Dos mujeres de peso

Por Alberto Benegas Lynch (h)

Identificar el coraje con el género masculino pone de manifiesto un complejo de inferioridad digno del machismo más cavernario. No siempre se alega este disparate de forma abierta. Es común la estocada oblicua, típica del pelele incapaz de competir con mujeres inteligentes.

En todo caso, en estas líneas, quiero referirme a dos mujeres de extraordinario coraje, valor y perseverancia. Las dos fueron aplastadas por poderes de naturaleza bien distinta.

La primera es Anna Politkovskaya, la periodista rusa asesinada por exhibir reiteradamente la rapacidad, el espíritu mafioso, el fraude moral y la gigantesca corrupción de Vladimir Putin y sus secuaces. Escribe esta mujer admirable algo que no es solo aplicable al caso ruso: “Si algunos piensan que pueden sentirse confortados por pronósticos ‘optimistas’, dejémoslos. Ciertamente es la forma fácil, pero es también la sentencia de muerte para nuestros nietos”.

Solamente durante 2005, en Rusia, las oficinas de doce publicaciones fueron atacadas por las bandas gubernamentales, veintitrés editoriales fueron clausuradas, cuarenta y siete periodistas fueron arrestados y veintiocho periódicos y revistas fueron confiscados. Antes del asesinato de Anna a tiros en un ascensor, Lesnaya Street —la editora de Novaya Gazeta— relata que sabía que estaba trabajando en un informe sobre torturas.

Había declarado en reiteradas ocasiones que estaba harta de “las ayudas” de Occidente que solo fortalecían más a la mafia enquistada en el aparato estatal (por mi parte, he escrito antes que Yuri Yarim Agaev denunció que los acólitos del FMI bloquearon la posibilidad que un grupo de liberales revirtiera para bien la situación en Rusia, entregándoles en cambio colosales sumas de dinero a miembros de la ex nomenklatura).

La otra mujer a que quiero aludir aquí es Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695), descripta con inigualable maestría por Octavio Paz. Fue perseguida y sacrificada con saña por las fuerzas truculentas y macabras de la Inquisición debido a la envidia y a todos los sentimientos más bajos, innobles y abominables que suscitaba el hecho que una mujer fuera capaz de manejar la pluma de modo admirable y que demostrara pasión y hasta ternura por el conocimiento. Los grandes hombres del claustro como Alberto Magno y su discípulo el Aquinate pudieron antes que ella sobresalir en la filosofía, pero una mujer era (y sigue siendo) inaceptable para las mentes liliputienses y retorcidas de todas las épocas.

Vaya este sentido homenaje a estas valerosas mujeres de distintos tiempos que unen sus manos en el ejemplo de temple y agallas, y que en su paso por esta vida dejaron escrito a fuego la enseñanza de lo que significa la perseverancia en las escaramuzas diarias por las luces del espíritu.

Este artículo fue publicado originalmente en el Analítica (Venezuela) el 10 de septiembre de 2007.

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