad democrática por aclamación de sus fieles, mientras ejercían un caudillismo totalitario.
Esto es lo que pasa con el movimiento independentista catalán que violando las leyes prevalecientes en España desde la restauración de la democracia, que en 1978 merecieron el apoyo de una abrumadora mayoría de los catalanes, intenta independizarse con un plebiscito en el que votaron sólo sus correligionarios.
El independentismo catalán jugó un papel importante para atizar el caos que caracterizó la triste historia de la 2ª República Española, cuando rechazando la voluntad de la mayoría de los españoles que en 1934 eligió un gobierno de centro-derecha, la Cataluña de Lluís Companys declaró su independencia.
El gobierno republicano español fue obligado a intervenir, enjuiciar a los alzados catalanes que recibieron sentencias de hasta 30 años, lamentablemente conmutadas muy pronto. Atrás quedaron una cuarentena de muertos, un gobierno encarcelado, una autonomía en entredicho y un ridículo tan espantoso como evitable. La secuela, la historia terrible de la cruenta guerra civil y una dictadura de 40 años.
Quiero pensar que no hay mayores paralelismos y que la inminente intervención del gobierno español se realizará con talento, prudencia y sin recurrir al despliegue de fuerza que fue tan desafortunado en el intento por frenar un plebiscito que, de entrada, era ilegítimo, por lo que había que denunciarlo pero no impedirlo.
Es crucial que el gobierno español despliegue una campaña inteligente de comunicación sobre los costos económicos y políticos que se abatirían sobre Cataluña de concretar su secesión porque los independentistas, al igual que los proponentes del Brexit en el Reino Unido, han mentido de forma colosal sobre el mundo utópico que les espera al ser cabalmente autónomos.
El gobierno español debe actuar conforme a derecho, como ha anunciado que lo hará, disolviendo el gobierno catalán insurrecto y convocando a elecciones para un nuevo gobierno, en el entendido que entonces se podrán discutir las demandas legítimas de los catalanes que no amenacen la integridad física de España.
Por su parte, el Rey Felipe VI tiene la oportunidad de consolidarse como factor de unidad, como lo hizo su padre el Rey Juan Carlos cuando enfrentó la intentona de golpe militar el 23 de febrero de 1981, saliendo en defensa de “mantener el orden constitucional dentro de la legalidad vigente…, la Corona, símbolo de la permanencia y unidad de la Patria, no puede tolerar… acciones que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático” decidido libremente por todos los españoles.
El Rey Felipe ya dio un primer paso con su discurso del 3 de octubre llamando a la unidad. Ahora debe persuadir a la gran mayoría de los catalanes que está a favor de una España unida que se manifiesten con vigor frente a la estridente minoría separatista.
(Les recomiendo a mis lectores el editorial del Senador Jeff Flake de Arizona publicado en el Washington Post el 24 de octubre pasado)
Este artículo fue publicado originalmente en Asuntos Capitales (México) el 27 de octubre de 2017.