Juanito el borracho
Alfredo Bullard explica que como el Estado peruano malgasta el dinero de los contribuyentes es necesario que "quien cree impuestos no sea el propio alcohólico [el Estado], sino alguien distinto".
Por Alfredo Bullard
Juanito es alcohólico. Todo lo que gana se lo gasta en trago. Desatiende a su familia para alimentar su vicio. Su sueldo es pagado por los vecinos de su barrio, quienes contribuyen a su manutención. Pero además, por una extraña circunstancia, Juanito tiene una facultad especial: puede fijar su propio sueldo. Él lo fija, otros lo pagan.
¿Se imagina el resultado? Una vez que se revienta el sueldo en alcohol, acto seguido se sube el sueldo y sigue bebiendo. Juanito es, literalmente, un barril sin fondo. Los bolsillos de los vecinos sufren las consecuencias.
Los vecinos tienen claro que eso debe cambiar. Entonces deciden que ya no será Juanito el que se fije su sueldo, sino una asamblea de los vecinos. Así los que pagan evitan tener que financiar un vicio sin fin.
La asamblea se reúne. Y alguien tiene de pronto una idea “brillante”: ¿Por qué no le delegamos a Juanito la facultad de la asamblea de vecinos de fijarle el sueldo?
¿Se da cuenta del absurdo? Regresamos al principio. Se quería evitar que el alcoholismo de Juanito se agrave fijándole el sueldo y acto seguido le delegan la facultad de fijar su sueldo. Colocan “al gato de despensero”.
¿Le suena conocido? Está en los periódicos. Juanito es el Estado que pide al Congreso que le delegue facultades para subir lo que nos cobra por impuestos.
En sus orígenes, en los estados monárquicos, el rey para financiar sus actividades podía crear impuestos. No tenía límites a esa facultad. Los impuestos eran desproporcionados y no paraban de crecer y se dilapidaban en banquetes cortesanos y en guerras absurdas.
Como Juanito, o los monarcas medievales, el Estado Peruano malgasta su sueldo: gasto público desmedido e ineficiente, burocracia, corrupción. Es un vicio que le cuesta controlar. Y para tapar el hueco, en lugar de ir a “alcohólicos anónimos” para reformarse (modernizándose, reduciendo trámites, mejorando controles contra la corrupción y evitando gasto absurdo), nos cobra más.
Para evitar que ello pase, los vecinos establecen una asamblea para aprobarle el sueldo y evitar el malgasto de recursos. Así nace el constitucionalismo moderno y las primeras expresiones del principio de división de poderes en Inglaterra. Esa asamblea se llama Congreso y su rol principal es precisamente que quien cree impuestos no sea el propio alcohólico, sino alguien distinto.
Esto se puede apreciar en una película de Ridley Scott, “Robin Hood”, en la que se ve al mítico personaje luchando para que se reduzcan los impuestos y se establezcan controles por asambleas de contribuyentes. Juan sin Tierra representa al Estado despilfarrador y el ‘sheriff’ de Nottingham representa a la Sunat, convertida en el brazo que esquilma a los ciudadanos. Robin Hood no les robaba a los ricos para dárselo a los pobres. ‘Robaba’ al Estado para devolvérselo a los contribuyentes.
Delegar facultades para legislar en materia tributaria es renunciar a la esencia del principio, dándole al alcohólico el poder de decidir cuánto va a gastar en trago. Así nunca se curará.
El Estado nos ha hecho creer que los impuestos son intrínsecamente buenos. La Sunat promueve que los paguemos con lindas propagandas en las que se muestran carreteras, hospitales, colegios y niños sonriendo, acompañados con frases como “Un contribuyente informado es un contribuyente que cumple”. Pero en realidad, para que no sea publicidad engañosa, debería mostrarnos imágenes de las colas y la burocracia en los ministerios, huecos en las calles, niños desnutridos y hacernos escuchar o ver un par de ‘petroaudios’ o algunos ‘vladivideos’. Allí se ve dónde terminan buena parte de nuestros impuestos. A ver si al contribuyente informado le quedan ganas de cumplir.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 2 de junio de 2012.