¿Se justifican el pesimismo y el desaliento?
Hernán Büchi indica que si el gobierno de Bachelet no cambia el rumbo de las políticas públicas, hay justificados motivos para ser pesimistas acerca del futuro de la economía chilena.
Por Hernán Büchi
Cada cierto tiempo, la Presidenta Bachelet expresa opiniones que a primera vista son disonantes, pero que no pueden tomarse como dichas sin pensar. No tiene el carácter de otros políticos en quienes no sorprenden los sinsentidos. Cuando hace ya un tiempo expresó que cada día puede ser peor, probablemente es lo que realmente pensaba y lo que objetivamente sucedió para el común de los ciudadanos.
Durante las Fiestas Patrias indicó que el desaliento y el pesimismo no se justificaban y lo unió a que el resultado de las reformas de su gobierno será positivo. Reconoce que paulatinamente el pesimismo se ha extendido cada vez más en la ciudadanía, pero a la par nos expresa que el costo se justifica por lo que ella estima serán los beneficios de los cambios que la mayoría no ve.
Vale la pena entonces analizar si hay razones para el desaliento y cuál puede ser la perspectiva diferente de la Presidenta, que le permite aseverar que los cambios que ha precipitado serán, finalmente, positivos, ya que mientras ella piensa así, la mayoría percibe como más negativo el futuro en la medida que conoce detalles de la implementación de dichos cambios.
Al iniciarse el gobierno actual estaba claro que el ambiente especialmente favorable para Chile iniciado en su mandato anterior no duraría. El cobre volvía a niveles parecidos a los históricos, un poco más de US$ 2/lb y dejaba atrás los US$ 4/lb.
Pero a su vez, y con muy pocos períodos fuera de la tendencia, la productividad llevaba años perdiendo vigor. El esfuerzo debía ser doble si se quería generar condiciones para que el bienestar siquiera aumentando para todos, más aún en un ambiente de demandas crecientes.
Se tildó entonces de pesimistas a quienes comprendiendo lo anterior, y observando el empecinamiento del Gobierno en un programa contraproducente para el crecimiento, pronosticaron que era probable que este gobierno se empinara apenas al 2% de progreso durante su mandato. Pero esos pesimistas tenían razón. El crecimiento del año 2014 y 2015 fue de 1,9% y 2,3% respectivamente; la proyección para el 2016, ya jugado el año, es de 1,6 y las estimaciones para el 2017 rondan el 2%.
Los datos económicos de mayor frecuencia —ciertamente volátiles— no entregan luces de esperanza respecto de que esta tendencia cambiará. Las últimas cifras de evolución de la producción industrial para el mes de julio fueron -9,8% según Sofofa, y el INE destaca -1,8% en julio y 2,4% en agosto. Por su parte, las ventas reales del comercio del último trimestre móvil crecen 1,9% según el INE.
Es cierto que el país no ha entrado en una crisis macroeconómica, pero ninguno de los así llamados pesimistas lo planteaba, ni hoy ni hace un tiempo. La razón es simple. Tras largo esfuerzo, el país estableció un ordenamiento fiscal y monetario sólido, el sistema financiero, luego de la reconstrucción que sufrió a mediados de los 80, ha probado su solvencia y las empresas, fruto de años de trabajo de empleadores y empleados, son competitivas a nivel mundial. Estas bases impiden crisis como en el pasado, pero no son inmutables.
La historia muestra cómo, cuando el progreso es poco y las expectativas muchas, el sistema político termina erosionando dichas bases. El peligro de deslizarse por ese camino está hoy más cerca, tras los años de cuasi estancamiento que legará este gobierno.
Es importante para comprender a quienes sienten desaliento hoy que los efectos de la falta de progreso son paulatinos y tienen inercia, y por ello no se ven en tiempo presente. La encuesta Casen se diseñó en los 80 y su serie se inicia el 1987. El propósito principal era tener datos que ayudaran a una política de Estado que, superando visiones ideológicas, permitiera sostener esfuerzos para vencer la pobreza.
Más allá de las diferencias por los cambios metodológicos y de la introducción reciente de conceptos no compartidos por las distintas visiones que tienen opción de alternarse en el poder, los resultados no son lo optimistas que el Gobierno pretende sean o parezcan. En definitiva, nos prende luces, pues con menor crecimiento la tasa a la cual se reduce la pobreza también cae.
Es efectivo que a noviembre del 2015 el resultado entregado muestra una mejoría respecto 2013, de 14,4 a 11,7. Pero es una disminución menor que la de los años anteriores. Salvo cuando hay una crisis macroeconómica profunda, los procesos económicos sociales son de lenta maduración. Hoy todavía se están midiendo los efectos del crecimiento y del mayor empleo de los años anteriores a este gobierno. El cuasi estancamiento que este ha generado mostrará sus efectos en las mediciones que vienen y les corresponderá a los próximos gobiernos enfrentarlo.
Pero el pesimismo se justifica hoy no solo porque el progreso es bajo y se mantendrá así en el horizonte mediato. Si el país estuviera cambiando de rumbo y con ello se visualizara una reversión en la actual tendencia, otro sería el ánimo, y el desaliento desaparecería.
Como dijimos, el sector público y privado se han ganado —después de décadas— una posición sólida que aún no pierden, y que les permitiría responder rápido a un mejor ambiente. Sin embargo, no solo el Gobierno no rectifica en su empeño inicial, sino que mientras más se conoce el detalle de las leyes propuestas y su implementación, su impacto aparece agravado por su defectuoso y vacilante diseño.
No se ve fácil, entonces, que el pesimismo y desaliento que percibe la Presidenta cambien. Es preciso reconocer que existen muchas áreas que es necesario modificar para cambiar el rumbo y relanzar el crecimiento.
El ambiente antiprogreso se vino acumulando por años y por ello la productividad ha languidecido paulatinamente. El gobierno actual no solo no actuó en el sentido requerido, sino que profundizó más aún el daño. Sus políticas emblemáticas son las que más destacan en este sentido y pesan en las expectativas.
A pesar de sus múltiples cambios, la reforma tributaria sigue dificultando más que antes la labor de los emprendedores y presenta un campo minado para ellos por la discrecionalidad y facultades de la autoridad.
Los cambios en educación no permiten avizorar ninguna mejora en la calidad. Los primeros síntomas van en el sentido opuesto y basta ver la lamentable evolución del Instituto Nacional. Lo que sí subyace, en educación básica o media y se esboza en educación superior, es un camino para que aumente el poder administrativo del Estado con limitaciones crecientes a las opciones de los ciudadanos de elegir su destino. Ello, en un mundo en que la tecnología permitiría probar experiencias educativas nuevas, muy efectivas y de bajo costo.
Las normas laborales todavía no se aplican, pero es claro que en vez de facilitar la flexibilidad para el cambio que la vorágine tecnológica exige, crearán más rigideces, menor productividad y darán menor libertad a los trabajadores, generando un monopolio creciente para sus autoproclamados líderes.
Con lo que hoy vive la economía —y con las tendencias descritas en las políticas de gobierno—, no es fácil ver cómo cambiar de desaliento a esperanza.
Pero quizás en el breve resumen de sus decisiones emblemáticas está el germen de la seguridad de la Presidenta. Todas ellas significan un cambio de poder desde las personas, sean trabajadores, emprendedores o simplemente ciudadanos, al Estado, representado por los líderes políticos de turno o por cúpulas sindicales o estudiantiles.
Si ello lo ponemos en la perspectiva de varios representantes del oficialismo que han expresado que el propósito final de su gobierno es un cambio en las estructuras de poder de la sociedad como preludio a un futuro mejor, se entiende su seguridad y satisfacción, lo estarían logrando.
Los costos, según esta visión, valen la pena. Pero esta dialéctica ya la conocemos de sobra por experiencias pasadas nuestras o externas. Las consecuencias negativas son múltiples y con más razón, de ser así, es difícil que el desaliento y el pesimismo desaparezcan. Ser un país pobre es fácil y muchos lo saben hacer. No puede dejar de ser desalentador ver cómo de a poco volvemos a esa senda.
Este artículo fue publicado originalmente en El Mercurio (Chile) el 2 de octubre de 2016.