Argentina: "Stress" inflacionario

Martín Simonetta explica que el crecimiento acelerado del gasto público más la emisión monetaria es lo que “parece dañar de forma silenciosa y continua la sociedad”.

Por Martín Simonetta

Roberto es empleado en una empresa mediana en el Gran Buenos Aires. Si bien su trabajo se encuadra en la formalidad legal, mes a mes observa cómo su salario va perdiendo poder de compra. Su esposa, María trabaja informalmente en un comercio. La pareja aprendió a convivir con el aumento generalizado de los precios y la forma en que este proceso corroe su poder de compra.

Ambos han ido modificando sus hábitos: dejaron de ir a comer una vez por mes al restaurant del barrio para hacerlo siempre en su casa, fueron cambiando o resignando las marcas de los productos que consumían, modificaron los hábitos alimenticios de la familia pasando a consumir productos más accesibles. Enfocaron sus energías en garantizar una adecuada nutrición para sus tres hijos. Fueron observando cómo —a pesar de que sus salarios aumentaban leventemente— lo hacían a un ritmo más lento que los precios de su canasta familiar.

Este proceso de resignación lenta les genera una frustración que afecta su estado de ánimo y sofoca su sentido del humor, poniendo bajo presión la calidad de la relación de pareja que, día a día, mes a mes, debe poner a prueba su creatividad para poder vivir con los salarios de ambos.

La situación los agobia. Cada día deben caminar más rápidamente para permanecer en el mismo lugar. La carrera contra la inflación les produce una gran frustración.

¿"Stress” o “distress”?

El “stress” —traducible como tensión— es un útil mecanismo bioquímico que activa procesos de defensa del organismo, alertándolo en situaciones de peligro. En diferentes especies, incluso en la humana, resulta fundamental para generar reactivamente en momentos clave que ponen en juego la supervivencia, tales como el ataque de otros predadores. Una de las características es la producción de cortisol, la hormona que nos ayuda a estar alerta en situaciones de peligro.

La sabiduría evolutiva ha hecho que estos mecanismos se activen y nos protejan, pero —una vez superada la situación de riesgo— se desactiven, permitiendo el retorno al funcionamiento habitual del organismo.

¿Qué sucede si la activación transitoria de este sabio mecanismo de defensa se hace permanente? Allí estaremos frente a un fenómeno diferente: el “distress”. Mientras que el “stress” es un mecanismo adaptativo que nos permite reaccionar excepcionalmente en momentos críticos, el “distress” se diferencia —entre otras características— porque se produce de forma permanente y con gran intensidad como reacción a duraderos contextos hostiles. Modificaciones del humor, ansiedad, irritabilidad, conflictividad en las relaciones interpersonales, cansancio permanente, son algunos de los síntomas de esta situación, con los consecuentes potenciales efectos sobre la salud física.

Inflación, frustración

¿Cuál es el vínculo entre inflación y “distress”? Es muy posible que usted ya sepa la respuesta. A medida que los precios aumentan a un ritmo superior que los ingresos, va siendo necesario adaptarse al menor poder de compra de nuestro dinero, lo cual genera en nuestros organismos las características descriptas.

El “stress” inflacionario se desata debido a que el aumento generalizado de los precios obliga a las personas y a las organizaciones a enfocar sus esfuerzos en re adaptarse de forma permanente para continuar en el mismo lugar, a concentrar sus energías en sobrevivir y no en crecer.

La ausencia de estabilidad monetaria y la pérdida de valor de la moneda tienen un claro efecto en el re acomodamiento de los ingresos-egresos de las personas, las familias y las empresas. Agregan, a las naturales dificultades de la supervivencia y crecimiento, un factor externo que obliga a asignar una porción de energía a correr esta maratón donde compiten los salarios y la rentabilidad empresaria contra pérdida de valor de la moneda.

En las causas de la inflación, los argentinos somos expertos. Diversos estudios señalan el  mayor de sus orígenes: el fenomenal incremento del peso del gasto consolidado del sector público, que pasó de 28% en el 2003 al 45% en el 2011. Este mayor gasto por parte del sector público es el que asfixia a los ciudadanos, y la inflación —consecuencia de la emisión monetaria— es uno de sus aspectos que parece dañar de forma silenciosa y continua a la sociedad.

Por más que se quiera eludir esta verdad, el proceso inflacionario ubica a la Argentina como una de las líderes (si cabe la expresión) a nivel mundial en esta materia. La brecha de casi 13% existente entre la inflación verdadera (22,8%) —medida por consultores privados y publicada por diputados opositores— y la del Instituto Nacional de Estadística y Censo (inferior al 10%) nos da una idea del tamaño de la negación.

Un profundo cambio en la política fiscal y monetaria a efectos de preservar los silenciosos efectos de la inflación —uno de los impuestos más distorsivos— sobre la salud mental y física de los argentinos.