Servicios privados, servicios públicos

por Frédéric Bastiat

A cada soldado corresponde una asignación de 16 céntimos para su alimentación diaria.

Por Frédéric Bastiat

A cada soldado corresponde una asignación de 16 céntimos para su alimentación diaria. El gobierno toma estos 16 céntimos y se encarga de alimentar a los soldados. El resultado es que todos reciben la misma ración, compuesta de los mismos alimentos, sin tomar en cuenta lo que cada soldado prefiere. Uno recibe más pan del que desearía, otro menos carne de la que desearía. Hemos hecho un experimento: hemos dejado a cada soldado la libre disposición de los 16 céntimos que le corresponden y nos complace constatar una mejoría sensible de su suerte. Cada uno consulta sus gustos, su temperamento, los precios del mercado. Por regla general, los soldados han optado por más carne y menos pan. Su salud ha mejorado, están más contentos y el Estado se ha librado de una tremenda responsabilidad.

por Frédéric Bastiat


A cada soldado corresponde una asignación de 16 céntimos para su alimentación diaria. El gobierno toma estos 16 céntimos y se encarga de alimentar a los soldados. El resultado es que todos reciben la misma ración, compuesta de los mismos alimentos, sin tomar en cuenta lo que cada soldado prefiere. Uno recibe más pan del que desearía, otro menos carne de la que desearía. Hemos hecho un experimento: hemos dejado a cada soldado la libre disposición de los 16 céntimos que le corresponden y nos complace constatar una mejoría sensible de su suerte. Cada uno consulta sus gustos, su temperamento, los precios del mercado. Por regla general, los soldados han optado por más carne y menos pan. Su salud ha mejorado, están más contentos y el Estado se ha librado de una tremenda responsabilidad.

M. d'Hautpoul, Ministro de la Guerra citado en Armonías Económicas, Capítulo 6, de F. Bastiat                                               


La equivalencia de los servicios

Los servicios se intercambian por servicios. La equivalencia de los servicios es el resultado del intercambio voluntario y del regateo que le antecede. En otras palabras, cada servicio ofrecido en el medio social vale tanto como cualquier otro servicio que lo equilibra, o por el cual es intercambiado, siempre y cuando todas las ofertas y todas las demandas gocen de libertad para producirse, compararse y regatearse. Sin importar las sutilezas invocadas, es imposible separar la idea de valor de la idea de libertad de escoger.

Cuando ninguna violencia, ninguna restricción, ningún fraude altera la equivalencia de los servicios, puede decirse que reina la justicia. No significa esto que la humanidad haya llegado al término de su perfeccionamiento, puesto que la libertad siempre deja un espacio abierto para los errores de las apreciaciones individuales. El hombre, a menudo, es víctima de sus propios juicios y sus propias pasiones. No siempre clasifica sus deseos según el orden más razonable. Hemos visto que un valor determinado puede ser imputado a un servicio, sin que haya una coincidencia razonable entre ese valor y la utilidad del servicio.

El progreso de la inteligencia, del sentido común y de las costumbres nos acerca poco a poco a esa bella proporcionalidad, al colocar cada servicio en el sitio que moralmente le corresponde, si puedo expresarlo así. Un objeto banal, un espectáculo pueril, un placer inmoral, puede venderse a precios elevados en un país, y ser objeto de desprecio y rechazo en otro. Por lo tanto, la equivalencia de los servicios difiere de la justa apreciación de su utilidad. Pero incluso bajo esta óptica, son la libertad y el sentido de responsabilidad los impulsos que corrigen y perfeccionan nuestros gustos, nuestros deseos, nuestras satisfacciones y nuestras apreciaciones.

Los servicios públicos

En todos los países del mundo hay una categoría de servicios que siguen, por la forma en que son prestados, distribuidos y remunerados, una evolución totalmente diferente de los servicios privados o libres. Se trata de los servicios públicos.

Cuando una necesidad posee un carácter suficientemente universal y suficientemente uniforme como para que sea propio llamarle necesidad pública, puede convenir a todos los hombres que forman parte de un conglomerado (comuna, provincia o nación), proveer a la satisfacción de esa necesidad por medio de una acción o una delegación colectiva. En tal caso, se procede a nombrar a los funcionarios encargados de prestar el servicio aludido y distribuirlo a la comunidad, y se establece, para la remuneración de ese servicio, una cotización que es, al menos en principio, proporcional a la capacidad de cada miembro de la comunidad.

En el fondo, los elementos primordiales de la economía no se alteran necesariamente por esta forma particular de intercambio, sobre todo cuando se da por sentado el consentimiento de todos los afectados. Sigue siendo, como en el caso de los servicios privados, traslado de esfuerzos y traslado de servicios. Los funcionarios trabajan para satisfacer las necesidades de los contribuyentes, y los contribuyentes trabajan para satisfacer las necesidades de los funcionarios. El valor relativo de esos servicios recíprocos se determina por un procedimiento que examinaremos más adelante, pero los principios esenciales del intercambio, al menos desde un punto de vista abstracto, permanecen intactos.

Están equivocados algunos autores, influidos por la experiencia de impuestos aplastantes y abusivos, que han considerado como pérdida toda la riqueza asignada a los servicios públicos. Esta condena tajante no resiste el examen. En el sentido de pérdida o ganancia, el servicio público no difiere en forma alguna, científicamente hablando, del servicio privado. Que yo mismo proteja mi propiedad, que pague a un hombre para que la proteja, o que pague al Estado para que le dé protección, en todos los casos me veo en la situación de sopesar comparativamente un sacrificio y una ventaja. En cualquiera de los tres métodos, pierdo algo, sin duda, pero gano seguridad. Lo que entrego al Estado para que haga proteger mi propiedad no es pérdida, sino intercambio.

Dos formas muy diferentes de intercambio

Hemos visto los servicios públicos y la acción del gobierno extenderse o encogerse según los tiempos, los lugares y las circunstancias, desde el comunismo de Esparta a las Misiones del Paraguay, desde el individualismo de los Estados Unidos hasta la centralización de Francia.

La primera pregunta que se plantea en el umbral de la Ciencia Política es ésta: ¿Cuáles son los servicios que deben permanecer en la esfera de la actividad privada, y cuáles son los que deben desarrollarse en la esfera colectiva o pública? Dicho esto de otro modo, en el gran círculo de la sociedad, debemos dibujar racionalmente otro círculo, inscrito en aquél, que representa al gobierno.

Examinemos ahora las diferencias esenciales entre los servicios privados y los servicios públicos, un paso previo necesario para fijar racionalmente la línea que ha de separarlos. Los servicios privados se circunscriben a esta proposición, explícita o tácita: Haz esto por mí, y yo haré aquello por ti, proposición que implica, en cuando a lo que entregamos y también en cuanto a lo que recibimos, un doble consentimiento recíproco. Las nociones de trueque, intercambio, apreciación, preferencia y valor no pueden concebirse sin libertad, y ésta no puede ejercerse sin responsabilidad. Al intercambiar, cada parte evalúa, por su cuenta y riesgo, sus necesidades, sus gustos, sus deseos, sus facultades, sus conveniencias, sus afecciones, el conjunto de las circunstancias de su situación.

Es un hecho que el ejercicio de la libertad de escoger conlleva la posibilidad de equivocarse, la posibilidad de una elección poco razonable o insensata. La falla no está en el intercambio, sino en la imperfección de la naturaleza humana. Y el remedio hemos de buscarlo en la responsabilidad, es decir en la libertad, que es la fuente de toda experiencia. Coartar los intercambios, destruir la libertad de escoger so pretexto que los hombres pueden equivocarse, en nada mejoraría las cosas, a menos que pueda demostrarse que el agente encargado de aplicar las coerciones está exento de la imperfección de nuestra naturaleza, es ajeno a nuestras pasiones y nuestros errores y no pertenece a la humanidad. ¿No es evidente, acaso, que esto sería trasladar la responsabilidad, más aún, aniquilar la responsabilidad, al menos en su dimensión más preciada, su carácter remunerador, ajustador de cuentas, acumulador de experiencias, correctivo e implícitamente progresivo?

No hace falta describir aquí los procedimientos del intercambio libre, porque mientras la represión tiene infinitas formas, la libertad sólo tiene una. Una vez más, diremos aquí que la transmisión libre y voluntaria de los servicios privados se enmarca en esta simple oración: Dame esto y te daré aquello, haz esto por mí y yo haré aquello por ti.

Los impuestos

No es ésta la forma de intercambio que rige para los servicios públicos. Aquí, en mayor o menor medida, la represión es inevitable, y debemos enfrentarnos a sus formas infinitas, desde el despotismo más absoluto y caprichoso, hasta la intervención más universal y más directa sobre todos los ciudadanos.

El ideal político basado en la libertad individual jamás ha sido inscrito en la experiencia de la historia, y puede ser que jamás lo sea, fuera de episodios furtivos y restringidos. Sin embargo, suponemos que puede darse, porque buscamos las modificaciones que afectan los servicios cuando éstos caen en el dominio público. Y en una actitud científica, debemos hacer abstracción de las violencias particulares y locales, para considerar el servicio público en su esencia, en cuanto tal, y dentro de las circunstancias más legítimas. En una palabra, debemos estudiar la transformación que ocurre al servicio por el sólo hecho, aislado, de convertirse en público, con abstracción de la causa que lo convirtió en público y de los abusos que pueden mezclarse con los medios de ejecución.

El procedimiento consiste en esto: Los ciudadanos nombran a los mandatarios. Estos mandatarios reunidos deciden, por mayoría, que cierta categoría de necesidad, por ejemplo, la necesidad de instrucción, ya no será atendida por la acción libre o por el libre intercambio de los ciudadanos, sino que será satisfecha por una clase de funcionarios especialmente asignados a esa tarea. Tenemos aquí un servicio prestado.

En cuanto al servicio recibido, como el Estado se adueña del tiempo y de las facultades de los nuevos funcionarios en beneficio de los ciudadanos, se impone también, para proveer al sistema de medios de subsistencia, que el Estado se adueñe de medios de los ciudadanos en beneficio de los funcionarios. Esto se logra mediante una cotización o una contribución general.

En todos los países civilizados, esta cotización se paga en dinero. Apenas vale la pena recalcar que, detrás de estas sumas de dinero, hay trabajo. En el fondo, los impuestos se pagan en especie. En el fondo, los ciudadanos trabajan para suplir a las necesidades de los funcionarios, y los funcionarios trabajan para suplir a las necesidades de los ciudadanos. Tenemos, pues, una situación igual a la que rodea los servicios privados. Los ciudadanos trabajan unos para otros.

Con esta última afirmación, buscamos alertar al lector contra un sofisma muchas veces invocado, que nace de la ilusión monetaria. Se escucha a menudo que el dinero que reciben los funcionarios recae como lluvia sobre los ciudadanos, y de ello se infiere que esta supuesta lluvia es un beneficio adicional al que resulta del servicio. Con este razonamiento, se justifican las funciones más parasitarias. Si el servicio hubiera permanecido en el dominio de la actividad privada, el dinero que, en vez de dirigirse al tesoro público y de allí a los funcionarios, habría caminado directamente a los hombres que se habrían encargado de prestar libremente el servicio, ese dinero, digo, también habría recaído como lluvia sobre la gente. Este sofisma no resiste que extendamos la vista más allá de la circulación de la especie monetaria. En el fondo, el trabajo se intercambia por trabajo, los servicios se intercambian por servicios.

En el dominio público, puede ocurrir que algunos funcionarios reciban servicios sin haber hecho aporte alguno al bienestar del conjunto. En tal caso, hay pérdida para el contribuyente, sea cual sea la ilusión que pueda crearse en este sentido por el movimiento de las monedas.

Pero volvamos a nuestro análisis. Tenemos aquí un intercambio diferente en su forma. Todo intercambio implica dos términos: dar y recibir. Examinemos cómo se efectúa la transacción al pasar del dominio privado al dominio público, desde la doble perspectiva de los servicios prestados y los servicios recibidos.

Los servicios gratuitos

En primer lugar, constatamos que siempre o casi siempre, el servicio público anula, de hecho o de derecho, el servicio privado correspondiente. Cuando el Estado se encarga de prestar un servicio, generalmente se apresura a decretar que nadie más podrá prestarlo. Como ejemplos, podemos citar el correo, el tabaco, los naipes, la pólvora, etcétera. Aunque no tomara esta precaución, el resultado sería igual. ¿Cuál empresa puede ocuparse de prestar al público un servicio que el Estado presta gratuitamente o a un precio que no guarda proporción con los costos incurridos?

Nadie en Francia buscaría ganarse la vida abriendo una escuela libre de leyes o de medicina, construyendo grandes carreteras, criando potros de pura sangre, fundando escuelas de artes y oficios, colonizando tierras en Argelia o instalando museos. La razón es que nadie compraría en la esfera privada lo que puede obtener gratuitamente, o casi gratuitamente, del Estado. La industria de los zapateros decaería rápidamente si el gobierno decidiera calzar gratuitamente al pueblo.

A decir verdad, los vocablos gratuito o gratuitamente, referidos a los servicios públicos, encierran el más burdo y el más pueril de los sofismas. Me sorprende la extrema inocencia del público que se deja engañar por estos vocablos. ¿Acaso no desea usted, me preguntan, instrucción gratuita? Por supuesto que la deseo. Y desearía también alimentación gratuita y vivienda gratuita, si ello fuera posible. Pero sólo pueden ser verdaderamente gratuitas las cosas por las cuales nadie ha de pagar, y he allí que todos pagamos por los servicios públicos. Y precisamente porque todos los hemos pagado por adelantado, el que los recibe no paga por ellos. Quien pagó por adelantado por los servicios públicos, no irá a contratar servicios privados, por los que habría de pagar nuevamente.

Así, el servicio público reemplaza el servicio privado. Nada agrega al trabajo general de la nación, ni a su riqueza. Pone a los funcionarios a realizar lo que habría realizado la industria privada. Aún queda por averiguar cuál de las dos modalidades acarrea mayores inconvenientes colaterales. Esta disertación busca responder tales interrogantes.

Una funesta apatía

En cuanto la satisfacción de una necesidad se convierte en la finalidad de un servicio público, queda en gran parte sustraída de la libertad individual y de la responsabilidad individual. El individuo ya no tiene la libertad de adquirir la cantidad que desea en el momento que la desea, consultando sus recursos, sus conveniencias, su situación, sus apreciaciones morales, ni el orden de prioridad según el cual le parezca más razonable proveer a sus propias necesidades. De buena o de mala gana, se ve impelido a retirar del medio social, no la cantidad del servicio que juzga útil, como lo haría en el caso de los servicios privados, sino la parte que el gobierno juzga apropiado preparar para él, cualquiera que sea la cantidad y la calidad. Quizás no dispone de suficiente pan para paliar su hambre y sin embargo, se le despoja de una parte de ese pan, que le hace tanta falta, para proporcionarle instrucción o espectáculos que no necesita.

El individuo deja de ejercer un control libre sobre sus propias satisfacciones y, al no ejercer ya su responsabilidad, deja también de ejercer su inteligencia. La previsión se le vuelve tan inútil como la experiencia. Es menos dueño de sí mismo. Ha perdido una parte de su libertad de escoger. Es menos perfectible. Es menos hombre. Despojado de la necesidad de juzgar por sí mismo en casos particulares, con el tiempo va perdiendo el hábito de juzgar por sí mismo. Esta torpeza moral que lo invade, invade por motivos iguales a todos sus conciudadanos. Hemos visto que naciones enteras caen en una funesta apatía.

En la medida en que una categoría de necesidades, y sus correspondientes satisfacciones, permanece en el dominio de la libertad, cada cual establece al respecto su propia norma y la modifica a voluntad. Ello parece natural y justo, puesto que no hay dos hombres que se encuentren en circunstancias idénticas, ni un hombre cuyas circunstancias no cambien con el paso del tiempo. Entonces todas las facultades humanas, la comparación, el juicio, la previsión, permanecen activas. Entonces toda acción acertada trae su correspondiente recompensa, y todo error conlleva su correspondiente castigo. Y la experiencia, ruda compañera de la previsión, al menos cumple con su misión, de suerte que la sociedad se perfecciona necesariamente.

Pero cuando el servicio se convierte en público, todas las normas individuales desaparecen para fundirse y generalizarse en una norma escrita, coercitiva, igual para todos, que no considera las situaciones particulares y ahoga en la inercia las más nobles facultades de la naturaleza humana.

La intervención del Estado, pues, nos despoja de la facultad de gobernarnos a nosotros mismos, en lo concerniente a los servicios que recibimos del Estado, y más aún en lo concerniente a los servicios que nosotros, bajo represión, le prestamos a cambio. Esta contrapartida, este complemento del intercambio es un despojo adicional de nuestra libertad, en virtud de su regulación uniforme, por una ley decretada con antelación, ejecutada por la fuerza, a la que ninguno puede sustraerse. En una palabra, como los servicios que el Estado nos presta son una imposición, los servicios que nos exige en pago también son una imposición, y muy apropiadamente se les llama impuestos.

Una especie de equivalencia promedio

Aquí descubrimos un tropel de dificultades e inconvenientes teóricos. En la práctica, el Estado vence todos los obstáculos, por medio del uso de la fuerza que es el corolario obligado de toda ley. Para permanecer en el campo teórico, la transformación de un servicio privado en servicio público despierta graves interrogantes. ¿Exigirá el Estado, en todas las circunstancias y a cada ciudadano, un impuesto equivalente a los servicios prestados? Tal proceder sería justo, y precisamente esta equivalencia se desprende con cierta forma de infalibilidad de las transacciones libres, y de los precios regateados que les anteceden. Por lo tanto, no tendría sentido sacar una clase de servicios del dominio de la actividad privada, si el Estado aspirara a realizar esta equivalencia, que es rigurosa justicia.

Pero el Estado no aspira, ni podría aspirar, a esta justicia. No se regatea con los funcionarios. La ley procede de manera general y no puede estipular condiciones diversas para cada caso particular. A lo sumo, y cuando ha sido concebida en espíritu de justicia, la ley busca una especie de equivalencia promedio, equivalencia aproximada entre las dos clases de servicios intercambiados. Dos principios, la proporcionalidad y la progresividad de los impuestos, han procurado, en diferentes contextos, llevar esta aproximación hasta sus últimas consecuencias. Pero basta una refección superficial para comprender que ni el impuesto proporcional, ni el progresivo, pueden engendrar la equivalencia rigurosa de los servicios intercambiados. Los servicios públicos despojan a los ciudadanos de su libertad, desde la doble perspectiva de lo que se entrega y lo que se recibe. Y ya hemos establecido que no puede haber determinación de valor sin libertad de escoger. Por lo tanto, los servicios públicos comportan, además, el crimen de trastocar el valor de esos servicios.

Destruir el principio de responsabilidad, o al menos trasladar la responsabilidad (de los individuos a los funcionarios), no es un inconveniente menor. La responsabilidad es todo para el hombre. Es su motor, su profesor, su remunerador y su vengador. Sin ella, el hombre pierde su libertad de escoger, su capacidad de perfeccionarse y su moralidad. Sin ella el hombre deja de aprender, deja de ser hombre. Cae en la inercia y se convierte en una unidad de un rebaño.

Un cuarteto funesto de fermentos sociales

Es una desgracia que el sentido de la responsabilidad se apague en el hombre. Es otra desgracia que la responsabilidad se desarrolle exageradamente en el Estado. El hombre, aún embrutecido, conserva sin embargo suficiente visión para percatarse de donde le vienen lo bueno y lo malo. Y cuando el Estado se encarga de todo, sobre el Estado recae la responsabilidad de todo. Bajo el imperio de estos arreglos artificiales, a un pueblo que sufre sólo le queda voltearse contra su gobierno, y su único remedio, su única política, está en derrocar al gobierno, único causante de sus males. De allí se deriva un encadenamiento inevitable de revoluciones, inevitable en verdad, porque bajo un régimen así, el pueblo sufre.

El sistema de servicios públicos, además de trastocar el equilibrio de los valores, acarrea también un desperdicio fatal de riqueza, y conduce a la ruina. Ruina e injusticia conducen a sufrimiento y descontento, un cuarteto funesto de fermentos sociales que, sumados a la transferencia de la responsabilidad de los individuos a los funcionarios, o de la sociedad al gobierno, sólo pueden acarrear la clase de convulsiones políticas de las cuales hemos sido los infortunados testigos en el último medio siglo.

No deseo apartarme del tema de esta reflexión. No puedo, sin embargo, pasar por alto que, cuando la vida pública se organiza de esa manera, cuando el gobierno adquiere proporciones gigantescas por la transformación sucesiva de transacciones libres en servicios públicos, hay que temer que las revoluciones, en sí mismas un mal tan grande, ni siquiera tengan la ventaja de aportar un remedio. El traslado de la responsabilidad distorsiona la opinión pública. El pueblo, acostumbrado a esperar todo del Estado, no acusa a éste de hacer demasiado, sino de no hacer suficiente. El gobierno es derrocado y se instala otro, y el pueblo clama: hagan más que el anterior. Y así, el abismo se hace más y más profundo.

¿Cuándo se abren los ojos? ¿Cuándo comprende el pueblo que debe exigir la reducción de las atribuciones del Estado? Nuevas dificultades aparecen. Por un lado, se yerguen y se coligan los derechos adquiridos. La gente rechaza la idea de desmontar un conjunto de existencias a las que se ha dado vida artificial. Por otro lado, el pueblo ya no sabe actuar por sí mismo. Cuando se presenta la oportunidad de reconquistar esa libertad que buscó con tanta pasión, siente miedo y la rechaza. Si se le ofreciera liberar la enseñanza, contestaría que la ciencia corre peligro de extinguirse. Si se le propusiera la libertad de culto, diría que el ateísmo va a extenderse. Tantas veces se le ha dicho que la religión, la sabiduría, el espíritu, y la moral deben estar bajo la tutela del Estado, que ha terminado por creerlo.

Puede ser que, en el caso del funcionario, el sentido del deber o el deseo de superación lo estimulen a hacer bien su trabajo. Pero estos estímulos jamás serán tan poderosos que el aguijón del interés personal. La experiencia lo confirma. Todo lo que cae en manos de los funcionarios se estanca. La enseñanza no es mejor hoy que durante el reinado de Francisco I, y nadie se aventuraría a comparar la actividad aletargada de los despachos ministeriales con la actividad frenética de las fábricas.

En la medida, pues, en que los servicios privados son transformados en servicios públicos, se adueña de ellos una gran dosis de inmovilidad y esterilidad, no en perjuicio de los que prestan los servicios públicos (los salarios de los funcionarios no disminuyen), sino en perjuicio de la comunidad que recibe los servicios públicos.

Servicios públicos legítimos

Estos inconvenientes son enormes desde los puntos de vista de la moral, la política y también la economía. Apenas he hecho de ellos un bosquejo, y confío en la sagacidad del lector para completar el cuadro. Sin embargo, debo decir que resulta ventajoso, en algunos casos, sustituir la acción individual por la acción colectiva. Hay servicios cuya naturaleza exige como principal consideración que sean prestados con regularidad y uniformidad. Incluso puede ser que, bajo ciertas circunstancias, la sustitución aludida resulte en economía de recursos y ahorre una cierta cantidad de trabajo de la comunidad para la satisfacción de una necesidad específica. ¿Cuáles servicios, entonces, deben permanecer en la esfera de la actividad privada, y cuáles deben pertenecer a la actividad colectiva o pública?

Empezaré por precisar que entiendo, por actividad colectiva, esa gran organización cuya regla es la ley y cuyo medio de ejecución es la fuerza, en otros términos, el gobierno. En cuanto a la actividad privada, precisaré que no la equiparo a la actividad aislada. Las asociaciones libres y voluntarias desarrollan actividad privada, y de hecho, esas asociaciones realizan las modalidades más efectivas de intercambios voluntarios y privados. Pero lo fundamental es que no alteran el equilibrio de los servicios, no afectan la libre valoración, no desplazan las responsabilidades, no aniquilan la libertad de escoger, no destruyen la competencia ni los efectos de la competencia. En una palabra, las asociaciones libres y voluntarias no tienen por método la coerción.

Por el contrario, la acción del gobierno se fundamenta en la coerción. El gobierno procede en virtud de una ley, a la cual todos han de someterse, porque ley implica castigo. Y precisamente esa característica especial, esa necesidad de apoyarse en el uso de la fuerza como auxiliar obligado, debe revelarnos la extensión y los límites de la acción del gobierno. El gobierno actúa únicamente mediante uso de fuerza. Luego, la acción del gobierno es legítima únicamente allí donde es legítimo el uso de la fuerza. Y cuando se invoca con legitimidad el uso de la fuerza, no es para sacrificar la libertad, sino para hacerla respetar.

La legítima defensa

¿Cuándo, entonces, se invoca con legitimidad el uso de la fuerza? Se me ocurre una respuesta, y creo que solamente hay una: en caso de legítima defensa. Bajo esta perspectiva, hemos encontrado la razón de ser de los gobiernos, y también hemos encontrado los límites racionales de los gobiernos.

¿En qué consiste el derecho del individuo? En realizar con sus semejantes transacciones libres, de donde se sigue que éstos tienen igual derecho recíproco. ¿Cuándo hay violación del derecho individual? Cuando una de las partes agrede la libertad de otra. En este caso, es un error hablar, como se hace con frecuencia, de exceso de libertad. Si miramos al agresor, puede parecer un exceso. Por el contrario, si miramos a la víctima, encontramos destrucción de libertad, y también encontramos destrucción de libertad si consideramos, como es propio, el fenómeno en su conjunto.

Tiene derecho de defenderse, por la fuerza si es preciso, el hombre cuya libertad es agredida. Y la propiedad, el trabajo, las facultades del hombre son, en sentido estricto, sinónimos de su libertad. De allí se desprende que un conglomerado de hombres tienen el derecho legítimo de asociarse para defenderse, incluso por la fuerza del conjunto, contra las agresiones a la libertad y la propiedad de cada uno. Pero el hombre no tiene el derecho de usar la fuerza para otros fines. No es legítimo que yo use la fuerza para obligar a mis semejantes a ser laboriosos, sobrios, ahorrativos, generosos, sabios o devotos. Pero sí es legítimo el uso de la fuerza para obligar a los hombres a ser justos. Por extensión, no es legítimo aplicar la fuerza colectiva para promover el amor al trabajo, la templanza, la frugalidad, la generosidad, la ciencia o la religiosidad, pero sí es legítimo usar la fuerza colectiva para hacer que reine la justicia, para mantener a cada uno dentro de los límites de sus derechos individuales. Porque en ninguna parte, fuera del derecho individual, encontramos la fuente del derecho colectivo.

Si un derecho no corresponde a ninguno de los individuos que conforman el conjunto, tampoco puede corresponder al conjunto que llamamos nación. Más aún ¿cómo podría existir tal derecho en la fracción de la nación que llamamos gobierno, cuyos derechos se circunscriben a los obtenidos por delegación de los ciudadanos? ¿Cómo podrían los ciudadanos delegar en el gobierno derechos que ellos no poseen?

En las relaciones entre individuos, el uso de la fuerza solamente es legítimo cuando se trata de legítima defensa. Esta incontestable verdad debe ser el principio fundamental de toda política. Luego, la colectividad solamente puede recurrir al uso de la fuerza cuando se trata de legítima defensa. La coerción sobre los ciudadanos es la esencia misma del gobierno, pero sólo es legítima esa coerción cuando se trata de proteger los derechos de todos. Luego, la acción del gobierno sólo puede ser legítima cuando protege los derechos individuales, y el poder que ha adquirido por delegación de los ciudadanos se circunscribe a la defensa de las libertades y las propiedades de todos.

Cuando un gobierno haya conseguido que se respete esa línea fija, inamovible, que protege los derechos de los ciudadanos, cuando haya mantenido entre ellos la justicia y la garantía de que ningún individuo agredirá impunemente los derechos de otro ¿qué acción adicional puede emprender sin violar esa barrera cuya custodia le fue encomendada, sin agredir con sus propias manos, y por la fuerza, las libertades y las propiedades que los ciudadanos confiaron a sus cuidados? Desafío al lector a encontrar, fuera de la administración de la justicia, una acción del gobierno que no constituya injusticia.

En principio, basta que el gobierno disponga del uso de la fuerza como instrumento necesario, para que sepamos cuáles son los servicios privados que pueden ser convertidos en servicios públicos legítimos. Son los que tienen por objeto la preservación de todas las libertades, de todas las propiedades, de todos los derechos individuales, la prevención de los delitos y los crímenes, en una palabra, todo lo que atañe a la seguridad pública.

Claude Frederic Bastiat nació en Bayona, Francia, en 1,801, y murió en Roma en 1,850. A pesar de su corta vida, fue un prolífico ensayista y filósofo. En su estilo sencillo y ameno anticipó conceptos que desarrollarían años e incluso siglos después sus sucesores.

Bastiat tenía una especial habilidad para identificar y señalar las falacias en los argumentos de sus opositores, y fue un dedicado defensor de la libertad y el estado de derecho.

Artículo adaptado originalmente al castellano por Lucy Martinez-Montt del Centro de Estudios Económico-Sociales (CEES).