Entre la globalización y la autarquía: Una lectura crítica de Stiglitz
por Francisco Gil Díaz
Francisco Gil Díaz fue Ministro de Hacienda de México. Este ensayo fue presentado en la Conferencia magistral del Secretari
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Es para mí un honor participar en esta primera lección de la “Tribuna Juan de Oñate” y agradezco en todo lo que vale la invitación de la Fundación Carlos de Amberes y de su Presidente, don Félix Machín, a este foro privilegiado.
También agradezco la amable e inmerecida presentación que ha hecho mi amigo y colega Don Pedro Solbes, Vicepresidente y Ministro de Economía y Hacienda del gobierno español. Comparto con el Vicepresidente en estos momentos, cada cual en su país, la discusión siempre difícil de los presupuestos públicos para el próximo año, una tarea en la que los secretarios o ministros de Hacienda nos sometemos año con año a la tensión entre el acuerdo y el consenso en la mayor armonía posible con todas las fuerzas políticas, por una parte, y la firmeza siempre necesaria para mantener en orden y bajo control el gasto y la deuda públicas, por otra, y de esa forma garantizar las condiciones para un sólido crecimiento económico.
Por fortuna, no será ése hoy el asunto de mis comentarios, sino el fenómeno de la globalización y, especialmente, el papel que juegan en la economía mundial instituciones multilaterales como el Fondo Monetario Internacional.
La prosperidad en ascenso manifiesta durante los últimos años en la mayor parte del mundo está vinculada con aumentos en la productividad, única fuente posible de un crecimiento económico sostenido. Las mejoras en la productividad son resultado de la incorporación a las actividades productivas de procesos cada vez más eficientes; de la reestructuración que la creciente apertura internacional al comercio exterior induce hacia las actividades más productivas —esencialmente la asimilación que la apertura propicia de ventajas comparativas— del desarrollo continuo de la tecnología a partir de la investigación básica; de la investigación aplicada y de ambientes abiertos a la concurrencia.
Este fenómeno ha recibido el nombre de globalización, la que, no obstante la evidencia aplastante de sus ventajas, se cuestiona severamente por grupos que, o se niegan a reconocer sus efectos benéficos, o que advierten acerca de algunas de sus consecuencias negativas. También hay opositores cuya única motivación es defender sus intereses.
Entre los aspectos contenciosos que se han suscitado están la degradación del ambiente, la amplitud y profundidad de una pobreza que agobia a la población de numerosas regiones, el endeudamiento excesivo de algunos de los países menos desarrollados así como la competencia desigual que acarrean los subsidios agrícolas y las barreras a las importaciones agropecuarias por parte de los países desarrollados.
Varios de estos señalamientos deben ser atendidos, algunos con urgencia y vigor, pero pueden y deben resolverse sin descarrilar la diversidad de esfuerzos en marcha que aumentan la productividad de la economía mundial y que tanto han contribuido a mejorar el bienestar de numerosas poblaciones.
Las políticas comerciales, las demás relacionadas con el fomento a la competencia y con ella a mejorías en la productividad, han florecido en entornos en los que requerimientos financieros públicos prudentes fomentan la estabilidad. Para este último fin, el papel de una institución multilateral, el Fondo Monetario Internacional, juega un papel central. La razón es que la institución contribuye a disminuir perturbaciones financieras que tienen el potencial de crear reacciones negativas con encadenamientos internacionales a partir de algún default. El Fondo protege de riesgos sistémicos.
No obstante los progresos derivados de los acuerdos que emanan de la Organización Mundial de Comercio, de la presencia del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial y de las medidas en pro de una mayor competitividad instrumentadas por un número creciente de países, estas políticas y las instituciones que las favorecen se han convertido en blancos de los globalifóbicos y ahora de algunos terroristas.
Cuentan entre sus críticos acerbos a economistas que han logrado una gran notoriedad a partir de sus ataques. Entre ellos destaca Joseph E. Stiglitz con publicaciones que circulan profusamente entre quienes se regodean con sus comentarios negativos. Por ese motivo, por lo pertinente y trascendente que son la estabilidad y las reformas relacionadas con la apertura y con políticas pro competitivas, voy a utilizar como referencia un libro de este autor, titulado “El malestar en la Globalización”, para contrastar sus argumentos con los hechos y desmentir así nociones que en algunos lugares, en parte por falta de crítica, se están convirtiendo en dogmas de curso legal.
El libro de Stiglitz es una obra interesante escrita para el público en general, y como cualquier título para legos escrito por un académico en la materia, necesitado de un análisis que le sea útil al lector para asegurarse que no le dan gato por liebre.
A partir de la creación del Premio Nóbel de Economía ha habido de todo: algunos premios son indiscutibles, pero en otros casos cuesta trabajo discernir en dónde está el mérito científico del galardonado. La regla sin embargo es que en general el reconocimiento se ha dado a aportaciones importantes y originales al pensamiento económico. El Nóbel otorgado al profesor Stiglitz cabe sobradamente dentro de los indiscutibles. Sus aportaciones a la Teoría de la Determinación de los Precios Relativos (mal bautizada con el nombre de microeconomía) son un claro ejemplo de valor científico, además de elegante y trascendente. Pero el prestigio del Nóbel no es una patente de corso, no le confiere autoridad al recipiente del premio para opinar sobre cualquier campo de la economía, incursión peligrosa cuando el galardonado aborda temas que no corresponden a su especialidad.
La debilidad principal del libro comentado es la vehemencia que caracteriza a aquellos trabajos inspirados por algún agravio. En este caso el ímpetu proviene de haber sido Stiglitz la cabeza del Consejo Económico del Presidente Clinton y que éste, en lugar de tomar en cuenta los sabios consejos del profesor, sólo le haya hecho caso a sus dos secretarios del Tesoro (de Hacienda), Bob Rubin y Larry Summers, cuyo pecado fue, a los ojos de Stiglitz, además de conquistar la atención del Presidente, el haber apoyado los criterios y políticas del FMI.
Stiglitz respira por la herida en cada una de sus páginas, en las que por cierto poco o nada aborda el tema del título de su libro. Su trabajo no es sobre la globalización. Trata sólo al principio y eso de pasada sus supuestos malestares sin referirse a una sola de las investigaciones que se han realizado sobre el particular. Y si bien son escasas las referencias a la globalización, casi no hay página en que no aparezca mencionado el FMI. El hilo conductor del libro es una crítica sin piedad al FMI. Según Stiglitz, el fundamentalismo de mercado del Fondo ha contribuido a ahondar o crear las crisis de los países a los que se supone debe ayudar.
A estas alturas ya tendrán ustedes una idea clara del matiz de mis comentarios. Sin embargo también estoy obligado a hacer un reconocimiento. Stiglitz, aun fuera de su territorio intelectual, es un pensador profundo y provocativo, vale la pena leerlo y conocer sus argumentos. Además, se trata de una persona genuinamente preocupada por encontrar soluciones a la desigualdad y a la pobreza. Muchas de sus críticas a los programas de estabilización propugnados por el Fondo Monetario Internacional (FMI), el “leit motif” de su libro y la Némesis del autor, contienen lecciones y análisis de gran valor escritos con sencillez. Se trata de una obra que, bien espulgada, contiene lecciones ricas y valiosas para los practicantes de la economía y para el público en general. Conviene por eso aprovechar su valía, pero por tratarse de un trabajo apasionado que frecuentemente se desvía del rigor lógico o de la evidencia empírica, es menester desbrozar y descartar lo que sobra.
Stiglitz condena la globalización sin una sola cifra o cita de algún estudio empírico que analice sus consecuencias sobre el bienestar de las mayorías. ¿Será que esto es así porque los hechos no se compadecen de sus dichos? Las estadísticas sencillamente no lo sustentan. Para constatarlo basta con leer recopilaciones de estudios empíricos sobre la globalización como la que hace Guillermo de la Dehesa.
Para tratar tan expeditamente como Stiglitz lo relacionado con los estragos de la globalización, me limitaré a citar y comentar algunas de las escasas oraciones que le dedica al tema: “Incluso los políticos conservadores, como el presidente francés Jacques Chirac, han manifestado su preocupación porque la globalización no está mejorando la vida de quienes más necesitan de sus pretendidas ventajas. Es claro para casi todo el mundo que algo ha funcionado terriblemente mal…” “La creciente división entre los poseedores y los desposeídos ha dejado a una masa creciente en el tercer mundo sumida en la más abyecta pobreza y viviendo con menos de un dólar por día”.
Comentarios por el estilo continúan en estos breves párrafos sobre las supuestas consecuencias nefastas de la globalización. Dichos párrafos son por cierto los únicos que responden al título del libro. El resto está dedicado cariñosamente a los funcionarios del FMI.
Sin embargo, el fenómeno de la globalización ha sido ampliamente documentado y estudiado. Los resultados que recopila De la Dehesa se pueden resumir en lo siguiente: 1) Al mismo tiempo que se ha acelerado la globalización durante las últimas dos décadas, se ha dado una significativa reducción mundial de la pobreza absoluta. 2) No obstante el “enorme crecimiento de la población en los últimos 20 años, la reducción de la pobreza en términos relativos ha sido espectacular”. 3) Es interesante notar la diversidad geográfica de estos efectos: donde no se aprecian disminuciones en la pobreza absoluta y relativa es en África, y parcialmente, en Latinoamérica. En el primer continente prácticamente no ha habido reformas estructurales en su conjunto y en la segunda región las reformas han sido pocas, varias de ellas mal instrumentadas y en todo caso, incompletas, inconsistentes y con gran lentitud en su andar. 4) Por lo que hace a la desigualdad, la conclusión es que, gracias a la globalización, ha registrado una ligera disminución y que, en los países en los que ha aumentado, como en China e India, la mayor desigualdad se debe a que ha subido relativamente más el ingreso de las personas de mayor capacidad económica y no porque se haya empobrecido el resto de la población. 5) También aborda De la Dehesa la acusación relativa a la explotación de la fuerza trabajadora de los países emergentes. Sin duda que la inversión ha fluido hacia lugares en donde, además de otras condiciones, es competitivo el costo de la mano de obra. La pregunta pertinente no es sin embargo si se está aprovechando el bajo costo de la mano de obra, sino qué ha sucedido con el bienestar económico y los salarios de esos trabajadores. La evidencia empírica recopilada por De la Dehesa muestra que las empresas extranjeras “pagan salarios más elevados que los de las empresas nacionales y sus condiciones de trabajo son siempre mejores que las generales de los países donde se ubican, además de darles a sus empleados más formación y mejores condiciones de retiro”. 6) Sin embargo, no todo es color de rosa en el entorno del comercio internacional y de la globalización. Los gobiernos de los países desarrollados perjudican a los trabajadores más pobres del resto del mundo a través de barreras al comercio en productos agrícolas y de los subsidios a sus agricultores y de la reducción que ha tenido la ayuda oficial a los países más necesitados. Pero De la Dehesa hace ver que estas políticas de los países desarrollados no tienen que ver con la globalización, sino con la falta de la misma.
Esta última crítica a la política comercial de los países desarrollados la comparte Stiglitz, y es válida, pero no da para una condena de la apertura comercial en general ni justifica ni explica la pobreza extrema a la que las malas políticas públicas de los países no desarrollados han condenado a grandes porcentajes de su población.
Antes de entrar en la materia del libro y a propósito de la Némesis de Stiglitz, conviene plantear una pregunta que a mí me parece elemental. Si el Fondo es tan dañino, ¿por qué los países se someten a sus prescripciones?, o más aún, ¿por qué no simplemente lo abandonan? El mismo autor reconoce que estar fuera del Fondo no equivale a una maldición: Stiglitz argumenta que Malasia ignoró con éxito las recomendaciones del Fondo y que además gracias a eso evitó padecer las penurias que debieron soportar los países que acatan las condiciones del FMI. Polonia según Stiglitz también actuó con independencia y eso contribuyó según él a un desempeño económico superior al de Rusia, la que de acuerdo al autor fue asediada por los malos consejos del Fondo a los que se sujetó. Para Stiglitz China es otro caso de independencia y éxito.
Entonces, si hay casos exitosos de emancipación y la participación en el Fondo y en su caso la aceptación de sus programas resulta de la voluntad soberana de los Estados de pertenecer al mismo, ¿por qué los grandes estragos que se aduce se desprenden de los programas de estabilización, son responsabilidad de los dirigentes del Fondo y no de los países que los aceptan?
El trato de Stiglitz a los diversos países víctimas, según él de los errores de política económica del FMI, es el de un sabio condescendiente que amonesta a unos menores edad. Stiglitz cree fustigar al FMI, pero en realidad a quienes critica, o debiera hacerlo si reflexionara en donde descansa la verdadera responsabilidad, es a quienes aceptan las prescripciones del Fondo.
Apertura financiera: La tercera realidad desmiente a Stiglitz
Pero vale la pena entrar al corazón de los comentarios que hace Stiglitz a la apertura financiera, ya que según él se derivan diversos colapsos económicos de la imposición que hace el FMI de la libertad de movimiento de capitales. Estos colapsos no son, nos instruye el maestro Stiglitz, más que consecuencia de un fundamentalismo ciego que lleva al Fondo a exigir que se abra la cuenta de capital de la balanza de pagos. Aquí Stiglitz ignora olímpicamente importantes y contundentes excepciones a su afirmación. No toma en cuenta, entre otros, el programa alrededor de la crisis mexicana de 1982 que el Fondo apoyó en medio de un control cambiario con un mercado de cambios dual. No sólo eso, el Fondo aceptó que México cerrara la cuenta de mercancías, que inició 1983 con requisitos de permiso previo para la totalidad de las importaciones. No menciona Stiglitz que dicho hermetismo pudo haber contribuido al colapso y postración de la economía mexicana durante tantos años. Al contrario, de lo que no puede culpar al Fondo en este caso es de haber causado el largo estancamiento de la economía mexicana por haberse sujetado a un fundamentalismo que en este caso brilló, pero por su ausencia. ¿Pecó entonces el Fondo de falta de fundamentalismo?
Mientras transcurría uno de los tantos programas con el Fondo, se dio en México en 1985 una apertura comercial amplia y unilateral, no solicitada por el Fondo ni acordada con el mismo, fue súbita, no gradual, motivó el despegue de la modernización de la planta productiva mexicana y del crecimiento meteórico de sus exportaciones, más rápido incluso que el de los famosos Tigres Asiáticos. De este cambio abrupto de la política comercial, y de un conjunto de medidas que tampoco solicitó y menos impuso el FMI, tales como desregulación de mercados, disolución de diversos monopolios y privatizaciones, se desprendió un fuerte crecimiento de la productividad en la economía mexicana.
Otro pequeño detalle que Stiglitz omite es la razón por la cual se dieron varios fracasos relacionados con medidas de ajuste a crisis de balanza de pagos. Stiglitz los desmenuza uno por uno, pero curiosamente no le advierte al lector de un interesante común denominador: La existencia de un tipo de cambio fijo. Las dificultades en que cayeron los países que menciona son atribuidas a que hayan permitido el libre movimiento de capitales, sin advertir que fue el tipo de cambio fijo la causa de sus males y que ese solo hecho ha bastado para generar algunas de las crisis, incluso en casos sin libre movimiento de capitales.
Trataré más adelante porqué en ausencia de una Caja de Conversión, de a de veras como la de Hong Kong y no de a mentiritas como la de Argentina, un tipo de cambio fijo es una peligrosa bomba que incuba poco a poco crisis mayúsculas. Antes presento la lista de países que durante los últimos años padecieron alguna crisis importante precedida por el intento de sostener un tipo de cambio fijo. Casi todos por cierto lo abandonaron, y los que lo han hecho no han vuelto a tener crisis, aunque podrán volver a tenerlas, pero por otras causas, tales como acumulaciones insostenibles de deuda pública.
Con una evidencia tan arrolladora se vuelve obligado preguntar qué papel juega un tipo de cambio fijo en la gestación de una crisis en lugar de culpar a la apertura de la cuenta de capitales.
Un tipo de cambio fijo o, lo que es casi equivalente, una flotación con bandas, genera diversas patologías en el comportamiento de los mercados. Si el tipo de cambio permanece en el piso de su banda de flotación, se presentan dos incentivos. Primero, atrae grandes volúmenes de recursos, porque mientras los actores económicos conserven la expectativa de que el tipo de cambio seguirá adherido al piso, tienen la confianza de que cosecharán cuantiosos rendimientos, por lo menos en comparación con lo que obtienen en otros mercados. Segundo, la percepción de mayor rendimiento es transitoria o de corto plazo, porque los inversionistas saben que la disponibilidad de divisas dentro de un régimen cambiario con la promesa implícita de convertibilidad ilimitada, tiene un límite: las reservas internacionales.
La precariedad de las expectativas que genera un modelo así motiva a los inversionistas a invertir sus capitales a plazos cortos, frecuentemente de sólo 48 horas. Luego, cuando los capitales quieren salir debido a un cambio de percepción sobre el comportamiento de la economía o a perturbaciones políticas, es entonces cuando el tipo de cambio se adhiere al techo de su estrecha banda, donde sólo podrá sostenerse mientras el banco central disponga de divisas para defenderlo. A partir de tal momento se configura una clásica falacia de composición: Cada inversionista quiere fugarse y cree poderlo hacer, pero la suma de todas las cantidades que desean sacar del país pronto supera el valor de las reservas internacionales lo que provoca el derrumbe de la moneda. Cuando esto sucede ningún alza en las tasas de interés puede ofrecer una retribución comparable al rendimiento de corto plazo que ofrece una devaluación esperada, por pequeña que ésta sea.
Las bandas al tipo de cambio o un tipo de cambio fijo contienen por lo tanto estímulos contrapuestos a los movimientos de capital: O a grandes influjos que se invierten en activos de corta duración, o a que las divisas se fuguen a la mayor velocidad posible. Esta forma de atracción o de repulsión fatal a los flujos de capital en una economía abierta se ha dado dentro de un mundo con recursos financieros inmensos y crecientes que cruzan las fronteras a la velocidad de la luz. Es este conjunto de circunstancias el que se combinó para destruir los regímenes cambiarios con tipo de cambio fijo o con bandas. Los ejemplos abundan: El sistema monetario europeo en 1992, el peso mexicano en 1982 y otra vez en 1994, las monedas de varios países latinoamericanos, de países escandinavos, de Europa Oriental y del Sudeste Asiático, entre otras.
El fenómeno descrito fue replicado país por país. El colapso cambiario fue seguido de aumentos súbitos y considerables en las tasas de interés, a los que se sumó la necesidad de obtener elevadas cantidades en moneda local para hacer frente a las amortizaciones de pasivos en moneda extranjera. Así, de repente, los deudores amanecieron sin liquidez y algunos en estado de insolvencia. De la noche a la mañana los bancos, los locales y los extranjeros, se vieron impedidos de seguir prestando. Empresas y familias tuvieron que contraer drásticamente su gasto. Sobrevinieron quiebras empresariales y personales y recesiones económicas generalizadas.
Las tasas de interés, por cierto, no aumentan porque el Fondo lo exija. Si en un entorno como el descrito los gobiernos se obstinaran en mantener las tasas de interés artificialmente bajas, la caída en el ahorro financiero prolongaría y agudizaría el estancamiento y, paradójicamente, tarde o temprano, encarecería el crédito más allá de lo que hubiera sucedido de haber aceptado el país con realismo los mandatos de los actores económicos. Éstos reaccionan exigiendo mayores rendimientos cuando crecen las expectativas de inflación. Salvo contadas intervenciones oportunas de su Banco Central, México, con tasas de interés libremente determinadas por el mercado a partir de la crisis de 1995, es un buen ejemplo de aumentos automáticos de las tasas en respuesta únicamente a las expectativas de los actores económicos.
Además del éxito del programa mexicano, Stiglitz omite entre otros a Brasil, Turquía y Corea, países que sin duda se recuperaron de sus crisis con mucha mayor soltura gracias a los apoyos del Fondo. ¿Por qué limitarse a mencionar los que de acuerdo a él fueron fracasos?
Una clave desdeñada: El costo de oportunidad
En condiciones como las descritas los países pueden o no acudir a las instituciones financieras internacionales, pero la caída en el producto, en el empleo, en los salarios reales, la volatilidad de las variables financieras, todos estos fenómenos son resultado de desequilibrios que se acumulan antes de que se solicite el auxilio del Fondo. Para entender el significado del costo de ajustar la economía a la nueva circunstancia, el que tanto desvela a Stiglitz, la pregunta pertinente consiste en saber qué ocurriría si el país no solicita apoyo internacional.
Si el país no enfrenta vencimientos de pagos al exterior, sean del sector público o del privado, tampoco necesita de apoyo alguno, pero de tener que cubrir pagos cuantiosos en divisas sin un puente de liquidez externa, el tipo de cambio se puede depreciar vertiginosamente, mucho más de lo que se requeriría para enfrentar la crisis de contar con liquidez en moneda extranjera. La explicación de esta mayor depreciación es que el país tendrá que generar divisas a partir de un superávit en su balanza de mercancías de un tamaño tal que aporte la moneda extranjera necesaria para pagar los vencimientos de deuda externa. Un ajuste así puede alcanzar varios puntos porcentuales del producto equivalentes en magnitud a aumentos en el ahorro interno que normalmente toma décadas alcanzar.
No sólo debe aumentar el ahorro, además se le plantean a la economía reasignaciones drásticas de la producción para sustituir importaciones y para exportar en un plazo sumamente corto. Semejante esfuerzo de ahorro y de reestructura productiva se traduce en caídas fuertes y súbitas del consumo y de la inversión. El ajuste se vuelve inevitable, pero las disminuciones del producto y del empleo pueden mitigarse si se obtiene una línea de crédito que financie el faltante temporal de liquidez y que transmita credibilidad a quienes pueden financiar los vencimientos de deuda. Un puente financiero de esta naturaleza se obtiene cuando el país toma medidas tendientes a convertir la crisis en un fenómeno transitorio y así mantener o recuperar la percepción de que se trata de una economía solvente y líquida desde el punto de vista financiero.
También se puede intentar sortear la crisis cerrando la economía a los pagos internacionales y decretando un control de cambios. El hecho de que la mayoría de los gobiernos intenten a toda costa evitar una “solución” de esta naturaleza y prefieran las odiosas condiciones de la ayuda externa nos dice algo acerca del costo de la autarquía financiera. Malasia, como afirma Stiglitz, salió adelante sin programa con el Fondo. ¿Quiere eso decir que todo el que lo intente puede lograr un resultado igual? No lo creo, pero de ser así, vuelvo a mi comentario del principio: El Fondo no puede obligar a nadie a aceptar sus programas y por errados que sean, los que los toman los prefieren a la alternativa que suele ser más larga y dolorosa.
Si el costo de no contar con un crédito puente, aun cuando se le condiciona, es varias veces mayor que el de aceptar las condiciones de un apoyo temporal, entonces el programa con el Fondo no impone penuria alguna, los problemas se los inflingió el país a sí mismo; el programa evita que tales problemas se conviertan en una espiral con enormes perjuicios económicos y descalabros políticos.
Para entender el papel de una institución como el Fondo que presta auxilio cuando se presenta un problema de suma gravedad, no debemos nunca olvidar que la medición de costos es engañosa y que el verdadero costo de una decisión es su costo alternativo o costo de oportunidad. Lo que hay que considerar ante cualquier decisión, no es cuál es la erogación o su costo directo, sino cuánto se pierde de no tomarla. Si el segundo costo, el de la alternativa desechada, es mayor, la primera alternativa no fue costosa. Siempre aceptaremos gustosos un bypass cuádruple en las coronarias frente a la alternativa, un infarto masivo al miocardio.
Otra piedra en el camino de Stiglitz: Rusia
Conviene ahora entrar al análisis de algunos episodios que Stiglitz utiliza selectivamente para según él ejemplificar el fracaso del fundamentalismo de mercado del Fondo. Uno entre tantos, objeto de una presentación sesgada o ignorante, es el que se refiere a la experiencia rusa. Según Stiglitz Rusia sigue al pie de la letra recomendaciones del Fondo consistentes en liberalizar todos los precios y privatizar todas sus actividades económicas. De acuerdo a su narración, la velocidad y el descuido de las autoridades rusas al privatizar —por no establecer las instituciones que deben acompañar al funcionamiento de una economía de mercado— dieron lugar a una gran concentración de la propiedad y a un funcionamiento caótico, a veces gangsteril, de la economía. Las reformas inspiradas en teología económica y no en consideraciones prácticas, entre éstas trabajar con gradualismo y a partir de un conocimiento de la realidad rusa, se tradujeron en un colapso de la producción y en fuertes incrementos del nivel general de precios.
Hay bastante de cierto en las afirmaciones de Stiglitz, pero para endosarle el problema al Fondo deja fuera una buena parte de la explicación del mal desempeño de la economía rusa. No toma en cuenta por ejemplo que al desaparecer el análogo soviético a nuestro Tratado de Libre Comercio de América del Norte, el COMECON, instrumento que Rusia utilizaba para ordeñar a sus satélites, el país dejó de percibir rentas importantes y además se descoyuntó súbitamente el funcionamiento de una economía dependiente de vínculos comerciales que se habían consolidado a lo largo de varias décadas.
Tampoco menciona que además del Fondo, del Banco Mundial y de otros organismos internacionales, el gobierno ruso padeció el atosigamiento de un enjambre de asesores económicos occidentales. ¿Quién decía qué y quién verdaderamente influía en las decisiones del gobierno ruso, si es que le hacían caso a alguien? Eso habrá que preguntárselo a los jerarcas rusos de la época, pero apuesto a que no van a confirmar la hipótesis de que sólo estaban esperando que los economistas del Fondo les hablaran al oído. Otro pequeño detalle que se le escapó a Stiglitz es que con o sin consejos, es falso que Rusia haya adoptado una economía de mercado. Un análisis devastador de las reglas imperantes en la nueva Rusia1 de William W. Lewis revela varias de las agudas distorsiones que se introdujeron a una economía que aun con precios libres, empresas en manos privadas y apertura al comercio exterior, no adquirió realmente una economía de mercado. Presento algunas de las observaciones de mayor relieve de Lewis: a) El gobierno le ordenaba a los bancos prestarle sumas gigantescas de dinero a empresas con problemas. No se recompensaba a empresas productivas o siquiera con utilidades y se alimentó una hiperinflación creando crédito. ¿Creerá de veras Stiglitz que semejante conducta calza con recomendaciones del Fondo? (p. 168 en Lewis). b) Los gobiernos locales aprovechan su control del suministro de gas y electricidad para forzar a un gran número de fundiciones de acero pequeñas, ineficientes y altamente contaminantes a seguir produciendo. Los productores de acero, al no poderlo vender en el mercado, se lo entregan en pago (altamente sobrevaluado) a los proveedores de gas y electricidad que a su vez se lo pasan a las compañías nacionales de gas y electricidad. El gobierno acabó acumulando a un costo exorbitante grandes cantidades de acero, lo que contribuyó a su incapacidad para enfrentar los vencimientos de su deuda en 1998, y precipitó la crisis financiera (pags. 172,173). c) El gobierno ruso ha mantenido artificialmente bajo el precio interno del petróleo a través de controles sobre las exportaciones, (el gobierno controla las exportaciones porque es dueño y monopolista de la tubería que se usa para exportar el petróleo, además controla todas las importaciones de equipo y de servicios petroleros), de ahí la incapacidad de la industria petrolera rusa para modernizarse y para elevar una productividad notablemente inferior a la de las compañías petroleras internacionales. (p. 177).
Lewis aporta más observaciones sobre los impedimentos al buen funcionamiento de una economía de mercado en Rusia que, como el resto de su profundo análisis de economías comparadas a partir de estudios de productividad por industria, es lectura obligada y fascinante para quienes estén interesados en las sutilezas y la complejidad del crecimiento económico.
China y el libro que Stiglitz elogió sin leerlo
Los hechos tampoco perturban a Stiglitz cuando comenta los cambios en la economía China. El autor nos dice a propósito de la transformación de la agricultura en ese país: “fue un logro enorme, que involucró a cientos de millones de trabajadores y fue alcanzado en pocos años; y de un modo tal que generó un amplio respaldo: era ensayado en una provincia, con éxito, y después en otras, también con éxito. La evidencia era tan abrumadora que el gobierno no tenía que hacer nada para forzar el cambio, que era voluntariamente aceptado” (p. 231).
Cualquiera pensaría que el gobierno Chino diseñó un plan para luego ejecutarlo. ¿Por qué Stiglitz no informa al lector que el fenómeno chino sucedió exactamente al revés de cómo lo describe, que la población se salió del huacal, que fue algo que surgió espontáneamente y que al principio los burócratas lo trataron de extinguir? ¿Por qué no se refiere al milagro que fue que el Primer Ministro chino resultase no ser un comunista dogmático, que al darse cuenta de las maravillas que estaba produciendo un experimento liberador organizado por campesinos rebeldes lo dejó ser? ¿Por qué no aclara que fue el gobierno el que aceptó el cambio que indujo la población?
Cito, para contrastar la versión de Stiglitz, el relato detallado que hace John McMillan2 sobre esta experiencia (en mi traducción): “Un comienzo minúsculo detonó esta extensa reforma: Una reunión clandestina de familias en un pequeño pueblo rural. En 1978 los campesinos del pueblito Xiogang de la provincia china Anhui estaban en un estado de desesperación. La comuna en que trabajaban colectivamente no funcionaba. Conocida como el granero de China, Anhui contiene tierra de la mayor fertilidad en China, pero las 20 familias de Xiogang no producían suficiente arroz para alimentarse. Se habían reducido a depender en parte de mendigar en otras regiones. Cuando el clima no les favorecía pasaban hambrunas. Temerosos de que los arrestaran, los pobladores se reunieron secretamente y se pusieron de acuerdo para dividirse entre ellos la tierra comunal. Tomaron tres determinaciones. Primero, como estaban yendo en contra de la política del gobierno, la asignación individual de tierra la mantendrían en secreto, no la divulgarían a nadie fuera de la comuna. Segundo, al gobierno le seguirían entregando la misma cantidad de arroz que éste había estipulado. Tercero, si a cualquiera lo encarcelaban, los demás criarían a sus hijos hasta que alcanzaran la edad de 18 años. Sellaron el pacto con sus huellas digitales. Se sucedió un rápido vuelco. Los agricultores de Xiaogang se volvieron súbitamente más productivos. 'El hoy es distinto del ayer', dijo uno. 'Trabajamos cada cual para uno mismo'. Trabajando sus propias parcelas podían ver una liga directa entre su esfuerzo y la recompensa. Cualquier cantidad que produjeran en exceso de lo que le tenían que entregar al Estado se la podían quedar o vender. En un año se duplicó la superficie plantada con arroz y empezaron a producir un excedente. A pesar de su juramento, se empezó a divulgar lo que estaba sucediendo. Nadie entendía la ineficiencia de la agricultura comunal mejor que los mismos campesinos. A lo largo de toda China, los campesinos estaban listos para el cambio. Con rompimientos rebeldes del régimen comunal en otros poblados, el cambio proliferó rápidamente. En las palabras de un campesino, el cambio se extendió como 'epidemia de pollo. Cuando un poblado lo adquiere, toda la región acaba infectada'.
Este cambio desde abajo fue resistido por los de arriba. Previendo que perderían poder, los burócratas locales castigaron a Xiaogang cortándole el suministro de semillas, fertilizante y pesticidas. Pero los pobladores estaban de suerte: Su levantamiento coincidió con una nueva actitud de Pekín. Habiendo fallecido Mao, la nueva clase política pensó que se le presentaba una oportunidad para explotar los cambios en la agricultura como parte de su empuje para expulsar a los maoístas. Funcionarios provinciales visitaron el poblado y bendijeron el cambio. Después un funcionario de alto nivel de Pekín viajó visitando varios poblados para estudiar los efectos de la agricultura individual. Su informe sobre la mejora en la producción y en el nivel de vida de las familias campesinas tuvo una gran influencia cuando circuló entre los líderes nacionales. En la Conferencia del partido comunista de 1982 el líder principal, Deng Xiaoping, endosó las reformas. En 1983 el gobierno central declaró que la agricultura individual era compatible con una economía socialista y por lo tanto permitida. Para 1984, apenas seis años después de iniciado el movimiento por Xiaogang, habían desaparecido las comunas”. (Págs. 94 y 95).
Como que no se parecen las dos versiones, ¿verdad? Según Stiglitz el cambio revolucionario en la economía china se dio desde arriba, la realidad fue otra: se produjo desde abajo y, lo que es también de enorme interés, la mayor prosperidad rural alimentó la proliferación de pequeñas unidades de producción para proveer de bienes y servicios a los campesinos que ahora gozaban de mayor prosperidad. Así nació el nuevo modelo económico de libre mercado y privatizaciones crecientes de la economía china. El gradualismo que con justicia alaba Stiglitz no fue producto de un gran designio, fue resultado del cambio que las masas arrancaron al sistema en su afán de escapar de una pobreza desesperante.
Reproduje tantas citas del libro de McMillan por dos razones. Primero, porque proporcionan un ejemplo elocuente del potencial que se desata cuando se permite florecer la iniciativa individual. Segundo, porque, como éste, podría ofrecer muchísimos otros contrapuntos a las afirmaciones de Stiglitz, varios por capítulo, pero para desmentirlo basta un botón, o dos. Por cierto el libro de McMillan tiene en su portada una sola cita y quien la proporciona es nada menos que el mismísimo Stiglitz en la que nos informa: “No podría haber una mejor guía para entender la visión moderna de los mercados que el libro nuevo de John McMillan”. ¿Lo habrá leído?
Las piruetas imaginarias del cadáver de Lord Keynes
En otra de sus tergiversaciones el profesor Stiglitz nos informa que: “Hoy el FMI típicamente aporta dinero sólo si los países emprenden políticas como recortar los déficits (sic) y aumentar los impuestos y los tipos de interés, lo que contrae la economía. Keynes se revolvería en su tumba si supiera lo que ha sucedido con su criatura”. No hace falta que Keynes dé volteretas bajo tierra, no se necesita saber mucho de cómo se gestó la creación del Fondo para conocer que las ideas que prevalecieron en lo fundamental provienen de Harry Dexter White —el representante de los Estados Unidos en Breton Woods durante la creación del Fondo— y no de Keynes. Este último aportó ideas valiosas pero eso no lo convierte, ni remotamente, en padre de la “criatura”.
El plan Keynes consistía en una cámara de compensación de pagos mundial con la posibilidad de crear medios de pago, la unidad se llamaría bancor con una capacidad de giro para cada país relacionada con el tamaño de su comercio exterior. Sobregiros importantes estarían cubiertos mediante créditos del Tesoro de los EE.UU. La alternativa White, la que triunfó en parte gracias a la hegemonía post guerra de Estados Unidos y en parte por ser la fórmula más responsable, consistió en la creación de un fondo constituido a través de aportaciones de cada país miembro sobre el que se podría girar ocasionalmente para cubrir faltantes de la balanza de pagos. Tanto el plan Keynes como el White preveían un mundo sin controles a los componentes de la balanza de pagos. De manera que tampoco tendría motivos Keynes para revolcarse en su tumba cuando el Fondo procede de acuerdo al mandato de apertura al que el mismo Keynes contribuyó.
Curiosamente, aunque Stiglitz le da un tinte ideológico a su rabia anti Fondo, haciéndonos creer que su oposición le da un ropaje de centro izquierda, el verdadero enfoque adverso al Fondo, mucho más contrario porque más allá de cuestionar sus políticas cuestiona su existencia misma, es el de economistas ortodoxos que preferirían que el Fondo desapareciera y que en su lugar reapareciera el patrón oro3.
Para terminar, una perla más del libro de Stiglitz
La aparente ignorancia histórica del profesor también está acompañada de una profunda inocencia, ¿o será que tiene poco aprecio por la inteligencia de los lectores? Cito: “supongamos que una empresa en un país subdesarrollado acepta un crédito a corto plazo de un banco norteamericano por cien millones de dólares a un interés del 18 por ciento. Una política prudente por parte del país requeriría aumentar las reservas en cien millones. Las reservas generalmente se tienen en Letras del Tesoro de EE.UU., que pagan un 4 por ciento. La verdad es que el país simultáneamente pide prestado a EE.UU. a un 18 por ciento, y le presta a EE.UU. a un 4 por ciento”. Veamos profesor: Ni los países ni las empresas necesitan disponer de liquidez, por prudentes que sean, en cantidades equivalentes al cien por ciento de sus obligaciones. Además, las divisas para pagar las deudas de las empresas tendrán que salir del mercado de moneda extranjera, y pueden provenir de las que entregan los exportadores y de quienes prestan servicios al exterior, o de la contratación de nuevos créditos por parte por ejemplo de la misma empresa a la que alude el profesor, o de otras empresas. Además, el monto de reservas prudente dependerá del régimen cambiario. Deberá ser muy alto, mucho mayor por cierto a las obligaciones en moneda extranjera del país, si se tiene una caja de conversión y, en el otro extremo, con tipo de cambio libre, los requerimientos de reservas serán mucho menores.
El libro tiene muchas otras perlas pero ni el espacio de esta charla ni la paciencia de la audiencia permiten que las aborde exhaustivamente. No quiero terminar sin advertir que, no obstante el sabor crítico de mis comentarios, (justificado porque la superficialidad y falacias del autor son tan peligrosas que es importante desenmascararlo), el libro tiene un buen número de lecciones y sugerencias valiosas de política económica, pero para extraerlas hay que poder discriminar entre lo verdadero y lo falso, entre la investigación rigurosa y la propaganda, en otras palabras, hay que separar la paja del trigo, para desechar la primera.
Este ensayo fue publicado originalmente en la revista Expansión (México).
Referencias
1 William W. Lewis, The Power of Productivity: Wealth, Poverty, and the Threat to Global Stability. (Chicago: University of Chicago Press, 2004).
2 John McMillan, Reinventing the Bazaar: The Natural History of Markets (New York/London: W.W. Norton and Company, 2002).
3 Varias de las posturas en este sentido se pueden consultar en: Lawrence J. Maquillan y Meter C. Montgomery (comps.), The Internacional Monetary Fund: Financial Medic to the World? (Stanford, California: Hoover Institution Press, 1999).