El humor es esencial para la libertad de expresión
Flemming Rose, el editor del diario danés que publicó las controversiales caricaturas del Profeta Mahoma, dice que "Históricamente, la tolerancia y la libertad de expresión se han necesitado mutuamente en lugar de estar en conflicto".
Por Flemming Rose
Este es un extracto del libro The Tyranny of Silence (Cato Institute, 2014). Aquí puedes descargarlo en formato PDF.
Es una mañana de 2009, y estoy parado en la ducha en una habitación de hotel en Lyon. Se escuchan las gotas de lluvia caer sobre la ventana; al final de una calle estrecha, justo puedo ver uno de los dos ríos que fluyen a través de la ciudad.
En una hora, me esperan en el municipio para participar en un conversatorio organizado por el periódico francés Libération acerca de los retos a la libertad de expresión en Europa. He estado haciendo mucho de esto durante los últimos años. Ayer, estuve en París. Antes de eso esta semana, estuve involucrado en un álgido intercambio en una conferencia en Berlín acerca de los musulmanes y el Islamismo en la prensa europea.
Conforme empecé a hablar, un miembro de la audiencia se paró, se acercó al panel, y en una voz temblorosa con furia demandó saber quién me había dado el derecho de hablarle a musulmanes como ella acerca de la democracia. Luego se volcó hacia los organizadores, y furiosamente preguntó que cómo podían ellos alguna vez considerar invitar a alguien como yo, y luego salió del cuarto.
Adonde quiera que voy, parece que provoco controversia. En las universidades estadounidenses, he sido recibido con carteles y estudiantes protestando en contra de mi presencia. Cuando estaba planificada una presentación mía en una universidad en Jerusalén, una manifestación clamaba por que se cancele mi presentación.
Cuando hablé acerca de la libertad de expresión en una conferencia de UNESCO en Doha en la primavera de 2009, la prensa local me denominó como el “Satán Danés”, las autoridades fueron inundadas de correos electrónicos furiosos y el Ministerio de Asuntos Internos estableció una línea de emergencia para recibir las quejas de ciudadanos que se oponían incluso a que se me permitiera ingresar al país.
En la primavera de 2006, fui invitado por la Unión de Oxford para participar en una discusión acerca de la libertad de expresión, la democracia, y el respeto por los sentimientos religiosos. Ese cuerpo está acostumbrado a la controversia. No obstante, mi visita se convirtió en lo que la prensa local dice que fue la mayor operación de seguridad que la ciudad había tenido desde que Michael Jackson la visitó en 2001.
Cuando fui invitado a un foro de la Asociación Mundial de Periódicos en Moscú hace algunos años, las autoridades rusas cortésmente aunque firmemente implicaron que a ellos les gustaría que no asistiera. No comprendí totalmente sus sutiles señales, entonces fui a Moscú sin estar consciente de esto. Desde ese entonces, no he logrado obtener una visa, aunque estoy casado con una rusa y viví en Moscú 12 años como corresponsal cuando estaba gobernada por el régimen soviético. Durante esa época, aunque claramente era anti-comunista y abiertamente socializaba con disidentes, las visas nunca fueron un problema.
Puedo continuar citando incidentes similares, pero, ¿cuál sería el propósito de eso? En esta mañana de otoño, la película parece estar más clara. Me he vuelto una figura que muchos aman odiar. Algunos quisieran verme muerto. Me he roto la cabeza tratando de entender por qué. No soy por naturaleza una persona provocativa. No busco los conflictos por su propia naturaleza, y no me agrada cuando la gente se ofende por las cosas que he dicho o hecho.
Sin embargo, he sido denominado por muchos como un agitador irresponsable que no le presta atención a las consecuencias de sus acciones.
¿Cómo sucedió eso? Para el mundo, soy conocido como el editor del periódico danés Jyllands-Posten. En septiembre de 2005, comisioné y publiqué una serie de caricaturas acerca del Islam, instigado por mi percepción de auto-censura en la prensa europea. Una de esas caricaturas, dibujada por el artista Kurt Westergaard, mostraba al profeta musulmán Mahoma con una bomba envuelta en su turbante. Entre las otras caricaturas que publicamos estaba otra que se burlaba del periódico e incluso de mi mismo por comisionar dichas caricaturas, pero fue la imagen de Westergaard la que cambiaría mi vida.
La Crisis de las Caricaturas, como se conoció a este incidente, escaló hasta convertirse en un alboroto internacional, conforme los musulmanes alrededor del mundo salieron a chorros en protestas. Las embajadas danesas fueron atacadas y más de 200 muertes fueron atribuidas a las protestas. Llegué a simbolizar uno de los asuntos característicos de nuestra era: la tensión entre el respeto por la diversidad cultural y la protección de las libertades democráticas. Mi libro es un intento de reconciliar ese simbolismo público con mi historia personal.
¿Cómo es que la publicación de unas pocas caricaturas provoca un alboroto tan extremo que, cinco años después, todavía estoy lidiando con esto? Como sucede con la mayoría de los eventos monumentales, parece que no hay una explicación sencilla. Algunos creen que mi periódico, Jyllands-Posten, es el principal responsable del alboroto, mientras que otros señalan a los imanes daneses que viajaron alrededor del Oriente Medio para instigar la opinión de los musulmanes.
Algunos creen que el Primer Ministro danés Anders Fogh Rasmussen es el villano principal porque no criticó las caricaturas y se negó a discutirlas con los embajadores de los países musulmanes. Incluso otros sienten que la Organización de la Conferencia Islámica jugó un papel decisivo orquestando un conflicto para promover la visión bien específica que sostiene ese cuerpo de los derechos humanos, que comprende un esfuerzo para criminalizar las críticas del Islam en virtud de la vaga etiqueta “Islamofobia”.
Muchos dicen que países como Egipto, Arabia Saudita y Paquistán se aprovecharon de las caricaturas para distraer la atención de sus problemas domésticos. Todavía otros ven el conflicto como parte de una lucha más amplia entre el Islam y Occidente, explotado por los musulmanes radicales para alentar a sus seguidores en el camino hacia una guerra santa. Finalmente, hay otros que culpan la no-creencia secular de la mayoría de los daneses por no lograr comprender las sensibilidades religiosas de los musulmanes.
Aún cuando las caricaturas fueron concebidas en un contexto danés y europeo, el debate es global. Concierne asuntos fundamentales para cualquier tipo de sociedad: la libertad de expresión y de religión, la tolerancia e intolerancia, la inmigración y la integración, el Islam y Europa, las mayorías y las minorías y la globalización, para nombrar tan solo unos cuantos temas.
¿Qué haces cuando de repente todo el mundo está encima tuyo? ¿Cuándo un malentendido conduce a otro? ¿Cuándo lo que has dicho y hecho tiene al mundo furioso e indignado? ¿Qué le dices a la gente que pregunta cómo puedes dormir en la noche cuando cientos de personas han muerto gracias a lo que tu has hecho?
¿Qué dices cuando eres acusado de ser racista o fascista, y de querer iniciar la próxima guerra mundial?
Durante los últimos cinco años, he gastado la mayor parte de mi energía tratando de abordar y comprender las críticas que se han dirigido a mi periódico y a mi persona. Físicamente y mentalmente, esta ha sido una aventura ardua: educativa, pero a veces abrumadora.
He conversado con personas de todo el espectro político, con amigos y enemigos, creyentes y no creyentes de todos los colores. Lo raro es que las líneas divisorias entre nosotros no coinciden con los tipos de categorías políticas, religiosas, culturales, o geográficas que uno podría esperar. No digo que la mayoría de los musulmanes han estado de mi lado, pero algunos han respaldado la publicación de las caricaturas, mientras que otros cristianos y ateos las han condenado firmemente. He reunido un archivo enorme de comentarios y análisis de alrededor del mundo acerca de la Crisis de las Caricaturas. Primero, quería documentar que yo tenía razón y que otros estaban equivocados. Pero a lo largo del camino, me di cuenta de que yo necesitaba mirar hacia adentro, para reflexionar acerca de mi propia historia y mi pasado. ¿Por qué era este debate tan importante para mi? ¿Por qué me fue posible casi desde el principio, y casi de manera instintiva, identificar el asunto medular?
¿Por qué el principio abstracto de la libertad de expresión resultaba más aparente para mi que para otras personas?
Es cierto que tengo opiniones firmes cuando se tratan ciertos asuntos. Pero no soy una persona que adopta una posición instantánea sobre casi cualquier cosa. Soy un escéptico por naturaleza. Reflexiono a profundidad y me pierdo en distintos niveles de significados y en los muchos lados de un asunto.
No veo esta característica como un defecto: esta es la condición del hombre moderno y de hecho es la fortaleza esencial de las democracias seculares, que están fundadas sobre la idea de que no hay un monopolio de la verdad.
La duda es el germen de la curiosidad y de los cuestionamientos críticos, y para poder dudar hay que tener una auto-estima sólida, un coraje que deja espacio al debate. Por supuesto, la duda de ninguna manera es siempre algo bueno. Cuestionar todo puedo conducir a un punto en el que ya parecen no existir verdades y todo parece ser igual de bueno o malo.
En un mundo de tal relatividad, no hay una diferencia fundamental entre un prisionero en un campo de concentración y el régimen que lo encarcela, entre el perpetrador y la víctima, o entre aquellos que los defienden y quienes suprimen su libertad.
Esa dimensión existencial de que la política viene primero se volvió evidente para mi cuando viajé a la Unión Soviética como estudiante en 1980. No tenía nociones previas ni firmes acerca del país; la política era algo secundario durante mi juventud. Lo que me interesaba más eran los retos más esotéricos de la filosofía, y estaba ansioso de aprender más acerca de la cultura rusa. Mucho tiempo pasó antes de que empecé a derivar conclusiones.
Conocí a mi esposa ese primer año en Moscú y luego pasé una década allí como un corresponsal basado en Moscú. A lo largo de los años, la gravedad de la vida gradualmente se volvió evidente para mi.
Creciendo en Dinamarca en los sesentas y setentas durante una época de rebeliones juveniles, yo estaba naturalmente empapado de la atmósfera de libertad y comunidad. En ese entonces me di cuenta de que la libertad no se puede dar por sentada. La gente pagaba un alto precio por expresar sus opiniones. Las palabras importaban mucho —involucraban consecuencias. La gente tenía tanto miedo que la censura oficial era casi una ocurrencia tardía. Allí reinaba una tiranía del silencio.
Todas las historias empiezan y terminan con individuos, sus opciones y sus decisiones. Cuando entrevisté al autor Salman Rushdie en 2009, él articuló el problema con el que yo había luchado durante la Crisis de las Caricaturas.
Se me hizo difícil aceptar el hecho de que otros estaban contando mi historia e interpretando mis motivos sin saber quién era yo, o al menos eso sentía yo.
Cuando hablamos, Rushdie observó que desde la niñez, utilizamos la narración de historias como una forma de definirnos y comprendernos. Es un fenómeno que se deriva de un instinto del lenguaje, que es universal e inherente en la naturaleza humana. Cualquier intento de restringir ese impulso no es solo censura o una violación política de la libertad de expresión; es un acto de violencia en contra de la naturaleza humana, un asalto existencial que convierte a las personas en algo que no son.
En la sociedad abierta, la historia progresa a través del intercambio de nuevas narrativas. Considere la esclavitud en EE.UU., el nacional-socialismo en Alemania y el comunismo en el bloque oriental de Europa, cada uno de ellos superado por cuestionamientos a la manera tradicional de contar la historia.
En las sociedades cerradas, la narrativa es dictada por el Estado y el individuo es reducido a un objeto silencioso y pasivo. Las voces disidentes son castigadas y censuradas.
En una democracia, nadie puede decir que tiene el derecho exclusivo a contar ciertas historias. Eso significa, para mi, que los musulmanes tienen el derecho a contar bromas e historias críticas de los judíos, mientras que los no creyentes pueden criticar al Islam de cualquier forma que deseen hacerlo. Los blancos se pueden reír de los negros, y los negros de los blancos.
Sostener que solo las minorías pueden contar chistes acerca de sí mismos, o criticar otras minorías, es tanto groseramente discriminatorio como tonto. Siguiendo este razonamiento, solo los Nazis podrían criticar a los Nazis, dado que en la Europa actual ellos son una minoría perseguida y marginalizada.
Hoy, una mayoría del mundo se opone a la circuncisión de las mujeres, a los matrimonios forzados y a los rituales de violencia en contra de las mujeres. ¿Deberíamos ser incapaces de criticar culturas que todavía se adhieren a esas prácticas porque son minorías?
Mis experiencias han confirmado mi creencia básica de que las personas tienen mucho más en común de lo que sea que las divide.
Según algunos de los multiculturalistas militantes de Europa, la respuesta es que si. Pero la gente en las democracias no debería ser obligada a vivir dentro de cámaras de eco dentro de las cuales los que piensan igual suelen únicamente reafirmar sus propias opiniones. Es vital traspasar fronteras entre grupos de la sociedad a través del diálogo, y es importante ser expuestos a las opiniones y creencias de otros. La gente que habla entre sí, intercambia opiniones, y cuenta historias distintas cambiarán mutuamente su forma de pensar.
Rushdie me contó que el conflicto sobre el derecho de contar determinada historia estuvo en el centro de su propia controversia sobre la libre expresión. Él dijo:
“La única respuesta que puedo dar desde mi lado de la mesa es que todas las personas tienen el derecho de contar su historia en la forma que deseen contarla. Esto tiene que ver con el tipo de sociedad que queremos. Si usted desea vivir en una sociedad abierta, resulta que la gente hablará acerca de las cosas de distintas maneras, y algunos de ellos ofenderán a otros y provocarán furia. La respuesta a esta cuestión es evidente: de acuerdo, no te gusta, pero hay muchas cosas que a mi tampoco me gustan. Ese es el precio de vivir en una sociedad abierta. Desde el momento que se empieza a hablar acerca de limitar y controlar ciertas expresiones, se entra a un mundo en el que la libertad ya no reina, y desde ese momento, estás solo discutiendo qué nivel de anti-libertad quieres aceptar. Ya has aceptado el principio de no ser libre”.
Las palabras de Rushdie llegaron en el momento oportuno para mi. Abrieron mis ojos y me ayudaron a definir mi propio proyecto.
Tenemos el derecho a contar cualquier historia que deseemos acerca de las caricaturas de Mahoma. Por lo tanto, el libro que he escrito no intenta cubrir cada aspecto de lo que sucedió. Estoy totalmente consciente de que otras versiones existen que no son menos ciertas que la mía; en algunos casos, incluso puede que sean más completas.
Simplemente estoy recontando los eventos como yo los experimenté y otras historias que considero relevantes para esa experiencia.
Mi misión personal es crear coherencia y significado de los eventos que han ocupado mucho espacio en mi propia vida y en las vidas de muchos otros desde septiembre de 2005.
Así que el libro también es acerca de mis propios valores, acerca de las cosas que son importantes para mi —los libros que he leído, los países que he visitado. El libro trata de posicionar la experiencia individual dentro de la perspectiva más amplia, de explorar la relación entre mi historia y la Crisis de las Caricaturas como una serie de eventos que se dieron alrededor del escenario global.
En el espacio entre la perspectiva más amplia y la pequeña se encuentra la respuesta a mi conflicto —la imagen que tengo de mi mismo como una persona a la que no le agradan los conflictos— en contra de la visión más amplia y global que me percibe como un agitador peligroso e irresponsable.
Así que considero las fuerzas históricas que han formado mis actitudes, la historia europea y sus grandes debates acerca de asuntos como la fe y la duda, el conocimiento y la ignorancia, que han formado la misma noción de tolerancia.
Mis experiencias han confirmado mi creencia básica de que la gente tiene mucho más en común de lo que se creería, sin importar lo que sea que los divide. Las diferencias aparentes de cultura, religión e historia son factores significativos, pero de ninguna manera son constantes; estos cambian, así sea lentamente.
Considere a países como España, Grecia, Portugal, Corea del Sur, Chile y Sudáfrica: hasta hace unas cuantas décadas, unos regímenes autoritarios y opresivos los gobernaban; ahora, estas son sociedades abiertas y constitucionales. Dichos ejemplos muestran que deberíamos ser renuentes a descartar cualquier cultura como inherentemente incompatible con la libertad y con la democracia.
La actual discusión acerca del Islam y los musulmanes me recuerda del debate acerca del comunismo y los rusos soviéticos durante la Guerra Fría. En ese entonces, muchas veces se decía que mientras que en Occidente enfatizábamos la libertad y los derechos del ciudadano, en Europa Oriental, más peso se le daba a los derechos sociales —el derecho a trabajar, a una vivienda y a salud y educación gratuitas.
La diferencia se presentaba como algo inherentemente cultural; de manera que una crítica del bloque soviético por violaciones de derechos civiles era una expresión del imperialismo occidental. Vi un sentimiento paralelo surgir frente a la Crisis de las Caricaturas: una voluntad a comprometer lo que nosotros en Occidente consideramos derechos fundamentales debido a unas supuestamente inextricables “diferencias culturales”.
Mi impresión era que mis amigos y conocidos en la Rusia Soviética querían ese tipo de libertad constitucional e igualdad implicadas en la noción de los derechos humanos universales. Pero muchos académicos en Occidente aceptaron la premisa de que los rusos eran fundamentalmente distintos a la gente en Occidente; por lo tanto, en cuanto a cómo ese gobierno trataba a su gente, el régimen soviético no podía ser juzgado según los estándares occidentales.
Esa noción explica por qué fueron totalmente incapaces de prever el colapso del régimen luego de una revuelta popular: para justificar su premisa dudosa, aquellos académicos se vieron obligados a marginalizar al movimiento soviético a favor de los derechos humanos y a otros grupos disidentes. Ellos decían que dichos grupos solo eran manipulados por Occidente como parte de una maniobra política a escala global.
Exactamente lo mismo se dice ahora acerca de los activistas de derechos humanos y críticos del Islam en el mundo musulmán. Es cierto que unas verdaderas incompatibilidades y disparidades de cultura entre el mundo musulmán y Europa se volvieron evidentes durante el conflicto.
La verdad, sin embargo, es que esto no se sabrá realmente mientras que a la población se le continúe prohibiendo hablar libremente y sin miedo a represalias. Existen fuerzas librepensadoras en el mundo musulmán, clamando por el libre ejercicio de la religión y por la libertad de expresión. Eso fue confirmado durante las rebeliones a lo largo del mundo árabe en 2011.
Mientras que la Crisis de las Caricaturas se desenvolvía, varios editores de periódicos y revistas fueron arrestados, y sus oficinas fueron cerradas porque habían publicado las caricaturas —porque, aunque las pudiesen haber considerado de mal gusto, creían que sus lectores debían tener la oportunidad de formarse sus propios criterios acerca de las ahora infames caricaturas.
Una de esas personas, Jihad Momani, el editor principal del semanario jordano Shihan, escribió lo siguiente en referencia un ataque terrorista en tres hoteles en Amman en noviembre de 2005: “Musulmanes del mundo, sean sensatos...¿Qué es más perjudicial para el Islam? Estas caricaturas, las imágenes de un secuestrador cortándole la garganta a su víctima en frente de una cámara, o un terrorista suicida reventándose así mismo en un matrimonio en Amman?”
Noto, también, que una considerable porción de la población iraní rechazó una interpretación musulmana de “derechos constitucionales” presentada ante las elecciones de 2009, y muchos iraníes en Occidente respaldaron activamente a Jyllands-Posten durante la Crisis de la Caricatura. Ellos sabían por experiencia lo que estaba en juego si la censura de la sátira religiosa y de la crítica era aceptada.
La Crisis de las Caricaturas provee una mirada hacia el tipo de mundo que nos espera en siglo 21. Fue una crisis acerca de cómo co-existir en un mundo en el que los viejos límites se han derrumbado. Hoy, las sociedades en todas partes se están volviendo más multiétnicas, multiculturales, y multi-religiosas. Y por primera vez en la historia, una mayoría de la población del mundo ahora habita áreas urbanas.
Cada vez más, vivimos junto a personas que son distintas a nosotros. El riesgo de ofender a alguien, de decir o hacer algo que excede los límites de alguien, cada vez está aumentando. Además, los avances en las tecnologías de comunicación han significado que eventos incluso en las regiones más remotas del mundo ya no son percibidos como algo distante. Toda noción de contexto desaparece. Todo lo que aparece en Internet aparece en todas partes. Para el humor y la sátira en particular, la pérdida de contexto abre la puerta a una serie de potenciales malos entendidos y fuentes de ofensas.
Así fue que en 2006 las autoridades iraníes exigieron una disculpa por un dibujo satírico del periódico alemán Der Tagesspiegel,que mostraba a los jugadores iraníes de fútbol con bombas amarradas y siendo observados por soldados alemanes. El texto que acompañaba la caricatura decía “Las fuerzas armadas alemanas definitivamente deberían ser desplegadas durante la Copa Mundial”.
La broma tenía como objetivo de la burla a los políticos alemanes que querían patrullar el torneo que se estaba dando en Alemania. Pero el liderazgo religioso de Irán vio las cosas de otra forma. Cócteles Molotov fueron lanzados a la embajada alemana en Teherán, mientras que el artista responsable por el trabajo fue obligado a esconderse debido a amenazas de muerte.
Otro periódico alemán una vez imprimió una caricatura burlándose de las partes privadas del heredero al trono japonés —algo impensable en Japón, donde la familia real es casi religiosamente venerada.
Los comediantes muchas veces están profundamente conscientes de la delgada línea entre la provocación peligrosa y la perjudicial. Durante un show de televisión en vivo en 2006, el comediante noruego Otto Jespersen prendió en fuego el Testamento Antiguo en el pueblo de Ålesund, una bastión importante de la religión cristiana. Después, cuando se le pidió que haga lo mismo con una copia del Corán, Jespersen no aceptó hacerlo, bromeando que preferiría vivir más allá de una semana.
Parecería que la cristiandad estaba siendo tratada de manera preferencial. ¿O era acaso el Islam? En cualquier caso, el primer ministro noruego guardó silencio frente a la quema pública del libro sagrado de la cristiandad —lo cual me parece bien, pero entonces, ¿por qué le pareció tan necesario condenar a un pequeño periódico noruego cuando este reprodujo las caricaturas de Mahoma?
Creo que se la respuesta a eso. Pero en septiembre de 2005 ciertamente no la conocía, y esta es una de las razones por las que Jyllands-Posten y yo decidimos llamar la atención al asunto de la auto-censura en el debate público acerca del Islam.
Si creemos en la igualdad, parece que hay dos respuestas disponibles a las amenazas en contra de la libertad de expresión. Una opción es, básicamente, “Si aceptas mis tabúes, yo aceptaré los tuyos”. Si un grupo quiere protección en contra del insulto, entonces todos los grupos deberían ser protegidos.
Si negar el Holocausto o los crímenes del comunismo está prohibido por ley, entonces publicar caricaturas mostrando al profeta musulmán también debería estar prohibido. Pero esa opción puede salirse de las manos: antes de que nos demos cuenta, difícilmente se podrá decir algo.
La segunda opción es decir que en una democracia, no hay “el derecho a no ser ofendido”. Como todos somos diferentes, el reto entonces es formular límites mínimos a la libertad de expresión que nos permitan co-existir en paz. Una sociedad que comprende muchas culturas diferentes debería tener más libertad de expresión que una que es significativamente más homogénea.
Esa premisa parece evidente para mi, aún así la convicción opuesta es ampliamente compartida, y ahí es donde la tiranía del silencio se encuentra. En estos momentos, la tendencia en Europa frente a la creciente diversidad es limitar la libertad de expresión, mientras que EE.UU. sostiene una larga tradición que se dirige en la dirección contraria.
Luego del colapso del Bloque Oriental del Europa, muchos países europeos han prohibido la negación del Holocausto, por ejemplo, y parece que EE.UU. estará cada vez más solo con su tradición de respetar una libertad de expresión casi absoluta respecto de esta cuestión.
Mi opinión personal es que los estadounidenses tienen la razón. La libertad y la tolerancia son, para mi, dos lados de la misma moneda, y ambas están bajo presión. Como señalé anteriormente, el mundo está atravesando un cambio rápido. Nunca ha sido más fácil ser ofendido, o incluso más popular: muchos han desarrollado sensibilidades tan exquisitas que se han vuelto excesivas.
Uno casi se siente tentado a pedirle a los Estados de Bienestar de Europa que gasten algo de dinero, no en la “capacitación de sensibilidad” —aprender qué es lo que no se debe decir— sino en capacitación para ser menos sensible: para aprender a tolerar. Es que si la libertad y la tolerancia han de tener una oportunidad de sobrevivir en el mundo nuevo, todos necesitamos desarrollar una piel más gruesa.
Algunos regímenes, incluyendo a Rusia, China, algunas ex repúblicas soviéticas y varios gobiernos musulmanes, claman en las Naciones Unidas y otros foros internacionales por leyes que prohíban el discurso ofensivo. De manera perversa, aunque tales leyes muchas veces son propuestas en nombre de las minorías, en la práctica, son utilizadas para silenciar a críticos y perseguir minorías.
Desafortunadamente, tales peticiones son escuchadas en la comunidad internacional. Sus proponentes están preparados para sacrificar la diversidad en la expresión en nombre de respetar la diversidad de cultura, una contradicción que ellos claramente no logran percibir.
Ellos sienten que lograrán más armonía social manteniendo un balance delicado entre la tolerancia y la libertad de expresión —como si las dos fuesen opuestos.
Pero la tolerancia y la libertad de expresión se fortalecen así mismas. La libertad de expresión tiene sentido únicamente en una sociedad que ejerce un alto grado de tolerancia con quienes no está de acuerdo. Históricamente, la tolerancia y la libertad de expresión se han necesitado mutuamente en lugar de estar en conflicto. En una democracia liberal, las dos deben estar estrechamente enlazadas.
Mi libro comprende nueve capítulos adicionales. Tres de ellos consisten en gran medida de entrevistas con individuos que de una u otra forma han estado cerca de la Crisis de las Caricaturas, y quienes explicaron algunos de sus aspectos más importantes. La primera persona entrevistada es una mujer española cuyo esposo fue asesinado en un ataque terrorista en Madrid en marzo de 2004, y quien después apareció en el juicio de los perpetradores con una camiseta de la caricatura de Kurt Westergaard de Mahoma con una bomba en su turbante.
Después, hablo con Westergaard acerca de su niñez, su pasado, y su trabajo, todo esto en el contexto de la historia de Dinamarca con la libertad de expresión y la censura. Incluyo una entrevista que realicé en un centro de detención al sur de Copenhague con Karim Sørensen, un joven tunecino que en febrero de 2008 fue detenido por la policía danesa bajo la sospecha de planificar el asesinato de Kurt Westergaard. Como musulmanes, Karim Sørensen y dos de sus asociados se sintieron ofendidos por la representación que había hecho Westergaard del Profeta.
Yo entrelazo mi propia versión de la Crisis de las Caricaturas y de los eventos antes y después de la publicación de las caricaturas en septiembre de 2005 con la historia de algunos límites que han sido impuestos sobre la libertad de expresión. Observo los esfuerzos realizados hoy para re-establecer los denominados códigos de violación: la legislación de blasfemia, las leyes en contra de la incitación al odio o a la discriminación o que criminalizan la negación o trivialización del genocidio o de determinados eventos históricos.
Considero mis encuentros con los disidentes rusos en la Unión Soviética. En mi opinión, la historia de la disidencia rusa es altamente relevante para la Crisis de las Caricaturas —aún cuando la Unión Soviética ya no existe, y la Guerra Fría se acabó hace mucho— porque siento que refleja el surgimiento de nuevas comunidades disidentes dentro del Islam. En el libro también están incluidas entrevistas que realicé a Ayaan Hirsi Ali en Nueva York, a Afshin Ellian en Leiden y a Maryam Namazie en Colonia y en Londres.
Lo que esos críticos dicen de ninguna manera es algo nuevo: de muchas maneras, no hay nada nuevo que agregar a la discusión acerca de la libertad y los derechos humanos. No obstante, sus historias son inmensamente importantes para Europa y para Occidente en general, mostrando que el deseo de libertad de ninguna manera es exclusivo a Occidente, y que los individuos en otras culturas se corren el enorme riesgo de defender los valores “occidentales” de la libertad y la tolerancia.
En el último capítulo del libro, examino la lucha global por los derechos humanos universales. Cuento la historia del herético Michael Servetus, quien fue quemado en la estaca en Génova en 1553, desatando el primer gran debate en Europa acerca de la cuestión de la tolerancia religiosa. Es un debate que yo pensé que se había ganado, luego del colapso del Muro de Berlín y del imperio comunista. No me percaté de que el llamado que hizo Ayatollah Khomeini a los musulmanes del mundo para que mataran a Salman Rushdie por algo que él escribió en una novela era otro punto de quiebre importante en la historia.
Hoy, parece evidente que el incidente de Rushdie fue la primera colisión en un conflicto global que parece que marcará las relaciones internacionales del siglo 21. En ninguna parte están la libertad y la tolerancia tan enraizadas como en Occidente. Eso pretendo demostrar en el último capítulo del libro con historias de Afganistán, Paquistán, Egipto, Rusia e India, en las que delineo cómo individuos y grupos de individuos sufren violaciones a su derecho de libertad de expresión y de pensamiento.
Gente con buenas intenciones en Occidente dicen que las democracias pueden y deberían sacrificar algo de libertad de expresión en nombre de la armonía social: esas historias puede que los conduzcan a repensar su postura. Las medidas probablemente diseñadas para proteger símbolos religiosos, doctrinas, y ritos para prevenir la discriminación pueden conducir a una persecución horrible del derecho a hablar libremente.
Esa es una de las principales razones por las que continúo defendiendo nuestro derecho de publicar las caricaturas de Mahoma. Si yo renuncio a ese derecho, también he aceptado indirectamente el derecho de los regímenes autoritarios y de los movimientos totalitarios de limitar la libertad de expresión en virtud del argumento de la violación de la religión y de los sentimientos religiosos.
Eso me parece inaceptable.