Chipre muestra que el rescate estatal de la banca no era imprescindible
Juan Ramón Rallo considera que la experiencia chipriota demuestra que un rescate estatal de la banca no era imprescindible ni en Chipre, que tenía un agujero bancario de 60% del PIB, ni en España que tenía un agujero menor.
Por Juan Ramón Rallo
La de Chipre fue una de las crisis económicas más duras de cuantas ha tenido que enfrentarse la Eurozona. Los bancos nacionales habían invertido intensamente en deuda pública griega de modo que, una vez aprobada en 2012 la quita sobre los pasivos del gobierno heleno, quedaron totalmente descapitalizados: sus balances cargaban con un agujero de 10.000 millones de euros, equivalente al 60% del PIB de la isla. Lo que algunos nos habían vendido como la panacea para todos los males habidos y por haber —la reestructuración de la deuda pública— se reveló como lo que verdaderamente era: un juego de suma cero en el que algunos ganaban —las autoridades griegas aliviaban la carga de sus obligaciones financieras y podían seguir endeudándose a manos llenas— a costa de que otros perdieran —los bancos helenos invertidos en deuda pública—.
Pero, como debería ser sabido, el problema de una bancarrota bancaria no termina en las propias entidades. Los bancos son meros intermediarios financieros que, para más inri, operan con un elevado apalancamiento: por ello, sus pérdidas voluminosas inevitablemente terminan afectando a sus acreedores. ¿Y quiénes son los acreedores de los bancos? El principal son los depositantes, es decir, todos aquellos que contamos con una cuenta corriente en la entidad. O dicho de otro modo, la quita del gobierno griego destrozó la banca chipriota, y su resultante agujero patrimonial inexorablemente terminó afectando a los depositantes.
Fue entonces cuando se planteó la crucial disyuntiva a la que se enfrentó su economía: o aceptar las enormes pérdidas de los acreedores (bail-in) o rescatarlos con el dinero de todos los contribuyentes (bail-out). La segunda opción, la predominante hasta entonces a lo largo de la crisis económica, soportaba un problema no menor: el Estado chipriota carecía de capacidad financiera para endeudarse y recapitalizar a los bancos por un monto equivalente al 60% de su PIB. En consecuencia, el rescate sólo habría podido sufragarse con el dinero del resto de contribuyentes europeos: y, afortunadamente, la Troika se negó a ello, aunque sólo fuera porque una parte sustancial de los depositantes eran grandes fortunas rusas que habían buscado refugio en el sistema financiera chipriota como estrategia de optimización fiscal.
En tal caso, no quedó otro remedio que poner en práctica el bail-in: a saber, en lugar de salvar a los bancos con el capital extraído coactivamente a los contribuyentes, repartir sus pérdidas entre los inversores de los bancos. No fue una operación sencilla: aparte de trasladar una quita del 47,5% a los depósitos de más de 100.000 euros, hubo que implantar un control de capitales para evitar una quiebra desordenada de las entidades financieras (en un primer momento, no podían retirarse más de 300 euros diarios de los cajeros y no podían efectuarse transferencias entre entidades, nacionales o extranjeras, superiores a 5.000 euros) y la Unión Europea tuvo que proporcionar líneas de crédito especiales para que su gobierno pudiera refinanciarse con los mercados financieros cerrados.
Tales medidas provocaron, además, una honda recesión económica que se extendió durante dos años: entre 2013 y 2014, el PIB se desplomó un 7,5% y la tasa de paro pasó del 11,8% al 16,1%. Es decir, la digestión de un agujero bancario equivalente al 60% del PIB no fue en absoluto sencilla, pero finalmente ha concluido: en junio de 2015 se levantaron todos los controles de capitales y este mes de marzo —tres años después del estallido de la crisis— la Troika ha anunciado la inminente conclusión del rescate. Chipre ya comenzó a crecer muy ligeramente en 2015 y su tasa de desempleo empieza a declinar. A su vez, para 2016 se prevé que el país alcance por primera vez durante la crisis un superávit presupuestario y que su deuda pública deje de aumentar y caiga por debajo del 100% del PIB. Es decir, los datos parecen acreditar que, en efecto, la isla está económica y financieramente estabilizada.
En definitiva, si algo nos demuestra la experiencia de Chipre es que el rescate estatal de la banca no era imprescindible. Tampoco en España. Es cierto que la isla ha pasado por enormes dificultades económicas, pero no perdamos de vista que su agujero bancario equivalía al 60% del PIB: el de España ha representado menos del 6%, es decir, diez veces menos. O dicho de otro modo, tal como defendimos algunos, el bail-in (la asignación de pérdidas a los acreedores de las cajas como alternativa a su socialización entre los contribuyentes) era la opción que debió haber seguido nuestro país: pero, en cambio, se optó por parasitar a todos los contribuyentes españoles para salvar la papeleta de la desastrosa gestión de ese trasunto de banca pública que fueron las cajas de ahorro.
Este artículo fue publicado originalmente en El Economista (España) el 9 de marzo de 2016.