"No llores por mi, Argentina"

Pedro Schwartz explica que "Los vaivenes de la política argentina desde que Perón accedió a la presidencia en 1945 son para no contados, por su complicación práctica y confusión ideológica. Lo notable es que una y otra vez, tras repetidos intentos de cambio, ya golpista ya democrático, la tradición peronista siempre vuelve a imponerse".

Por Pedro Schwartz

"No llores por mí” cantaba Evita Perón a las masas de descamisados en el musical de Andrew Lloyd Weber y Tim Rice. Argentina debería llorar pero no porque ella vino a faltar sino porque con ella y con Juan Perón comenzó el calvario populista de aquel hermoso país, al que la Providencia ha dotado con tantos recursos. Los vaivenes de la política argentina desde que Perón accedió a la presidencia en 1945 son para no contados, por su complicación práctica y confusión ideológica. Lo notable es que una y otra vez, tras repetidos intentos de cambio, ya golpista ya democrático, la tradición peronista siempre vuelve a imponerse: una tradición en su origen mussoliniana, trufada de política social, de intervencionismo económico, de industrialización forzada con los resultados que he vuelto a observar en un reciente viaje.

La actual presidenta Cristina Fernández de Kirchner sucede a dos mandatarios en apariencia muy diferentes. El primero, Carlos Ménem, se revistió de ropajes capitalistas: realizó amplias privatizaciones en nombre de los principios de la economía de mercado, pero en realidad volvió a abrir la puerta a una desenfrenada corrupción.

El segundo, Néstor Kirchner derivó otra vez hacia el peronismo clásico, con una política exterior cada vez más cercana a la alianza de Hugo Chávez y una acción interior basada en la confrontación partidista y el sindicalismo militante. Le sucedió su esposa Cristina, ahora siempre vestida de luto por la muerte de su marido y sin duda por la muerte de Evita, pese a los lustros transcurridos.

En países que van cuesta abajo, las medidas políticas tomadas por gobiernos desesperados son a la vez síntoma y causa de un continuo empeoramiento. Tras abandonar la paridad fija peso-dólar y devaluar la moneda nacional en 2001, y luego negarse al pago de la deuda extranjera, la Argentina se colocó en la senda de una notable expansión económica. Incluso durante la presente crisis económica iniciada en 2008, el país se ha beneficiado de la subida de los precios de materias primas, en especial soja, cereales, carne y petróleo.

Sin embargo, los réditos así generados se han dilapidado con una política de redistribución peronista y un continuo aumento del gasto público. Por si no bastase esa entrada de fondos del extranjero para su política “social”, la presidenta nacionalizó los fondos de pensiones privados y recurrió a la emisión de dinero, que además multiplicó para mantener bajo el tipo de cambio pese a la abundancia de exportaciones.

El resultado es el esperado: una inflación creciente. Es difícil saber a qué velocidad se deprecia el poder de compra del dinero porque el Instituto Nacional de Estadística y Censos está controlado por el gobierno y el tipo de cambio intervenido. La cifra oficial de inflación es del 10%, pero los institutos de estudios de mayor autoridad la cifran en alrededor del 30%.

De hecho, las autoridades han multado a algunos de esos institutos con sanciones de un millón de dólares por “crear alarma pública”. The Economist ha dejado de publicar la cifra de inflación de Argentina y el FMI ha enviado una misión al país para supervisar la reforma de ese estadístico. Por si acaso, La presidenta instaló una nueva gobernadora del Banco central, que no cree que la inflación tenga nada que ver con la creación de dinero.

El cambio exterior de la moneda es otra manera de medir su valor pero está en vigor un control de cambios a la Orwell. Digo esto porque combina el control monetario con el malabarismo verbal. Son en efecto tres los tipos de cambio con que se encuentran argentinos y extranjeros: el del mercado negro, que el gobierno llama blanco; el llamado celeste, que es intermedio y recorta lo obtenido por los dólares invertidos en el mercado inmobiliario; y el azul, que es el oficial.

El gobierno va devaluando este último todas las semanas: ahora e1 dólar vale oficialmente 5,15467 pesos en vez de los 8,5 que pagan en la calle los arbolitos, que así se llaman los cambiadores plantados en las aceras a la espera del turista. En los aeropuertos usan perros para descubrir quién se lleva billetes de pesos afuera, como si fuese droga. El campo se siente maltratado. Los exportadores de soja reciben el cambio oficial y encima cargan con un impuesto a la exportación del 35%. Esta exacción recae también sobre la exportación de carne, que han querido reducir para que no se note tanto la inflación: ahora Paraguay exporta más carne que Argentina. De esa forma, las cuentas exteriores no cuadran. La intendente o alcaldesa de Rosario nos dijo que no le dejaban importar una partida de semáforos de España hasta no encontrar alguna empresa con la que combinar la exportación de frutas y verduras a nuestro país por el mismo valor. Y la crisis energética se ha agravado con la expropiación de YPF. No sólo dudan los inversores en colocar más capital en Argentina, sino que el control de precios para disimular la inflación les deja sin margen de beneficios.

Sólo la hospitalidad de los argentinos puede consolar al viajero desolado. Pero cuando pedí un salero en el hotel para aderezar los huevos fritos, me contestaron que el gobernador de la Provincia había prohibido que se colocaran en la mesa para ayudarnos a reducir la tensión.

Este artículo fue publicado originalmente en Expansión (España) el 23 de abril de 2013.