El absurdo miedo a los hispanos
No es verdad, como creía Borges, que el español era una lengua confidencial que sólo servía para cantar en la ducha. También sirve para ganar elecciones. Es posible que los seis millones de hispanos que se comunican fundamentalmente en español, y en esa lengua ven televisión, escuchan la radio y leen libros y diarios, decidan las próximas elecciones norteamericanas. Todos los candidatos saben que la relativa simpatía que George W. Bush despertaba entre los hispanos, acaso por su heroico intento de hablarles en su propia lengua, consiguió aumentar sustancialmente el respaldo de esa etnia a los republicanos y, por consiguiente, le despejó el camino hacia la Casa Blanca.
El fenómeno es universal. En América Latina, especialmente en los países andinos, hablar quechua o aymara es una indudable ventaja para cualquier político, mientras en Paraguay no se concibe a un líder nacional que no se comunique elocuentemente en guaraní. Los políticos checos y eslovacos hacen grandes esfuerzos por llegarle en su idioma a la minoría húngara que habita en sus países. El ex presidente español José María Aznar juraba que era capaz de hablar catalán en la intimidad de su hogar —una de las cuatro lenguas presentes en el país—, y en las últimas elecciones francesas hubo candidatos que aprendieron algunas frases en árabe para cortejar a los votantes que procedían, fundamentalmente, del norte de Africa.
No obstante, esta circunstancia, aunque sea normal en un mundo inevitablemente plural, pone muy nerviosa a una buena parte de la sociedad norteamericana, tercamente negada a aprender otros idiomas, pese a la amplia hospitalidad que existe en el país para con el resto de las manifestaciones culturales extranjeras. En Estados Unidos hay ocho mil Taco Bell, Gloria Estefan puede vender tres millones de su extraordinaria Conga y los autos japoneses son los que más se venden en la nación, pero casi nadie siente la necesidad de aprender español, francés, alemán o cualquier otra de las grandes lenguas planetarias que han cincelado al mundo occidental.
Quien mejor expresa el temor norteamericano a los otros idiomas es Tom Tancredo, congresista republicano por Colorado y aspirante sin muchas posibilidades a la presidencia del país. Según este legislador, Estados Unidos debe evitar por todos los medios transformarse en una nación bilingüe o bicultural, porque esa dualidad debilitaría la identidad norteamericana y sembraría la semilla de la desunión y el conflicto, como (según él) sucede en los países que no poseen la unidad lingüística y cultural que (él supone) caracteriza a Estados Unidos.
Naturalmente, cuando Tancredo, cuyo origen es italiano, piensa en la lengua intrusa y peligrosa, sin duda es el español lo que tiene en la cabeza, y lo que lo aterroriza es la advertencia del Buró del Censo de que en el año 2050 habrá cien millones de personas de origen hispano deambulando por los 50 estados de la Unión. ¿Se equivoca Tancredo? Por supuesto. Su error proviene de no entender que el español es una lengua provisional, de tránsito, que se debilita en la segunda generación y prácticamente desaparece en la tercera, porque los hispanos se integran perfectamente en la sociedad estadounidense, como antes sucediera con los italianos o los japoneses.
No es verdad que los hispanos deseen formar una entidad lingüística diferente. Si hay algo que una y otra vez les repiten los padres hispanos a sus hijos, como si fuera un mantra, es que deben aprender el inglés perfectamente para poder competir y triunfar en el mainstream norteamericano. Simultáneamente, muchos de esos padres, con gran prudencia, les insisten en que no pierdan el idioma familiar, el español, porque ahí existe una fuente de satisfacciones emocionales y estéticas, además de ciertas ventajas comparativas. Si Rick Sánchez, Marianne Murciano o Andrés Oppenheimer pueden ejercer como periodistas indistintamente en medios en español o en inglés, es porque el español les confiere unas posibilidades profesionales de las que carece, por ejemplo, el señor Lou Dobbs, una persona víctima de sus limitaciones idiomáticas y culturales. Por otra parte, los últimos hallazgos de la psicolingüística parecen demostrar que el bilingüismo estimula el desarrollo de la inteligencia al multiplicar sustancialmente las conexiones neuronales en ciertas zonas del cerebro. Quienes miden y contrastan el cociente de inteligencia entre personas mono y plurilingües suelen verificar esa relación: a más lenguas, mayor CI.
Lo curioso es que quienes más temen la presencia hispana suelen ser quienes más contribuyen a perpetuar el problema, proponiendo barreras y dificultades de integración a los inmigrantes ilegales. El sentido común debería conducirlos en la dirección opuesta: lo conveniente es estimular la americanización, facilitándoles que estudien y trabajen porque la escuela, el centro de trabajo (y las organizaciones religiosas) son los factores aglutinantes y los medios en los que se adquieren los hábitos y valores predominantes en el mainstream. En realidad, ese es un razonamiento muy fácil de entender en cualquier idioma.
Artículo de Firmas Press
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