Desregulen las agencias de calificación
Juan Ramón Rallo sugiere que en lugar de cargar con más regulaciones a las agencias de calificación de riesgo se debería reformar el sistema para que son los inversionistas, y no los deudores, quienes tengan que contratar los servicios de estas agencias.
Por Juan Ramón Rallo
La madre de todas las cumbres económicas, celebrada en Washington el pasado 15 de noviembre, terminó pariendo un documento poco concreto que permitirá a sus participantes cargarse el libre mercado al tiempo que proclaman estar defendiéndolo. No queda claro cómo va a implementarse un keynesiano estímulo fiscal en una época de crecientes déficits públicos ni tampoco cuáles serán los criterios que guiarán la masiva supervisión financiera internacional que preconizan.
Mucho podría hablarse de las turbias bases de este nuevo sistema capitalista que pretenden edificar, pero prefiero centrarme en un punto que resulta paradigmático de la confusión y pésimas propuestas del G-20: la mayor regulación a la que serán sometidas las agencias de calificación. En concreto, a medio plazo se pretende que “las agencias de calificación crediticia que asignen calificaciones públicas deben estar registradas”; registro que, se supone, obligará a las agencias a cumplir complicadísimos (y probablemente inútiles) requisitos de aptitud y que, por tanto, permitirá a las autoridades cribar a las agencias de rating “buenas” de las “malas”.
Desde luego, las agencias de calificación —esencialmente Moody’s, Standard and Poor’s y Fitch— han desempeñado un pésimo papel durante esta crisis. Tras conceder el máximo rating a numerosas hipotecas subprime y productos estructurados, se han visto forzados a degradar a estos productos en una cuantía superior al medio billón de dólares, conforme los impagos iban repuntando. No en vano, los modelos económicos que empleaban las agencias eran claramente erróneos y pasaban, en algunos casos, por suponer que el precio de la vivienda en EE.UU. nunca dejaría de aumentar .
Los políticos han atribuido este fracaso global a que son los emisores de deuda quienes pagan a las agencias de rating por sus servicios, un sistema con el que se favorece el soborno y la corrupción. En buena medida, razón no les falta, pero se equivocan en el modo de combatir este problema: no es más regulación, sino mucha menos, lo que necesitamos.
Hasta 1970, las agencias de calificación prestaban sus servicios a los inversores y no, como ahora, a los deudores. Quienes querían adquirir bonos empresariales acudían a alguna de las agencias y les preguntaban su opinión sobre la calidad de esos bonos; de esta manera, el inversor podía tener una idea aproximada del riesgo de la operación y decidir si el tipo de interés que ofrecían valía la pena.
Sin embargo, en 1970 se produjo la mayor quiebra empresarial de la historia
de EEUU, la de la empresa de ferrocarriles Penn Central . Muchos brokers se
habían apalancado enormemente para adquirir su deuda, con lo que la
quiebra amplificó las pérdidas. La Security and Exchange Commission
(SEC) respondió exigiendo a los brokers una mayor haircut para apalancarse
contra deuda de mala calidad. La cuestión, sin embargo, era quién
decidía qué es buena o mala calidad. Así, en 1975 la
SEC aprobó la denominación de Agencia de Calificación
con Reconocimiento Nacional (Nationally Recognized Statistical Rating Organization
o NRSRO ) para diferenciar a las agencias de rating que podían prestar
calificaciones reconocidas por la SEC de las que no.
El efecto de esta denominación ha sido que toda emisión de deuda
debía contar, de antemano, con la calificación de una de las
NRSRO, ya que en caso contrario los haircuts aplicados a brokers y bancos
de inversión serían tan altos que desincentivarían su
adquisición.
Tras la reforma de la SEC, hemos pasado de un modelo donde era el inversor quien pagaba a las agencias de rating a un modelo donde el deudor es presa de estas agencias, si es que quiere poder emitir deuda. En el primer modelo, el fracaso era necesariamente penalizado: si sus previsiones no se cumplían y el inversor perdía dinero, la reputación de esas agencias caía. En el segundo modelo, el fracaso resulta irrelevante, ya que en última instancia, las agencias son un cartel que expide licencias para emitir deuda. Los deudores han de pasar por ellas, sean de utilidad o no.
Sólo rompiendo este cartel oligopolístico el mercado logrará disciplinar a las agencias de calificación: premiando a las que adopten modelos de valoración realistas y de calidad y penalizando a las que concedan ratings absurdos. Pero esto es justamente la dirección opuesta a la que camina el G-20: más regulación y más exclusión de la competencia en los registros públicos.
Las agencias de calificación fallaron tanto o más que Arthur Andersen con su auditoría de Enron. Sólo cuatro días antes de quebrar, le mantuvieron el rating de “grado de inversión” a la empresa energética. Pero, a diferencia de Arthur Andersen, su error no las hizo desaparecer. Y es que la regulación estatal no obligaba al mercado a seguir utilizando los pésimos servicios de la auditoria pero, en cambio, sí lo hacía y lo sigue haciendo con los de las agencias de calificación.