Juan Pablo II y el capitalismo
Por Lorenzo Bernaldo de Quirós
La Iglesia católica y las demás confesiones cristianas no han tenido ni tienen una doctrina económica detallada, análoga a la que han tenido, al menos en algunas épocas, el judaísmo y el islamismo. Pero el cristianismo se ha inclinado hacia ciertas soluciones de los problemas económicos.
Las encíclicas pontificias y muchos textos de autoridades religiosas católicas se han opuesto por lo general al predominio de uno de los dos principios de organización social: el mercado y la planificación central. Antes del pontificado de Juan Pablo II, la corriente central del pensamiento católico condenó sin paliativos el socialismo pero mantuvo una posición muy crítica frente al capitalismo. La elevación del cardenal Wojtyla al solio pontificio constituyó un cambio decisivo en esa situación, ya que supuso la reconciliación entre la economía de mercado y la doctrina social de la iglesia.
Sería absurdo y falso convertir al Pontífice recién desaparecido en un campeón del liberalismo económico. Sin embargo, su experiencia vital en la Polonia, sometida a un régimen comunista, le llevó a tener una visión clara de los fallos de las economías planificadas y, lo que es más importante, de su radical contradicción con la naturaleza y con la dignidad del hombre. En este contexto, el socialismo constituía una violación de la moral natural no sólo de los católicos o de los cristianos, sino de todos los seres humanos. Este mensaje es uno de los ejes básicos de su pontificado y uno de los elementos que dieron universalidad a los diferentes pronunciamientos de Juan Pablo II, una de las personalidades que más ha contribuido a extender las fronteras de la libertad.
Aunque la Iglesia no propone sistemas o programas económicos o sociales concretos, sí considera básico que éstos deben respetar y promover la dignidad humana. Por eso tiene una palabra que decir en esos asuntos y a ese fin utiliza su doctrina social. En este marco, la encíclica Sollicitudo rei Socialis (1987) proclamó “el derecho fundamental de la persona a la iniciativa económica” y la calificó como el segundo más importante después de la libertad religiosa. Este fue el mayor reconocimiento de la función empresarial realizado hasta ese momento por el pensamiento social de la Iglesia Católica y se hizo con una terminología similar a la utilizada por la praxeología misiana. En ese texto, ese derecho se describía como una vocación y una virtud. El Papa sugería que el hombre está llamado a ser cocreador en el campo económico.
En la encíclica Centesimus Annus (1991), Juan Pablo II se movió más allá de la defensa de la libertad humana ejercida en el ámbito de la economía para definir una teoría de las instituciones necesarias para su florecimiento. En el número 42 del Capítulo IV de ese texto, el Papa se pregunta: “¿Se puede decir quizá, que después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que traten de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del progreso económico y civil?”. La respuesta papal es sí, si por capitalismo se entiende el sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada de los medios de producción y de la libre creatividad humana.
En esa línea, Juan Pablo II era contrario a un capitalismo sin reglas, es decir, desprovisto de un sólido contexto jurídico puesto al servicio de la libertad humana integral, considerada desde una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso. Esta concepción se entronca con una larga tradición liberal que va de Adam Smith a la Nueva Economía Institucional pasando por Hayek y los teóricos alemanes de la economía social de mercado. En la práctica, el Papa Wojtyla planteaba una estructura social tripartita compuesta por un sistema político libre, una economía de mercado y una cultura de libertad, muy parecida a la planteada por Novak en The Catholic Ethic and the Spirit of Capitalism (Free Press, 1993).
En la Centesimus Annus, Juan Pablo II señaló tres límites morales a la economía de mercado: a) Muchas necesidades humanas no pueden ser atendidas por el mercado ya que le trascienden; b) algunos bienes no pueden ser comprados y vendidos; c) algunos grupos de gente no tienen recursos para entrar en el mercado y necesitan ser asistidos al margen de él. Lo que en todo caso no implica crear un extenso Welfare State.
En el mismo sentido, el Papa fue partidario de una economía mundial abierta. Consideraba los aranceles proteccionistas una expresión del egoísmo colectivo. Estimaba que los países desarrollados deben ayudar al desarrollo de los pueblos que lo están menos pero que la “autoayuda” no puede ser sustituida por ninguna ayuda exterior o que el capital humano es la fuente de la riqueza de las naciones. Su doctrina social estaba llena de sentido común de una concepción moderna de la economía. Con Juan Pablo II desaparece el Papa que más contribuyó a reconciliar la doctrina social de la Iglesia Católica con la libertad económica. Una ínfima pero importante aportación de su inmenso legado.