Lo que se ve y lo que no se ve
Xavier Sala-i-Martin explica que los programas gubernamentales que buscan reactivar la economía mediante la destrucción de bienes son contraproducentes.
Bayona, 1839. Un gamberro lanza una piedra contra una panadería y rompe una ventana. El panadero sale enfurecido y se echa a llorar porque va a tener que pagar un nuevo cristal. Los viandantes se reúnen a su alrededor y, al principio, se solidarizan con su desgracia. De repente, uno de ellos explica que el infortunio no es tal ya que el dinero que el panadero va a gastar representará un ingreso para los cristaleros (quienes, al fin y al cabo, viven de los cristales rotos). Estos van a gastar ese dinero en la carnicería en beneficio de los carniceros, que a su vez van a gastarlo en el teatro en beneficio de los actores,y así sucesivamente hasta suponer un enorme efecto positivo sobre la economía agregada, a través de lo que los economistas keynesianos llaman el efecto multiplicador. Tras concluir que la gamberrada era buena para la sociedad, los viandantes abandonaron al panadero a su suerte.
Esta historia, conocida como la paradoja de los cristales rotos, fue contada por primera vez por el economista francés Frédéric Bastiat en 1839 en un fantástico libro llamado Ce qu'on voit et ce qu'on ne voit pas (Lo que se ve y lo que no se ve). La tesis principal del libro es que muchos analistas cometen errores garrafales porque se fijan sólo en “lo que se ve” e ignoran “lo que no se ve”. En el ejemplo del cristal roto, “lo que se ve” es que el panadero va a tener que gastar dinero para reparar la ventana y eso va a afectar positivamente a quien recibe el pago, el cristalero. “Lo que no se ve” es que el dinero que el panadero gastará en cristales iba a ser destinado a comprar otras cosas, como por ejemplo, un traje. Al no poder comprarlo, el sastre no ingresa nada, el carnicero del sastre tampoco y los teatros a los que iba a acudir el carnicero del sastre tampoco. Es decir, que el efecto multiplicador resultante de reparar el cristal solamente sustituye a un efecto idéntico que hubiera generado el gasto en cosas alternativas. Al no haber efectos netos positivos, lo único que queda es un cristal roto. Y eso es malo.
Les explico todo esto porque los gobiernos del mundo entero intentan reactivar la economía a través de programas Renove que subsidian la compra de coches nuevos a cambio de la destrucción de coches viejos. Según esos planes, el gobierno se constituye en un gran gamberro (lo digo por analogía con el chaval que lanzó la piedra contra la panadería) y destruye toda una flota de coches que todavía funcionan con el argumento de que, al tener que repararlos, se va a fomentar la actividad económica: como en la paradoja de los cristales rotos, los fabricantes y distribuidores de automóviles tendrán ingresos adicionales, los gastarán y eso tendrá efectos positivos sobre la sociedad. También saldrán beneficiados los propietarios de coches viejos que reciban un subsidio superior al valor que su cacharro tenía en el mercado. Todo eso es “lo que se ve”. Ahora bien, “lo que no se ve” (y no se contabiliza) son las pérdidas de mecánicos y reparadores de coches, las de los vendedores de segunda mano a los que el Estado ha robado el negocio y las de los contribuyentes.
Además, está el malgasto en burócratas administradores del programa y sobre todo, lo que no se ve es el dinero que no ingresan las industrias que no van a recibir el subsidio y las que no van a obtener el dinero que los consumidores hubieran gastado si no hubieran tenido que pagar tantos impuestos. Es decir, si el Estado realmente cree que destruir automóviles viejos para fabricar los nuevos es bueno para la economía, ¿no debería también destruir neveras, televisiones de plasma y videojuegos? ¿Y por qué parar ahí? ¿Por qué no derribar edificios, carreteras y puentes? ¿Por qué no demoler ciudades enteras por el bien de la sociedad? ¿Verdad que no tendría sentido? Pues tampoco lo tienen los planes Renove. Porque destruir maquinaria y dedicar dinero a reemplazarla no genera suficientes beneficios para compensar la destrucción. La pregunta es: ¿por qué el Estado tiene tanto interés en ayudar a la industria del automóvil con cargo a los trabajadores-contribuyentes de todos los otros sectores?
La respuesta que se nos da últimamente es (¿cómo no?): ¡hay que combatir el cambio climático! De hecho, el nuevo plan se llama VIVE! de Vehículo Innovador, Vehículo Ecológico. Apesar de que el cambio climático se ha convertido en el comodín justificador de las políticas más ridículas e injustificables de planeta, citarlo no es suficiente: esas políticas también deben ser sometidas a la lógica económica. Nos dicen que los coches nuevos van a contaminar menos que los antiguos porque tienen una tecnología mucho más verde y sostenible. Eso es “lo que se ve”. Ahora bien, “lo que no se ve” (y lo que los ecologistas no contabilizan) es que para construir cada coche nuevo se necesita contaminar. ¿O no se emite CO2 y no se contamina cuando se produce el acero de la carrocería y el motor, la goma de los neumáticos, los plásticos de los interiores o la pintura exterior? La pregunta es: ¿la reducción de emisiones que van a tener los nuevos y eficientes coches será superior al incremento de polución que supondrá su fabricación? Según un artículo publicado en The New York Times por Michael Gerrard, director del Centro para del Cambio Climático de la Columbia University, la respuesta es no. También en la sostenibilidad, pues, las autoridades parecen ignorar la paradoja de los cristales rotos, esa vieja lección que ya se explicaba en 1839, sobre lo que se ve y lo que no se ve.
Este artículo fue publicado originalemente en La Vanguardia (España) el 17 de julio de 2009.