Lecciones de la crisis griega

Mauricio Rojas considera que "El recorrido de Grecia hacia una bancarrota que compromete seriamente su soberanía como nación nos recuerda el precio que se puede llegar a pagar cuando se conjugan la irresponsabilidad, la corrupción y el populismo".

Por Mauricio Rojas

Los líderes populistas de derecha y de izquierda hicieron coro en Europa y América Latina para celebrar la victoria del 'No' en el plebiscito griego del 5 de julio. Las voces de Marine Le Pen, Pablo Iglesias, Fidel Castro, Beppe Grillo, Nicolás Maduro, Evo Morales, Rafael Correa y Cristina Fernández, para dar sólo algunos ejemplos, entonaron la misma melodía acerca de la valentía del pueblo griego y su supuesto triunfo sobre los dictados de la “oligarquía de la Unión Europea” (Le Pen), las “agresiones externas” (Castro), “el terrorismo financiero del FMI” y “los vampiros de la banca mundial” (Maduro), “el imperialismo europeo” (Morales), etcétera. Todos coincidieron, además, con Marine le Pen, líder del Frente Nacional francés, quien describió el referéndum griego como una “bella y gran lección de democracia”.

Mayúscula sería la sorpresa de este coro populista cuando el primer ministro griego y líder de Syriza, Alexis Tsipras, aceptó un paquete de reformas aún más duro que aquel que había sido rechazado en el referéndum del 5 de julio. El gran héroe de la resistencia antiimperialista pasó, en cuestión de días, a ser un traidor y un silencio que dice más que mil palabras selló, al menos por el momento, las locuaces bocas de los líderes populistas.

Desde el horizonte de La Habana, Yoani Sánchez retrató de esta manera el abrupto cambio acontecido: “Hace una semana era un héroe aupado por los medios oficiales cubanos, hoy es un cadáver político al que muchos temen aludir. Alexis Tsipras ha negociado y ha perdido. Sobre su bravuconería inicial se ha impuesto la cordura, y el pacto que acaba de aceptar lo convierte en un traidor a su propia política. Dentro de su partido ya se escuchan las voces críticas por el acuerdo que ha cerrado con la Eurozona y en la habanera Plaza de la Revolución guardan un incómodo silencio”.

Tsipras no optó por el demencial estilo castrista-chavista de “socialismo o muerte” o por el clásico “después de mí, el diluvio”. Supo contenerse al borde del abismo y por ello, como bien dice Yoani Sánchez, “ha decepcionado a todos aquellos que lo incitaban a llevar a toda una nación al suicidio económico”, “ha optado por su país y no por sí mismo”, lo que lo honra y reivindica a pesar de todo los disparates que predicó y practicó incansablemente.

Lo que hemos presenciado es un triste pero aleccionador espectáculo. El recorrido de Grecia hacia una bancarrota que compromete seriamente su soberanía como nación nos recuerda el precio que se puede llegar a pagar cuando se conjugan la irresponsabilidad, la corrupción y el populismo.

La irresponsabilidad es de muchos. En primer lugar, de los líderes de la Unión Europea (UE) que un día aceptaron que Grecia entrara en la zona euro a pesar de no cumplir las más mínimas condiciones para ello. Lo hicieron para realizar sus sueños políticos de grandeza creando una unión monetaria que era, como lo advirtió Milton Friedman ya en 1997, una aberración económica que terminaría generando fuertes conflictos al interior de la UE al cerrar el camino más expedito de un país para ajustarse a su verdadera capacidad competitiva: la devaluación de su divisa.

Igualmente irresponsables fueron el gobierno griego de turno así como sus sucesores, que no sólo manipularon reiteradamente las cuentas nacionales sino que construyeron unos sistemas de bienestar insostenibles. E irresponsables fueron también los sindicatos que lograron tanto rápidos aumentos salariales que se pagaron deteriorando la competitividad griega así como las pensiones proporcionalmente más altas y tempranas de la OCDE después de Islandia (tasa media de reemplazo) y Turquía (edad promedio de jubilación).

La lista de los irresponsables es, sin embargo, mucho más larga e incluye a los bancos alemanes, franceses y griegos que condujeron una política temeraria de crédito, pero también a los políticos europeos que para salvarlos decidieron mantener a flote a Grecia desde el 2010 mediante transferencias monetarias que, tal como hoy lo reconoce el FMI, son imposibles de pagar. Y así podríamos seguir, nombrando a todos aquellos que hicieron de la evasión tributaria y la corrupción su forma habitual de vida o a una burocracia estatal tan abultada como ineficiente.

En fin, Alexis Tsipras y Syriza no han sido sino los últimos de una larga serie de responsables de una debacle que finalmente se hizo inevitable. Es cierto que fueron los más delirantes y que llegaron al poder vendiendo ilusiones que, como hoy bien lo sabe el mismo Tsipras, no eran más que eso. Pero sería una liviandad imperdonable convertirlos en los chivos expiatorios de todos aquellos, desde los jefes de la UE y los bancos alemanes hasta los trabajadores y jubilados griegos, que empujaron a Grecia hacia el despeñadero.

La lección que nos deja este trágico desarrollo es que el populismo no surge de improviso. La irrupción de líderes populistas exitosos no es sino la consumación de los despropósitos, la corrupción y el desprestigio de muchos. Así ocurrió también en la Venezuela que un día vio surgir la figura mesiánica de Hugo Chávez o la Argentina que se entregó a Perón en 1946.

En Chile hemos comenzado a recorrer esa triste senda. Estamos aún muy lejos de la debacle griega o venezolana pero habría que ser ciego para no advertir que se están acumulando las condiciones para que surja un embaucador profesional que capitalice la frustración, el descontento y la desconfianza hoy existentes.