¿Qué podemos aprender de los países nórdicos?
Mauricio Rojas afirma que "El progreso de los países escandinavos...fue producto de una profunda revolución liberal y capitalista durante el siglo XIX, que los convirtió en las naciones europeas con mayor crecimiento económico entre 1870 y 1950".
Por Mauricio Rojas
Los países nórdicos están de moda. No sólo son hermosos y exóticos sino que, además, les va bien. Hace no mucho, The Economist (2/2/2013) se refirió a ellos como el “supermodelo” del futuro y los más variados indicadores —sobre felicidad, solidez económica e institucional, confianza, igualdad o movilidad social— muestran su envidiable desempeño. Por ello, tal vez no esté demás darle una mirada al secreto de las luces del norte, especialmente después de haber vivido casi cuarenta años en Escandinavia.
Si tuviese que resumir las fuentes del éxito nórdico apuntaría a lo siguiente: un capitalismo dinámico y abierto, igualdad de oportunidades, ética meritocrática, instituciones sólidas y búsqueda pragmática del consenso. A ello agregaría los aprendizajes sobre los peligros del Estado del bienestar. Vamos por partes.
El progreso de los países escandinavos (Finlandia, que es un país nórdico pero no escandinavo, fue algo diferente por ser entonces parte del Imperio Ruso) fue producto de una profunda revolución liberal y capitalista durante el siglo XIX, que los convirtió en las naciones europeas con mayor crecimiento económico entre 1870 y 1950. Su bienestar, por lo tanto, no es hijo del Estado del bienestar, que es un fenómeno muy reciente, sino de un capitalismo abierto al mundo. Sus grandes empresas no nacieron encerradas en sus pequeños mercados nacionales ni fueron protegidas por el Estado. Se ganaron su derecho a existir compitiendo en la arena internacional y así lo siguen haciendo en países que hoy son de los más globalizados del planeta.
Este capitalismo se vio potenciado por una fuerte igualdad de oportunidades que viene de la sociedad tradicional nórdica, con su gran estamento campesino formado por hombres libres y con acceso a la tierra. Este igualitarismo fue reforzado por un Estado pequeño pero muy eficiente, que apostó tempranamente por la educación de su pueblo. Ello amplió decisivamente la base de capital humano en que se basó el rápido progreso nórdico.
A ello se le debe sumar una cultura meritocrática, igualitarista y muy sobria. No se juzga a las personas por sus apellidos o sus contactos, sino por sus méritos y capacidades. Nada molesta más a los nórdicos que el privilegio y la ostentación. Son ricos, pero conservan una moral de campesinos pobres y esforzados, con un alto sentido del deber. Esa, a su vez, es la base de instituciones muy sólidas y niveles muy altos de confianza social.
Luego tenemos la búsqueda pragmática del consenso. Los nórdicos no son ideológicos y aún menos utópicos. Tal vez sea su duro invierno el que los ha convertido en gente práctica que no se deja entusiasmar por los vendedores de ilusiones. Pero también han aprendido el gran valor de la unidad. Nada es mejor para los nórdicos que un buen compromiso. Así se las han ingeniado para sobrevivir en un entorno de vecinos poderosos y muy peligrosos.
Finalmente están las lecciones acerca de los peligros del Estado del bienestar, que con su gigantismo y sus promesas desmedidas estuvo a punto de hundir a los países nórdicos. El caso paradigmático es Suecia, que a partir de la década de 1960 inició una espectacular expansión estatal que elevó el gasto público a más de dos terceras partes del PIB a comienzos de los 90. El Estado se entrometió en todo y prometió derechos universales de todo tipo, transformando la economía sueca en una economía semiestatal y amenazando tanto las bases productivas —su capitalismo dinámico— como morales —la ética del esfuerzo y el deber— del progreso de Suecia.
Ese es el “modelo sueco” con el que todavía hoy parece soñar nuestra izquierda, sin saber que el mismo se derrumbó estruendosamente a comienzos de los años 90. Así, después de una brutal crisis, Suecia se vio abocada a un proceso de contención y transformación de su enorme Estado, tratando de restablecer las fuentes del progreso. Desde entonces se han bajado consistentemente los impuestos (sobre todo a las empresas, desde un 52% en 1989 a 22% este año) y el gasto público, se ha priorizado el crecimiento del sector privado, se han limitado y condicionado los derechos, se han quebrado los monopolios estatales en la educación, la salud y otros servicios básicos abriendo la oferta pública a una amplia colaboración público-privada (¡con fines de lucro por supuesto!), se ha privatizado una gran cantidad de actividades, desde la producción y el suministro eléctrico hasta el correo y las telecomunicaciones.
En fin, se trata de una nueva revolución capitalista, pero siempre cuidando rigurosamente la equidad y la igualdad de oportunidades. Ese fue el compromiso fundamental que tanto izquierdas como derechas asumieron al emprender conjuntamente las grandes reformas del Estado del bienestar. También Dinamarca y Finlandia pasaron por sus momentos de crisis y supieron reaccionar restaurando las fuentes del progreso. Sólo Noruega, gracias a su inmensa riqueza petrolera, no ha experimentado crisis similares.
Estas son, en resumen, las grandes lecciones del desarrollo nórdico: cuidar el capitalismo, apostar por la igualdad de oportunidades, la ética del esfuerzo y la meritocracia, buscar los grandes consensos, no dejarse llevar por las pasiones ideológicas y, no menos, cuidarse de los peligros del gigantismo estatal y la inflación de los derechos. Todo ello le vendría muy bien a España y a América Latina.
Este artículo fue publicado originalmente en Pulso (Chile) el 15 de octubre de 2013.