La libertad como forma de pago
Yoani Sánchez explica que la revolución cubana ofreció un paraíso terrenal a cambio de libertad y que es de esa forma pago que nace la realidad actual de los cubanos: ciudadanos sin libertad ni mejores condiciones de vida.
Por Yoani Sánchez
Este ensayo es el ganador del tercer lugar en el concurso "Caminos de la libertad" (2009) organizado por TV Azteca (México). También puede obtener este ensayo en formato PDF aquí.
Casa de remates o cómo se empeña la libertad
Sépanlo bien: nuestra incultura, nuestro subdesarrollo, se paga con libertad…
Fidel Castro, conversación con estudiantes en la Universidad de La Habana, septiembre de 1970.
Las acrobacias teóricas de la dialéctica marxista intentaron persuadirnos de que sólo construyendo la sociedad comunista sería posible, al decir de Engels, “saltar del reino de la necesidad al reino de la libertad”. Sin embargo, lo que demostró la historia a finales del siglo XX fue que la suspensión de las libertades fundamentales, impuesta a una nación con el declarado propósito de satisfacer sus necesidades, sólo trae como consecuencia la persistencia de la miseria y el envilecimiento de los individuos.
La propuesta de usar la libertad como forma de pago a cambio de ventajas materiales es una fórmula que trasciende los sistemas sociales y se presenta como un procedimiento psicológico para dominar la voluntad ajena. Este canje puede observarse entre naciones, también entre miembros de una familia o clan. Recorre también los vínculos laborales o cualquier otra relación en la que cierto grado de sometimiento, pueda ser más o menos aceptado a cambio de alimento, cobija, protección frente a peligros externos, comodidad e incluso el lujo.
La pérdida de libertad se expresa en diferentes grados y en distintos planos. En un punto extremo están los ejemplos de un individuo atado y amordazado por sus secuestradores o el de una nación ocupada por un ejército invasor. En semejantes casos la resistencia puede llegar a ser igualmente extrema. En un polo menos dramático, vemos aquellas libertades que cedemos voluntariamente en nombre de la convivencia social, como la libertad de andar desnudos o de fumar en un lugar público.
También la aceptación de la falta de libertad tiene diferentes grados y distintos planos. En un primer momento ocurre en un plano físico donde el individuo suprime su resistencia a la opresión; es el instante en que el cuerpo termina de luchar contra las ataduras, cuando se deja de sacudir las rejas de la cárcel y la persona se cansa de gritar “Sáquenme de aquí”. Luego, el sujeto comienza a acomodarse a su estado y en casos exagerados termina por sentirse a gusto en la prisión o establecer complicidad con sus carceleros.
Aunque el tema de la libertad suele ser discutido desde un ángulo estrictamente filosófico, es desde la perspectiva política que tiene mayor repercusión. Una leve inclinación hacia una u otra tendencia puede cambiar los destinos de un país y afectar a varias generaciones de personas. El derecho a la libre expresión y a la libre asociación, claramente expresado en una base jurídica sólida, es la garantía de que el resto de los derechos serán respetados. De nada vale que haya leyes que garanticen el derecho al trabajo, a la educación, a la salud, a la igualdad, si no es posible protestar por su incumplimiento; si no se permite a las personas organizarse civilizadamente para demandar que se respeten. La posibilidad de la queja, de señalar con el dedo lo que no nos gusta es condición inseparable de un clima de libertades ciudadanas, donde el individuo no tiene que subastar su libertad a cambio de subsidios y privilegios.
Las dictaduras no pueden sobrevivir donde estos derechos se practiquen plenamente; es más, por definición, donde estos derechos se cumplen no es lícito hablar de dictadura. Para suprimir o reducir estas libertades fundamentales, los gobiernos dictatoriales apelan a la fuerza de las armas o la persecución policial; invocan la seguridad nacional, establecen estados de emergencia permanente y, controlando los medios de difusión, terminan desacreditándolas como si se tratara de enfermedades o perversiones. Quizás el más sofisticado recurso que usa un opresor para enmascarar los efectos de la represión, es mostrar la relación con sus oprimidos como una especie de pacto de amor. De manera que la sumisión —conquistada por la vía del dolor o del miedo—, tenga el respetable rostro de la generosa entrega que se hace por afecto a otra persona, por fe a una religión o por convicción a una causa política.
La libertad y el socialismo en Cuba
El socialismo real que desapareció en Europa del Este se ha mantenido con fatales recortes e interpretaciones en Cuba. Aunque, en opinión de algunos, se le agregó aire fresco al asfixiante modelo estalinista, lo cierto es que en la isla caribeña terminaron por repetirse los mismos esquemas totalitarios que existían en los lejanos países aliados. La diferencia más notoria es que en Cuba el socialismo no fue el resultado de la imposición de una potencia imperialista, como sí le ocurrió a Polonia, Checoslovaquia y Bulgaria, sino todo lo contrario. El actual proceso cubano ha tratado de vestirse siempre con los ropajes de la soberanía y como única fórmula para alcanzar la independencia de EE.UU.
No obstante ese barniz de liberación, el caso de Cuba es un ejemplo de cómo se pone en práctica la abolición de las mencionadas libertades fundamentales. En enero de 1959, una tropa de jóvenes armados y barbudos bajó de las montañas donde había organizado la lucha guerrillera, logró derrocar la dictadura de Batista (1952-1958) y proclamó que ese sería llamado “El año de la liberación". En los primeros discursos se enarbolaba la consigna de Pan con Libertad y todo indicaba que finalmente Cuba sería una nación democrática, donde se respetaría la progresista carta magna aprobada en 1940. Lo que ocurrió para que aquel grupo de irreverentes revolucionarios terminara fundando una gerontocracia, bajo la declaración numantina de “Socialismo o muerte”, sería tema de estudios históricos más específicos, pero valdría la pena responder en éste —al menos— una sola pregunta: ¿qué pasó con la libertad?
¿En qué punto el proceso liberador se transmutó en opresor y las libertades ciudadanas que habían permitido la aparición de los grupos revolucionarios, terminaron por ser dinamitadas? ¿Cómo y cuándo la libertad comenzó a ser una palabra obscena, mencionada en voz baja y anhelada en la intimidad de las casas? ¿A cambio de qué los ciudadanos cubanos entregaron la soberanía individual y se dejaron encerrar en el corral del paternalismo, el control y el autoritarismo? Responder todo eso conduce a desmontar la jaula y, sobre todo, a cuestionar si el alpiste ofrecido a cambio de esa libertad ha sido suficiente y extensivo a todos.
Ciudadanía en subasta
La abolición de las libertades encontró como escenario propicio el irreflexivo entusiasmo que arrastró a casi toda una nación y la hizo firmar un cheque en blanco para cobrar por una sola persona: Fidel Castro. En nombre de ese voto de confianza, usado hasta la saciedad por el Máximo Líder, fueron barridos en breve tiempo los partidos políticos y todas las instituciones de la sociedad civil. Los periódicos, estaciones de radio y de televisión, pasaron a estar bajo el control del Estado. Igual suerte corrieron los teatros, las galerías de arte, las salas de exhibición de películas, las bibliotecas, las librerías y cuanta entidad tuviera la oportunidad de generar información u opinión. El pueblo ofrendó en el altar de un proceso —que aún no se declaraba comunista— sus instituciones cívicas y las cuotas de libertad que había alcanzado después de sacudirse el coloniaje español.
Conjuntamente con la desaparición de los derechos civiles y políticos se esfumaron los derechos económicos. A los dos años de haber triunfado la revolución había culminado la confiscación de las más importantes fábricas, así como comercios y bancos. En marzo de 1968 se hizo la tristemente recordada Ofensiva Revolucionaria, que no dejó en manos privadas ni siquiera un pequeño kiosco, taller o chinchal. Se incautaron hasta los cajones de limpiabotas, en lo que parecía un deseo de refundar la Nación sin los vínculos mercantiles y económicos heredados del pasado capitalista.
Podría decirse, aunque parezca paradójico, que el pueblo cubano aceptó pagar con libertades la deuda de gratitud que tenía con sus libertadores. A cambio de esos espacios y derechos que el nuevo gobierno logró decomisar, recibió grandes promesas de un futuro luminoso; pero el pago era por adelantado.
Como es mucho más fácil redistribuir la riqueza que producirla, el bienestar de la mayoría desposeída estaba supeditado a la afectación de una minoría de propietarios. Eran años en los que se calculaba que los beneficios obtenidos serían espectaculares e inmediatos. Esa ingenuidad ciudadana era fruto, en parte, de una ignorancia sólo superada por la enorme irresponsabilidad con que se dictaban leyes y decretos para “poner en manos del pueblo el patrimonio de la nación”. Los potenciales beneficiarios no notaron los resultados ni con la inmediatez ni con la espectacularidad esperada, pero los perjudicados sí advirtieron enseguida las limitaciones que les caían encima.
Los frecuentes y numerosos fusilamientos, el fracaso de varias guerrillas e invasiones y las largas condenas de cárcel para los que conspiraban, disuadieron a los inconformes que posteriormente encontraron una amarga salida en el exilio. Muchos cubanos, incluyendo a algunos intelectuales que —sin ser damnificados por el proceso— se percataron de los errores que se cometían, optaron por colocarse una mordaza. Criticar se había vuelto inoportuno y desde la tribuna se aclaraba que cualquier fisura podría ser usada por el enemigo. Se volvió común el uso de la metáfora del pequeño David contra el gran Goliat del norte, pero de las hondas del pueblo no se permitió lanzarle ni una sola piedra al ciclópeo Estado.
El oponente era real y gigantesco, ni más ni menos que el todopoderoso imperialismo norteamericano, que aparecía entre los más perjudicados por el asunto de las nacionalizaciones. La existencia de este enemigo, (algunos aclaran: “la creación de este enemigo”), propició la sensación de una plaza sitiada, donde, al decir de San Ignacio de Loyola, la disidencia es traición. La historia del diferendo es harto conocida y excesivamente complicada. Presiones diplomáticas, acciones militares, espionaje, embargo comercial, guerra económica, atentados y sabotajes adjudicados a los norteamericanos. De parte de los gobernantes cubanos, desestabilización de la región con la creación y apoyo de grupos insurgentes en casi todos los países latinoamericanos.
Resulta cuando menos llamativo que para llevar a término lo que podría considerarse la conquista fundamental de la revolución cubana: “alcanzar la soberanía nacional frente a los apetitos del voraz vecino”, se impuso como precio la renuncia a la soberanía popular, donde están implicados precisamente, aquellos derechos que ejercen los ciudadanos frente a la inclinación autoritaria del Estado. Para dilucidar si el dilema entre ambas soberanías era auténtico o ficticio, hubiera sido necesario establecer un debate político, amplio, plural y público, pero esto no era posible.
Según se decía entonces: “en este minuto histórico que vive nuestra patria”, había que cerrar filas y tragarse las diferencias. Se estableció un orden de prioridades que remarcó la anhelada libertad nacional y condenó a los últimos lugares a las libertades individuales. Reclamar estas últimas era declarar en voz alta el egoísmo, como el aguafiestas al que le molesta el volumen de la música, mientras los otros, en apariencias, se divierten.
Con el transcurso de los años y gracias a la sustanciosa subvención de la Unión Soviética se instauró el paternalismo estatal. Mediante éste el gobierno proveyó a la población de lo elemental a través de un sistema de racionamiento de alimentos y productos industriales. Esto, sumado a la extensión gratuita de la enseñanza y los servicios de salud, la subvención del transporte y las comunicaciones, convirtieron en poco tiempo a Cuba en un país en el que no era necesario trabajar para mantener a la familia en un mínimo de supervivencia. El alpiste estaba asegurado y la jaula, cada día que pasaba, tenía barrotes más difíciles de romper.
Esta práctica despojó a los ciudadanos de sus responsabilidades cívicas, familiares, laborales e incluso de aquellas que cada uno debe tener consigo mismo. A partir de allí se institucionalizó el trueque entre libertades y privilegios. Todo aquello que se recibía por encima de lo normado, no era alcanzado por el esfuerzo ni por el talento propio, sino como prebenda, en premio a la obediencia. Ejemplo elocuente fue la aparición de reglamentos para la distribución de efectos electrodomésticos, que sólo se podían comprar a través de certificados o bonos que se entregaban en asambleas, donde una comisión analizaba los méritos laborales y sociales de cada aspirante. El mismo método se aplicó para la asignación de viviendas y para el disfrute de instalaciones turísticas. Todo había que pagarlo doble, en dinero real a precio subvencionado y con las consiguientes cuotas de libertad que implicaba fingir una conducta.
Resulta ocioso señalar que la participación en actividades políticas y la realización de horas de trabajo voluntario eran determinantes para merecer estos permisos de adquisición, y que fuera de este sistema no existía ninguna posibilidad de comprar nada. Los que no entraban por el aro tenían que seguir viviendo en casa de su suegra y les estaba vedado tener un refrigerador, un televisor o una lavadora. Hasta la prostitución fue practicada por jóvenes dispuestas a entregar sus cuerpos a ministros y altos militares, a cambio de privilegios nunca de dinero en efectivo. Eran las cortesanas del socialismo que años después, con la llegada de una moneda convertible, se transmutaron en prostitutas a la vieja usanza.
Pero la conculcación de los derechos no quedó allí. El socialismo real tenía afanes ateístas y entre las interrogantes que había que contestar para obtener un trabajo, entrar a la universidad o recibir una nueva vivienda, aparecía la referida a si se tenía creencias religiosas, cuál credo se prefería y cómo se practicaba. Las preguntas no eran una formalidad, ni una curiosidad estadística, porque la respuesta encubría una contraseña de admisión fácil de adivinar.
Aunque la homofobia no es un patrimonio exclusivo de los comunistas, vale recordar que si alguien tenía preferencias hacia personas de su mismo sexo, podía ser expulsado de cualquier centro de estudio o de trabajo. Incluso muchos homosexuales fueron internados —en los años sesenta— en centros de reeducación bajo régimen de trabajo forzoso.
La renuncia a practicar la religión en que se creía o a manifestar la sexualidad de preferencia constituían tesoros de libertad que había que dejar a la puerta de cualquier sitio. Eran la moneda de cambio que se exigía y quienes la entregaban tenían la impresión de que era un sacrificio pequeño en aras del porvenir que se les prometía. Pagaron con las imágenes de las vírgenes, los rosarios y los escapularios, un hipotético futuro que se parecía —increíblemente— al reino celestial del que hablaban los libros sagrados.
Reducir la autoestima parece ser una condición indispensable para que se produzca al menos un nivel mínimo de aceptación de la pérdida de libertad. En el caso peculiar cubano, desde los años sesenta se pretendió formar un tipo de persona cuyas aspiraciones no excedieran el techo de vuelo que el estado estaba en capacidad de permitirle. Individuos que tuvieran de ellos mismos la percepción de que no podrían competir, hombres y mujeres que deberían sentirse satisfechos y hasta agradecidos con lo poco que se le podía dar a muchos por igual. A la mediocridad se le empezó a llamar modestia y la confianza en uno mismo fue tildada de autosuficiencia. En medio de una generalizada carencia de cosas materiales, lo verdaderamente revolucionario era la austeridad que tachaba de extravagancia la más mínima debilidad por la ropa que estaba de moda y calificaba de imperdonable el consumismo, el deseo por lo nuevo. Escuchar música extranjera, leer literatura de autores que no aparecían en el Parnaso socialista, o peinarse de cierta manera, eran manifestaciones condenadas como desviaciones ideológicas que tarde o temprano serían analizadas y de las cuales había que arrepentirse en una autocrítica pública.
En ese contexto de barricada, se le dio al arte una preponderancia didáctica y formadora de “nuevos valores ideológicos” demeritando así su función de vehículo de expresión de la persona. Ya Ernesto Guevara había tenido la altanería de enunciar que el pecado original de los intelectuales, refiriéndose a la pobre participación de éstos en la lucha contra la dictadura de Batista, había sido el de no ser revolucionarios. Ganarse el diploma de revolucionario se convirtió en una obsesión para escritores y artistas, quienes, entre asustados y complacientes, aceptaron el apotegma que rigió y rige aun la política cultural del país: “Dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada".
La libertad de expresión pasó a ser considerada como “libertad de prensa burguesa” y la de asociación, un acto ilícito para derrocar la revolución. La sociedad civil se vio restringida a las organizaciones revolucionarias, meras poleas de transmisión en las que los sindicatos no representaban los intereses de los obreros frente a la administración, sino que funcionaban como instancias del poder que orientaban a los trabajadores en las directivas de la planificación socialista, en el cumplimiento de las metas de producción. Las asociaciones estudiantiles dejaron de ser la herramienta para que los jóvenes reclamaran sus derechos frente a las autoridades docentes y se convirtieron en un instrumento del Ministerio de Educación que hacía cumplir los reglamentos disciplinarios. Las organizaciones femeninas tampoco eran la plataforma desde donde se reivindicaban los derechos de género, sino una estructura burocrática para incorporar a la mujer a la producción. Lo mismo ocurría con las demás instituciones, la asociación de campesinos, la unión de periodistas, la unión de escritores y artistas, el colegio de arquitectos y hasta los clubes de filatelia.
La pertenencia a estas entidades que funcionan como auténticas Organizaciones Neo Gubernamentales se volvió una obligación. En cualquier formulario, para matricular un curso de idioma, solicitar un permiso de salida del país o aspirar a un nuevo puesto de trabajo, aparece siempre la pregunta referida a si el solicitante milita en alguna de ellas. En ocasiones, están escritas las siglas de las organizaciones y sólo hay que marcar con una cruz, como si no fuera lógico que hubiera otras, o porque no hay otras posibles. Si lo que se pretende implica un mínimo privilegio, hay que llevar una carta, con membrete, firma y cuño que garantice que “el portador de la presente es un compañero integrado a la revolución que participa en todas las actividades”. Pero si la solicitud tiene un nivel más alto no basta con estas menudencias. Para lo verdaderamente importante hay que ser un militante del Partido o de su organización juvenil, y para eso no es suficiente con la dejación de libertades de menor cuantía.
La cándida entrega del idealista
En todos estos años, que ya suman el medio siglo, muchas personas soñadoras han creído que la mejor forma de solucionar los problemas, el camino correcto, la instancia adecuada para luchar contra las imperfecciones, sólo se encontraba en el interior del Partido Comunista. Desde luego que hacerse militante es un acto voluntario, pero la ley establece que no se pueden fundar organizaciones políticas y en consecuencia es ilegal pertenecer a otra que no sea el Partido Comunista de Cuba. Todos aquellos con inquietudes políticas o —simplemente— con responsabilidad cívica, interesados en promover iniciativas para el mejoramiento de la vida en su país, sólo encuentran dentro del Partido un espacio legal para realizarlo.
Ser admitidos en las filas de esta selecta cofradía pasa por convencer a los examinadores, que al aspirante todo le parece bien y que su intención no es criticar sino apoyar. Si se expresa, no entra, y si no entra no podrá expresarse. Es ese el conflicto en el que se ven atrapados los que desean mejorar el sistema con sus observaciones y opiniones. Una vez dentro del Partido, aprenden que a nivel de base no serán escuchados y que para ascender a los puntos clave, donde supuestamente podrían ejercer una influencia, tienen que tragarse sus criterios. A la larga terminarán siendo domesticados por la maquinaria o expulsados de ella como una excrecencia indeseable.
La fórmula de entregar momentáneamente libertades, para poder acceder a un lugar desde el que se pudiera reclamarlas, termina —para quienes creen en esa peligrosa ecuación— en una estafa bien calculada. En el largo silencio que les garantizaría una tribuna desde donde puedan hablar, los idealistas terminan por confundir el rostro con la máscara, lo fingido con lo sentido. Nadie les devolverá las libertades empeñadas en ese acto camaleónico, que los deja atrapados entre la frustración y el oportunismo.
El acaparamiento de los aprovechados
Otros han comprendido que el carné del partido es una llave que abre puertas y da acceso no sólo a las altas esferas de mando, desde donde se puede influir en la toma de decisiones, sino a algo mucho más atractivo: los apetitosos atributos del poder. En otro entorno social hubieran sido empresarios exitosos, pero en el socialismo tienen que conformarse con ser dirigentes del proceso. Para pasar los filtros adecuan el texto de su biografía, incluso viven la biografía que se les pide como requisito. Apertrechados de la máscara correcta, ponen un precio elevado a la libertad que desprecian, a la que no le encuentran ningún sentido porque no saben qué hacer con ella. Y la entregan a cambio de un cargo, una casa, un auto o un viaje al extranjero que les permita traer bienes materiales, inalcanzables en el mercado interno: bisutería tecnológica o ropa de marca. Un viaje que, en último caso, les facilite sucumbir a la tentación de desertar. En fin de cuentas su objetivo final no es cambiar las cosas en el país, sino mejorar su vida y para eso tienen que ascender. Para llegar allí, para escalar hasta las posiciones desde donde se controlan los timones, hacen gala de una disciplina y una lealtad irreprochables. Invariablemente votan a favor de las propuestas que vienen desde arriba, no admiten ni la más mínima desviación de lo que está orientado y le hacen la vida imposible al idealista. Acusan de pesimista e hipercrítico a ese raro ejemplar de militante honesto, le echan en cara su falta de fe y su arrogancia; lo apartan del medio como un estorbo.
A su manera, el idealista que aguarda el momento para influir en el curso de los acontecimientos y el oportunista que sólo acecha los posibles beneficios, terminan por empeñar su libertad. La regalan, sin recibir apenas algo a cambio, como no sea la larga espera para uno y las diminutas sinecuras materiales para el otro.
Las pequeñas migajas
El programa revolucionario es esperanzador, pero lento. Cada paso implica un enorme sacrificio para todos con una ganancia mínima para cada uno. Desde el punto de vista de los dirigentes del proceso, la masa es un conglomerado de individuos que no tiene ni elevados ideales ni pretenciosas ambiciones. Si no van a proponer un programa político ni van a abrir un negocio ¿para qué quieren libertades esas personas? A esa gente hay que darles su pan, la instrucción que los haga productivos y los servicios de salud que los mantengan sanos.
El argumento más repetido en los regímenes social-autoritarios es que la libertad pone en riesgo las conquistas sociales que disfruta la masa, porque si cada uno pudiera decir lo que quisiera, lo primero que se les ocurriría sería introducir las leyes del mercado con su consabido derecho a la propiedad. Si encima de eso se les da la oportunidad de organizarse, tendrían dinero para pagar la propaganda y convencerían a la mayoría de que el socialismo es un freno a la prosperidad.
Atendiendo a este razonamiento, la justicia social: educación, salud y seguridad social gratuita para todos, sólo se alcanzarían afectando las libertades económicas y políticas. Mientras que la aplicación profunda de los derechos civiles, políticos y económicos de los individuos sólo conduciría a la explotación del hombre por el hombre y a que se hundan cada vez más los pobres. Para quienes piensan de esta forma está claro —como el agua— que no hay bestia segura en el bosque si los lobos andan sueltos y como éstos suelen disfrazarse de ovejitas, lo único seguro es suprimir la libertad para toda la fauna. Ese es, según este argumento, el precio de la seguridad.
Es muy curioso que los vendedores de la utopía socialista sólo aceptan que se les pague con libertad y más curioso aún, que sean ellos quienes más desconfían de la condición humana. Se sobrentiende que una sociedad sin clases sociales, donde la gente no trabaja aguijoneada por las necesidades ni por el obsceno afán de lucro, tendría que estar habitada por una especie angelical que debería ser noble y altruista por naturaleza, para que la teoría no tuviera un agujero. En el caso de Cuba ese raro espécimen de ser humano se dio en llamar “el hombre nuevo”. Iba a ser, fundamentalmente, un ente incapaz de reclamar libertades, conforme con las migajas paternalistas que le dejaban caer desde arriba.
Para construir ese hombre ajeno a los cambalaches de la economía y las tentaciones del mercado, la educación, las artes y la propaganda, reforzaron las dosis de ideologización y doctrina. El resultado final fue la indiferencia o el descontento. Entes que sin haber crecido en un marco de libertades sociales, económicas o políticas, las anhelan y las buscan.
En el mercado de las utopías no se aceptan devoluciones y la libertad con que la que se paga la entrada al paraíso nunca es reembolsada. Pocas veces los ciudadanos tienen la opción de elegir, se les suprime la libertad y se les impone el sistema y luego, cuando llega la frustración y se empieza a pensar en que hace falta introducir cambios, se les hace creer que están en el papel de Hércules frente al dilema entre el vicio y la virtud. La libertad, en esa falsa dicotomía, tiene los labios pintados de negro y lleva ropa de corista.
Comprar tiempo
El verdadero conflicto en el que se vieron entrampados los gobernantes cubanos cuando se desmoronó el campo socialista fue tener que elegir entre intentar mantener el socialismo sin subvención o empezar a tener en cuenta las leyes económicas del mercado. Lo primero hubiera conducido al país a un destino similar al de Kampuchea en los tiempos del fatídico binomio Pol Pot - Heng Samrin. Incluso se coqueteó con la posibilidad en un proyecto denominado “Opción Cero”, que incluía el traslado masivo de personas de la ciudad al campo. Pero prevaleció la cordura junto a los deseos de mantenerse en el poder y se decretó el llamado “período especial”, en el que para “salvar las conquistas de la revolución” se harían algunas concesiones. Se aceptó que hubiera pequeños restaurantes privados, se autorizó la tenencia de dólares, que hasta ese momento era penalizada con años de cárcel y se le dio la bienvenida a las remesas enviadas por cubanos residentes en el extranjero. Se permitió el trabajo por cuenta propia y como consecuencia del crecimiento de la importancia del turismo, reapareció de forma explosiva la prostitución con la evidente tolerancia de las autoridades. El IV Congreso del Partido Comunista, celebrado un par de años antes, había hecho la inesperada concesión de admitir en la militancia a personas con creencias religiosas y todo señalaba que se abría el camino a las propuestas de los sectores reformistas.
Apareció en escena otra moneda, que permitía al ciudadano no seguir pagando cuotas de libertad y porciones de su apoyo, para obtener bienes materiales. La dualidad monetaria cambió la faz de un país que durante mucho tiempo, había establecido el racionamiento o las prebendas, como escalera hacia los productos y los servicios. El padre sobreprotector y autoritario en que se había convertido el Estado cubano, no vio con buenos ojos que sus hijos pudieran prosperar al margen de la tutela, pero poco podía hacer para impedirlo. No obstante, creó mecanismos legales y policiales para que los descarriados emprendedores no acumularan demasiados bienes materiales, que los hicieran desembocar en la independencia.
Como resultado indirecto de este “aflojamiento” vigilado, se incrementó notablemente la actividad antigubernamental. Unas 120 organizaciones opositoras de todo el país decidieron concertarse y celebrar un evento nombrado “Concilio Cubano”. Horas antes de aquel 24 de febrero de 1996 fueron encarcelados sus promotores como señal inequívoca de que la tolerancia tenía un límite. Para rematar, el mismo día, militares cubanos derribaron dos avionetas procedentes de La Florida, tripulada por exiliados que pretendían arrojar volantes sobre La Habana. El presidente norteamericano Bill Clinton, presionado por el lobby cubano-americano se vio obligado a firmar la ley Helms Burton, que arreciaba el embargo comercial. En consecuencia los reformistas del patio perdieron lo poco que habían avanzado.
El retroceso se aceleró con la llegada al poder en Venezuela de Hugo Chávez y los cuantiosos recursos energéticos y financieros que puso en manos del gobierno cubano. Sin que nadie lo pudiera prevenir las pequeñas aperturas comenzaron a sufrir restricciones, no habría nuevas licencias para el trabajo por cuenta propia y sobre los restaurantes privados cayó una jauría de inspectores que obligó a cerrar la mayor parte de ellos.
Un rayo de esperanza se abrió tras la noticia del retiro de Fidel Castro por causas de salud. Su hermano Raúl Castro declaró que era necesario introducir cambios estructurales y hasta se atrevió a mencionar la posibilidad de tender un ramo de olivo a los Estados Unidos. Luego del primer año en el cargo de Presidente del Consejo de Estado, sólo se han dado medidas cosméticas como la autorización a que los cubanos contraten un servicio de telefonía celular y se les admitiera como huéspedes en los hoteles. También comenzaron a venderse reproductores de DVD y computadoras. Fueron tan ridículas estas liberaciones que sólo sirvieron para que el resto del mundo se enterara —por boca de los voceros oficiales— de las absurdas limitaciones que tenían los ciudadanos cubanos en su propio país.
El plato fuerte de las “reformas raulistas” fue anunciar la entrega de tierra a quien quisiera cultivarlas. En la práctica no hubo títulos de propiedad sino contratos para el usufructo por diez años. El desarrollo de la agricultura sigue siendo una de las asignaturas pendientes, debido a la ineptitud de las grandes empresas estatales y la falta de dinamismo con que se asume la entrega de tierras a campesinos privados. Este anunciado proceso de devolver ciertas libertades usurpadas, sólo quedó con la evidencia de que el Estado acaparador rara vez reintegra lo que tomó para sí, en detrimento de sus ciudadanos.
En el campo de las libertades políticas el paso más significativo ha sido la firma de los Pactos económicos y sociales y la convención sobre los Derechos Civiles y Políticos, instrumentos claves de la ONU, respaldados por la mayoría de los gobiernos democráticos. Sin embargo, estos pactos no han sido aun ratificados y ni se ha modificado una sola ley para hacer coherente la legalidad cubana con los compromisos reflejados en estos documentos. En las cárceles más de doscientas personas cumplen condenas por motivos políticos, aunque oficialmente esta categoría no existe y estos prisioneros son reducidos a la condición de “asalariados del imperialismo”.
La indigencia material y la incapacidad de los ciudadanos de financiarse sus propios proyectos políticos ha lanzado a muchos a una nueva dependencia. Ante la imposibilidad de justificar el camino legal de ciertos recursos, todo el accionar cívico paralelo al Estado está marcado por el mismo grado de informalidad que el mercado negro. Delincuentes de la opinión o traficantes de ideas propias, así son tomados quienes se animan a desarrollar programas o crear organizaciones al margen de las restrictivas leyes.
La oveja que escapa
Con lo único que se puede amenazar a una oveja que quiere escapar, es con hacerla regresar al corral, pero ya no volverá a formar parte del rebaño. Porque el corral tiene límites físicos, alambradas y cerrojos, pero el rebaño es una abstracción matemática, un número que se deshace con la voluntad común de los participantes en la suma. Basta que un ciudadano renuncie a seguir pagando con libertad, lo que deberían ser derechos respetados, para que el incautador de su soberanía tenga que pasar de arrebatársela a comprársela. Tiene que prometerle mejores alimentos, un techo que no salga volando en un huracán o subsidios más jugosos, pero poco puede hacer si tiene las arcas vacías y no ha aprendido a crear riqueza para canjearlas por libertades.
Cada día son más las personas en Cuba desencantadas con el sistema socialista o con la pantomima conocida bajo ese título. En sentido inverso no ocurre ninguna conversión y ahora llevar una máscara se va convirtiendo en un desacierto. Hasta los oportunistas, con su fino olfato, empiezan a coquetear con los hipercríticos y cantan en el coro de los que demandan cambios. Aflora la conciencia de haber sido timado como pueblo y esto desemboca en manifestaciones de descontento y —lamentablemente— en la creciente sangría migratoria. Con subirse a un avión, muchos creen que pueden volver a recuperar todas esas libertades cedidas y robadas, mientras pocos se atreven a —desde aquí adentro— empujar los límites de lo permitido.
Una de las herramientas de recuperación de espacios de opinión la ha traído la tecnología, bajo el nombre de Internet. Aunque no resulta posible a un ciudadano común contratar este servicio en su domicilio y el precio de una hora de conexión en un lugar público excede lo que gana un trabajador promedio en dos semanas de salario, la red de redes se ha revelado como el único recurso mediante el cual una persona puede desde la isla dar a conocer sus opiniones al resto del mundo. El espacio virtual es hoy como el campo de prácticas, donde los cubanos vuelven a convivir con libertades olvidadas. El derecho a relacionarse, se encuentra en Facebook, Twitter y otras redes sociales, la compensación al delito de “asociación ilícita” que establece el código penal cubano.
En un periódico o revista impresos, en una estación de radio o en un programa de la televisión, todavía es imposible publicar opiniones que se salgan del trillado guión oficial, pero una vez conectados a Internet se abren muchas posibilidades. La más recurrida hasta ahora son los blogs independientes que con diferentes perfiles han empezado a aparecer. La mayor parte de los “lectores directos” están en el extranjero y desde donde estén envían los textos que prefieren a sus amigos y parientes en Cuba a través de correos electrónicos que luego se copian y multiplican. Los bloggers por su parte hacen copias en CDs de sus trabajos y hasta los distribuyen en memory flash. Las estaciones de televisión que se captan de forma ilegal a través de antenas parabólicas transmiten parte de estos textos y hacen entrevistas que dan a conocer las caras de los bloggers, de manera que en menos de un año se ha creado una comunidad de ciberdisidentes o blogostroikos, como también se les llama. Espacios como Voces cubanas o Desde Cuba, la revista digital Convivencia son un ejemplo vivo de esto. Para existir no necesitan de espacios autorizados, de ahí que sean parcelas de libertad que en lugar de recuperarse, se han creado.
El garrotero se declara en quiebra
Los procedimientos usados por el gobierno para secuestrar la libertad de los ciudadanos cubanos en estos cincuenta años han tenido al menos tres flancos: el policial, el ideológico y el económico. Estos tres métodos de reducción y desmantelamiento de derechos, no se han sucedido en un orden cronológico, sino que coexisten y se entremezclan. En el caso de la Isla, comenzaron a manifestarse desde los primeros años del triunfo revolucionario, aunque alguno ha vivido su momento de preponderancia con relación a los otros.
El truque de libertad por bienestar económico tuvo su mejor período cuando el apuntalamiento que llegaba desde el Kremlin permitía ofrecer a los incondicionales algo material a cambio de su lealtad. Esta compra y venta cayó en picada al unísono que el campo socialista se desmembraba y la economía cubana demostraba su dependencia y minusvalía. El intercambio que redundaba en mejorías materiales para los que cedían su libertad no resurgió una vez que la moneda recuperó su valor de cambio y el peso convertible desbancó a los méritos laborales y políticos.
A la ideología le ocurrió otro tanto. El descreimiento se extendió entre quienes habían apostado una vez por el sendero marxista para alcanzar un futuro de prosperidad e igualdad. Se hizo más difícil encontrar gente que cediera sus menguadas parcelas de derechos ciudadanos, bajo el influjo de una ideología que así se lo exigía. Quedaba entonces un solo tipo de permuta posible: la imposición.
Sin embargo, se entrega —sin pensar— la libertad por prebendas materiales o por ideologías en las que se cree, pero no se dan los derechos tan voluntariamente a un aparato represivo.
Cuando la coacción se convierte en el único modo de hacer ceder en cuanto a libertades, es fácil darse cuenta del cambalache desproporcionado que se ha estado imponiendo. Se descubre así el mecanismo de succión de derechos del que se ha sido víctima y la tendencia es a reaccionar a corto plazo y con vehemencia. Aunque la libertad interior del ser humano es inagotable, la que se dio en pago por un privilegio no puede ser recuperada, como el agua que el río aporta al mar. Sin embargo, siempre hay oportunidad de romper el contrato y tomar la decisión de pagar el precio.
Se ha declarado en quiebra el garrotero en el que se empeñó el accionar cívico, el derecho a asociarse, determinar el credo en el que crecerán los hijos, la posibilidad de entrar y salir libremente del país, la libertad de comprar una vivienda o rentar una habitación e incluso aquel que confinó —con prohibiciones— el potencial creativo y económico de toda una Nación. Eso es lo que ha ocurrido en la Cuba de hoy: donde ya no hay derechos que entregar como moneda de cambio, ni beneficios que obtener por esa compra y venta. Es el momento de caer en manos de otro prestamista o dejar —por una vez y para siempre— de manejar la libertad como moneda.