Crisis financiera: En defensa de hacer nada
Jeffrey A. Miron argumenta que "si el gobierno federal no hubiera llevado a cabo política alguna en respuesta a la recesión económica, estaríamos mejor de lo que estamos ahora".
Por Jeffrey A. Miron
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No hace mucho la economía estadounidense era la envidia del mundo entero. Hasta septiembre de 2007 habíamos experimentado 24 trimestres consecutivos de crecimiento del PIB. La bolsa de valores estaba en niveles históricamente altos, y las tasas de inflación y desempleo se encontraban bajas y estables.
Las cosas son distintas ahora. La economía estadounidense está en recesión así como lo están las economías de la mayoría de los países en el mundo. Muchos analistas predicen una recesión económica comparable a aquella de 1981-1982; algunos incluso hablan de otra Gran Depresión.
Mientras tanto, hemos experimentado una amplia gama de intervenciones en la economía. Hemos visto el rescate de los bancos en Wall Street y la aprobación de una enorme ley de estímulo. Hemos visto cortes coordinados en las tasas de interés, expansiones en la garantía de los depósitos y la nacionalización parcial de la banca. El objetivo explícito de estas políticas cuando fueron debatidas era evitar una escasez de crédito y una recesión, pero terminamos con las dos cosas de todas maneras. Ahora la aseveración es que estas medidas prevendrán una escasez de crédito o una recesión todavía mayor. No estoy tan seguro.
Hoy voy a presentar el caso a favor de no hacer nada. Más específicamente, argumentaré que si el gobierno federal no hubiera llevado a cabo política alguna en respuesta a la recesión económica, estaríamos mejor de lo que estamos ahora. Además estableceré que si un estímulo fuera necesario, debería haber venido por el lado de recortes en impuestos y un recorte al gasto en programas estatales fracasados, no en nuevo gasto público.
¿Qué salió mal?
¿Qué causó la crisis económica? Aunque la securitización, las fallas de las agencias calificadoras y la ambición en Wall Street contribuyeron al problema, en última instancia las responsables de esta crisis fueron las políticas equivocadas del gobierno federal.
La primera de estas fue el intento de expandir la propiedad de viviendas. Déjenme empezar diciendo que el Estado no tiene por qué tomar una posición acerca de cuántas personas deberían o no ser dueñas de sus casas, así como tampoco tiene por qué tratar de influir cuántas tostadoras u hornos compramos. No hay posibilidad de una falla de mercado en la producción de viviendas o en las decisiones de las personas acerca de si compran o no una casa. Aún así el Estado ha venido interviniendo por décadas.
Una lista parcial de políticas diseñadas para aumentar la propiedad de viviendas incluye la Administración Federal para la Vivienda, los Bancos Federales para Préstamos de Vivienda, Fannie Mae, Freddie Mac, la Ley de Reinversión en la Comunidad, la deducción de intereses sobre hipotecas, la excepción de propiedad en el código de bancarrota personal, el tratamiento tributario favorable de las ganancias sobre capitales invertidos en vivienda, la Ley HOPE para Propietarios de Vivienda, y más recientemente, la Ley de Emergencia para la Estabilización Económica—también conocida como la ley del salvataje.
Las políticas pro-vivienda del gobierno estadounidense no tuvieron efectos perjudiciales importantes durante décadas. La razón, probablemente, es que dichas intervenciones sustituyeron parcialmente actividades que el sector privado hubiese realizado de todas maneras, tales como proveer un mercado secundario para hipotecas.
Con el tiempo, sin embargo, estas leves intervenciones empezaron a concentrarse en aumentar la propiedad de viviendas por parte de hogares de ingresos más bajos. En los noventa el Departamento para la Vivienda y el Desarrollo Urbano aumentó la presión sobre las entidades crediticias para que apoyaran el acceso a viviendas asequibles. En 2003, los escándalos de contabilidad en Fannie Mae y Freddie Mac les permitieron a miembros claves del Congreso presionar a estas instituciones para que llevaran a cabo cuantiosos y peligrosos préstamos hipotecarios. Para 2003-2004, por lo tanto, las políticas federales estaban generando fuertes incentivos para extender las hipotecas a acreedores con malos historiales de crédito. Las instituciones financieras respondieron y crearon gigantescas cantidades de activos basados en una riesgosa deuda hipotecaria.
Esta expansión de crédito riesgoso fue especialmente problemática debido a la segunda política federal equivocada: la vieja práctica de salir al rescate de entes privados que han incurrido en riesgos y luego se encuentran en aprietos. Los salvatajes han sido amplios y frecuentes, especialmente en el sector bancario. En el contexto de la reciente crisis financiera, un ejemplo crucial es el ahora infame “toque Greenspan”, la práctica de la Reserva Federal al mando de Greenspan de bajar las tasas de interés como respuesta a las disrupciones financieras con la esperanza de que una expansión de la liquidez evitaría o moderaría un colapso en el precio de los activos. A principios de 2000, en particular, la Fed parecía haber tomado una decisión deliberada de no reventar la burbuja de bienes raíces y en cambio “arreglar las cosas” si ocurría un colapso.
La experiencia del sector bancario en recibir salvatajes significaba que los mercados financieros podían razonablemente esperar que el Estado amortiguara cualquier pérdida a causa del colapso de una deuda hipotecaria riesgosa. Como el Estado también se encontraba presionando para que esta deuda se expandiera, y como era rentable hacerlo, el sector financiero tenía todas las razones para seguir el juego. Sin embargo, era inevitable que un colapso ocurriera en algún momento. La expansión del crédito hipotecario tenía sentido siempre y cuando los precios de la vivienda siguiesen aumentando, pero esto no podía durar para siempre. Una vez que estos empezaron a caer, el mercado no tuvo otra opción que sufrir el reacomodo de posiciones basadas en presunciones insostenibles acerca de los precios de las viviendas.
Por lo tanto, esta interpretación de la crisis financiera coloca el grueso de la culpa sobre la política federal en lugar de sobre la ambición de Wall Street, una regulación poco adecuada, los fracasos de las agencias calificadoras o la securitización. Estas otras fuerzas jugaron un papel importante, pero es improbable que cualquiera de ellas o todas juntas hubiesen podido producir cualquier cosa parecida a la reciente crisis financiera si no hubiese sido por estas dos políticas federales equivocadas.
Por ejemplo, la ambición en Wall Street seguramente contribuyó a la situación, si por “ambición” uno se refiere al comportamiento que busca obtener ganancias. Muchos en Wall Street sabían o sospechaban que su exposición a riesgos no era sostenible, pero sus posiciones eran rentables en ese momento. Además, los mercados funcionan bien cuando los agentes privados responden a las oportunidades de obtener ganancias, a menos que estas reflejen incentivos perversos creados por el Estado. La manera de evitar crisis en el futuro, por lo tanto, es que el Estado abandone las políticas que generan tales incentivos.
Rescatando a los bancos
El plan de salvataje del Departamento del Tesoro fue un intento por mejorar el balance general de los bancos y así estimular la concesión de préstamos por parte de la banca. La justificación ofrecida fue que, ya para septiembre de 2008, los principales bancos se enfrentaban a una quiebra inminente debido a que el valor de sus activos respaldados por hipotecas había caído rápidamente.
Nadie discute que varios bancos estaban en peligro de quiebra pero eso no justifica un rescate. La bancarrota es un aspecto esencial del capitalismo. Brinda información acerca de las buenas y las malas inversiones y libera recursos para que sean desplazados desde los malos proyectos hacia aquellos más productivos. Como indiqué anteriormente, los precios de las viviendas y la construcción de casas estaban demasiado altos para fines de 2005. Esta situación implicaba un deterioro en el balance general de los bancos y una reducción del sector bancario, así que cierto grado de bancarrota era tanto inevitable como apropiado. Por lo tanto, un argumento económico a favor del salvataje debía demostrar que la quiebra de algunos bancos perjudicaría a la economía más allá de lo inevitable debido a la caída en el precio de las viviendas. El argumento común es que la bancarrota de un banco obligaba a los demás bancos a quebrar, generando un congelamiento del crédito. Ese resultado es posible, pero eso no significa que el plan del Tesoro era la política indicada.
Para entender por qué, nótese que permitir que los bancos quiebren no significa que el Estado no juega papel alguno. La garantía federal de los depósitos hubiese evitado pérdidas por parte de los depositantes asegurados, por lo tanto limitando el incentivo para que se den corridas bancarias. Las cortes y agencias reguladoras federales (tales como la Comisión Federal para la Garantía de Depósitos, FDIC por su sigla en inglés) hubiesen supervisado los procesos de bancarrota de las instituciones en quiebra. Además, bajo el proceso de bancarrota no habrían necesariamente desaparecido las actividades de los bancos en quiebra. Algunos continúan operaciones durante la bancarrota, y otros las reanudan luego de que se vende la institución en quiebra o sus activos a un banco más saludable. En otros casos, la fusión antes de un colapso evita la bancarrota por completo. Los accionistas privados y los tenedores de deuda asumen las pérdidas requeridas para hacer que estas fusiones y ventas sean atractivas para los compradores. Los fondos de los contribuyentes irían únicamente a los depositantes asegurados.
El salvataje distrajo la atención del hecho de que el Estado fue la causa más importante detrás de la crisis. De manera más general, el salvataje continuará promoviendo acciones contraproducentes por parte de instituciones que califican para recibir el dinero, como por ejemplo la adquisición de activos tóxicos que luego podrían ser comprados por el Tesoro, o la toma de riesgos inmensos con las inyecciones de capital del Tesoro.
El salvataje del Tesoro de 2008 también marcó el inicio de la propiedad estatal en el sector financiero. Esto significa que, de ahora en adelante, es probable que las fuerzas políticas influencien la toma de decisiones en el otorgamiento del crédito y la asignación del capital. El Estado puede que (nuevamente) presione a los bancos para que ayuden a prestatarios con un mal historial de crédito, para que subsidien a industrias con conexiones políticas, o para que presten en los distritos de legisladores influyentes. La presión del Estado es difícil de resistir para los bancos, ya que éste puede amenazar con vender su participación en determinado banco o puede prometer mayores inyecciones de recursos cada vez que quiera modificar el comportamiento de un banco. Además, rescatar a los bancos fija un precedente para rescatar a otras industrias. Por lo tanto, las repercusiones a largo plazo del salvataje son indudablemente malas. Irónicamente, el salvataje en sí puede que haya exacerbado la escasez de crédito. El anuncio de que el Tesoro estaba considerando un rescate probablemente asustó a los mercados al sugerir que la economía estaba peor de lo que pensaban los mercados. De igual manera, el anuncio puede que haya alentado una escasez de crédito porque los banqueros no querían asumir pérdidas y vender sus instituciones a empresas compradoras si el Estado los iba a rescatar. El salvataje introdujo incertidumbre porque nadie sabía qué significaba dicho rescate: cuánto, de qué forma, para quién, con qué restricciones y por cuánto tiempo.
El paquete de estímulo
La Ley para la Recuperación y la Reinversión Estadounidense de 2009—mejor conocida como el “paquete de estímulo”—representa una transferencia masiva de recursos del sector privado hacia grupos de interés con conexiones políticas. Los fondos vendrán de nuestros impuestos y se dirigirán al sector de la educación, la salud, a la creación de “empleos verdes” y contratistas y sindicatos federales.
Algunos defensores del paquete de estímulo argumentan que el gasto era necesario para embarcarse en proyectos que no están siendo respaldados por el mercado pero que deberían serlo. Este es el argumento del “fracaso del mercado” a favor del gasto gubernamental. En realidad, el gasto federal ya es demasiado alto en la mayoría de las áreas. Desde los $15.000 millones que gastamos en el fracasado proyecto del Gran Túnel en mi ciudad de Boston a las decenas de miles de millones que gastamos todos los meses combatiendo en Irak, hay mucho gasto público innecesario que puede recortarse. El gasto que fue incluido en la ley de estímulo en muchos casos fue a parar a sectores que no estaban ni enfrentándose a un desempleo especialmente alto ni experimentando los declives más marcados en su actividad (por ejemplo, la salud, la educación y el desarrollo de energías alternativas).
El estímulo no consistía en mejorar la eficiencia económica sino en distribuir recursos hacia grupos de interés favorecidos. Si la administración Obama en realidad estuviera preocupada acerca de la educación, por ejemplo, debería haber promovido cambios en las políticas que mejoran los resultados al tiempo que ahorran dinero, tales como las reducir las restricciones sobre quién puede convertirse en un profesor. El gobierno en cambio decidió echarle dinero a los sindicatos de profesores. Parte de la ley de estímulo vino en la forma de recortes de impuestos, pero estos eran simplemente recortes de una sola oportunidad, más tendientes a redistribuir que a mejorar la eficiencia económica. Aunque el hecho de que el Estado le devuelva dinero a los ciudadanos es algo bueno, derogar el impuesto sobre las ganancias corporativas habría mejorado los incentivos a largo plazo y creado las bases para el crecimiento económico en el futuro. De igual forma, el estímulo podría haber consistido en la reducción de los impuestos al trabajo, lo cual habría alentado más contrataciones.
Mirando al futuro
El presupuesto del presidente Obama es por lo menos honesto; constituye un intento—sin titubeos—de reestructurar la economía estadounidense y expandir el rol del Estado.
Las proyecciones presupuestarias del gobierno parecen ser extremadamente optimistas. En particular, el ingreso extra que está siendo proyectado al derogar los recortes de impuestos de Bush no enfatiza lo suficiente en la respuesta dinámica de la economía a una tasa tributaria más alta. Enfrentados con impuestos más altos, la gente trabajará menos o se retirará de la fuerza laboral. Por el lado del gasto, las nuevas iniciativas seguramente costarán muchas veces más de lo proyectado: esa es la ley de hierro del gasto público. Estas dos situaciones combinadas significan que si Obama implementa la mitad de lo que ha propuesto, veremos déficits de billones de dólares en los próximos años.
Lo sorprendente del presupuesto es que nada de lo anunciado parece que mejorará la eficiencia de la economía. Nada parece ir en la dirección de la libertad. Nada parece tener fe alguna en los mercados. Todo es acerca de recompensar a los grupos de intereses: los sindicatos, los ambientalistas, los maestros y el sector de atención médica.
Para resumirlo, esta crisis fue—en su nivel más fundamental—el resultado de políticas estatales, no un fracaso del mercado. En el mejor de los casos las políticas públicas adoptadas. La lección para los tomadores de decisiones es por lo tanto clara: es mejor hacer nada que empeorar las cosas. En economía, como en la medicina, el mandato es “primero, no haga daño”.