La corrupción es efecto, no causa
por Enrique Ghersi
La corrupción es ciertamente un problema sumamente importante y de gran trascendencia pública. No obstante, es generalmente analizada de manera superficial. Es vista como un problema policíaco o político. Pocas veces se examinan sus orígenes. Identificarlos, sin embargo, resulta fundamental para poder proponer fórmulas eficaces para combatirla.
Por Enrique Ghersi
La corrupción es ciertamente un problema sumamente importante y de gran trascendencia pública. No obstante, es generalmente analizada de manera superficial. Es vista como un problema policíaco o político. Pocas veces se examinan sus orígenes. Identificarlos, sin embargo, resulta fundamental para poder proponer fórmulas eficaces para combatirla.
Es evidente que prácticamente en todos los países del mundo, y ciertamente en América Latina —qué no decir de Argentina o el Perú—, la corrupción merece atención, preocupación e indignación. Permanentemente la prensa se detiene en ella denunciando sus múltiples modalidades.
Ciertamente también todos los gobiernos, sea a través del Poder Ejecutivo o del Judicial, llevan a cabo periódicamente campañas contra la corrupción, ayudados también por el interés de los medios de comunicación en el tema. No podemos entonces considerarnos indiferentes ante este problema; lo que tenemos que hacer es llamar la atención sobre un hecho fundamental: ¿Por qué, a pesar de estar todos preocupados por la corrupción y de existir múltiples programas contra ella, nunca hemos podido combatirla eficazmente?
En mi concepto, el elemento central es que no hemos entendido qué es la corrupción. Generalmente la tomamos como una causa, cuando es un efecto.
Este elemento me parece capital para poder entender la lógica de los sistemas corruptos. Todos nos preocupamos por el problema pero creemos que lo que ocurre es que, como somos demasiado corruptos, no funciona el sistema, no funciona la democracia, no funciona la ley, cuando es exactamente al revés. Como no funciona el Estado de Derecho, como no funciona el sistema institucional, se produce la corrupción como una alternativa para que la gente pueda desarrollar sus diferentes actividades económicas.
La corrupción, es pues, desde mi punto de vista, un efecto y no una causa. Es un efecto del alto costo de la legalidad. Mientras no lo veamos así, podemos llenarnos la boca con fórmulas retóricas y con condenas más o menos generales, pero nunca produciremos instituciones más honestas. Este error de percepción deriva de otro menos frecuente: creer que las leyes son gratuitas, que el derecho es neutral.
Esta idea es sencillamente una equivocación. La ley no es gratis. La ley no es neutral. Tiene costos y beneficios. Altera la forma como las personas se comportan. Modifica los medios puestos a disposición de las personas para tomar decisiones en los mercados.
¿Esto qué significa? Que si la ley no es neutral sino costosa, ella supone para poder cumplirse un determinado costo y un determinado beneficio. Espero no incurrir en un excesivo economicismo, condenado de antemano por Alex Chafuen, pero la vigencia de la ley no es independiente de su costo. ¿Cuál es ese costo? La cantidad de tiempo y de información necesarias para cumplirlas; es decir, el costo de la ley no necesariamente se mide en dinero. No se mide en moneda, sino en la cantidad de tiempo y de información necesarias para cumplirse; por eso se dice que el costo de la legalidad es una función del tiempo por la información.
Cuando ustedes producen una ley, cuando el legislador o el Congreso o un juez en el common law (derecho consuetudinario) produce una decisión con fuerza vinculante, jurisprudencia en el caso del common law, o una legislación en el caso del Sistema Continental Europeo, ¿qué ocurre? Les están diciendo a los ciudadanos que se necesita una cantidad de tiempo y una cantidad de información determinadas para cumplir con la ley. ¿Qué ocurre por consiguiente si ustedes les exigen a los ciudadanos mucho tiempo o mucha información para cumplir con una ley? Esta ley no se cumple, ni se obedece; sólo se cumplen las leyes cuyos beneficios sean mayores que sus costos. Sólo se cumplen las leyes que demanden una cantidad de tiempo e información que sea menor que el beneficio previsto por el ciudadano para cumplir con ellas. En esto no hay nada moral ni inmoral. Es una decisión carente de objetivo ético. Es una pura decisión utilitaria, en la cual el ciudadano se sirve de la ley como un medio puesto a su disposición para tomar decisiones. Si la ley exige mucho tiempo, la gente no la cumple. Si la ley exige mucha información, la gente no la cumple.
La manera como se realiza ello en la práctica no consiste en que la gente vaya por ahí calculando matemáticamente cuánto cuesta cada una de las leyes. Es un ejercicio arduo. Lo que hace la gente es tener una apreciación general y muy superficial de lo que ella cree que es el costo de las normas. Entonces, en realidad las decisiones se adoptan sobre la base de lo que las personas creen que es el costo, antes que sobre un puro ejercicio contable.
Esta evidencia empírica cuantificable y apreciable nos lleva a una conclusión: el costo de la legalidad es inversamente proporcional al ingreso de la población. Es decir, por un problema de satisfacciones alternativas, por un problema de costo de oportunidad, a los ricos la ley les es más barata que a los pobres. ¿Por qué? Porque los ricos tienen que sacrificar menos de su ingreso personal para cumplir con la ley; los pobres, en cambio, tienen que sacrificar más cosas significativas, es decir, más tiempo y más información.
El tiempo y la información son elementos excesivamente costosos en todo el mercado. ¿Cuál es la consecuencia de esto? Que, de suyo, el aumento de la legislación favorece a los ricos y perjudica a los pobres. La tendencia genera de toda nueva ley, de todo incremento en la cantidad de normas de una sociedad, es siempre discriminatoria. A ese efecto se le conoce como "discriminación legal".
La ley tiene efectos asimétricos sobre los mercados. No afecta igual a todas las personas. Sus costos difieren en cada caso. Cuesta en términos de tiempo de información y no afecta igual, porque afecta menos a los ricos y más a los pobres.
La economía de la ley es entonces fundamental para entender el problema de la corrupción. La corrupción es una consecuencia de una mala economía de la ley. Cuando el costo de la legalidad excede su beneficio, la ley se incumple. En ese contexto, hay dos posibilidades. Cuando la ley es excesivamente costosa, los ciudadanos están puestos frente a una disyuntiva, hacen cosas que legalmente están prohibidas o no las hacen. Esto dependerá de un análisis microeconómico personal de cada individuo. Habrá alguno que no hará las cosas prohibidas, pero habrá otros que no tendrán más remedio que hacerlas. Por ejemplo, el fenómeno de la llamada "economía informal" es exactamente un problema de corrupción en sentido conceptual y una consecuencia de la mala economía de la ley frente a un sistema institucional excesivamente costoso. Hay centenares de millones de personas en el Tercer Mundo a las que no les queda más remedio que ponerse al margen, y aun en contra de la ley, para desarrollar fuera de ella sus actividades económicas y sociales.
Hay unas personas, por la calidad de las cosas que hacen, que ciertamente no se nos presentan como informales, pero en la lógica económica son corrompidos para llevar a cabo aquella acción que está legalmente prohibida.
La corrupción es un precio desde el punto de vista microeconómico. El problema es saber cuál es su naturaleza funcional. Hay dos teorías desarrolladas hasta ahora: un grupo de gente cree que la corrupción es un impuesto y otro grupo cree que es un seguro.
Quienes creen que la corrupción es un impuesto sostienen que, siendo la economía de la ley asimétrica y costosa, es decir, comprar una inafectación de su actividad frente a la norma nominalmente aplicable. Desde ese punto de vista, por consiguiente, la corrupción sería una especie de impuesto para mantenerse funcionando. Yo pago un impuesto ilegal, informal, delictivo, que me permite sustraerme de la persecución penal y de la aplicación de las normas legales.
Hay algunas otras personas, entre las cuales está mi queridísimo amigo W. Schwartz de Georgetown University, que sostienen que eso es un error. Que la corrupción no es un impuesto. Que es un seguro. Explican el argumento de la siguiente manera: dicen que en un contexto de economía institucional asimétrica y costosa, lo que ocurre es que la gente compra una especie de seguro al corromper por el pago de la coima, lo que los previene de la persecución de los funcionarios. La coima es una prima mediante la cual se consigue que un funcionario de protección frente a la vigencia de una ley costosa. De esta forma se adquieren agentes que se encuentran de alguna manera asegurando a las personas contra la ley, es decir que es una especie de seguro por el cual los ciudadanos pueden protegerse de la vigencia de la ley.
Ciertamente, esta discusión académica puede prolongarse enormemente. El hecho es entender el origen del problema. La corrupción es consecuencia de un alto costo de la legalidad, es decir, un ambiente institucional en el cual la cantidad de tiempo y de información que se les exige a las personas es mayor que el beneficio que ellas pueden encontrar de cumplir y de obedecer perfectamente la ley. La lógica económica de la corrupción, que ciertamente es una distorsión del comportamiento, además de las condenas morales que pueda merecernos, es ineficiente. Es una distorsión que desaprovecha los recursos. Institucionalmente podemos convenir que es un mecanismo ineficiente además de injusto. ¿Cuál es la solución para combatir la corrupción? Ciertamente, no vamos a combatir la corrupción con campañas de prensa ni tampoco con escándalos morales. Combatiremos la corrupción eficientemente reduciendo el costo de la ley. Será la única manera mediante la cual encontraremos un mecanismo de política económica eficaz a largo plazo para reducir la tasa de corrupción.
Ningún otro podrá garantizarlo. La Inquisición no lo pudo hacer por mucho tiempo. Fusilar a la gente tampoco parece un mecanismo perfectamente discriminable para ese efecto. Tenemos que recomendar decididamente la reducción del costo de la legalidad como único mecanismo eficiente a largo plazo para obtener una reducción definitiva de las tasas de corrupción. Esto explica por qué Chafuen encontró en su estudio una correlación negativa entre una economía de mercado y corrupción: porque, con economía de mercado, el costo de la legalidad es más bajo que los sistemas intervenidos.
Una economía de mercado sugiere un costo de la legalidad más bajo que una economía intervenida. Esto era lo previsible por la teoría. Siendo una corrupción menor en cualquier sistema en el cual el costo de la legalidad sea bajo, que es un sistema naturalmente de economía de mercado, lo recomendable es por consiguiente introducir políticas económicas de esta naturaleza. No es que creamos que la economía de mercado tiene una ventaja, digamos una química, para reducir los apetitos humanos; lo que establece son condicionamientos institucionales diferentes. Todas las personas son egoístas, buscan satisfacer su particular interés. Como decía Mandeville, el secreto está en convertir los vicios privados en virtudes públicas, o que cada persona, al servir su propio beneficio, sirva sin querer el beneficio de los demás. Quizá la clave esté en la economía de mercado, que demanda una cantidad de tiempo e información que sea menor que el beneficio esperado del cumplimiento de la ley.
Un segundo tema, al cual voy a dedicarle sólo unos minutos, aunque es tan amplio como el tema de la corrupción, es el de la justicia. Este problema de la justicia en América Latina mereció múltiples reflexiones y esfuerzos, aunque tan fructíferos como la persecución de la corrupción.
El hecho es que la justicia en América Latina es un reflejo del poder y no un límite al poder. Se quiere manipular la justicia poniéndola al servicio de una entidad política, y no crear o utilizar un sistema auténtico de administración de justicia que solucione las diferencias entre los ciudadanos en una sociedad.
Ciertamente es un problema muy arduo, porque implica además una reforma y un comportamiento político diferentes en la creación de un auténtico Estado de Derecho con la separación y equilibrio de poderes.
En lo personal, soy partidario de seguir la experiencia que por ejemplo Venezuela ha llevado a cabo, que es orientar la reforma judicial más a lo que la gente hace de suyo que a lo que por ejemplo algunos pensadores llaman un sistema de legislación importado. Lo que ha ocurrido con la reforma en América Latina es que se tiene la tendencia a traer legislación, a importar soluciones desconfiando enormemente de la experiencia popular. Los viejos liberales creían que la felicidad pública se alcanzaba mediante leyes aplicables a una pluralidad de países.
A Bentham, por ejemplo, le dio por diseñar la cárcel ideal. Buscaba la readaptación del individuo en una perspectiva utilitarista. En Venezuela redactó un código penal en su momento y diseñó la cárcel.
Otro ejemplo clásico es el de los hermanos Maseaud, que, contratados por el Negus, hicieron a principios de siglo en París el mejor código civil para Abisinia. Un código que nunca se aplicó. Un monumento intelectual. Los milenarios habitantes de Etiopía nuna se enteraron que tenían el mejor código civil del mundo, que fue redactado por contrato con el Negus por los hermanos Maseaud. Es un monumento inútil que todos los estudiantes de Derecho hemos leído alguna vez.
Más recientemente, los liberales hemos seguido cometiendo el mismo pecado. Un amigo mío muy apreciado, Bernard Siegan, de la Universidad de San Diego, se ha paseado por el mundo haciendo constituciones, por Checoslovaquia, Ucrania, etc. Existe la idea que los liberales podemos, mediante un ejercicio de abstracción intelectual, crear normas perfectas aplicables a una pluralidad indeterminada de sociedades. Probablemente, algo de verdad hay en la lógica de ciertas instituciones; en todas partes el robo es robo, es decir, hay una lógica en ciertas instituciones; pero este diseño deliberado es básicamente un error, un viejo error de los utilitaristas del siglo pasado. Ahora bien, como hay que crear la ley, hay que perder un poco la arrogancia y volver los ojos a lo que hace la gente. Si ustedes examinan los estudios de Rogelio Pérez Perdomo para Venezuela, van a encontrar que la mayor parte de la población de América Latina no recurre al Poder Judicial formal; resuelven, tanto en el campo como en la ciudad, en todos los países de América Latina, sus conflictos a su manera —ciertamente, no mediante linchamientos ni balazos—, los resuelven las organizaciones intermedias de la sociedad. Hay formas comunitarias donde la gente resuelve sus conflictos directamente a través de organizaciones populares. Esto no debe sonarnos a izquierda, mucho menos a revolucionario. Es lo más conservador que existe. ¿Por qué? Porque estas comunidades y organizaciones populares resuelven por jurado los conflictos, y aquí nuestra arrogancia continental europea nos impide advertirlo. Nosotros somos en toda América Latina partidarios de la justicia profesional siguiendo el modelo continental europeo, y la gente resuelve sus conflictos en la práctica, debido al costo de acceso a la justicia, recurriendo a la administración directa de sus problemas, que son jurados populares.
Esto lo encontramos en las organizaciones de campesinos, entre los indígenas peruanos, bolivianos, ecuatorianos, colombianos, y en América Central. Esto lo encontramos en los barrios populares, organizaciones informales en todas las grandes ciudades de América Latina, desde Buenos Aires hasta Panamá y México.
De manera que está acreditado que, si nosotros quisiéramos reconciliar a la población con la administración de justicia, no tendríamos que importar el código checo o el Libro de las Obligaciones del Código Suizo; lo que tenemos que hacer es tener un poco de confianza en la gente e imitar lo que ella ya está haciendo, que es administrar justicia directamente. En eso soy partidario de incorporar la enorme energía popular y dar un paso decidido hacia una forma de participación pública en los procesos.
Sé que España recurrió a un sistema de jurados bastante mediatizado y ha recibido una fortísima crítica en los últimos años. Esta idea, mutatis mutandi, debería imitarse.
Sólo una última palabra sobre la reforma política. Lo fundamental es introducir mecanismos de competencia. Hemos tendido en América Latina en los últimos tiempos a reforzar la autoridad central, cuando en mi concepto la clave de la reforma política es introducir mecanismos competitivos para, de esa manera, garantizar una mayor eficiencia en el manejo de la cosa pública y sobre todo una distribución del poder.
Introducir mecanismos competitivos supone la regionalización, supone fortalecimientos de gobiernos locales, supone ciertamente la limitación del ejercicio del poder a través de una legislación eficiente. Ciertamente, esto merecería toda una conferencia aparte, que espero algún día Gerardo Bongiovanni convoque pare ese efecto.
En todo caso, debemos siempre recordar que la tentación del poder reside en su concentración. Alguna vez Lord Acton dijo que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Pero nuestro amigo, Lord Harris, discrepó con él y le dijo que el poder corrompe, pero el poder absoluto es delicioso.