Madoff: Un fallo del Estado, no del mercado

Juan Ramón Rallo comenta que el caso Madoff evidencia cómo la agencia estatal que era la principal responsable de detectar ese tipo de fraudes, fue incapaz de detectarlo a pesar de advertencias de distintos actores del sector privado.

Por Juan Ramón Rallo

No han sido pocos los socialistas que han tratado de asociar el fraude de Madoff con la supuesta naturaleza fraudulenta del capitalismo. Ya se sabe por donde discurre el argumentarlo: si la libertad permite al hombre pecar, entonces la libertad es pecaminosa y lo virtuoso es la esclavitud. Tales lumbreras, sin embargo, no parecen darse cuenta de que los supuestamente encargados de volvernos virtuosos por la gracia de las cadenas serían unos hombres tan corruptos como aquellos a quienes se quiere reformar. Es decir, pretendemos que estafadores y pecadores nos conduzcan por el camino de la honradez y de la virtud.

Huelga decir que el razonamiento hace aguas por todos los lados y que sustituyendo a Madoff por otro Madoff con sueldo público no solucionaremos nada. De hecho, muy probablemente lo estemos agravando. Puede que el mercado intervenido que padecemos en la actualidad haya fallado (parcialmente) a la hora de detectar el fraude, pero sin duda también lo ha hecho el Estado y todas sus agencias supervisoras.

El propio Madoff se sorprende de que las autoridades tardaran tanto tiempo en descubrir su engaño. Sí, finalmente, tras unos 50 años, lo detectaron, pero ¿en qué sentido cabe considerar esto un éxito? Ahora mismo habrá muchos otros estafadores sueltos a quienes las autoridades no habrán descubierto y que, gracias a esta incompetencia, podrán seguir engañando a sus clientes. ¿Es un problema del supervisado o más bien del supervisor?

Obama y el resto de socialistas han tratado de atribuir este fracaso del Estado a su supuesta falta de competencias. Olvidan que lo normal en todo proceso de crecimiento sano —esto es, aquel que no pretenda hacerse añadiendo grasa a un organismo—, es que uno vaya captando más competencias conforme acredita que ha hecho el mejor uso posible de las que ya disponía. Las empresas exitosas no son las que amplían capital para evitar la quiebra, sino las que han exprimido al máximo el capital y piden más para continuar haciendo lo propio.

Y aquí los incentivos del Estado y del mercado sí son totalmente asimétricos: si la SEC fracasa a la hora de descubrir el fraude de Enron, se aprueba la Ley Sarbanes-Oxley para que obtenga más competencias; y si con la Ley Sarbanes-Oxley tampoco es capaz de detectar a Madoff, a Stanford y tantos otros, se defiende alegando que todavía necesita más competencias. En cambio, las empresas encargadas de detectar fraudes que fracasan suelen desaparecer, como Arthur Andersen, o ser penalizadas por sus clientes a menos que asuman el coste de su error (como ha hecho el Banco Santander).
Pero es que además, no es cierto que la SEC no detectara el fraude de Madoff por falta de competencias, sino por pura incapacidad. En 1999, el inversor Harry Markopolos contactó con la SEC para advertirle sobre el fraude de Madoff y desde entonces reiteró sus acusaciones año tras año.

En 2001, Michael Ocrant publicó un informe para el fondo de inversión MAR/hedge —del que incluso se hizo eco la revista Barron’s— en el que señalaba sus dudas sobre la honorabilidad de la estrategia de Madoff. Según Ocrant, numerosos inversores en Wall Street desconfiaban de Madoff ya que habían intentado lograr sus altas rentabilidades replicando su supuesta estrategia, y ninguno lo había logrado.

Asimismo, y de manera más reciente, en diciembre de 2006, un pequeño fondo de inversión, Aksia LLC, detectó el fraude de Madoff y aconsejó a sus clientes que no invirtieran en él.

Podríamos seguir citando a personas y empresas que descubrieron el fraude de Madoff (Doug Kass, Société General o Salomon Konig), pero lo esencial es que la SEC tardó diez años en darse cuenta de lo que muchos otros agentes en el sector privado ya había detectado.

Al final, la inoperancia —incluso para escuchar a los expertos del sector privado— de ese supervisor monopolístico de facto llamado SEC, ilustra aquella enseñanza hayekiana tan importante de que los sistemas sociales complejos funcionan mejor permitiendo que los agentes se coordinen haciendo uso de su conocimiento disperso que tratando de concentrar y centralizar esa información en unas pocas cabezas burocráticas.

El caso Madoff es flagrante: muchos potenciales inversores habían descubierto el fraude desde hacía al menos una década, pero el organismo encargado de perseguirlo les hizo caso omiso. Se trata de todo un fallo de un monopolio público que, para más inri, impide que el mercado desarrolle las adecuadas instituciones espontáneas que permitían responder al fraude con más agilidad y eficiencia. Entonces, llegados aquí, ¿qué ganaremos dándoles más competencias a los incompetentes?