La inutilidad de la guerra internacional contra las drogas
por Ian Vásquez
El gobierno de Clinton ha solicitado una cifra record de $15.200 millones de dólares para programas anti-drogas dura
Por Ian Vásquez
El gobierno de Clinton ha solicitado una cifra record de $15.200 millones de dólares para programas anti-drogas durante el año fiscal de 1997. De esa cantidad, $1.800 millones se utilizarán para prevenir el tráfico de drogas ilícitas a los Estados Unidos. A pesar que Washington se haya gastado más de $20.000 millones de dólares desde 1982 para combatir la guerra internacional contra las drogas, la cocaína, la heroína, y otras sustancias ilícitas continuan atravesando la frontera de los Estados Unidos sin dificultad alguna a unos niveles que la política federal anti-narcóticos no ha podido cambiar.
Hay poca razón para creer que la campaña en contra de la oferta de las drogas, que ha fracasado bajo cualquier medida, tendrá ni siquiera el más mínimo éxito. Además, la guerra contra las drogas ha sido destructiva económica y socialmente en muchos de los países de origen de las drogas y está poniendo en peligro la estabilidad de las democracias frágiles alrededor del mundo donde los narcóticos ilícitos se producen. Es hora de aceptar que el abuso de drogas en los Estados Unidos es un problema doméstico y de tomar las siguientes medidas:
--Terminar la fase internacional de la guerra contra las drogas. Cambiar el énfasis entre los distintos componentes de la campaña en el extranjero no va a funcionar.
--Terminar la práctica de certificar oficialmente a los países de origen de las drogas y revocar toda aquella legislación que obligue al gobierno de los E.E.U.U. a sancionar a otras naciones por no cumplir con destructivas medidas anti-narcóticos.
--Permitir que las exportaciones, especialmente de productos agrícolas, de países de origen de las de drogas entren en los Estados Unidos libres de impuestos. Eso motivará a los agricultores a cultivar exportaciones legales como alternativa al cultivo de cosechas ilícitas.
La mezcla de estrategias defectuosas
La campaña internacional anti-narcóticos de Washington se compone de tres elementos: interdicción de las rutas de contrabando de drogas, erradicación de los cultivos ilícitos, y substitución de los cultivos de drogas por alternativas agrícolas legales. Se ha concentrado en eliminar la coca y la cocaína, que se producen en los países andinos, y el opio y la heroína, que se producen en su mayoría en el sureste de Asia.
Cada aspecto de la estrategia de la oferta ha generado resultados poco impresionantes. Las autoridades norteamericanas, por ejemplo, incautan solamente del cinco al quince por ciento de las importaciones de drogas. Los contrabandistas, con su habilidad para adoptar rapidamente nuevas rutas y métodos de contrabando como respuesta a las últimas iniciativas de supervisión, son capaces de frustrar los esfuerzos de interdicción. Un estudio de la RAND Corporation demuestra convincentemente que gastar más dinero en patrullas de guardacostas o en radares no va a desalentar el contrabando de drogas o el consumo de drogas en los Estados Unidos. Dado que los costos de contrabando sólo forman el diez por ciento del valor final de la cocaína, doblar la tasa de incautaciones tendría un efecto insignificante en el precio de la cocaína en los Estados Unidos. Las perdidas debidas a la interdicción simplemente no aumentan los costos de negocio de los contrabandistas. Al reconocer tales dificultades, el gobierno de Clinton ha decidido concentrarse menos en ese aspecto de la estrategia de control de narcóticos.
El gobierno de los Estados Unidos ha presionado a los gobiernos de los paises de origen de las drogas para que erradiquen los cultivos de drogas en sus países, quemando los campos de los campesinos y cortando las plantas de las drogas. Esas medidas han tenido poco efecto. Por ejemplo, mientras que el Informe Anual sobre la Estrategia Internacional para el Control de Narcóticos del Departamento de Estado de los E.E.U.U. indica que el área plantada de coca disminuyó de 211.700 hectáreas en 1992 a 195.500 hectáreas en 1993, ese bajón se debió en su mayor parte a un hongo natural que había atacado a la hoja de la coca en el Perú; en el Perú practicamente no había habido una erradicación por varios años. En el resto de la región andina, la cantidad de tierra dedicada al cultivo de la coca ha aumentado o se ha mantenido al mismo nivel a pesar de los esfuerzos de erradicación. En 1995, el cultivo de la coca había aumentado a 214.800 hectáreas.
De mayor importancia son las cifras que indican la producción del cultivo de drogas. De 1988 a 1995, la producción de la hoja de la coca aumentó de 293.700 toneladas métricas a 309.400 toneladas. En 1992, esa cantidad bajó a 265.000 toneladas métricas; pero, una vez más, el bajón fue causado por un hongo en Perú y no por los esfuerzos oficiales para controlar las drogas. Así mismo, la producción mundial de opio continua creciendo, yendo de 2.590 toneladas métricas en 1988 a 4.157 en 1995. En breve, los esfuerzos de erradicación y de interdicción han resultado ser una mera molestia para el negocio mundial de narcoticos ilícitos, un negocio de más de $300.000 millones de dólares.
Los resultados exiguos de esos programas, y las grandes ganancias derivadas del cultivo de la coca en comparación con los cultivos legales ha llevado al gobierno de Clinton a enfatizar los programas de substitución de cosechas. Los líderes de algunas naciones de origen de las drogas también prefieren insistir en los proyectos alternativos de desarrollo como una manera más humanitaria de combatir la guerra contra las drogas. En noviembre de 1994, por ejemplo, el Presidente de Bolivia Gonzalo Sánchez de Lozada pidió un mínimo de $2.000 millones de dólares en ayuda externa para proveer a los agricultores de coca formas legales de empleo.
Bajo tal plan, los Estados Unidos subsidiarían el cultivo de tales plantas como trigo, plátanos, y cacao, como una manera de ofrecer a los agricultores campesinos un incentivo económico para cultivar alternativas legales. La ayuda americana también se utilizaría para construir carreteras y otras obras de infraestructura que sirvan para desarrollar el mercado agrícola legal.
Alentar de esa manera a los agricultores para que cambien sus cultivos ha sido inefectivo a pesar de los esfuerzos de los Estados Unidos en numerosos países durante más de 20 años. Existen muchas razones por las que esto es así. El cultivo de drogas se realiza a menudo en áreas y bajo condiciones en las que los cultivos legales no se pueden cultivar facilmente. Cambiar de cultivos tampoco es factible económicamente. Los campesinos pueden ganar hasta diez veces más cultivando la coca, por ejemplo, que cultivando plantas legales. Además, los cultivadores de coca aceptan a menudo los fondos de substitución de cultivos y simplemente cultivan la coca en otras partes. En esos casos, la ayuda externa de los Estados Unidos tiene el efecto perverso de subsidiar la producción de drogas. Las mejoras en la infraestructura financiadas por los Estados Unidos también ayudan inadvertidamente a los contrabandistas de drogas, que utilizan las carreteras nuevas y reparadas para desarrollar su comercio.
Sin embargo, el defecto fundamental de los esfuerzos de sustitución de cosechas es que asumen que el precio de las plantas de drogas es relativamente estático. Dada que la producción de cultivos ilegales representa un porcentaje pequeño del precio final de la droga (p.e., la producción de la hoja de coca monta a menos del uno por ciento del precio final de la cocaína), los contrabandistas siempre van a ser capaces de pagar a los agricultores precios más altos que los precios pagados por las alternativas legales subsidiadas. De hecho, el tráfico ilícito de drogas siempre podrá hacer una oferta superior a los precios legales previstos en los programas de sustitución.
Obtener la "cooperación" en la guerra contra las drogas
El historial de fracaso repetido no ha desanimado a los guerreros anti-droga americanos. Los líderes de las naciones de origen de las drogas, por su parte, se han percatado correctamente que mientras las drogas sean ilegales en los Estados Unidos, lo que crea un potencial enorme de ganancias, y la demanda americana por esas drogas continue, la tarea de eliminar la producción y el contrabando de drogas es virtualmente imposible. Además, muchos de esos líderes se han mostrado poco dispuestos a convertir sus paises en sangrientos campos de batalla por lo que ellos consideran que es una guerra primariamente estadounidense. La ley anti-narcóticos de los Estados Unidos, no obstante, no les ofrece a estos gobiernos otra alternativa.
A traves de una serie de sanciones comerciales, de ayuda externa, y de recompensas, Washington es capaz de "convencer" a los gobiernos extranjeros de que adopten las medidas estadounidenses de control anti-drogas. Las Actas de Abuso Anti-Drogas de 1986 y 1988, enmendadas por el Acta de Control Internacional de Narcóticos de 1992, hacen que el acceso al mercado americano y la distribución de la ayuda externa dependan en la participación por parte de los paises de origen de las drogas en los programas de control de drogas.
Bajo estas leyes, el Presidente de los Estados Unidos ha de determinar si un país de origen de las drogas ha cooperado en la campaña de control de la oferta. Aquellos paises que no sean certificados por el presidente, o aquellos cuya certificación no sea aprobada por el Congreso, afrontan sanciones obligatorias. Estas sanciones incluyen la suspensión de al menos 50 por ciento de la ayuda externa norteamericana y de algunos beneficios comerciales. Otras sanciones discrecionarias que el presidente también puede imponer incluyen la suspensión del tratamiento comercial favorecido, el aumento de las tarifas en hasta un 50 por ciento, y la imposición de límites en el tráfico aéreo entre los Estados Unidos y un país no certificado.
El efecto de dicha legislación es, por supuesto, obtener la "cooperación" en la guerra contra las drogas. Los paises latinoamericanos en particular no pueden permitirse el lujo de perder el acceso al vasto mercado estadounidense. Esa presión tan grande pone a las autoridades gubernamentales de los paises de origen en la difícil situación de tratar de satisfacer demandas domésticas y norteamericanas que a menudo se contradicen. Por lo tanto, las disputas entre los Estados Unidos y los gobiernos extranjeros sobre la extradición o sobre las políticas de implementación han sido comunes y han amargado en especial las relaciones de los Estados Unidos con Colombia, con Perú, con Bolivia, y, en cierta medida, con México.
El impacto en otras sociedades
La guerra internacional contra las drogas no ha reducido la oferta de drogas en los Estados Unidos, pero ha causado severos problemas en muchas naciones de origen. En América Latina, la campaña de erradicación ha creado una hostilidad hacia los fragiles gobiernos democráticos, y los esfuerzos más directos de atacar el contrabando de drogas han esparcido la corrupción, incrementado la violencia, y fortalecido a los militares de la región.
Es comprensible por lo tanto que los líderes de América Latina hayan estado poco dispuestos a participar en los programas anti-drogas de Washington. No obstante, los oficiales estadounidenses no admiten que los problemas asociados con el tráfico de narcóticos en realidad son el resultado de la cruzada contra las drogas dirigida por los Estados Unidos. Por ejemplo, en una declaración condescendiente ante el Cómite de Relaciones Exteriores de la Casa de Representantes en Junio de 1994, el Subsecretario de Estado para el Control Internacional de Narcóticos, Robert S. Gelbard, afirmó que "gracias a nuestro liderazgo, los gobiernos se están dando cuenta cada vez más de la amenaza política, económica y social que el contrabando de drogas supone para sus sociedades."
De hecho, hay grandes razones para creer que el tráfico de drogas de por sí no supone una amenaza tan grande para otras sociedades como lo es la política de drogas prohibicionista. El tráfico de drogas en Colombia, por ejemplo, fue un negocio lucrativo durante años que sólo empezó a contribuir a los altos niveles de corrupción y de violencia cuando el gobierno comenzó a librar una campaña contra la marihuana en los años 70 y contra la cocaína en los años 80. Por otra parte, gran parte de la ayuda americana para el control de narcóticos ha financiado a militares con historiales de derechos humanos dismales y que a menudo se han visto involucrados en el contrabando de drogas. Washington simplemente redujo tal ayuda para los militares después que el Presidente peruano Alberto Fujimori aboliese la constitución y disolviese el congreso en un autogolpe de estado apoyado por los militares en 1992.
La abrogación de Fujimori del estado constitucional se realizó en gran parte con la intención de combatir la corrupción policial y judicial generalizada y a los grupos radicales de izquierda como el Sendero Luminoso. La guerra contra las drogas orquestrada por los Estados Unidos había fomentado esos problemas. Los programas de erradicación, por ejemplo, causaron un amplio resentimiento entre la población campesina cuyo sustento depende del cultivo de la coca. Ese resentimiento aumentó las filas del Sendero Luminoso que proporcionaba a los cocaleros protección contra el Estado peruano. Los esfuerzos para reducir la oferta también incitaron un matrimonio de conveniencia entre los guerrilleros, que necesitaban financiación, y los contrabandistas de narcóticos, quienes encontraron la protección de sus cosechas esencial. Así, el Sendero Luminoso fue capaz de controlar vastas regiones del Perú, ganando más de 100 millones de dólares al año por medio del comercio de narcóticos. La historia es más o menos la misma en Colombia donde un número de organizaciones guerrilleras obtiene la mayoría de sus ingresos gracias al tráfico de drogas. Desafortunadamente, las guerras contra las drogas en el Perú y en Colombia han ayudado a los movimientos insurgentes, los responsables de causar destrucciones valoradas en decenas de miles de millones de dólares y de cientos de miles de muertes civiles.
Tras haberse negado a erradicar el cultivo de coca durante años y tras haber decapitado al Sendero Luminoso, el gobierno peruano ha sido capaz de pacificar el país. Pero el contrabando de drogas continua y las fuerzas armadas peruanas están más involucradas que nunca en el mismo. Eso no es sorprendente ya que el personal militar--pobremente remunerado--siempre se corromperá facilmente por el negocio de narcóticos-- desproporcionadamente lucrativo--por lo menos mientras la prohibición en los paises de consumo continue creando una prima inmensa de mercado negro.
El gobierno de Clinton, no obstante, descontento con el compromiso del gobierno peruano con la guerra contra las drogas, no le concedió certificación plena en 1994. Si bien es cierto que la administración resistió la decertificación de Perú, ésta misma recomendó encarecidamente al gobierno peruano que comenzase a erradicar el cultivo de la coca. Desde entonces Perú ha emprendido un programa de erradicación y se le ha concedido la certificación, pero tales demandas han amargado las relaciones de los Estados Unidos con Perú y con otros paises de origen de las drogas que consideran ciertas medidas de control de narcóticos contraproducentes.
Pero Washington no tolera ninguna crítica de su cruzada internacional, y mucho menos permite que se discutan alternativas como la legalización. Cuando Gustavo de Greiff, antiguo Fiscal General de Colombia, sugerió a primeros de 1994 que por lo menos la legalización se debería considerar, tuvo que afrontar una condena intensa por parte de los oficiales estadounidenses, quienes practicamente deshonraron su caracter. Poco importó que los oficiales estadounidenses habían respetado a de Greiff durante un largo tiempo; su declaración pública provocó las acusaciones sin evidencia sobre su honestidad y su integridad como un agente de la ley.
Las autoridades norteamericanas, mientras tanto, muestran poco interés en analizar los efectos probables de la legalización de las drogas o de políticas de drogas diferentes a las de Washington. El Senador John Kerry (D.-Mass.), por aquel entonces presidente del subcomité de relaciones exteriores sobre el terrorismo y los narcóticos, proclamó que "las acciones y las declaraciones recientes [de De Greiff] ... amenazan con provocar la capitulación de su país ante el cartel de Cali." La opinión de De Greiff sobre la situación fue probablemente más acertada: "La legalización es lo peor que les puede pasar a los traficantes."
En realidad, cada vez que la inutilidad de las políticas prohibicionistas es señalada, los guerreros de las drogas identifican éxitos triviales como los aumentos en las incautaciones de heroína o la supresión del tráfico en cierta región como evidencia de "ganacias importantes." Pero esos éxitos son invariablemente temporales y no hacen nada para prevenir que la industria del narcotráfico, una industria de miles de millones de dolares, se adapte rapidamente a unas condiciones cambiadas.
Las medidas de Washington han contribuido en gran medida a esparcir el comercio de narcóticos a áreas y paises que de lo contrario habrían permanecido desafectadas por el mismo. Los esfuerzos por reducir la oferta han llevado a los traficantes a extender sus operaciones a Brasil, Venezuela, Chile, y demás. Mientras que Washington coaccione a otras naciones a imponer políticas de control de drogas severas, los efectos, como ya hemos visto con anterioridad, sólo serán negativos. Eso es especialmente preocupante dado el número de economías en vias de desarrollo en paises de origen--desde México a Ucrania y a Tailandia--que se están esforzando para transformarse en sistemas de libre mercado prósperos.
Conclusión
A pesar de los miles de millones de dólares y de las décadas de experiencia, la guerra contra las drogas de Washington no ha tenido éxito a la hora de reducir la oferta de narcóticos en los Estados Unidos. A cambio, los programas de control de la oferta han ocasionado problemas tremendos de índole económica, política, y social en naciones extranjeras. Es hora de reconocer la destructividad de esas políticas y de remplazar las tácticas coactivas con tácticas que promuevan la sociedad civil en los paises productores de narcóticos. Eso significa abrir los mercados estadounidenses a los productos legales de aquellos paises en vez de amenazarles con sanciones. Terminar la guerra internacional contra las drogas mejoraría las relaciones de los Estados Unidos con numerosos países y mostraría, de una vez por todas, el poco efecto que los esfuerzos en el extranjero por controlar las drogas tienen en el consumo en los Estados Unidos.
Ian Vásquez es el director del Proyecto Sobre la Libertad Económica Global del Cato Institute.