La banalidad del mal
Alfredo Bullard recuerda el trabajo de Hannah Arendt acerca del juicio de Adolf Eichmann e indica que la banalidad es más peligrosa que el mismo mal.
Por Alfredo Bullard
“La vida es muy peligrosa. No por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa”. La frase es de Albert Einstein. ¿La maldad se encuentra en las acciones? ¿O se encuentra en la indiferencia?
El fin de semana pasado fui al teatro a ver “El informe sobre la banalidad del amor”. La obra, excelentemente dirigida por Carlos Tolentino, relata una etapa crucial en la vida de Hanna Arendt: su romance con el filósofo Martin Heidegger. Muy recomendable no solo por la estupenda puesta en escena, sino por la historia misma. Dos de los filósofos alemanes más influyentes son amantes. Heidegger —el profesor— y Arendt —la alumna— se seducen mutuamente y viven un romance apasionado y contradictorio que es atravesado por el nazismo, la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto.
¿Es su amor verdadero amor? ¿Es mera admiración mutua por la inteligencia? ¿Es una historia sobre filosofía o sobre infidelidad? ¿Puede el amor entre una joven judía perseguida por los nazis sobrevivir a la afiliación de Heidegger al partido de Hitler?
El título de la obra parafrasea una de las ideas más polémicas de Hanna Arendt: la banalidad del mal. Fue contratada por la revista The New Yorker para cubrir el juicio a Adolf Eichmann, el infame criminal nazi a cargo de la logística del Holocausto. Secuestrado por el Mossad en Argentina, es llevado a Israel donde es juzgado.
Su análisis del juicio generó duras críticas, en especial de la propia comunidad judía a la que Arendt pertenecía. Ella esperaba encontrar en Eichmann la encarnación del mal. Un ser siniestro y demoníaco capaz de urdir una de las matanzas más espantosas de la humanidad.
Encontró algo totalmente diferente: un individuo común y corriente, arrastrado por las circunstancias, sin capacidad de pensar lo que estaba haciendo y sin motivo propio para hacerlo. No urdió el mal. Fue un instrumento mediocre, un ser banal sin mayor mérito o demérito. Como dice ella misma, los hechos no fueron realizados por “gánsteres, monstruos o sádicos furibundos, sino por los miembros más respetables de la honorable sociedad”. La banalidad es más peligrosa que la maldad misma, porque ni siquiera proviene de un auténtico juicio moral, sino de la falta de reflexión. Proviene del dejar de lado nuestra capacidad para ser personas.
Arendt no lo consideró inocente. Pensó que su ejecución fue justa. Pero su análisis fue leído como una justificación a sus acciones.
Incluso Arendt dijo que algunos líderes de la comunidad judía habían contribuido con su apatía o con sus actos a la dimensión que alcanzó el Holocausto. Su sugerencia, que hubo responsabilidad en algunas de las víctimas, desató iras y reacciones negativas (y muy duras) en su contra por parte de miembros de la misma comunidad judía.
Dos asuntos que destacar en Arendt. Primero su coherencia. Ni el verse expuesta a las espaldas de sus amigos (incluso los más cercanos) la hicieron traicionar su pensamiento. Mantuvo sus ideas. Más allá de si estaba o no en lo cierto, su honestidad intelectual no pudo ser derrotada por las críticas más duras ni los insultos más hirientes. Puro poder propio.
En segundo lugar, su concepto del mal como consecuencia no de malvados sino de seres comunes y corrientes que renuncian a ser personas es sugestiva y de gran capacidad explicativa. Es la renuncia a la culpa individual y la sustitución por una culpa colectiva. Pero, como ella dice, la responsabilidad es siempre individual.
Decía que “bajo las condiciones de la tiranía, es más fácil actuar que pensar”. Finalmente, la razón y la reflexión nos dan humanidad. La acción irreflexiva es propia de seres banales y pusilánimes. Pero son estos los que pueden darle a la maldad dimensiones catastróficas.
Cuando se coimea a un policía, o siendo juez o árbitro se recibe un pago por una decisión, o cuando mentimos para sacar más votos, o matamos en nombre de la supervivencia de la sociedad poniendo los medios delante de los fines, la banalidad con la que actuamos es signo de que somos incapaces de juzgarnos moralmente. En estas épocas de definiciones, dejar pasar la maldad por delante es convertirse no solo en cómplice, sino en malvado.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 6 de junio de 2016.