¿Indignados o confundidos?

Armando Regil considera que "La confusión sobre el verdadero origen de esta crisis impide a los jóvenes europeos reconocer las causas que originaron la caída tan precipitada de sus economías y generaron el desempleo del cual ellos son los principales perjudicados".

Por Armando Regil

Las calles de Atenas, Lisboa, Madrid y París tienen algo en común. En las últimas semanas se han inundado de jóvenes indignados que salen a reclamar por la crisis que azota a sus países, amenazando con desestabilizar aún más sus economías. Es comprensible: su presente y futuro están en juego.

Al ver a miles de jóvenes protestando en las calles, la primera impresión es creer que se rebelan contra el statu quo. Este caso es la excepción, no la regla. A pesar de expresar el disgusto y la frustración que sienten por los efectos de la crisis económica, los reclamos reflejan una realidad: los jóvenes están más confundidos que indignados.

Es tradición que las marchas callejeras en Europa generen una enorme preocupación en la clase política. Estos mítines se podrían capitalizar si las peticiones fueran distintas a las causas de la crisis. Dicho de otra manera: es absurdo que las soluciones propuestas sean las mismas causas que originaron parte del problema.

Los jóvenes exigen lo que consideran un derecho innato: empleos que duren toda la vida y, de preferencia, con el menor esfuerzo posible; un ingreso mínimo garantizado; atención médica gratuita; pensiones generosas, y un mínimo de seis semanas de vacaciones pagadas.

Exigir esto significa no querer un cambio real. Han sido los altísimos costos del estado de bienestar los que han causado un desequilibrio en las finanzas públicas, generando elevados niveles de endeudamiento. Para ofrecer todo esto, los gobiernos no producen dinero de la nada; tienen dos opciones: o suben impuestos o se endeudan más.

La confusión sobre el verdadero origen de esta crisis impide a los jóvenes europeos reconocer las causas que originaron la caída tan precipitada de sus economías y generaron el desempleo del cual ellos son los principales perjudicados.

¿Qué pasaría si los indignados reclamaran una reforma laboral que diera mayor flexibilidad a contrataciones y despidos, sólo por mencionar uno de tantos aspectos? Quizás muchas de las empresas que hoy se ven imposibilitadas para hacerlo los contratarían con mayor facilidad y rapidez. Esta crisis nos da otra lección:

indignarse no es malo; al contrario, es un sentimiento que, canalizado correctamente, motiva a la acción constructiva y propositiva. El problema es que cuando no entendemos las causas que originan nuestra indignación podemos terminar más confundidos y esa confusión genera mayor indignación. Al final, hay círculos viciosos que resultan muy difíciles de romper.

Este artículo fue publicado originalmente en El Economista (México) el 20 de julio de 2011.